Ruination. Una novela de League of Legends

Anthony Reynolds

Fragmento

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PRÓLOGO

Helia, Islas Bendecidas

Erlok Grael aguardaba el comienzo de la Elección al margen de sus compañeros.

Esperaban en un pequeño anfiteatro al aire libre, entre los destellos del mármol blanco y los remates de piedra bañados en oro de aquella obra arquitectónica. Helia lucía llena de orgullo su opulencia, como si adoptara una actitud provocadora ante la brutalidad de la vida más allá de las costas de las Islas Bendecidas.

Los demás se reían y bromeaban juntos, sumidos en un nerviosismo colectivo que los unía todavía más, mientras Grael permanecía solo y guardaba silencio con una mirada intensa. Nadie le dirigía la palabra ni lo incluía en ninguna de aquellas bromas que se hacían entre cuchicheos. Eran pocos los que reparaban en su presencia siquiera; las miradas pasaban de largo sin detenerse en él, como si no existiese. Para la mayoría de ellos, no existía.

A Grael no podía importarle menos. No tenía el menor deseo de compartir sus conversaciones intranscendentes, ni tampoco sentía celos de aquella camaradería juvenil. Hoy era el día de su momento triunfal. Hoy lo iban a recibir en el seno del círculo de confianza, como aprendiz en los escalafones más altos y secretos de la Hermandad de la Luz. Se había ganado su lugar allí más que de sobra. Ningún otro de los alumnos presentes se le aproximaba siquiera. Podrían ser de fortuna y nobleza, mientras que él procedía de una familia de porqueros analfabetos, pero entre ellos no había ninguno que tuviera sus dones ni que fuese tan digno.

Llegaron los maestros, fueron ocupando uno por uno la escalinata central y provocaron el silencio en el grupo de aspirantes. Grael los observó con el ardor de un brillo hambriento en la mirada. Se humedeció los labios y saboreó el prestigio y la gloria que muy pronto lloverían sobre él, sumido en la expectación ante todos aquellos secretos a los que no tardaría en tener acceso.

Los maestros ocuparon su sitio en las gradas inferiores del anfiteatro con expresión solemne y sin quitar ojo a los grupos de iniciados allá abajo, en la arena. Finalmente, y tras una pausa excesiva con el fin de aumentar el suspense, un maestro de aire pomposo y con una piel pálida y húmeda que le daba el aspecto de un sapo —el patriarca Bartek— carraspeó para aclararse la garganta y dio la bienvenida a los graduandos. Su ampuloso discurso estuvo cargado de solemnidad y de digresiones de autobombo, una perorata a la que Grael asistió con un velo en la mirada.

Llegó por fin el momento en que los maestros elegirían a los alumnos a los que iban a tomar bajo su protección como aprendices. Allí había líderes de todas las grandes disciplinas y adscripciones de la Hermandad. Representaban a las Ciencias Arcanas, las diversas escuelas de lógica y de metafísica, los Archivos Sacralizados, los Astrofuturólogos, la Oratoria de Hermes, la Geometría Esotérica, los Buscadores y otras ramas de estudio bien diversas. De una forma u otra, todas ellas estaban al servicio del propósito ulterior de la Hermandad: recopilar, estudiar, catalogar y poner a buen recaudo los artefactos arcanos más poderosos que existieran.

Aquella era la auspiciosa congregación de algunas de las mentes más brillantes del mundo, y, aun así, Erlok Grael tan solo se fijaba en una de ellas: la jerarca Malgurza, maestra de la Llave. Tenía la oscura piel repleta de arrugas, cenicientos los cabellos que antaño eran de ébano. Malgurza era una leyenda entre los iniciados de Helia. No acudía todos los años a la ceremonia de la Elección, pero, cuando asistía, siempre lo hacía para admitir a un nuevo aprendiz en el seno del círculo de confianza.

Trajeron la Vara de la Elección y se la entregaron en primer lugar a la jerarca Malgurza, la maestra de mayor reputación de entre todos los presentes. La tomó con una de sus manos nudosas y ajadas y provocó una oleada de murmullos entre los pupilos. En efecto, Malgurza iba a escoger a un aprendiz aquel día, y la sombra espectral de una sonrisa se asomó a los labios de Grael. La anciana recorrió con su mirada rapaz los grupos de candidatos, que contuvieron el aliento, todos a una.

El nombre que pronunciase tendría la grandeza por destino, se uniría al núcleo de una élite santificada con un futuro asegurado. La expectación le provocaba tics nerviosos en los dedos a Erlok Grael. Había llegado su momento, y ya estaba prácticamente con el pie en el aire para dar un paso al frente cuando la jerarca por fin se pronunció con una voz ronca, tan áspera como un licor añejado en barrica de roble.

—Tyrus de Hellesmor.

Grael pestañeó. Por un segundo, antes de que la fría realidad del rechazo cayera sobre él, pensó que podría tratarse de alguna clase de error, pero se le vino encima como una cuba de agua helada en la cara.

El alumno elegido lo celebró con un grito de alegría que se mezcló con un estallido de susurros y exclamaciones sofocadas. El recién nombrado aprendiz dio un paso al frente bajo una lluvia de palmaditas en la espalda y ascendió corriendo los escalones del anfiteatro para ocupar su lugar detrás de la jerarca Malgurza con una amplia sonrisa en la petulante expresión de su rostro.

De cara al exterior, Grael no dio muestra de reacción alguna, aunque se había quedado peligrosamente inmóvil.

El resto de la ceremonia transcurrió sumido en un surrealismo difuso y anestesiado. La Vara de la Elección pasó de maestro en maestro, que fueron eligiendo a sus nuevos aprendices. Nombre tras nombre, el grupo de candidatos alrededor de Grael fue menguando hasta que se quedó solo. La multitud de maestros y de antiguos compañeros lo miraba desde arriba, como un jurado a punto de anunciar su ejecución.

Ya no había tics nerviosos en sus manos. La vergüenza y el odio se retorcían en su interior como un par de serpientes enzarzadas en un forcejeo mortal. Con un clic definitivo, la Vara de la Elección quedó sellada de nuevo en el interior de su estuche, y se la llevaron unos asistentes vestidos con túnicas doradas.

—Erlok Grael —dijo Bartek con una sonrisa en la mirada—. Ningún maestro te ha solicitado, pero, si algo hay que caracteriza a la Hermandad, es su benevolencia. Se ha reservado un lugar para ti, una tarea que, tenemos la esperanza, te enseñe lo que tanto necesitas, mucha humildad y, al menos, un atisbo de empatía. Con el tiempo, quizá, alguno de los maestros se digne a tomarte com…

—¿Dónde? —lo interrumpió Grael, lo cual provocó murmullos y sonidos de desaprobación, pero tampoco le importó lo más mínimo.

Bartek apuntó su bulbosa nariz hacia él y lo miró con la expresión de quien, sin querer, acaba de pisar algo bastante desagradable.

—Servirás como ayudante de rango menor de los Guardianes de los Umbrales —anunció con un brillo de malicia en los ojos.

Hubo sonrisas burlonas y alguna carcajada contenida entre sus excompañeros. Los «segadores», tal y como los conocía el alumnado de manera despectiva, eran lo más bajo de entre los escalafones inferiores, tanto en sentido figurado como literal: patrullaban y hacían guardia en los lugares más profundos de las catacumbas bajo el suelo de Helia. Sus filas estaban formadas por aquellos que se habían granjeado la ira de los maestros, ya fuese por algún error político garrafal o por su mala conducta, y también las formaban aquellos a los que la Hermandad quería quitarse de en medio. Allá abajo, en la oscuridad, uno se podía olvidar de ellos. Eran un mal chiste, una vergüenza.

Continuaba el murmullo monótono de la voz paternalista de Bartek, pero Grael apenas oyó siquiera lo que decía.

En aquel momento, se juró que esto no se acababa aquí. Iba a servir entre los guardianes y a asegurarse de que reparaban en su valía, hasta tal punto que no pudiera negárselo ninguno de aquellos maestros pomposos con sus lloriqueos, ni tampoco los altivos de sus compañeros. Serviría un año, tal vez dos, y entonces ocuparía el lugar que le correspondía por derecho en el seno del círculo de confianza.

No iban a quebrar su voluntad.

Y recordaría esta ofensa.

Alovédra, Camavor

Estaba oscuro y hacía frío en el Sagrario del Veredicto, y Kalista agradeció aquel respiro del abrasador verano camavorano. En pie y en posición de firmes, engalanada con su armadura ajustada a las curvas de su cuerpo y con el yelmo emplumado, aguardaba a que se emitiera el fallo.

A pesar de no hallarse al sol, el joven y esbelto heredero al Trono de Argento estaba sudando arrodillado junto a ella, con la respiración acelerada y poco profunda.

Se llamaba Viego Santiarul Molach vol Kalah Heigaari, y aguardaba para saber si lo iban a coronar o si aquel habría de ser el último de sus días.

El poder absoluto o la muerte. No podía haber punto medio.

Kalista era su sobrina, aunque para él tenía más de hermana mayor. Habían crecido juntos, y Viego siempre había sentido admiración por ella. Él nunca debía haber optado al trono. Debía haberlo hecho su hermano, el primogénito y padre de Kalista, pero su inesperada muerte había situado a Viego como el siguiente en la línea sucesoria.

El ruido de la muchedumbre amontonada a las puertas quedaba amortiguado por los muros del sagrario. Allí de pie, en la penumbra, los sacerdotes encapuchados con el rostro oculto entre las sombras y bajo unas inexpresivas máscaras de porcelana formaban un círculo de un total anonimato. El humo de sus incensarios tenía un olor acre y empalagoso, su canto de susurros sonaba monótono y sibilante.

—¿Kal? —susurró Viego.

—Estoy aquí —respondió en voz baja Kalista, de pie a su lado.

Viego alzó la mirada hacia ella. Tenía un rostro patricio, alargado y bien parecido, y, sin embargo, en aquel momento parecía ser menor que sus veintiún años. Tenía el pánico en la mirada, en unos ojos como los de un animal paralizado sin saber si huir o luchar. En la frente le habían trazado tres líneas de sangre que confluían en un punto justo entre las cejas. Según la tradición, tan solo se ungía con el tridente de sangre a los muertos, para ayudarlos a acelerar su tránsito hacia el Más Allá y asegurarse de que los Venerados Ancestros los reconocían. Era señal de cuán letal era lo que le esperaba.

—Cuéntame otra vez las últimas palabras de mi padre —susurró Viego.

Kalista se puso tensa. El viejo rey era el León de Camavor, con una temible reputación en la batalla… y en la escena política. Sin embargo, en su lecho de muerte no se había parecido en absoluto al imponente rey guerrero que tanto había aterrorizado a sus enemigos. En aquellos últimos instantes, tenía el cuerpo consumido y flaco, muy mermados aquel poderío y aquella vitalidad de la que tanto se hablaba. Sus ojos aún irradiaban un atisbo del poder que había ostentado en la flor de la vida, pero aquel era más bien como el último fulgor de los rescoldos de una hoguera, un destello final antes de que lo reclamase la oscuridad.

«Se aferró a ella con sus últimas fuerzas, con unas manos que, lejos de parecer en absoluto humanas, más bien recordaban a las garras de un buitre.

—Prométemelo —bramó él con el ardor de la desesperación—. El muchacho no tiene temperamento para gobernar. La culpa es mía, pero eres tú, mi nieta, quien ha de llevar esa carga. Prométeme que lo guiarás, que le darás consejo…, que lo controlarás si es necesario. Proteger Camavor, ese es ahora tu deber.

—Te lo prometo, abuelo —dijo Kalista—. Te lo prometo».

Viego aguardaba expectante, mirándola desde abajo. El rugido lejano de la multitud en el exterior iba y venía como el romper de unas olas lejanas.

—Dijo que serías un gran rey —mintió Kalista—, que eclipsarías sus hazañas incluso.

Viego asintió en un intento por hallar algo de consuelo en las palabras de Kalista.

—No hay nada de malo en sentir temor —lo tranquilizó con una actitud menos severa—. Serías un necio si no lo sintieses. —Le guiñó un ojo—. Más necio aún, quiero decir.

Viego se echó a reír, pero aquella risa tenía un deje de histeria, excesivamente sonora en aquel lugar cavernoso. Los sacerdotes le lanzaron una mirada fulminante, y el heredero al trono guardó la compostura. Se apartó de la cara un mechón suelto de sus cabellos ondulados, se lo colocó detrás de la oreja, y allí se vio de nuevo, clavando la mirada en la oscuridad.

—No puedes permitir que el temor te domine —dijo Kalista.

—Si el acero me lleva, serás tú quien se arrodille aquí la siguiente, Kal —susurró Viego. Reflexionó sobre aquello por un instante—. Tú serías una gobernante mucho mejor que yo.

—No digas eso —dijo Kalista con tono sibilante—. Tienes la bendición de los Ancestros. Ese poder que corre por tus venas no lo tenía tu padre. Eres digno. Ya te habrán coronado cuando caiga la noche, y todo esto no será más que un recuerdo. El acero no te llevará.

—Aun así, si…

—He dicho que el acero no te llevará.

Viego asintió muy despacio con la cabeza.

—El acero no me llevará —repitió.

Algo cambió en el ambiente, y el cántico de los sacerdotes se aceleró. Los incensarios iban y venían de un lado a otro. La luz penetró en el sagrario a través de una lente de cristal situada en el centro de la cúpula, allá en lo alto, cuando el sol por fin se situó en posición perpendicular sobre él. Las motas de polvo y los tirabuzones de humo empalagoso danzaban en el haz de luz, que no reveló nada.

Entonces apareció la Espada del Rey.

Había recibido el nombre de Santidad, y Kalista sintió que se le bloqueaba la garganta y se quedaba sin respiración al posar la mirada en ella. Allí suspendida en el aire, la inmensa espada tan solo existía en los Pabellones espirituales de los Ancestros, salvo cuando la solicitaba el legítimo gobernante de Camavor o cuando la invocaban los sacerdotes para emitir el veredicto sobre un nuevo soberano.

Todo monarca de Camavor lucía la Corona de Argento, un aro de tres puntas con un aspecto agresivo absolutamente apropiado para el extenso linaje de sus beligerantes reyes, pero el verdadero símbolo del trono era Santidad. Era indiscutible la supremacía de quien la empuñase, y estar en poder de la Espada del Rey significaba tener el alma unida a ella por medio de un vínculo espiritual, aunque no todos los herederos al trono camavorano sobrevivían al ritual de la vinculación.

Kalista sabía que no se trataba de una amenaza vaga ni tampoco de una suerte de mito. Remontándose en la historia del linaje, eran decenas de herederos los que habían perecido en aquel Sagrario del Veredicto. Los que apodaban a aquella espada «Rebanadora de Almas» tenían sus buenas razones, igual que hacían bien en temerla tanto los herederos de Camavor como sus enemigos.

La multitud se había acallado en el exterior. Aguardaban en un silencio expectante, listos para dar la bienvenida a un nuevo monarca o para llorar su muerte. Una de dos, o se abrían las puertas de par en par y Viego salía triunfal y glorioso, o la campana sobre el sagrario tañería una sola vez en señal de luto para comunicar su final.

—Viego —dijo Kalista—. Es la hora.

El príncipe heredero se ayudó con las manos y se puso en pie. La espada se mostraba suspendida ante él, esperando a que la empuñara. Aun así, Viego no se decidía. La miraba fijamente, paralizado, aterrorizado. Los sacerdotes continuaban lanzándole miradas fulminantes con los ojos desorbitados detrás de sus máscaras inexpresivas, presionándolo en silencio para que siguiera las instrucciones que habían recibido.

—Viego… —dijo Kalista entre dientes.

—Estarás conmigo, ¿verdad? —susurró él con urgencia—. No me veo capaz de hacer esto yo solo. Gobernar, quiero decir.

—Estaré contigo —le dijo Kalista—. Estaré a tu lado, como siempre. Te lo prometo.

Viego asintió y se dio la vuelta hacia Santidad, que permanecía suspendida en el haz de luz. Perdería aquel instante en cuestión de segundos. El momento del veredicto era ahora.

El cántico de los sacerdotes alcanzó un punto febril. El humo se enroscaba alrededor del acero sagrado como una infinidad de serpientes que culebreaban y se retorcían. Sin más espera, Viego dio un paso al frente y asió la espada, agarró la empuñadura con ambas manos.

Se le agrandaron los ojos y se le contrajeron las pupilas de manera ostensible.

Acto seguido abrió la boca y comenzó a gritar.

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PARTE I

Qué diferente podría haber sido este mundo si el acero no hubiese errado su objetivo…

Centinela artífice Jenda’kaya

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Queridísima Isolde, hermana mía de corazón:

Cuando recibas esto, habrás partido de Alovédra y faltarán escasos días para tu llegada a Santoras.

Qué contrariedad es para mí que nuestros esfuerzos por hallar una solución diplomática hayan sido insuficientes, pero no te desanimes: durante el reinado de mi abuelo, nadie se habría planteado siquiera la idea de una negociación sin derramar una gota de sangre, jamás. Esto es un avance, y tus apasionados ruegos a Camavor para evitar que se crearan más enemigos y para proteger la economía de nuestro aliado han sido muy convincentes. De no haber sido tan fuertes las ansias de Viego por consolidar su poder con una victoria sobre el terreno, quizá no hubiese prestado ninguna atención a los argumentos del clero y las Órdenes de Caballería.

Viego tiene tu consejo en la más alta consideración, y tu influencia positiva sobre él contendrá los peores excesos de las Órdenes de Caballería. ¡Tan lejos ha llegado en el breve tiempo que dura vuestro matrimonio! Ya ha puesto en práctica ciertos cambios con los que yo jamás habría soñado. La apertura nocturna de las cocinas de los Barracones de Oriente para dar de comer a los pobres y los necesitados —sé bien que fue a instancia tuya— le ha servido para ganarse la simpatía de los menos favorecidos de Alovédra, y aún me asombra que fueras capaz de convencer a Viego para que ofreciese un asiento en el concilio a un representante elegido de entre los más humildes.

Me sigue preocupando que viajes hasta aquí, a Santoras, y te aproximes tanto al inminente conflicto, pero comprendo tus razones. Es evidente que, si el resto de la corte de Viego contase con un simple ápice de tu sabiduría, empatía y compasión, el mundo sería un lugar mucho más luminoso. No cabe duda de que Santoras caerá, como tantas otras ciudades estado y naciones en tiempos anteriores, pero creo que estás en lo cierto: tu presencia servirá para asegurarnos de que no se pasará a cuchillo a Santoras tras la batalla.

Los grandes maestros rechazarán cualquier orden de no saquear la ciudad —se han enriquecido a base de llenar sus cofres de oro mal obtenido, a base de robárselo al enemigo conquistado—, pero no se atreverán a volverse en contra de Viego. Aun así, habrá cierta violencia y pillajes, por supuesto. Sería poco realista pensar lo contrario, pero sí estoy convencida de que esto supone el amanecer de una nueva era para Camavor, unos tiempos construidos sobre la base de un comercio pujante con nuestros aliados y de las mejoras en la vida de los camavoranos en general, y no con la obsesión de una conquista brutal y un derramamiento de sangre que se oculta tras la fachada de una «noble empresa».

Costará un tiempo cambiar la cultura cruzada tan rancia y salvaje de las Órdenes de Caballería, pero, con tu ayuda, confío en que podamos guiar a Viego para que le ponga fin de una vez por todas. La avaricia ha corrompido aquello que tal vez comenzó como una noble empresa, y hace ya mucho tiempo que tan vil conducta tenía que haberse acabado. Tu pueblo ha sido testigo de sus peores consecuencias: nadie tendría que contemplar lo que ellos presenciaron, ver arrasada su patria y cómo masacraban a sus seres queridos. No hay nada que se pueda hacer para expiar semejantes atrocidades, pero sí podemos asegurarnos de que no vuelva a suceder nunca.

Las crónicas recogerán tu influencia en la futura grandeza de Camavor, no me cabe la menor duda. Tú sacas a la luz lo mejor que hay en Viego, y eso me da unas tremendas esperanzas para el futuro.

Tu queridísima amiga y aliada,

KALISTA

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CAPÍTULO 1

Las Llanuras Abrasivas, Santoras

Dieciocho meses después de la coronación de Viego

Kalista vol Kalah Heigaari, general de la Hueste, Lanza del Trono de Argento y sobrina del rey, se arrancó el yelmo de la cabeza. Respiró hondo y se pasó una mano por la larga cabellera, húmeda de sudor.

El sol caía implacable sobre ella, a plomo y sin tregua. El calor la estaba quemando, abrasando los pulmones, pero, aun así, el ritmo de los latidos del corazón se le fue estabilizando lentamente. Solo entonces, al disiparse la furia de la batalla, sintió el dolor y el escozor de unas heridas que no recordaba haber sufrido. Sentía espesa la cabeza y tenía un pitido en los oídos. ¿Se había llevado un golpe en la cabeza? Era una posibilidad, pero la batalla había sido tan caótica que no podía estar segura.

Le pesaban los brazos, le dolía la espalda. Lo único que deseaba era dejarse caer al suelo y cerrar los ojos, pero no lo hizo. Ningún soldado querría ver a su general cediendo ante el agotamiento, así que se mantuvo en pie, rogando a los Ancestros que le aguantaran las piernas y no se vinieran abajo.

Había miles de cadáveres desperdigados por la llanura polvorienta. Se apilaban hasta una buena altura allá donde los combates habían sido más intensos, en las líneas donde los soldados habían luchado y caído. La mayoría estaban inmóviles, pero no todos. Los supervivientes de ambos bandos se retorcían, se quejaban. Aun así, los camavoranos habían salido victoriosos, por lo que, mientras se llevaban a sus heridos y los atendían, a los santorasinos ya los estaban liquidando.

Más allá del campo de batalla, las esposas e hijas, esposos e hijos de aquellos soldados observaban desde lo alto de las murallas inclinadas de arenisca de su ciudad. Kalista se imaginó que alcanzaba a oír sus llantos. El pánico se habría instaurado en el interior de aquellas murallas. Su rey lo había apostado todo a la carta del enfrentamiento contra Camavor, pero ahora estaba muerto, y se iba a exigir a su ciudad que se entregara.

Lejos, a la espalda de Kalista, sobre una mota que se asomaba sobre el campo de batalla, se encontraba el pabellón desde donde observaba su rey, con su reina junto a él. Viego quería haber estado allá abajo, luchando y guiando a sus tropas en primera línea con el poderoso acero de Santidad en sus manos. Era descendiente de un linaje de reyes guerreros, y, al fin y al cabo, su padre era el legendario León de Camavor. Ya hacía año y medio que Viego ostentaba la corona, y ardía en deseos de demostrar su poderío tanto a sus aliados como a sus detractores.

Antes de la batalla, Viego había ordenado retirarse a sus consejeros y generales, que le instaban a observar desde la distancia, a salvo del peligro. En cuanto se marcharon, Kalista le había hecho frente.

—Eres el rey, y aún no tienes un heredero —le había dicho Kalista, que apretaba los dientes y comenzaba a perder la paciencia.

—Estoy harto de vivir ensombrecido por la figura de mi padre —le había soltado Viego, que iba pertrechado para el combate con una reluciente armadura negra fileteada en oro—. Soy tan guerrero como él, hasta la última fibra, y quiero que esta victoria sea mía.

—Será tuya, entres en combate o no —le había contestado de inmediato Kalista—. Las crónicas la registrarán como una victoria del rey Viego. No importa que luches o no.

—Me importa a mí —le había respondido airado.

Nadie más se atrevería a hablarle en el tono que había utilizado Kalista, pero, en su infancia, él siempre había buscado la aprobación de ella, y continuaba haciéndolo en muchos aspectos.

Aun así, Viego no se dejaba convencer. Abrió la boca para continuar discutiendo cuando la reina Isolde le puso la mano en el brazo.

—Kalista es sabia, amor mío —le había dicho ella—. Quédate a mi lado, te lo ruego. No tienes que demostrar nada.

Por dulce que fuera su ademán al hablar, había una fortaleza formidable en Isolde. Viego suspiró y cedió por fin.

—Supongo que será el orgullo lo que me provoca el deseo de combatir —había dicho el rey, que puso la mano sobre la de su esposa—. Haré como me pides, amor mío.

En el campo de batalla, ardiente y polvoriento, y rodeada de muertos y moribundos, Kalista alzó su lanza bien alto en un saludo a la pareja real, allá en la distancia.

—Será mejor que alguien se encargue de eso, general —dijo una voz, el profundo rumor de un barítono.

Kalista se dio la vuelta para encontrarse con Ledros, el más capacitado y en el que más confiaba de todos sus capitanes. Era un hombre gigantesco que sacaba la cabeza y los hombros al siguiente soldado más alto de las tropas camavoranas, y su rostro de piel morena oscura estaba entrecruzado de cicatrices pálidas. Tal y como era el caso entre la infantería más humilde de la Hueste, su armadura consistía en poco más que un peto de cuero curtido y endurecido, un sencillo yelmo de bronce y unas grebas de cuero. Llevaba astillado el escudo de madera de gran tamaño, que se hizo pedazos cuando se lo desenganchó del brazo. Aquellos brazos eran enormes, como el muslo de cualquier otro hombre. Venía salpicado de sangre, ajena la mayor parte de ella.

Kalista se quedó mirándolo, tratando de comprender a qué se refería. Ledros señaló con un gesto el lado de la cabeza de su general, que se llevó la mano a la sien. Kalista frunció el ceño al ver los dedos ensangrentados. Observó el yelmo, débilmente sujeto entre sus manos entumecidas, y vio la raja abierta en el lateral. Un golpe de hacha. Tuvo que ser un golpe de rebote, porque de lo contrario estaría tirada en el suelo polvoriento con los demás cadáveres. Había sido afortunada, y Ledros lo sabía.

—No es nada, capitán —dijo ella.

Ledros traía una cabeza cercenada, un macabro trofeo agarrado por los cabellos. El rey de Santoras. Había sido la muerte del monarca guerrero lo que hundió al enemigo, y, como siempre, una vez que comenzó la desbandada, el final ya era inevitable. El temor era contagioso en el campo de batalla, y la determinación de los soldados podía ser frágil. La muerte de un hombre podía provocar que se viniera abajo toda una línea de combate, igual que una sola piedrecilla podía causar una avalancha.

—Ha sido una magnífica maniobra para matarlo —le dijo Kalista.

El rey enemigo tenía fama de ser un consumado espadachín, y, por lo que Kalista había visto en él en el campo de batalla, aquella reputación no era exagerada. Había abierto brecha en el flanco derecho de los camavoranos a la cabeza de su guardia de élite, luchando como un semidiós y masacrando a todo cuanto le salía al paso. Las líneas camavoranas se resintieron y amenazaron con venirse abajo, hasta que Ledros se abrió paso en el fragor de la batalla para enfrentarse a él.

No cabía la menor duda de que el rey era un hombre con un don para el combate… Pero jamás se había topado con alguien como Ledros.

—Ha dado buena guerra el muy bastardo —gruñó Ledros.

—No la suficiente, según parece —observó Kalista—. Las Órdenes de Caballería estarán furiosas por que les hayas negado la posibilidad de llevarse la gloria.

Ledros sonrió. Sus rasgos eran demasiado anchos y bastos como para considerarlo bien parecido, pero tenía un rostro sincero. En él no había el menor rastro de malicia, que ya era algo bastante raro.

—Eso no hace sino más dulce la victoria —dijo con un brillo perverso en los ojos oscuros.

Kalista sorbió con fuerza por la nariz. No fue un sonido muy digno, precisamente, pero no tenía cerca a nadie que pudiese oírlo, salvo a Ledros y a otros de sus leales soldados de la Hueste. Kalista podría ser de alta cuna, pero siempre se había sentido más cómoda entre la tropa rasa que con los demás nobles, con todas sus lisonjas, sus mentiras y sus puñaladas traperas. La escena política en la corte camavorana era tan peligrosa como cualquier campo de batalla con tanto amago, ataque por sorpresa y resistencia a la desesperada, pero Kalista prefería sin duda enfrentarse a sus enemigos a campo abierto. Allí, al menos, se podía ver quién empuñaba una espada.

Las nubes de polvo en la distancia eran señal de que los restos desperdigados del enemigo habían huido. No durarían mucho. Tres de las más importantes Órdenes de Caballería habían acudido al combate junto con la Hueste para derrotar a Santoras —los Caballeros de la Llama Azur, los Cuernos de Ébano y la Orden de Hierro— con algunas otras órdenes menores. Se les había negado la gloria de una carga decisiva y victoriosa, ya que el enemigo había roto filas antes de que cualquiera de ellas hubiese tenido tiempo de entrar en combate por completo, y aquellos caballeros se iban a saciar a base de dar caza a los supervivientes.

Dejando a un lado su agotamiento, Kalista recorrió a pie la Hueste con Ledros a su lado. Quería que los soldados vieran a su general. Con frecuencia se detenía a halagar a algún soldado en concreto, a bromear con algunos, a compadecerse de otros. Se arrodillaba junto a los heridos, sostenía la mano de los moribundos y ungía con el tridente de sangre el ceño de los que ya habían fallecido y lo acompañaba con unas palabras de agradecimiento por su valor, frases que a sus oídos sonaban vacías, pero sí parecían ofrecer consuelo a los que aún estaban vivos para escucharlas. A los soldados más jóvenes les decía que ya eran veteranos, y a los que de verdad lo eran los reconocía con un gesto de asentimiento. Sacerdotes con sus máscaras de porcelana iban recorriendo el campo de batalla tamborileando con los dedos sobre la tensa superficie de sus panderetillas con el objeto de guiar a los espíritus de los muertos hacia los Venerados Ancestros.

Allá por donde pasaban, Ledros iba recibiendo las palmadas en el hombro que le daban los soldados. Todos sabían ya que él había matado al rey enemigo, incluso quienes no lo habían visto. Los soldados de la Hueste lo miraban con admiración y reverencia. Era su talismán. Kalista temía lo que podría suceder en caso de que él cayese en combate, porque Ledros era el verdadero motor y el alma de la Hueste.

El sol ya se había ocultado cuando Kalista y Ledros terminaron de recorrer los grupos de soldados. Tenía la garganta reseca y cubierta de polvo, así que aceptó agradecida un odre de agua que le ofreció uno de sus oficiales.

Ahora que se desvanecía el aturdimiento del combate, un aire de júbilo se extendía entre la Hueste. Habían sobrevivido a aquella jornada y habían salido victoriosos. Verían una vez más a sus mujeres, sus maridos y sus hijos, de ahí que el próximo amanecer se anunciara glorioso.

Se produjo un gran vocerío para vitorear a Ledros, que, muy cumplido, alzó bien alto su trofeo sangriento para que todos lo viesen. Kalista vio el sonrojo en sus anchas mejillas y sonrió. Por muy grande que fuese, indomable en la batalla y capaz de hacer frente a una carga de la caballería pesada sin el menor atisbo de temor, aquel tipo de alabanzas lo ponía nervioso. A Kalista le parecía enternecedor.

Ledros cruzó con ella una mirada. «Ayúdame», le rogaban sus ojos, pero aquello no sirvió sino para espolearla más. Le puso una mano en el enorme hombro —muy por encima de su propia cabeza— y elevó su lanza.

—¡Ledros! —rugió Kalista—. ¡Verdugo de reyes!

El hombretón se quedó mirándola, aterrorizado, y ella se echó a reír al ver su vergüenza.

La Hueste rugió en señal de aprobación y coreó su nombre. Todos estaban ahora en pie, alzando en el aire sus armas melladas y ensangrentadas. Y, hasta que comenzó a apaciguarse la multitud, Kalista no se percató de la cercana presencia del jinete de imponente armadura que observaba en silencio. A lomos de un caballo de combate de titánicas proporciones y revestido de acero, el caballero resplandecía con su armadura ornamentada y una capa de un intenso color violeta que tenía echada por los hombros.

Hecarim, gran maestro de la Orden de Hierro. «Mi prometido».

Kalista se apresuró a retirar la mano del hombro de Ledros. El júbilo de unos instantes atrás se había desvanecido, y solo quedaba el silencio. El corpulento capitán se dio la vuelta hacia Hecarim y bajó la mirada en un gesto de obligada deferencia, exactamente igual que hicieron todos los demás miembros de la Hueste. No así Kalista. Ella era de sangre real, y no bajaba la cabeza ante nadie salvo el rey.

Había orgullo y nobleza en los refinados y aristocráticos rasgos de Hecarim, que lanzó una imperiosa mirada sobre los soldados. Se detuvo un instante en Ledros antes de posarse en Kalista. Tenía el cabello ondulado y oscuro, a la altura del hombro, y una piel aceituna e inmaculada, sin imperfecciones. Sus ojos eran del denso tono verdoso de las profundidades del mar, y en su mirada había una intensidad que al mismo tiempo resultaba seductora y peligrosa.

Desmontó y se deslizó hasta el suelo con elegancia entre los traqueteos de su armadura. Era alto y de anchas espaldas. «No es tan alto como Ledros, pero ¿hay alguien que lo sea?». Apareció una escudera —la hija de algún noble tan acaudalado como para comprarle un puesto junto a Hecarim—, que tomó las riendas del caballo. La bestia resopló y estampó contra el suelo uno de los cascos con su herradura de hierro y el brillo de un fulgor en los ojos. Por un instante, dio la sensación de que iba a morder a la chica, pero bastó una palabra firme de su amo para tranquilizarlo.

—Mi señora Kalista —dijo Hecarim, que inclinó la cabeza sin desviar la mirada de los ojos de ella en ningún momento.

—Mi señor Hecarim —correspondió Kalista con una leve inclinación de la barbilla.

El silencio se extendió mientras Kalista aguardaba que él tomase la palabra. Una gota de sudor descendió por su espalda, tensa y musculada, por debajo de la armadura. Se había dispuesto que estuvieran casados antes del final de año, y, aun así, esta no era más que la tercera vez que hablaban. Había una comprensible incomodidad entre ellos, ya que eran poco más que dos desconocidos. A su alrededor había docenas de personas observando y escuchando, pero, si tenía que ser sincera consigo misma, ella estaba atenta principalmente a Ledros, allí de pie, a su lado, quieto como una estatua.

Como si percibiera sus pensamientos, Hecarim volvió a observar a Ledros y detuvo la mirada en la cabeza cortada, todavía sujeta en la mano del capitán. Kalista se preguntó si iba a decir algo al respecto de que un siervo de baja ralea le hubiera negado el honor de matar a aquel hombre, pero Hecarim sonrió, y lo hizo con una calidez que le iluminó la cara.

—¿Das un breve paseo conmigo, mi señora? —le preguntó Hecarim.

—Por supuesto —respondió ella.

Hecarim se giró y le ofreció el brazo. Kalista entregó la lanza a un ayudante, se situó junto a Hecarim y posó la mano con levedad sobre su ornado avambrazo.

«Debemos formar una pareja bien extraña». Tratándose de unos prometidos, habría sido más apropiado un ameno paseo vespertino por un jardín, pero allí estaban los dos, caminando entre cadáveres y moribundos. Hecarim tenía un aspecto inmaculado, y Kalista era muy consciente de que ella estaba cubierta de polvo, sudor y sangre.

—No me dirás que no te llevo a los lugares con mayor encanto —murmuró Hecarim con una sonrisa en la voz—. Si eres afortunada, la próxima vez te llevaré a una fosa común, o a un lodazal. Con una carabina, por supuesto.

A Kalista le agradaba ver que había algo de ingenio en él. Sintió que se distendía un poco el ambiente entre ellos dos, y alzó la mirada hacia él. ¿Cómo podía tener unos dientes tan perfectos?, se preguntó despreocupada.

—Me alegra verte sonreír, mi señora —dijo él con voz tenue.

Kalista miró a su alrededor.

—Me sorprende ser capaz de hacerlo —reconoció—, dadas las circunstancias.

—Hoy has logrado una victoria muy convincente. Una victoria de las que hacen época.

—En nombre del rey, glorificado sea.

—Por supuesto.

Las tropas de la Hueste se ponían firmes al paso de la pareja y hacían un saludo enérgico.

—De verdad te adoran, ¿no es cierto? —comentó Hecarim.

—Son agradecidos con un general que no los trata como si fueran carnaza.

Hecarim soltó un gruñido. Kalista no supo con seguridad si le había resultado gracioso o si, más bien, no se había planteado nunca aquella idea. Lo cierto era que a pocos nobles se les había pasado por la cabeza.

—Hay a quienes les preocupa que tengas demasiada influencia sobre el populacho —reflexionó él.

—¿Porque no los llevo al matadero como si fueran cabezas de ganado?

—Porque son muchos —respondió Hecarim rascándose la barbilla—. Hubo monarcas populistas en el pasado que llegaron al poder por medio de un levantamiento de las clases más bajas.

Kalista se echó a reír.

—El que piense que me dedico a conspirar para hacerme con el Trono de Argento no es más que un necio despreciable —dijo ella—. No tengo el menor deseo de gobernar, y detesto la política de la corte. Me quedo con el campo de batalla.

Hecarim sonrió. «Por los Ancestros, qué hombre tan apuesto».

—Y tú conduces bien a tus tropas —dijo Hecarim—. Pero, ante la falta de chismorreos jugosos, hay voces de sobra que ven la necesidad de inventárselos. Y apodar «verdugo de reyes» al mejor de tus siervos no servirá de mucho para acallar esas voces.

Kalista frunció el ceño.

—No me importa lo más mínimo lo que cuchicheen a mis espaldas —afirmó—. La corte es un nido de víboras.

La expresión de Hecarim se volvió más seria, y fue como si el sol se ocultara tras un nubarrón. Se detuvo, se giró para mirar a Kalista y tomó las manos de su prometida en las suyas. Era la primera vez que se tocaban siquiera.

—Mis disculpas, noble señora —dijo de manera sentida—. No era mi intención contrariarte. Solo he venido a asegurarme de que no habías sufrido daño alguno y para ofrecerte mis felicitaciones por tu maestría estratégica en el día de hoy.

Kalista sintió el rubor en sus mejillas.

—Gracias —murmuró.

Hecarim le soltó las manos, y continuaron caminando en silencio hasta que completaron todo un círculo y regresaron al punto de partida. La escudera del caballero aún sujetaba las riendas del airado corcel de ébano, y pareció aliviada al devolvérselas a su señor.

—He de dejarte ahora, mi señora querida. El rey ha dado la orden de que nadie saquee la ciudad, y quiero asegurarme de que su decreto sea respetado —dijo Hecarim—. Se celebrará una fiesta triunfal en el interior de las murallas. ¿Me harás el honor de sentarte a mi lado?

—El honor será mío, mi señor.

Con una última sonrisa, lord Hecarim volvió a montar a lomos de su inmenso corcel. El animal giró una vez sobre sus cuartos traseros, y el caballero arrancó con su séquito tras su estela, como las hojas en un vendaval. Hecarim cabalgaba como un jinete nato, como si su caballo de combate fuera una prolongación de su propio cuerpo.

Los caballeros de Hecarim vitorearon a su gran maestro cuando se unió a ellos. Con un toque de cuerno, el conocido como el Heraldo de Hierro indicó su partida, y la orden cabalgó hacia la ciudad conquistada.

A su paso se levantó una polvareda, y se ensombreció la expresión en el rostro de Kalista. Nadie iba a saquear la ciudad de Santoras, pero no dejaría de haber robos y pillajes de algún tipo por mucho que hubiese dicho Hecarim: siempre se producían tras la batalla. Y ella sabía que todo aquel que se resistiera iba a ser asesinado.

Ledros escupió al suelo.

—Cabalga bastante bien —dijo—. Eso se lo reconozco.

ruination-8

CAPÍTULO 2

Santoras

Para ser un matrimonio concertado, Kalista no tenía demasiados motivos de queja.

Siempre supo que, como nieta del viejo rey y sobrina del nuevo, Viego, ella no tendría el privilegio de escoger a su marido. El suyo estaba destinado a ser un casamiento basado en el beneficio político, y la idea nunca le había suscitado amargura. Sencillamente, así eran las cosas. Se había resignado desde hacía tiempo a casarse con algún noble viejo y obeso, de modo que, cuando Viego la informó de que deseaba desposarla con Hecarim, se llevó una agradable sorpresa.

Tampoco se llamaba a engaño, por descontado. El único objeto de su compromiso era consolidar el poder. Sin embargo, mientras se sentaba al lado de Hecarim en el banquete de la victoria, en la plaza principal de la recién conquistada ciudad de Santoras, pensó que los Ancestros la habían tratado con benevolencia.

Hecarim tan solo era unos años mayor que ella y había protagonizado un raudo ascenso en el seno de la Orden de Hierro. Era el gran maestro más joven que había existido jamás y ya tenía en su haber una larga lista de victorias y honores. La Orden de Hierro era la Orden de Caballería más poderosa del reino, tanto en peso político como en potencia militar, y eso sin tener en cuenta su riqueza.

Cientos de años dedicados a la conquista habían posibilitado que los cofres de la impenetrable fortaleza de la Orden de Hierro rebosaran oro, piedras preciosas y objetos mágicos.

Hacía ya varias horas que había caído la noche. Un gran banquete se desplegaba sobre las mesas, y la cerveza y el vino fluían a placer. Saltaba a la vista que los preparativos del festín habían comenzado cuando todavía los dos ejércitos se enfrentaban en la explanada, delante de la ciudad. Sin duda pretendía ser un banquete de la victoria para el rey de Santoras. Kalista percibía miedo en los sirvientes, por más que trataran de ocultarlo. Aquellos a quienes estaban sirviendo eran los mismos que habían masacrado a sus amos.

—Gracias —le dijo al joven sirviente que colocó un plato ante ella, pero él se mostró sobresaltado de que le hubieran dirigido la palabra siquiera y prácticamente salió corriendo.

Ya reinaba un jaleo considerable. Los camavoranos, en plena celebración, gritaban a través de las mesas y reían a carcajadas mientras brindaban por la victoria. Los músicos tocaban y una tropa de felinos vastaya bailaba dibujando remolinos de luz opalescentes según giraban y ejecutaban saltos mortales hacia delante y hacia atrás con elegancia inhumana.

Viego y la joven reina todavía no se habían unido a la celebración, pero habían enviado recado de que empezaran sin ellos, y los nobles acataban la orden con convicción. A Kalista le parecía indecente beber y atiborrarse mientras los habitantes de la ciudad se acurrucaban en sus moradas temiendo por sus vidas, y solo fingía comer. Únicamente se quedaría el tiempo que exigiese la etiqueta, pero ni un instante más. Ciertamente, la situación en la ciudad sería infinitamente peor de no ser porque Viego había ordenado contención, pero no creía que eso aportase gran consuelo a las numerosas personas que habían perdido a sus seres queridos ese día.

La armadura todavía engalanaba a Kalista, si bien se la habían adecentado. No había tenido tiempo de bañarse, pero sí de lavarse las manos y la cara, y los criados habían peinado y aplicado aceites a su larga cabellera de ébano. La llevaba destrenzada y suelta, y así seguiría hasta el día de su casamiento. A partir de entonces se la trenzaría, como símbolo del lazo que ataba su vida a la de Hecarim. Su lanza descansaba contra la mesa, a su lado, nunca lejos de su alcance.

Debía de haber casi un centenar de personas presentes, todas pertenecientes a la nobleza. La mayoría eran caballeros, aunque también había unos cuantos aristócratas que prestaban servicio como oficiales de la Hueste. A estos últimos los habían relegado a las mesas periféricas, cómo no. Servir en la Hueste reportaba pocos honores y todavía menos oro; era en el seno de las Órdenes de Caballería donde se amasaba riqueza y prestigio a raudales. Kalista era muy consciente de la prerrogativa que acarreaba formar parte del linaje real, pero le gustaba pensar que habría prestado servicio a la Hueste de todos modos. Sin duda habría preferido celebrar la victoria con sus soldados al otro lado de la muralla a estar sentada entre la élite de los guerreros de Camavor, pero allí la quería Viego y, en consecuencia, allí estaba.

Hecariam estaba sentado a su izquierda. Era un pretendiente atento y encantador, de conversación fluida. Rodeaban a la pareja otros líderes de las Órdenes de Caballería que habían acompañado a Viego y a la Hueste a Santoras: lord Ordono, de los Caballeros de la Llama Azur —alto y serio—, y la escultural lady Aurora, gran maestra de los Cuernos de Ébano. Esta última era una mujer franca y deslenguada, con fama de ser de armas tomar. A Kalista le había inspirado una simpatía instantánea.

Al otro lado de la mesa estaba sentado el gran maestro del Escudo Dorado, una de las Órdenes de Caballería inferiores. Era un hombre de mediana edad y complexión corpulenta, con pequeños ojillos porcinos y semblante pálido atravesado por una fea cicatriz. Llevaba encima alguna copa de más.

—Parece ser que has conseguido lo imposible, lady Kalista —farfulló.

Kalista suspiró para sus adentros, pues nada le apetecía menos que enzarzarse en una charla trivial con ese hombre, pero lo obsequió con una sonrisa que no se reflejó en sus ojos.

—¿A qué te refieres, gran maestro Siodona?

—Has convertido al humilde populacho en un ejército mínimamente aceptable —dijo. Levantó su c

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