Las brujas de su majestad

Juno Dawson

Fragmento

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25 años antes...

La noche antes del solsticio de verano, cinco niñas se escondían en una casa en un árbol. La cabaña, demasiado bonita para llamarla así, era sólida y estaba entre las viejas ramas de un roble de trescientos años. Debajo, en Vance Hall, los preparativos para la celebración del día siguiente habían terminado. Era más una excusa para que las adultas sacasen las botellas de vino con más polvo de la bodega durante dos días que una reunión para planificar el festejo. Las mayores, bastante entonadas, no se habían dado cuenta de que las niñas ya no estaban.

En el árbol, la más pequeña de todas, Leonie, estaba enfadada porque la mayor, Helena, había dicho que no podía casarse con Stephen Gately de Boyzone.

—No juego —dijo Leonie.

Varias velas ardían en la ventana de la cabaña, y la cera goteaba y formaba estalactitas. La luz ambarina se movía por las paredes y proyectaba sombras en la cara de Leonie.

—¿Por qué Elle siempre elige la primera?

A Elle empezó a temblarle el labio inferior, y sus ojos azules se llenaron de lágrimas. Otra vez. Por eso, Elle siempre elegía la primera. Tenía la capacidad de llorar y de parar cuando quería.

—Yo creo que las dos pueden casarse con Stephen —dijo Niamh Kelley, siempre conciliadora.

—¡No, no pueden! —gritó su gemela—. ¿Cómo va a ser eso?

Niamh la miró frunciendo el ceño.

—No creo que vayamos a casarnos de verdad con Boyzone, ¿no, Ciara? ¡Tenemos diez años!

—Cuando Elle tenga veinte, él tendrá treinta, así que no habrá problema —dijo Helena con autoridad.

Leonie se levantó apretando fuerte los puños como si fuese a salir de la casa del árbol.

—¡Bueno, si te vas a ir enfadada como una niña pequeña, vale! —dijo Helena—. Las dos podéis quedaros a Stephen. Pobre Keith.

Leonie empujó la trampilla con la puntera del zapato.

—No se trata de eso, Helena. Es solo un juego. Es una tontería. De todas formas, yo he dicho que voy a casarme con el príncipe de Bel Air, así que da igual.

Hubo un momento de silencio porque todas sabían lo que en realidad preocupaba a su amiga, que era lo que les preocupaba a todas. Las velas chisporrotearon, y sonaron unas risotadas ebrias de adultas procedentes del interior de la casa.

—No quiero hacer lo de mañana. —Finalmente, Leonie dijo lo que pensaba. Volvió a la alfombra y se sentó con las piernas cruzadas—. Mi papá no quiere que lo haga. Dice que es malo.

—Tu papá es idiota —gritó Ciara.

Niamh, la mayor de las gemelas Kelly por tres minutos y medio, dijo:

—En Irlanda consideran que traemos suerte.

—¿Quiere decir que mi abuela es mala? —añadió Elle—. ¡Si es la persona más maja del mundo!

Para Leonie era más difícil; ella representaba la primera de su familia, al menos de la que se tenía memoria, que mostraba los rasgos. ¿Cómo podía aspirar Helena a entenderlo? Su madre, la madre de su madre y todas las madres de los Vance habían gozado de esos dones.

—Leonie —dijo Helena con la certeza absoluta que solo una niña mandona de trece años podía poseer—. Lo de mañana está chupado, será como una reunión general de alumnos del colegio. Nos pondremos en fila, haremos el juramento, Julia Collins te dará la bendición, y se acabó. En realidad, no cambia nada.

Enfatizó las palabras «en realidad», pero en el fondo todas sabían que era mentira. Quedaban ya muy pocas de su condición, y cada generación había menos. Esa vida, ese juramento, no era como cuando Ciara se cortó el flequillo con unas tijeras de uñas. Eso crecía pronto, pero lo del día siguiente no tenía vuelta atrás. Había sonado el timbre, y el recreo había terminado. Leonie solo tenía nueve años.

—Yo también estoy nerviosa —reconoció Elle mientras agarraba la mano de Leonie.

—Yo también —dijo Niamh, antes de volverse hacia su hermana.

—Supongo que yo también lo estoy—convino Ciara a regañadientes.

Helena colocó una vela en el centro de la vieja y sucia alfombra.

—Venid a formar un círculo —dijo—. Practiquemos la oración.

—Uf, ¿es necesario? —se quejó Ciara, pero Helena la hizo callar.

No le intimidaban las gemelas, por mucho que a las mayores se les cayese la baba con su potencial.

—Si nos la sabemos de memoria, no tendremos por qué estar nerviosas, ¿no?

Niamh comprendió que eso ayudaría a Leonie y regañó a su hermana. Las niñas se reunieron en torno a la vela y se tomaron de las manos. Es difícil saber cuánto fue producto de su imaginación, pero más tarde todas jurarían haber notado una corriente que recorría su circuito humano, compartiendo y amplificando sus dones latentes.

—Todas juntas —dijo Helena, y empezaron.

Juro por la madre

defender solemnemente la hermandad sagrada.

Su poder ejerceré,

el secreto guardaremos,

la tierra protegeremos.

Un enemigo de mi hermana es un enemigo mío.

La fuerza es divina;

nuestro lazo, eterno.

Que ningún hombre nos separe.

El aquelarre es soberano

hasta mi último aliento.

Todas se la sabían de memoria. Palabra por palabra.

A la noche siguiente las dejaron ponerse las capas de terciopelo negras por primera vez. Olían a nuevo y al plástico en el que estaban envueltas. Como eran demasiado largas («Cuando crezcáis os quedarán bien»), las recogieron para no arrastrarlas por la maleza al subir por Pendle Hill.

La procesión avanzó serpenteando cuesta arriba hasta el corazón del denso bosque que cubría el valle como una piel. Todas llevaban un tarro con una vela dentro para iluminar el camino, aunque de noche el sendero desigual era un auténtico peligro para los tobillos. Al final, los negros árboles se separaron y dejaron ver un claro iluminado por la luna con una roca plana en el centro. El lugar irradiaba poder; cualquiera podía notarlo.

Naturalmente, a las niñas les daba miedo estar rodeadas de todas las mayores. Había cien, con las caras medio ocultas por las capuchas. Pero más miedo daba ver cómo se acercaban de una en una a la losa para dejar su ofrenda. Se pinchaban en el pulgar con un cuchillo plateado y depositaban una diminuta perla roja de sangre en el caldero de tejo. Julia Collins, cuyo rostro de matrona asomaba por debajo de la capucha, llamó a las niñas de una en una. Bebieron del cáliz hasta que se les pusieron los ojos negros y, cuando eso ocurrió, ella mojó un dedo en el cuenco de tejo y dibujó la marca del pentáculo en sus tiernas frentes.

Y cuando, a lo lejos, el reloj dio lúgubremente la una en el pueblo, dejaron de ser niñas y se convirtieron por fin en brujas.

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