Palabra de ladrones (Baile de ladrones 2)

Mary E. Pearson

Fragmento

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Los más pequeños me hacen preguntas.

Quieren saber cosas del mundo de antes.

Yo soy el mayor. Tengo que saber las respuestas.

«¿Volaste, Greyson? ¿Por el cielo? ¿Como un pájaro?».

«Sí. Con mi abuelo».

«¿Cómo?».

No lo sabía. Solo tenía cinco años, y recuerdo haber mirado hacia abajo, hacia el suelo que se alejaba, mientras mi abuelo me tenía en brazos y lloraba.

Nunca lo vi llorar otra vez.

Primero cayó una estrella. Luego, seis más.

Y ya no hubo tiempo para llorar, ni para explicar cosas, como volar.

Solo hubo tiempo para huir.

Tai y Uella se me sientan en el regazo.

«¿Nos vas a enseñar a volar?».

«No. Os voy a enseñar otras cosas».

Cosas que os servirán para seguir con vida.

Greyson Ballenger, 15 años

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Capítulo uno

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Kazimyrah de Brumaluz

Un rayo de luz cargado de polvo se abrió camino a través de la piedra y me incliné hacia él para robarle un poco de calor. Soy una ladrona. Me tendría que resultar fácil. Pero el calor me esquivó. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Cinco días? ¿Un mes? ¿Once años? Llamé a mi madre, y luego me acordé. «Eso fue hace toda una vida. Ya no está».

El fino haz de luz solo llegaba tras largos periodos de oscuridad, ¿una vez al día? No estaba segura. Y, cuando llegaba, no se quedaba mucho tiempo. Pasaba de largo como un mirón curioso. «Anda, ¿qué es eso?». Me apuntó al vientre, a la camisa con costras de sangre seca. «Caray, qué mala pinta. No sé, que te lo vean». ¿Se oyó una carcajada mientras se iba? ¿O era un señor de los barrios que se reía de mí?

Aún no estaba muerta, así que sabía que el cuchillo que me habían clavado en el vientre no había acertado en ningún órgano vital. Pero la herida supuraba amarilla y tenía la frente ardiendo, se me colaba dentro el hedor de la celda.

Y se me escapaban los sueños.

Las ratas corretearon invisibles por un rincón. Synové no había dicho nada de las ratas. Recordé que me había contado su sueño. «Soñé que estabas encadenada en una celda… cubierta de sangre». Recordé su cara de preocupación. Recordé cómo calmé sus temores. «A veces los sueños no son más que sueños».

Y a veces los sueños eran más, mucho más.

«¿Dónde está Jase?».

Oí un ruido, un traqueteo, y alcé la vista. Tenía visita. Estaba en un rincón, de pie, mirándome.

—Tú —dije. La voz me sonó extraña, débil, quebradiza—. Vienes a por mí. Te estaba esperando.

Negó con la cabeza.

«No. Todavía no. No será hoy. Lo siento».

Y se marchó.

Me quedé tirada en el suelo, con las cadenas contra las losas, hecha un ovillo para tratar de calmar el dolor de las entrañas.

«Lo siento».

¿La Muerte me pedía perdón?

Ahora ya lo sabía. Me esperaban cosas peores que la muerte.

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Capítulo dos

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Kazi

Dos semanas antes

Jase entró por la puerta, desnudo como una naranja pelada.

Me empapé del espectáculo cuando cruzó la habitación y cogió los pantalones del suelo. Se los empezó a poner, vio que lo miraba y se detuvo.

—Si quieres aprovecharte de la vulnerable posición en que me encuentro, esto puede esperar.

Arqueé una ceja con gesto de haber entendido.

—Creo que ya me he aprovechado bastante esta mañana. Vístete, patrei, hoy tenemos que hacer muchos kilómetros.

Puso cara de abatimiento.

—A tus órdenes.

Sabía que él también quería ponerse en marcha. Íbamos a buen ritmo, pero, entre el viaje a Marabella y el camino de vuelta, llevábamos más de dos meses fuera de la Atalaya de Tor. Se puso la camisa, con la piel caliente todavía desprendiendo vapor al aire fresco. El ala tatuada del pecho le brillaba en la suave neblina. Aquel alojamiento nos había dado acceso a un manantial caliente. La noche anterior, a remojo, nos habíamos quitado el polvo de kilómetros y kilómetros de viaje, y luego otra vez por la mañana. Era un lujo que no nos apetecía dejar atrás.

Mientras Jase terminaba de vestirse, me dirigí hacia la ventana. La mansión estaba casi en ruinas, pero quedaban atisbos de su grandeza pasada, intricados suelos de mármol de vetas azules que conservaban cierto brillo en los rincones, columnas imponentes, un techo que alguna vez estuvo pintado, fragmentos de una nube, el ojo de un caballo, una mano bellamente trazada, pero sin rastro de cuerpo alguno, en el yeso agrietado. ¿Habría sido el hogar de un gobernador Antiguo? ¿Tal vez del propio Aaron Ballenger? La opulencia susurraba como un cisne moribundo.

En los alrededores había edificios auxiliares, muchos, que parecían ocupar kilómetros. No habían resistido la devastación de la caída de las estrellas y del tiempo, y los bosques se los habían vuelto a llevar a la tierra envueltos en dedos esmeralda. La mansión se alzaba en una cornisa rocosa, pero también lucía una diadema verde de árboles y lianas. En algún momento debió de ser muy bella y majestuosa. Seguro que los que recorrieron sus salones creyeron que aquella perfección duraría para siempre.

Antes de partir de Marabella, Sven, el ayudante del rey, nos había trazado una ruta norte que discurría en paralelo a Infernaterr. El mapa incluía refugios y hasta algunos manantiales de agua caliente. Era un trayecto algo más largo, pero nos dijo que el clima nos afectaría en menor medida. Se acercaba la temporada de las tormentas, y en Infernaterr el calor era permanente. Habíamos recorrido un buen trech

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