La última misión (Secret Academy 5)

Isaac Palmiola

Fragmento

cap-1

«Ven a mí.»

Martin percibió la voz en su cabeza más nítida y cercana que nunca.

Abrió los ojos y miró hacia el volcán. Fuera lo que fuera, lo que acababa de llegar a la isla seguía lanzando destellos incansablemente, iluminando la nubosa noche con intensos estallidos de color verde.

«Ven a mí», volvió a exigir la voz.

Por primera vez comprendió que todas las órdenes y deseos que había abrigado durante los últimos meses provenían de aquella cosa, y tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no salir corriendo hacia el volcán. Mantuvo a raya aquel impulso irrefrenable y se obligó a esperar a que llegaran los demás. Su mente contó hasta treinta, y la doble puerta de cristal de la Secret Academy se abrió automáticamente para dejar salir a una compañera.

—¿Qué demonios es eso, Martin? —le preguntó Herbert.

Más que asustada, parecía aturdida. Se notaba que acababa de levantarse, porque llevaba la melena totalmente despeinada y el uniforme de color azul, desaliñado, como si se lo hubiera puesto a toda prisa.

—He visto cómo caía del cielo. —La voz de Martin sonó indiferente, pero por dentro hervía de excitación—. En Turquía me hablaron de un meteorito que llegaría a la Tierra. Tal vez se trate de eso...

Herbert lo miró con asombro y a continuación un destello de miedo le ensombreció las facciones.

—Con esa luz solo puede ser meteora... —susurró mientras se recogía el pelo a la espalda y contemplaba la luz parpadeante que teñía las nubes de verde.

La doble puerta de cristal volvió a abrirse, y salieron Carla y Chandler. Poco a poco se fueron uniendo al grupo todos los miembros de la Secret Academy hasta que Tolkien, el último, hizo acto de presencia sujetando por la espalda a un hombre barbudo y con el torso al descubierto. Martin tardó unos segundos en reconocer el rostro del profesor Stoker.

—¡No sé qué le ocurre! —exclamó la voz angustiada de Tolkien.

Sus ojos asustados lo buscaron a él, y Martin celebró que así fuera. En ausencia de Lucas, Herbert era la que ocupaba oficialmente el puesto de líder, pero Martin sabía que en aquellos momentos él era el punto de referencia para todos sus compañeros.

Rápido de reflejos, corrió hacia el profesor y le levantó el rostro para mirarlo a los ojos. El hombre tenía la frente perlada de sudor y las arrugas de su rostro se definían en una mueca de dolor.

—¡Me va a estallar la cabeza! —maldijo con voz ronca.

Martin se giró hacia los demás.

—¿Alguien más tiene jaqueca?

Sus compañeros se miraron entre ellos y negaron con la cabeza.

—No creo en las casualidades —continuó él—. De los diez que estamos aquí, solo uno se encuentra enfermo, el único que no es ningún Elegido. Hay que comprobar si el resto del personal de la isla está indispuesto y tratar de ayudarles lo antes posible. ¿Puedes ocuparte de ello, Herbert?

La chica, siempre dispuesta a ayudar, se apresuró a asentir, y Martin celebró para sus adentros que la líder en funciones acatara una orden suya.

—Yo iré a inspeccionar el volcán —anunció con decisión—. Si alguien quiere acompañarme, será bien recibido.

Le gustó la reacción de sus compañeros, porque resaltaba su valentía y liderazgo. Martin detectó miedo e indecisión en sus expresiones, y solo tres de ellos dieron un paso al frente para acompañarlo: Orson, del equipo de la tierra, Carla, que compartía con él el uniforme del fuego, y Chandler, del viento.

—Si dentro de tres horas no hemos vuelto, evacuad la isla Fénix —ordenó antes de alejarse, y, haciendo un gesto con la mano, pidió a los tres voluntarios que lo siguieran.

Martin conducía el jeep todo lo rápido que podía, ignorando los numerosos baches que había en el camino, sin apartar la vista del cielo. Cada dos segundos la luz iluminaba el firmamento con sus destellos verdes y a continuación se apagaba, sumiendo en una oscuridad total la isla Fénix.

—¿Crees que podría ser peligroso? —le preguntó Carla.

Aunque sus tres acompañantes habían demostrado un gran valor apuntándose a la expedición, resultaba evidente que también estaban asustados.

—Hacemos lo correcto —contestó él con entereza—. Y eso es lo único que debe importarnos.

Nadie volvió a abrir la boca hasta que el jeep llegó a los pies del volcán. Desde allí se percibían las consecuencias de la violenta colisión con el meteorito. El volcán, tiempo atrás cubierto por rocas, presentaba entonces un inmenso boquete en la parte superior. La luz era tan intensa que las paredes volcánicas se teñían de verde cada vez que parpadeaba, pero lo que más los sorprendió fue el calor, un calor pegajoso que cubría sus cuerpos con una fina capa de sudor.

—Esto es insoportable. —Chandler tenía un mechón de pelo pegado a la frente y respiraba con dificultad—. ¿Y ahora qué?

«Ven a mí, Martin.»

La voz resonó en su cabeza tan próxima como un susurro al oído. Martin perdió la noción de la realidad unos instantes, hasta que notó que alguien le tiraba de la manga.

—¿Estás bien? —le preguntó Carla, visiblemente preocupada.

—Estoy bien —contestó él—. No hace falta que nos pongamos todos en peligro: subiré yo solo.

Las protestas de Chandler, Orson y Carla resultaron demasiado tímidas como para ser del todo sinceras, pero Martin no los culpó por ello. El fenómeno que afectaba la isla Fénix era tan misterioso como aterrador, y había una fuerza tan poderosa en el ambiente que ponía los pelos de punta.

—Esperad una hora y volved —les ordenó—. Pase lo que pase no vengáis a por mí. Alertad a los demás y marchaos de esta isla sin mirar atrás...

«Ven a mí», insistió la voz.

Pese al miedo creciente, Martin no pudo resistirse a la voluntad que anulaba su libre albedrío y empezó a subir la pendiente. A cada paso el calor era más sofocante, y el aire que respiraba, más abrasador. El pelo rubio le chorreaba sudor, y tuvo que bajarse un palmo la cremallera del uniforme porque sentía que se ahogaba.

Al cabo de unos minutos consiguió llegar a la cima del volcán. Antes de mirar abajo, se volvió para contemplar, a lo lejos, el edificio con forma de delfín de la Secret Academy y las diminutas figuras de los tres compañeros que lo esperaban delante del jeep. Inspiró aquel aire ardiente y se adentró con decisión en las entrañas del volcán.

La luz era tan cegadora que tuvo problemas para distinguir el objeto que albergaba el interior de la montaña. Debía de medir cinco metros y tenía una forma circular llena de irregularidades que palpitaban. El meteorito, o lo que fuera aquella cosa, era el origen de la luz verde que inundaba la isla Fénix y se estaba desprendiendo de una cáscara negra de aspecto duro y rugoso.

Concentrado en no perder el equilibrio y sirviéndose de sus conocimientos de escalada, Martin encontró una ruta más o menos practicable para descender hasta abajo e inspeccionar aquella cosa más de cerca. Se asió a las rocas que sobresalían de la pared y fue descendiendo metro a metro hasta que pisó tierra firme.

Al girarse tuvo que entrecerrar los ojos a causa del intenso brillo, pero du

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