Blood Magic (Jornadas de sangre 1)

Tessa Gratton

Fragmento

curidad. Pude leer algunos nombres y unas cuantas fechas que se remontaban a mil ochocientos y pico. La tentación de tocarlas resultaba irresistible, así que saqué las manos de los bolsillos para dar unos golpecitos por aquí y deslizar los dedos por allá. Las piedras estaban frías y rugosas, aparte de sucias. Algunas de las tumbas tenían flores marchitas.

Los sepulcros no seguían ningún trazado, así que tan pronto como creía haber encontrado un camino, este giraba y se convertía en un extraño óvalo o en una especie de patio. Aún no había pensado en que existía la posibilidad de perderme cuando vi con claridad la masa de árboles que rodeaba mi casa en un extremo y la de los vecinos en el otro. Me pregunté quién vivía allí, y si las tierras del sur les pertenecían a ellos o a otros vecinos.

Lo único que perturbaba el silencio era el zumbido de los bichos del bosque y los ocasionales graznidos de los cuervos, que se chillaban unos a otros. Observé una bandada que se alejaba, cómo sus miembros jugueteaban los unos con los otros, y noté que empezaba a relajarme. Al menos podría encontrar algo de paz entre los muertos. Lo más probable era que todos se hubieran convertido en polvo a esas alturas. Salvo el abuelo. Clavé la vista en una lápida que parecía limpia y nueva.

Me pregunté si el abuelo me habría caído bien… si alguna vez habría ido a visitarlo. Tal vez sí. Podría haberme gustado, supongo. Sin embargo, no llegué a conocerlo, y mi padre jamás sacaba a relucir ningún tema que estuviera relacionado con la familia de mi madre, de modo que la mayor parte de mi vida había transcurrido sin pensar en ello.

No tenía sentido alterarse por esas cosas ahora.

Tres metros delante de mí, una estatua se movió. Me quedé paralizado un instante, y luego me agaché detrás de un obelisco de alrededor de un metro y medio de altura, muy parecido al monumento de Washington. Cuando me asomé por la esquina para echar un vistazo, me di cuenta de que la estatua llevaba pantalones vaqueros y una camiseta, y que las horquillas de su pelo tenían un brillo morado a la luz de la luna.

Era un idiota.

La chica estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada contra una lápida reciente. Tenía un libro abierto a su lado y una bolsa azul de plástico a los pies. Estaba muy delgada, y llevaba el pelo corto de punta, al estilo radical que tanto me gustaba, porque te permitía enredar las manos en el cabello de la chica sin que te diera una bofetada por alborotárselo (como algunas que conozco), aunque en realidad no podía alborotarse más. Abrí la boca para saludarla, pero me detuve cuando cogió una navaja y se colocó la hoja sobre el pulgar.

¿Qué demonios…?

Tras un instante de vacilación, la chica apretó los labios y se hizo un corte.

No…

Cuando la sangre empezó a brotar de la herida, recordé a mi madre, que siempre llevaba los dedos llenos de tiritas.

Recordé a mi madre pinchándose el dedo y salpicando el espejo con la sangre para mostrarme las imágenes que cobraban vida en él… o dejándola caer sobre un pequeño dinosaurio de juguete y susurrando palabras para que el estegosaurio meneara su cola llena de púas. No quería recordar esas cosas; no quería saber que esa clase de locura no era exclusiva de nuestra familia.

La chica se inclinó hacia delante y le susurró algo a la hoja que tenía frente a ella. La hoja se estremeció, y luego empezó a estirarse… y a ponerse verde.

Me cago en la leche…

La muchacha levantó la vista y me pilló mirándola boquiabierto. No podía ser cierto lo que acababa de ver. Era imposible. Allí no. Otra vez no.

Cerré la boca de inmediato cuando se puso en pie y escondió la navaja tras su espalda.

Rodeé la lápida mientras paseaba la mirada entre la hoja del suelo y su rostro.

—Lo siento… —conseguí balbucear—. Paseaba por aquí y he visto… —Eché un nuevo vistazo a la hoja.

—¿Qué es lo que has visto? —susurró ella como si tuviera seca la garganta.

—Nada… Nada. Solo a ti.

La expresión de su rostro no perdió el matiz receloso.
—No sé quién eres.
—Soy Nicholas Pardee. —No suelo presentarme de esa forma, pero me pareció que en un cementerio había que decir nombre y apellidos. Como si eso importara…—. Acabo de mudarme a la vieja casa que hay junto al cementerio. —Conseguí no encogerme. Menudo cliché… «Hola, acabo de trasladarme a la espeluznante casa del viejo Harleigh y me gusta pasearme por los cementerios. Antes me acompañaba un perro enorme llamado Scooby.» —Ah, sí… —Ella miró en dirección a mi casa—. He oído algo al respecto. Me llamo Silla Kennicot. Vivimos por ahí. —Apuntó la navaja en dirección a la casa cercana, y en ese momento pareció

recordar que la tenía en la mano y volvió a esconderla tras la espalda.

Respiré hondo. Vale, así que esa chica era mi vecina. Y era de mi edad. Y estaba buena. Y, casi con toda seguridad, le faltaba un tornillo. O quizá fuera yo quien estaba mal de la cabeza. Porque era imposible que aquello volviera a ocurrir. Estábamos una tía buena, yo y lo que parecía… no.

«No.»

Me sentí escamado, erizado, como si de pronto me hubieran salido púas de puercoespín en la espalda. Quise decir algo desagradable que me hiciera sentirme mejor, que me hiciera poner los pies en la tierra, pero en lugar de eso solté una gilipollez.

—Silla… Nunca había oído ese nombre. Es bonito.

Ella apartó la mirada, la expresión serena como el cristal. Cuando habló, su voz fue lo bastante cortante como para convertir ese cristal en miles de pedazos.

—Es el diminutivo de Drusilla. Mi padre enseñaba latín en el instituto.

—Latín… vaya. —«Enseñaba». En pasado.
—El significado del nombre está relacionado con la fuerza —comentó ella con tono irónico.

Nos miramos. Yo me debatía entre el impulso de agarrarla para gritarle que sabía exactamente lo que había estado haciendo y que debía parar antes de que alguien saliera herido… y el de fingir que todo era normal, que me importaba un comino la sangre. Tal vez a ella le gustara hacerse cortes estúpidos, o quizá hubiera sido un accidente. Puede que en realidad yo no hubiera visto nada. Me negué a volver a mirar la hoja verde.

—¿Ya te has graduado? —preguntó ella.

Sorprendido, respondí con un tono de voz demasiado elevado. —¡Ah, no! Empiezo las clases mañana. —Mostré mi mejor sonrisa irónica—. Estoy impaciente.

—Debe de ser tu último año, ¿no?
—Sí.
—En ese caso puede que no compartamos ninguna asignatura. Yo todavía estoy en el penúltimo año.

—A mí se me da fatal la historia —señalé.
—Yo estoy en el programa avanzado. —Sonrió de nuevo, pero esta vez sus ojos parecían verdaderamente alegres. Ya no parecían tan grandes y espectrales.

Me eché a reír.
—Mierda…

Silla hizo un gesto afirmativo con la cabeza y bajó la mirada hasta el suelo. Mientras hablábamos, había arrastrado el pie sobre la espiral dibujada en la tierra. El dibujo había quedado reducido a un borrón de líneas, trocitos de hierba seca y hojas. No había ni rastro de cosas extrañas. El alivio me volvió más atrevido.

—¿Tienes la mano bien?
—Ah… bueno… esto… —Mostró las manos después de guardarse la navaja en el bolsillo de los vaqueros. Llevaba unos anillos enormes en todos los dedos. Tras extenderlas, examinó su pulgar. Estaba manchado de sangre.

—Agua oxigenada —dije de repente. Eso era lo que usaba mi madre. Yo odiaba el olor del agua oxigenada.

—¿Qué?
—Deberías utilizarla para limpiar la… bueno, la heri

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