Immortal Dark. Peligroso. Irresistible. Inevitable (Saga Immortal Dark 1)

Tigest Girma
Tigest Girma

Fragmento

cap

 

 

 

Para las Chicas Negras que siempre han

admirado la oscura belleza de los vampiros.

En esta ocasión los inmortales son como nosotras.

 

***

 

Para mis chicas habesha, que se han atrevido

a ocupar espacios nuevos y maravillosos.

Levantad bien la cabeza, y que la gente os vea.

 

 

 

 

Advertencia sobre el contenido: Immortal Dark explora el mundo salvaje de los vampiros y de los humanos que luchan por sobrevivir. Incluye conceptos duros como el maltrato infantil, el vampirismo, la muerte, escenas sangrientas, asesinatos, contenido sexual, lenguaje malsonante, ideas suicidas y violencia. Lectores, lectoras, tomad nota antes de aceptar la invitación. Ahora sí, las puertas de la Universidad de Uxlay están abiertas. Adelante.

Mapa de la Universidad de Uxlay
Frase en amárico seguida de su traducción: la oscuridad es una invitada muy considerada. Te devora lentamente. Traducido de textos amáricos destuídos en los Fuegos del Abismo. País de origen: Etiopía. El texto se encuentra rodeado por un recuadro con ornamentos decorativos.

PRÓLOGO

 

 

 

Junto a la ventana y a la luz de las velas, en la Universidad de Uxlay, un campus tan antiguo como las criaturas que vivían en él, la decana y su vampiro conversaban en privado.

Estudiaban un pergamino con el plano de la ciudad, y en particular la gota de sangre que iba disipándose cerca de la catedral. Aquel plano era uno de los grandes tesoros de la decana, una herencia familiar que habían podido conservar en un tiempo en que tantos otros planos similares habían quedado destruidos. Aquello había sido una pérdida imperdonable.

Antes de que la sangre desapareciera, empapando la página amarillenta, creó tres letras que formaban la palabra mot. Muerte.

—Silia Adane está muerta —dijo la decana, exactamente una hora después de que se hubieran sentado.

Su vampiro juntó los dedos de ambas manos y respondió en aarac. Para ser una lengua muerta, poseía una fuerza inusitada, y danzaba sobre la lengua como una serpiente nerviosa.

—Entonces es cierto. El testamento se ha hecho efectivo.

La decana echó atrás su silla y se acercó a la ventana. La noche avanzaba desde el bosque, extendiendo sus largos tentáculos y envolviendo las torres Arat y las figuras dolientes de sus chapiteles. Una luz dorada surgía de las estatuas de leones con la boca abierta que emergían de las paredes de piedra. Los animales cobraban vida para iluminar los vestíbulos y pasillos.

—Quedan otras dos Adane —dijo.

—¿Romperías la promesa que le hiciste? Pensaba que era una buena amiga.

La decana frunció sus espesas cejas. A su vampiro le gustaba combinar la honestidad con una buena medida de crueldad. Era lo que más le había molestado siempre de él, incluso en su juventud.

Por supuesto que no deseaba romper su promesa. La mancha de sangre en el mapa se había ido haciendo más tenue semana tras semana. Silia se había contagiado de una extraña enfermedad que ni siquiera Uxlay podía curar. La decana le había insistido para que se pusiera en contacto con sus dos sobrinas, dondequiera que estuvieran ocultas, para confiar a una de las chicas el legado de la familia antes de que fuera demasiado tarde. Pero la tozudez era algo común en todos los Adane.

Silia Adane había buscado la libertad y había pagado un precio increíble por ella, había sido un acto egoísta, aunque no fuera para sí misma. Catorce años atrás, después de la muerte de su hermana y de su cuñado, había desaparecido en plena noche con sus dos pequeñas sobrinas gemelas. La decana le había perdonado esa traición a la responsabilidad que tenía asignada por un único motivo: el dolor.

El dolor siempre encontraba el modo de imponerse al deber. Y por eso la decana había decidido que sería el primer enemigo que sometería. Esa era la razón de que estuviera ahí, haciendo planes, en lugar de estar velando el cadáver de su difunta amiga. Ahora no podía fallar. Las mismas habilidades que le permitían dirigir un campus eran las que la ayudaban a mantener la paz entre los enemigos naturales de la naturaleza. Y la paz no duraría si el testamento de los Adane se hacía efectivo.

Decidió no decirle a su vampiro que lamentaba haber hecho aquella promesa. En su momento le parecía justificada. ¿Qué importaba si no llegaban a contactar con las chicas? Estaba convencida de que Silia arreglaría las cosas con su amante, que daría a luz un bebé y que el linaje de la gran Casa Adane seguiría adelante. Qué equivocada estaba. La muerte perseguía a la Casa Adane, implacable, y no tenía otra opción que buscar a quien le diera nueva vida.

Escrutó la creciente oscuridad.

—Dentro de una semana sacaremos a la chica de Green Heights.

—¿Qué hay de la otra?

—Me temo que no sé dónde está. Se dice que huyó de su casa de acogida el mismo día en que cumplió dieciocho años.

Le echó un vistazo para ver si estaba al corriente de aquello. Antes solía ponerla nerviosa ver lo poco que se movían sus músculos faciales, cómo la miraba fijamente con aquellos ojos de color carbón, sin parpadear.

—Quizá con una baste —dijo su vampiro, impasible—. Su presencia causará cierto revuelo.

La decana miró hacia la ventana.

—Como suele suceder con todo lo que la gente aparta de sus vidas.

—Cierto —respondió él—. Me habría gustado tenerlas en mi clase. Su madre fue una de mis mejores alumnas.

La historia de los padres de las chicas era leyenda, pero la leyenda a veces traía consigo la tragedia.

—¿Quieres que la recoja yo? —preguntó él.

—No, iré yo.

En el reflejo de la ventana, una línea surcó su piel color caoba.

—Tú nunca sales de Uxlay.

—Me temo que ahora es necesario.

—¿Por qué?

La decana volvió a sentarse y le contó la última noticia sin alterarse:

—Porque Kidan Adane ha sido acusada de asesinato hace apenas veinticuatro horas.

En los ojos negros del vampiro se encendieron unos destellos de luz.

—¿Qué vida fue la que se cobró?

—Aún no lo sé. Es bastante raro, pero Kidan Adane cree que su hermana no huyó. Está convencida de que fue un vampiro quien se llevó a June Adane. Que la trajeron aquí, a la universidad, contra su voluntad.

Lo miró fijamente, escrutándolo. El vampiro no fruncía el ceño. Era admirable lo bien que estaba tras tantos años, atractivo e impasible como el mismo día en que se habían conocido. Ella tenía diecinueve años. Él, cinco siglos. La decana se frotó la mano arrugada. El tiempo era algo aterrador.

—Si June Adane estuviera aquí, yo lo sabría —se limitó a decir él.

—Eso pensaba. Desde luego, si se hubiera producido un crimen así, habrías actuado en consecuencia.

—Por supuesto —respondió él, sin mostrarse mínimamente ofendido. Eso le gustaba de él. Rara vez se tomaba las cosas como algo personal. Y tampoco mentía nunca. Pero eran tiempos difíciles, y en tiempos de cambios, lo primero que se perdía eran las lealtades.

—¿Tú cómo sabes todo esto? —preguntó él—. No habrás mandado seguir a las chicas; eso sería incumplir tu promesa.

Satisfecha al ver que no iba a interrogarla, la decana señaló el montón de cartas que tenía apiladas junto a la talla de un animal: un pequeño impala con dos cuernos magníficos.

—Kidan Adane escribe mucho, siempre rogándole a Uxlay que le devuelva a su hermana. Yo he intentado encontrar a June, pero ha desaparecido. Desgraciadamente para Kidan, su tía Silia convirtió a Uxlay en el origen de todas sus pesadillas.

Él se movió con la rapidez de una sombra atrapada en la luz, con cuidado de no tocar el pequeño impala de cristal, y recogió las cartas. Aquello hizo que la decana curvara los labios levemente. La superstición provocaba que la mayoría de dranaicos evitaran al bello antílope, igual que convencía a los estudiantes de que acariciar la estatua de un león les confería fuerza. El vampiro se puso a leer y frunció el ceño.

—¿Nunca respondiste? —preguntó, intrigado.

—Mantuve mi palabra.

Llevaba a su lado casi cuarenta años y seguía sin entender sus promesas, ni por qué se esforzaba tanto en mantenerlas. Las complicadas maniobras que había tenido que hacer para cumplir con su palabra le habían dificultado mucho la vida.

—¿Y ahora qué es lo que ha cambiado?

Ella cogió una de las cartas y la miró atentamente. Las palabras de Kidan eran rabiosas y suplicantes a la vez, la cara y la cruz de una pérdida terrible.

Mot sewi yelkal —respondió en aarac.

«La muerte nos libera de nuestra vida anterior».

Su vampiro hizo una mueca extraña en él, alzando la comisura de los labios. Aún le hacía gracia ver que una antigua alumna citaba las lecciones que había aprendido de él. Especialmente cuando esa alumna vivía lo suficiente como para comprender su auténtico significado.

1

Kidan Adane se dio ocho meses para morir.

A decir verdad, la previsión era bastante generosa. Dos meses le habrían bastado para cumplir con ese acto violento. La ampliación del plazo no era más que un pobre intento de realizar un sueño. Un sueño al que no daría cabida de no ser porque en ese momento estaba deshidratada y notaba que perdía el contacto con su entorno.

Quería recuperar la vida con su hermana en aquella extraña casita. Vivir en una época en que la inocencia no debía demostrarse a cada momento. Esa última idea la sacó de su aturdimiento y le hizo chasquear la lengua. Sonaba como si la hubieran engañado o —si se atrevía a pensarlo— como si fuera una víctima.

Volvió a oír su risa rasposa. Era como si el aire rascara el interior de una chimenea atascada. ¿Cuánto tiempo hacía que no hablaba con nadie? Las cortinas seguían echadas a causa de las cámaras, así que la única fuente de luz que tenía era una bombilla. Como cualquier sol artificial, recalentaba y sofocaba el aire, obligándola a trabajar medio desnuda en el suelo del apartamento.

Tenía la oscura frente bañada en sudor, que goteaba y mojaba el dosier que estaba leyendo. Un montón de papeles le cubrían la pierna flexionada. No podía permitirse apagar la luz, sobre todo ahora, que tenía tanto que hacer. Ahora que estaba tan cerca. Su mente le decía que estaba atrapada en una noche eterna. El infierno no podía ser muy diferente a aquello.

Movimiento: necesitaba movimiento. Se puso en pie demasiado rápido, tropezando, y la sangre le irrigó la pierna doblada de golpe, paralizándola. Se sacudió el entumecimiento y se dirigió a la pequeña cocina.

«Asesina».

La palabra destacaba con fuerza en el artículo de periódico pegado en la puerta de la nevera, sobre la imagen de una joven negra.

Kidan Adane era una asesina. Aguardó un momento, a la espera de sentir un mínimo remordimiento ante aquellas palabras. Incluso se pellizcó la boca y se retorció la nariz, intentando provocarse una emoción que no aparecía: al igual que le había pasado aquella noche tempestuosa, no conseguía llorar. Se quedó esperando la reacción que no llegaba. Estaba completamente seca. Como una estatua de obsidiana.

Kidan se sirvió una copa. Se oyó el obturador de una cámara, y vio unos pequeños destellos de luz. Se giró de golpe, lanzándose hacia la ventana, y estuvo a punto de derramar la bebida. Las cortinas seguían corridas, pero los reporteros se aferraban a cualquier resquicio, como gaviotas en busca de pan.

«Ten paciencia», pensó.

Todo se aclararía muy pronto. En ocho meses, exactamente. Era cuando debía celebrarse su juicio. Kidan no tenía ninguna intención de asistir. Mucho antes de eso encontrarían su confesión pegada en la parte baja del somier de su cama y todos descubrirían las violentas maquinaciones de su mente.

La cámara volvió a disparar el flash, haciéndole fruncir los párpados. Era improbable que consiguieran sacarle una foto, pero quizá fuera mejor vestirse. No es que quisiera esconder sus voluminosos pechos o sus anchas caderas. De hecho una foto robada podía jugar a su favor: sería una violación flagrante de su intimidad. No sonaba tan mal. Meneó la cabeza. Ahí estaba otra vez, pensando en cómo manipular las simpatías de la gente.

Vio su imagen reflejada, y una voz fina y frágil se abrió paso entre sus labios:

—No eres como ellos. No eres como ellos.

«Ellos».

La tía Silia los llamaba dranaicos. Vampiros.

A pesar del calor que desprendían las paredes del apartamento, Kidan se estremeció. Los dranaicos no se distinguían de los humanos. Ese era el principal motivo de su intranquilidad. El mal no debería ir por ahí oculto bajo una piel humana. Eso era un sacrilegio.

Kidan odiaba a su tía. Odiaba su desidia. Había dejado pasar demasiado tiempo sin rescatarlas de aquella malvada sociedad. Quizá, si lo hubiera hecho, el mal no se habría introducido en Kidan cuando era niña. A June le había ido mejor, pero Kidan se había dado un festín: su morbosa curiosidad por la muerte, su enfermiza fascinación, con esa colección de filmaciones que representaban su arte, hasta cometer el acto final…; todo eso procedía de los vampiros. Si pudiera clavarse los dedos en el pecho y arrancarse el retorcido corazón que llevaba dentro, lo habría hecho en ese mismo momento.

«Ocho meses».

Aquellas dos palabras le proporcionaban un cierto alivio. Lo único que tenía que hacer era esperar ocho meses para morir. Asegurarse de que encontraban a June. Soportar aquella mísera existencia un poco más.

La imagen de June le sonreía desde la pantalla de su ordenador portátil abierto. No se parecían en nada, a pesar de haber nacido con solo unos minutos de diferencia. Su desaparición no había generado ninguna reacción ni ningún comentario en el vecindario. ¿Dónde estaría Kidan si esos reporteros hubieran salido en busca de su hermana perdida con el mismo interés con que la perseguían a ella ahora? No, las chicas negras tenían que cometer algún acto terrible para atraer la atención del público.

Los papeles que había por el suelo eran el rastro de su búsqueda frenética de un lugar llamado Universidad de Uxlay. Kidan se había pasado doce meses y veinte días buscando. Los ojos se le fueron a la grabación que tenía pegada con cinta adhesiva bajo la cama, y la temperatura de la habitación bajó de golpe. La grabación recogía la última conversación, agónica, entre Kidan y su víctima.

«Mejor», pensó, casi sonriendo. Estaba dirigiendo la culpa hacia quien debía asumirla. Su víctima.

La grabación contenía la prueba, el nombre de la persona…, no, del animal responsable de la desaparición de June. Era solo cuestión de tiempo que encontraran ese maldito lugar.

Y a él.

Kidan se puso en cuclillas y estudió el rastro de su búsqueda. Buscó un bolígrafo, le quitó el tapón con los dientes y empezó una nueva carta dirigida a la tía Silia, que nunca le respondía.

Si así tuviera la mínima oportunidad de volver a encontrar a June, no le importaría pasarse el resto de su vida escribiendo.

Tensó los dedos, que se le clavaban en las palmas de las manos. Sobre la piel le aparecieron unos finos arcos de sangre. Con el dedo índice trazó un cuadrado en el interior de la palma. Nervios. Reconocía la emoción. Así que aún no estaba perdida del todo. El espejo desportillado del otro lado de la habitación creaba una forma desagradable sobre su oscura garganta. Una figura impasible, gélida, le devolvió la mirada. Ojalá fuera capaz de llorar antes de su juicio, para que el mundo la perdonara. Quizá así viviera más.

—Llora —le ordenó a su imagen.

¿Por qué?, le preguntó esta. Volverías a hacerlo otra vez.

 

 

Una hora más tarde, después de que se fueran los reporteros, Kidan se puso una sudadera con capucha holgada, cogió sus auriculares inalámbricos y cerró el pequeño apartamento con llave. Había ido a vivir allí por un motivo muy preciso.

Al otro lado de la calle, en la esquina de Longway y St. Albans, había un buzón de recogida de correo. Kidan tenía una de las llaves; la otra la tenía la tía Silia, que vivía en Uxlay. Cada vez que depositaba una carta, se escondía y esperaba.

A veces tenía que esperar días, durmiendo en el café cercano o en el callejón, pero al final siempre venía alguien a llevarse las cartas. Una figura oculta bajo una capucha que siempre se le escapaba, saltando la valla del parque con una habilidad asombrosa o desapareciendo entre el tráfico.

Cada semana repetían ese juego del gato y el ratón. La tía Silia leía sus cartas, pero, por algún misterioso motivo, seguía ignorándola.

Después de meter la nueva carta en el buzón vacío, Kidan se fue a esperar a la parada del autobús, un lugar nuevo, con la esperanza de pasar desapercibida entre los pasajeros y tener así tiempo suficiente para identificar al mensajero.

Mientras esperaba, oyó la dulce voz de June a través de los auriculares. El mundo de Kidan tembló de golpe.

«Hola —susurraba su hermana—. La verdad es que no sé cómo empezar, así que voy a hacer una introducción genérica».

June había hecho quince vídeos antes de desaparecer. Aquel era el primero, de cuando tenía catorce años. Kidan escuchaba a diario aquellos vídeos, a excepción del último. Ese solo había podido escucharlo una vez; luego lo borró para que no le hiciera más daño.

Con las manos dentro de los bolsillos, movió los dedos trazando un triángulo, disfrutando del sonido de las uñas al rascar la tela. Cuando June la mencionó en el vídeo, el triángulo se convirtió en un cuadrado.

Kidan no apartó la vista en ningún momento del buzón, pero por el rabillo del ojo veía una sombra, inmóvil.

Una mujer bajo la retorcida rama de un árbol. Con aquella luz su piel tenía el color del bronce viejo. Llevaba una falda verde oscura y el pelo en un moño.

La mujer estaba asombrosamente inmóvil, como podría estarlo un cárabo apostado en una cornisa, mirándola fijamente.

Kidan sintió un cosquilleo en la espalda. Tenía la extraña sensación de que, quienquiera que fuera aquella mujer, había estado esperándola.

2

GRABACIÓN DE VÍDEO

10 de mayo de 2017

June, catorce años, en el teléfono de Kidan

Localización: baño privado de Mama Anoet

 

«Hola —susurraba June, parpadeando y mirando a la cámara—. La verdad es que no sé cómo empezar, así que voy a hacer una introducción genérica. Me llamo June. Voy a la Green Heights School. Supongo que estoy grabando este vídeo por lo que ha pasado hoy. Me he metido en un lío por dormirme otra vez en clase».

Una pausa.

«Tengo parasomnia. Lo sé, vaya palabrón. Significa que no solo eres sonámbula, sino que además gritas y pataleas cuando te duermes. Mi hermana me cuida, pero… Sé que se cansa. Yo también me canso de mí misma. —Una risita—. Intento mantenerme despierta todo lo que puedo, pero luego es peor. Como hoy. Ya sé lo que estáis pensando: busca ayuda. Creedme, lo intento».

La cámara tembló y el objetivo captó varios botes de champú, de cuatro tipos diferentes; una cortina de ducha con un estampado de mariposas, y medicamentos para la ansiedad y la depresión.

«La verdad es que no podemos pagarnos un psicólogo, pero nuestra consejera académica no está mal. De hecho, es ella la que me ha animado a hacer este vídeo. La señorita Tris ha dicho… que tengo miedo de algo. Algo que no quiero contarle a nadie. Me ha dicho que lo ponga todo por escrito. Pero odio escribir. Así que me ha dicho que lo grabe… y que, si me siento con ánimo, lo comparta. Es buena, ¿no? —Esbozó una sonrisa que no le llegó a los ojos—. Pues bueno: ¿de qué tengo miedo?».

June cogió aire, vacilante, echando una mirada nerviosa a la puerta.

«Me dan miedo… los vampiros».

La imagen se oscureció y quedó enfocado el lavabo. Agua corriendo, ruidos de chapoteo Pasó un minuto. Luego volvía a verse el marrón de la cara de June, ahora ligeramente húmeda, mientras se acurrucaba en un rincón de la bañera.

«Vampiros —dijo, con mayor decisión—. La buena noticia, si es que la hay, es que ya no son peligrosos para todo el mundo. Así que los que estáis viendo este vídeo y me creéis podéis iros a la cama tranquilos porque vuestra sangre a ellos les sabe a veneno. Pero siguen necesitando alimentarse, necesitan sangre para sobrevivir. —El teléfono tembló un poco—. Algo llamado el Primer Vínculo obliga a los vampiros a alimentarse únicamente de determinadas familias. Hay unos ochenta linajes familiares atrapados en este círculo desde hace generaciones. Y adivinad quién pertenece a una de esas familias. Pues sí».

June apartó la mirada de la cámara, con los ojos vidriosos.

«Mi hermana y yo hemos llevado eso de tener una familia complicada a un nuevo nivel. Pero huimos. Nuestra tía nos apartó de aquella vida después de que murieran nuestros padres y nos trajo aquí, a casa de Mama Anoet. Aquí estamos seguras, pero los veo cada noche… en mis sueños… a veces incluso en los pasillos del colegio. Es como si supiera… que un día vendrán a por nosotras».

Cogió aire, lo soltó. Jugueteó con la fina pulsera de plata que llevaba en la muñeca.

«Kidan me recuerda cada noche los Tres Vínculos a los que están sometidos los vampiros. Eso me ayuda un poco. Me hace recordar que no pueden ir a por mí tan fácilmente. El Segundo Vínculo limita su poder, y el Tercer Vínculo requiere un gran sacrificio para convertir a un humano en uno más de ellos. Kidan no deja de decir que el poderoso Último Sabio no supo cómo usar ese don increíble: que tendría que haber matado a todos los vampiros en lugar de imponerles restricciones. Yo creo que tiene razón. Si lo hubiera hecho, nuestras vidas habrían sido muy diferentes».

Sus dedos se apartaron de la pulsera en forma de mariposa y frunció los ojos.

«Así pues…, ¿por qué estoy haciendo este vídeo? Supongo que quiero que la señorita Tris lo sepa. Quizá incluso mis amigos. Quizá todo el mundo. No quiero estar así el resto de mi vida. No quiero desperdiciar cada minuto de cada día pensando en cuándo vendrán los vampiros a por nosotras. Quiero sentirme segura. Quiero…».

Un sonoro repiqueteo en la puerta le hizo bajar el teléfono de golpe.

«June, soy yo».

June se encogió; el pomo de la puerta giró.

Kidan frunció el ceño al ver el teléfono mojado.

«Date prisa».

Enseguida June introdujo su contraseña para proteger los vídeos, haciéndolos privados.

 

Su contraseña siempre había sido una serie de cinco números que sumaban treinta y cinco.

Esa era la edad biológica de su madre al morir, y también era el número de vampiros, dranaicos, asignados a su familia. Treinta y cinco vampiros que habrían consumido la sangre de June y Kidan si no hubieran escapado.

3

Kidan echó mano del cuchillo que llevaba en el interior de la chaqueta. Tenía unas rugosidades que le molestaban mientras lo sujetaba, y la punta curvada. El simple contacto con el arma le producía un escalofrío que le recorría toda la columna.

Se acercó a la mujer. De pronto era como si la noche hubiera quedado despojada de todo sonido.

Habría deseado que se moviera. La inmovilidad era propia de los animales, y los rasgos animales eran algo habitual en los dranaicos.

—¿Quién es usted? —La voz de Kidan sonó extrañamente fuerte en aquel silencio.

La mujer era robusta; tenía unas cejas gruesas y unos ojos oscuros y profundos. En el pecho llevaba un broche dorado con un pájaro negro de ojo plateado.

—Soy la decana Faris de la Universidad de Uxlay. Creo que estabas buscándome.

La acera tembló, haciendo que el cuchillo se le escapara de la mano. Estaba sin habla ante la idea de que algo que había estado buscando desesperadamente, llevándose una decepción tras otra, pudiera aparecer de pronto, como caído del cielo.

—Ux… ¿Uxlay? —dijo por fin, temiendo perder de nuevo el contacto con aquel lugar en cualquier momento.

—Sí.

La respuesta le aclaró la mente por fin. ¿Qué estaba haciendo? Dentro del bolsillo, su mano soltó el cuchillo.

—¿Ha venido a buscarme para cambiarme por June? —se apresuró a preguntar.

Sintió el pecho henchido de esperanza. ¿Cuántas noches se había pasado despierta imaginando todas las variaciones posibles de aquella escena? Era una manifestación desquiciada, un objetivo que había hecho que su corazón siguiera latiendo cuando tendría que haber muerto durante la noche del incendio.

La decana cruzó las manos frente al cuerpo.

—Uxlay no negocia con humanos secuestrados. Nuestras leyes lo prohíben explícitamente.

—¿Leyes? —replicó Kidan al tiempo que daba un paso adelante—. ¿Dónde estaban sus leyes cuando un dranaico asignado a nuestra familia se llevó a mi hermana? —Tensó los dedos, haciendo un gran esfuerzo para controlar las ganas que tenía de estrangular a aquella mujer. En los oscuros ojos de la decana vio un brillo de alarma. Bien.

—Esa es una acusación muy grave. ¿Tienes alguna prueba?

La prueba que tenía Kidan estaba en su pequeño apartamento, pegada en la parte de abajo de la cama con cinta adhesiva. Era la confesión de su víctima, nombrando al vampiro responsable. Pero también demostraba que ella había torturado y matado a una persona.

Kidan adoptó un tono tan grave que habría podido despertar a los muertos:

—Un vampiro se llevó a mi hermana.

La decana Faris ladeó la cabeza.

—Te hablo como representante de Uxlay, Kidan. Quizá porque no creciste entre nosotros no sabes lo que eso significa. Pero soy responsable de mantener la paz entre los humanos y los dranaicos. Es lo que considero más importante, y lo hago aplicando las leyes y los castigos. Tú crees que has sido agraviada, pero no hay pruebas. Te pido que intentes entrar en razón a pesar de tu dolor. No puedo acusar a uno de mis dranaicos sin pruebas.

La decana Faris hablaba con la solemnidad de una política, como si en su campus imperaran la ley y el orden. Eso chocaba de pleno con la imagen que se había hecho Kidan de aquel infame lugar.

Estaba a punto de replicar cuando de pronto le vino una idea a la cabeza:

—Fue usted, ¿verdad? Usted fue quien pagó mi fianza.

Tras la detención de Kidan, se había producido un milagro. Su fianza, fijada en una cifra astronómica, había sido pagada por una mujer de un estrato social lo suficientemente alto como para atreverse a solicitar a la corte que la mantuvieran en el anonimato, y la corte se lo había concedido.

—Mereces una oportunidad para demostrar tu inocencia —señaló la decana—. Como todas las demás. Porque eres inocente, ¿verdad?

Kidan dio un paso atrás. Esa mujer no había venido a hablar de June. Tanta amabilidad, especialmente en un caso así, siempre tenía un precio.

—¿Por qué está aquí?

La decana Faris se la quedó mirando un segundo más.

—Me temo que tu tía Silia ha fallecido. Cayó enferma, y la enfermedad se la llevó rápidamente. Lo siento.

Kidan echó una mirada sorprendida al buzón de recogida de correo. Muerta. Seguía teniendo los ojos secos, pero la inesperada noticia la dejó descolocada. Otro familiar que moría. ¿Sería obra del mismo vampiro?

La tía Silia existía sobre todo en su imaginación, en historias, en el mundo de antes, para dar sentido al de después. Para demostrar que no habían aparecido de pronto en la puerta de Mama Anoet. Al oír la noticia de su muerte, Kidan se sintió como flotando en la nada, como si le hubieran arrancado otra fibra de su ser. Entonces pensó en los ojos color miel de June, en su sonrisa amable, y sintió de nuevo el suelo bajo los pies.

La decana sacó un sobre de color marfil con un emblema en rojo sangre.

—Desde este momento eres la heredera directa del linaje de la Casa Adane. Esta es tu carta de admisión.

Kidan fijó la vista en la carta y se echó atrás.

—No tengo ningún interés en ser esclava de los vampiros.

El gesto de serenidad desapareció por fin del rostro de la decana.

—No uses según qué términos sin conocer sus consecuencias. Es la última vez que utilizas esa palabra en mi presencia.

Kidan habría querido reírse, pero solo le salió un bufido despectivo.

—No me interesa. Yo solo quiero encontrar a June.

—Muy bien. Lo creas o no, convencer a estudiantes que no desean estudiar en mi universidad no forma parte de mi trabajo. La mayoría luchan muchísimo por conseguir una plaza en Uxlay —dijo, y se sacó otra carta del bolsillo.

—Firma esto, y me marcharé.

Kidan se quedó mirando el sobre con desconfianza.

—¿Qué es?

—Un testamento, firmado primero por tus padres y luego por tu tía, por el que dejáis todo al último dranaico que queda de vuestra casa.

Abrió la boca, atónita, y le arrancó la carta de las manos. La mayor parte del texto estaba oculto bajo una franja de tinta negra, pero algunos fragmentos estaban subrayados. Kidan leyó, cada vez más horrorizada, apretando y arrugando los bordes del papel.

—Curioso, ¿no? —observó la decana, con los ojos brillantes—. Es algo inaudito en la historia de Uxlay, una familia que decide dejar su casa a su dranaico. El mismo vampiro al que acusas de haberse llevado a tu hermana es precisamente la persona a la que tu familia decidió dejar su legado.

Sintió el sabor de la bilis en la garganta. ¿Es que estaban todos ciegos? Una prueba más. Un móvil. Había engañado a toda su familia o los había coaccionado para hacerse con su herencia. Se había llevado a June en secreto para mantenerse hidratado…

—No —dijo la decana.

—¿Qué?

—Crees que les obligó a firmar esto. Eso es incorrecto. Ellos decidieron voluntariamente nombrarlo su heredero. Hay muchas cosas de nuestro mundo que ignoras. El poder de nuestras casas, el poder de nuestras leyes. Es extraordinario. Pero solo dispondrás de ese conocimiento si decides unirte a nosotros. Ningún alma puede entrar a Uxlay sin invitación.

Kidan se quedó mirando las secciones ocultas del texto. ¿Qué le estaba ocultando la decana?

Faris echó un vistazo a su fino reloj de oro y luego, de su bolsillo aparentemente sin fondo, sacó una pluma.

—Me temo que tengo que marcharme. Por favor, firma, declarando que no tienes ningún interés en impugnar el testamento como potencial heredera, y seguiré mi camino.

Kidan miró la pluma como si fuera un veneno. Al cabo de un rato, la decana Faris volvió a guardársela.

—Quizá necesites tiempo para pensar. Por si te interesa, las casas de Uxlay se heredan a través de la educación académica. Debes asistir a la universidad y graduarte en un curso sobre la coexistencia entre humanos y vampiros. Esperaré tu respuesta durante tres días.

La impasibilidad de la mujer desarmó a Kidan. Cuando la decana le ofreció de nuevo la carta de admisión, la cogió. El papel era duro y compacto, y llevaba un sello con dos leones con sendas espadas en la boca, apuntando a la garganta del contrario.

¿Por qué? Kidan se quedó mirando fijamente el sello, deseando no estar allí. ¿Por qué había hecho eso su familia? Cuando levantó la cabeza, la mujer había desaparecido.

4

Kidan tiró la carta de admisión al suelo cubierto de basura y dio una patada a la pirámide de tarrinas de fideos instantáneos que había hecho en una esquina. No había espacio suficiente como para que salieran despedidas, así que rebotaron en la pared y le golpearon la espinilla. Se dejó caer al suelo y bajó la cabeza. Las trenzas le rodearon la cabeza como una cortina. Sintió que las cuatro paredes se le echaban encima, y tomó conciencia de su cuerpo y de su trabajosa respiración. En una esquina, la pintura se estaba descascarillando; el váter solo funcionaba cuando los otros inquilinos no hacían un uso excesivo, y había una misteriosa mancha en la alfombra que apestaba incluso después de haberla lavado con lejía. El calor que hacía habría hecho reventar a un escorpión. No podía soportar aquello un día más. Sobre todo sin su hermana.

Con la mente ausente, pasó el dedo por el borde de su pulsera en forma de mariposa. Quería irse a casa. Aunque su casa fuera poco más que una caja de zapatos.

Kidan asociaba las casas con animales salvajes. Solían estar sucias, a menudo infestadas de parásitos, y por mucho que las decoraran, nunca aceptaban de buen grado ser propiedad de nadie. Eso era así. Le parecía una terrible deslealtad el hecho de que se entregaran a otros para que las alimentaran cuando sus dueños les fallaban. Su madre de acogida, Mama Anoet, también lo veía así, y por eso, desde muy pequeñas, June y Kidan se habían puesto a trabajar para conseguir dinero y pagar el alquiler. Para cuando tenía diez años, Kidan ya vendía las extrañas pulseras que hacía, y June elaboraba sus pequeñas rosquillas, muy adictivas. Solo de pensar en ellas se le hizo la boca agua, pero luego se le quedó seca.

Alargó la mano, con los dedos rígidos, y agarró el testamento de sus padres y su tía. Con cada una de aquellas palabras traicioneras se le incendiaban las venas. Su familia sabía que los vampiros eran peligrosos. ¿Por qué habían apartado a June y a Kidan de todo lo que conocían, borrando sus identidades, dejándolas sin nada, si no era ese el caso? Cuando era pequeña, en sus ratos de debilidad, Kidan solía esperar que sus padres aparecieran a la puerta de la casa de Mama Anoet, para llevárselas lejos de allí. Llegado el momento tuvo que perdonarles que no lo hicieran, porque habían muerto. Aquella herencia habría podido servir para proteger a Kidan y a su hermana, pero en lugar de eso habían hecho lo impensable.

Se lo habían dejado todo a él.

El nombre del vampiro estaba escrito en el papel, con sus eses sinuosas como serpientes.

Susenyos Sagad.

Kidan oyó el eco de las súplicas de su víctima resonando en las paredes y en el interior de su pecho.

¡Susenyos Sagad! Así se llama. Él… fue quien se la llevó.

Rascó la alfombra con un dedo, trazando una forma. Una y otra vez. En la alfombra apareció un triángulo. Bien. Su mente y su cuerpo estaban en sintonía. Solo sentían una rabia pura y candente por Susenyos Sagad.

A veces su mente le ocultaba cosas, y solo sus dedos podían traducírselas. Triángulos para la rabia. Cuadrados para cuando el miedo se volvía insoportable y círculos para los momentos de alegría.

Desde que era niña, había usado esos símbolos para descifrar sus pensamientos. Apenas podía comprender la totalidad del testamento con esos fragmentos tachados. La decana Faris había decidido qué era lo que quería que supiera de Uxlay, y qué no. ¿Qué sería lo que no quería que supiera?

 

Leyes sobre la herencia de una casa

Un vampiro heredero debe ocupar una casa familiar durante veintiocho días seguidos en soledad para que el testamento sea considerado efectivo.

 

Kidan volvió a leerlo. Veintiocho días. ¿Cuánto tiempo haría que había muerto su tía? ¿Una semana? ¿Dos? Se imaginó a Susenyos Sagad sentado en el comedor, con June tendida sobre la mesa, a modo de comida, contando los días para convertirse en propietario de la casa, y aquella visión le provocó náuseas.

 

Renuncia a la herencia

Si un descendiente humano de una casa familiar desea heredar, debe matricularse en la Universidad de Uxlay y cursar estudios sobre la coexistencia entre humanos y vampiros.

 

Si el heredero humano aún no se ha graduado pero desea hacer valer su derecho a la herencia de la casa, puede residir en la casa familiar durante el estudio de la Dranacti.

 

La decana Faris había subrayado la última línea. Un truco legal: si se quedaba en la casa, interrumpiría el período de ocupación en solitario del vampiro. Kidan tendría que vivir con él. La boca se le llenó de ácido.

Se puso en pie y apartó la cortina ligeramente. Vio a un reportero con su cámara. En ese momento estaba distraído fumando. Instintivamente, los ojos se le fueron al buzón de recogida de correo.

Allí había alguien. Abriendo el buzón. Sacando su carta. Kidan reaccionó de golpe.

—¡Hey!

Nada más que la palabra salió de su boca, corrió hacia la puerta y empezó a bajar los escalones de tres en tres. Cuando salió al exterior como una exhalación, la figura ya había desaparecido.

—¡Mierda! —gritó, asustando a una anciana que pasaba por allí y llamando la atención del reportero, que se acercó a la carrera mientras ella cruzaba la calle en dirección al buzón. Cogió la llave que llevaba colgada del cuello y la metió en la cerradura para abrirla.

El periodista, un hombre flaco al que le olía el aliento, le hizo una foto muy de cerca.

Habría querido meterle la cámara por la boca, pero esta vez consiguió controlarse.

—Kidan, los vecinos oyeron lo sucedido. ¿Lo tenías planeado desde hacía mucho tiempo?

No le hizo caso. Porque, por primera vez en años, habían dejado algo en el buzón: un libro encuadernado. Con dedos temblorosos se puso el ejemplar bajo el brazo, cerró el buzón y cruzó la calle a toda prisa. El reportero le pisaba los talones. Justo antes de que ella le cerrara la puerta en las narices, preguntó:

—¿Qué se siente al matar a un miembro de tu propia comunidad?

Kidan levantó la vista y miró de frente a la cámara. Por un momento se convirtió en June, a los catorce años, escondida en el baño de Mama Anoet, deseando contarle al mundo todas las cosas que le daban miedo.

«El mal —pensó. Eso era lo que se sentía—. Y todo mal debe morir».

 

La decana ha jurado no ponerse en contacto contigo, pero si me ocurre algo romperá esa promesa. La conozco muy bien. Le he pedido a un miembro de Uxlay de toda confianza que te deje esto. Me debía un último favor. Y si vas a meterte en la boca del lobo, debes estar preparada. Desearía que salieras corriendo, pero por la persistencia de tus cartas entiendo que te has vuelto tozuda. Rezo para que eso te sirva de protección.

Así que escucha atentamente, Kidan, y mantente alerta. Empezó mucho antes de mi época, pero algo ha acechado a nuestra familia desde siempre. Se llevó a tus abuelos, a tus padres y ahora a tu hermana. Uxlay se ha vuelto contra la Casa Adane.

En este libro he recogido toda la información posible sobre las otras casas, así como otros datos específicos que debes saber. June está en algún lugar de los que te menciono aquí. Si me estás leyendo quiere decir que no he conseguido encontrarla. Espero que esto te sirva de guía; usa mis ojos como si fueran tuyos, mi conocimiento como si fuera el tuyo, y encuentra la verdad.

En caso de que decidieras huir, ingiere el falso veneno que te mando con este libro. No te hará daño, pero te cambiará el olor, y tu vampiro lo notará. En Uxlay creerán que te estás muriendo. Una heredera moribunda no vale de nada, así que es libre. Úsalo para ser libre.

Confía solo en ti misma.

 

Tu tía que te quiere,

Silia

 

5

Kidan se vistió lentamente, ajustándose el suéter de cuello cisne en torno a la garganta. Le gustaba cubrirse la mayor cantidad de piel posible, especialmente el cuello.

Siempre lo llevaba envuelto en una bufanda o un fular, una capa de protección a la que se había acostumbrado.

Se colocó las largas trenzas sobre los hombros. Tenía las raíces algo sueltas ya, y el pelo se le veía un poco enmarañado. La falta de sol natural le había afectado a la piel, que tenía un aspecto más pálido y amarillento. Torció la boca en una mueca. Cogió un poco de crema fijadora para el cabello y se lo arregló.

Kidan había leído las primeras páginas del libro de la tía Silia, pero había acabado tirándolo contra la pared. Ahí no había respuestas, solo más preguntas. Las había dejado a ella y a su hermana en un lugar que al final había demostrado no ser lo suficientemente seguro, y luego había fracasado en la búsqueda de June.

Todas las mujeres que habían jurado proteger a Kidan habían acabado abandonándola.

Instintivamente, echó mano de su pulsera en forma de mariposa. Si la miraba de cerca, aún podía ver los rastros de sangre pegados en las alas. La sangre de su antigua propietaria le daba un toque macabro de color rubí al metal plateado.

«Mariposas. —La voz de su propietaria le resonaba en los oídos—. Nos recuerdan que estamos en constante transformación».

En su interior había una pequeña pastilla azul. Solo tenía que tomársela para dejar este mundo.

Kidan era aún demasiado joven en el momento de la muerte de sus padres, así que no la recordaba, pero le dejó una sensación angustiosa para el resto de su vida: era como si estuviera en una habitación a oscuras, sola salvo por una inquietante respiración cálida que le hacía cosquillas en el cuello. Fuera lo que fuera aquella cosa, no dejaba de respirar, y la angustia que le producía hacía que el corazón se le disparara. Nunca atacaba. Se limitaba a esperar, observándola.

Mama Anoet había aplacado a la bestia con gran delicadeza: peinándole el áspero cabello, haciéndole su pollo picante para cenar, vistiéndola de domingo para ir a misa.

Seguridad. Había saboreado la seguridad. Algo más raro que si le hubiera crecido musgo en la piel.

Pero un año atrás, en la noche de su dieciocho cumpleaños, todo se había venido abajo. Había cerrado los ojos para protegerse de aquel recuerdo, pero en vano. La imagen estaba grabada en su interior, en lo más profundo de su alma.

June desplomada en el jardín, a la tenue luz de la luna, con los labios manchados de rojo, ensangrentados. Kidan forcejeando con la cerradura del salón, golpeando furiosamente la puerta mientras la sombra de un hombre recogía a su hermana y desaparecía en la oscuridad con ella.

Kidan se lo había contado a la policía muchas veces… sin mencionar a los vampiros. Se lo había contado a todo el mundo. Pero la habitación de June estaba recogida. No había ni rastro de ella. Decidieron que se había escapado. Que se había ido de forma legal.

Kidan había torturado y matado para conocer el nombre del vampiro misterioso.

¿Y él? ¿Habría estado todo este tiempo esperando en la casa de su familia? ¿Aquella noche le habría sorbido la sangre a June hasta matarla? ¿O la tenía prisionera? La visión de Kidan desapareció y, antes de que pudiera pensárselo dos veces ya tenía el teléfono en la mano y estaba llamando al número que había en el membrete de la carta de admisión.

La decana Faris respondió inmediatamente:

—Soy Kidan —dijo, antes de que pudieran entrarle las dudas—. Iré a Uxlay.

—Es una noticia excelente.

—Con una condición —añadió, despacio, controlando la respiración—. Necesito a sus mejores abogados para mi juicio. Es dentro de ocho meses.

Una pausa prolongada. Kidan necesitaba tiempo para buscar a June.

—¿Y por qué tendría que aceptar esa condición?

Apoyó la espalda en la cama y respondió con firmeza:

—Porque usted no desea que Susenyos Sagad herede la Casa Adane más de lo que lo deseo yo.

Se hizo un breve silencio. El corazón le golpeaba el pecho con fuerza.

—Muy bien. Enviaré a uno de mis colaboradores de confianza para que te escolte hasta aquí. —La decana vaciló—. Pero debo hacerte una advertencia, Kidan Adane. En Uxlay los legados familiares no se heredan sin más. Hay que luchar por ellos. ¿Estás dispuesta a hacerlo?

Sintió que se le erizaba el vello de la nuca.

—Lo estoy.

Cuando colgó, se quedó allí sentada en el más profundo silencio, trazando sus formas.

Uxlay. Se iba a meter en la boca del lobo. Para vivir con él. Para matarlo.

La luz de la luna que se filtraba por la ventana estiró su sombra, distorsionándola y creando una forma alargada e inquietante sobre la alfombra, no muy diferente a la figura que se había llevado a June.

Tú no eres como ellos.

Pero era un monstruo de todas formas. Y le partía el corazón saber que al final de todo esto, cuando hallara a June y la pusiera a salvo, acabarían distanciadas igualmente. Su hermana no querría volver a hablarle, y mucho menos tocarla, cuando supiera a quién había matado. Aunque lo hubiera hecho por ella, o especialmente por haberlo hecho por ella. June no podría perdonarla, y eso era algo con lo que Kidan no podía vivir. Se estremeció y jugueteó con su píldora azul, pasándosela entre los dedos. Ahora lo único que podía hacer era dar caza al mal y apresarlo en su interior de modo que, cuando llegara lo inevitable, el mundo tras ella fuera un lugar algo más limpio.

6

La Universidad de Uxlay, situada cerca de una ciudad que luchaba por evitar que los árboles la engulleran, era una inamovible extensión de piedras centenarias. En un silencio monacal, los primeros rayos del sol iluminaron las torres del campus, haciéndolas brillar entre la niebla. Parecían velas antiguas en manos de un enorme ser que cobraba vida de nuevo cada día para pedir perdón por los pecados de sus residentes.

Por supuesto, a Kidan se le ocurría un modo más definitivo de salvar sus almas. El sol debía quemar. Quemar con la suficiente furia como para envolver en llamas esas torres y hundir toda aquella piedra en un fuego sagrado. Esa sería la absolución definitiva.

No había pensado demasiado en el lugar donde iba a morir, pero… ¿allí, en aquellas calles adoquinadas, creando todo el caos posible antes de enfrentarse al infierno que la esperaba? La idea resultaba casi poética.

Vio su sonrisa reflejada en la ventana salpicada de lluvia, una línea ligeramente curvada cubierta de gotas.

«Y yo, de pronto, pensando en imágenes poéticas —pensó—. Al final, quién sabe si acabaré siendo buena estudiante y todo».

El acompañante que la había llevado en coche en plena noche había parado un momento en la ciudad, dándole ocasión de estirar las piernas y desayunar algo. Pero no tenía apetito. La ciudad de Zaf Haven era pequeña, pero tenía su propia vida, con humanos que se le aparecían contándole sus historias y sus secretos, atrapados en las garras de los dranaicos y pidiéndole ayuda. Volvió en sí, miró hacia delante y escuchó, buscando la voz de June.

Mientras el coche se abría paso por carreteras de asfalto, entre gruesos árboles, y pasaba por la enorme puerta de la universidad, del color del oro fundido, Kidan intentó sacarse a la pobre gente de la mente. No podía permitirse distracciones.

Tras recibir un mensaje de disculpa diciendo que la reunión de la decana se estaba alargando, echó a caminar a la tenue luz del alba. A pesar de lo temprano que era, ya se oían ruidos, puertas que se abrían y se cerraban, y en el aire flotaba el olor a café.

Fue a parar a un verde jardín donde gorjeaban los pájaros, un ambiente demasiado plácido para un lugar como aquel. En el centro había una hoguera protegida por un murete y con una reja encima. Se sentó en el banco que había enfrente y acercó las manos para calentárselas.

Una pequeña figura tembló a sus pies: un pájaro con un ala rota. Tenía algo clavado en el fino cuello. Kidan recogió al animalillo con ambas manos. El pájaro tenía el corazón disparado, y agitaba las alas desesperadamente mientras ella le susurraba sus intenciones.

—Tranquilo, tranquilo. Te ayudaré.

Un lugar como aquel debía de tener una enfermería. Miró alrededor y llamó al primer chico que vio. Caminaba con la cabeza levantada hacia el cielo, y tenía un dedo metido entre las páginas de un libro que apoyaba contra sus pantalones negros.

Kidan se quitó los auriculares.

—Hey, ¿puedes ayudarme?

De cerca, el chico parecía mayor, quizá tendría veinte años. Tenía la piel oscura, como el resto de los estudiantes de aquel lugar, pero con un brillo saludable que Kidan solo conseguía cuando tomaba el sol. Llevaba el rizado cabello recogido con una banda elástica, pero le caían dos mechones sobre la frente. Le llamó la atención su fuerte mandíbula.

—Tiene el ala rota. ¿Aquí hay enfermería?

—No para animales —respondió en voz baja, casi susurrando, como si lo de hablar no fuera algo que hiciera a menudo.

En la cubierta del libro que tenía en la mano se veía la imagen de un jugoso pomelo cortado por la mitad.

Kidan se quedó mirando las suaves plumas azules del pájaro y sus brillantes ojos. Parecían mirarle el alma.

—Lo matarás si lo agarras con tanta fuerza. —Las palabras del muchacho parecían llegarle a través de un túnel. Le tendió una mano enorme, mostrándole la palma—. Está sufriendo.

La luz atravesó la niebla, iluminándolo. Su rostro era como de cristal oscuro tallado. Kidan sintió unas ganas terribles de reseguir con el dedo la línea que trazaba la luz del sol sobre su frente. De pronto tenía el cabello iluminado con una corona de luz dorada que le daba el aspecto de un rey. El resto de su oscuro rostro seguía a la sombra. Tenía la rara belleza de un eclipse, algo a lo que no podías evitar mirar aun sabiendo que podía acabar quemándote los ojos. Kidan no quería parpadear siquiera. O, más bien, no podía hacerlo. Se lo quedó mirando con aquella sensación horrible, desesperada, de querer algo que no era suyo. Aun cuando el paso del tiempo hizo que la situación se volviera incómoda, advirtiéndole que debía desviar la atención, siguió mirándolo.

Él le permitió que lo hiciera.

Era como si ambos supieran que aquello no iba a durar mucho. Lentamente se separó, con la misma suavidad con que se movían las nubes sobre sus cabezas, la misma con la que danzaban las hojas caídas a sus pies. Sin los juegos de luces de los rayos de sol, sus ojos no podían ocultar la verdad. Ya no los tenía puestos en el rostro de ella, sino en su cuello tapado. Con un deseo que resultaba escalofriante. Y ese mismo deseo seguía ahí cuando miró al pájaro.

Kidan sintió puro hielo recorriéndole la espalda. No era humano.

Apretó las manos, cada vez más, y el aleteo se volvió más lento e irregular, hasta que cesó. Kidan le puso el pajarillo en las manos. El animalito tenía el cuerpo retorcido, y el cuello roto.

Él alzó la mirada.

—¿Por qué no me lo has dado?

—Porque tú también lo habrías matado —dijo ella, con el vello de punta al ver que la miraba con cierto interés—. Eres uno de ellos, ¿verdad? ¿Un dranaico?

Su piel tenía el color de la tierra. Debía de haberse dado cuenta. Era bello, tenía unos ojos que habían vivido mil años, y todo aquello le había parecido algo anodino.

Respondió, tensando ligeramente los labios:

—Me acusas de una maldad, cuando en realidad la has cometido tú: es evidente que eres humana.

Kidan apretó la mandíbula.

—Yo no quería matarlo.

—¿Y eso qué importa? La muerte es muerte.

—La muerte con deseo de matar es cruel. Tú querías matarlo: habrías disfrutado con ello. Lo puedo ver.

Él no lo negó. Kidan se puso en pie, sacudiéndose un par de plumas que se le habían quedado pegadas a la ropa. El dranaico se la quedó mirando, con el pájaro aún en la mano. Esperó a tenerla justo enfrente y entonces tiró al animalillo al fuego.

Ella intentó sacarlo de allí, poniéndose de rodillas y conteniendo un grito cuando se quemó los dedos con el metal candente. Horrorizada, observó cómo las plumas se teñían de negro. Oyó una voz familiar procedente del fuego:

El mal está dentro de ti. Nos intoxicará. Reza, Kidan.

El vampiro se agachó, poniéndose a su lado junto al fuego.

—Muerte por lesión, muerte por asfixia, muerte por fuego —dijo, acercándose—. Dime, humana, ¿qué muerte habría preferido el pájaro?

Kidan se quedó traspuesta mirando las llamas que engullían al animal, y lo vio todo negro. Sus cuerdas vocales se tensaron.

Él suspiró, burlón.

—Has interferido en su vida y le has dado tres muertes cuando podría haber tenido una. Yo en tu lugar estaría horrorizado. Un alma sin moral como la tuya no debería ir por ahí sin control.

Pasó un instante nada más, en el que sintió el calor del fuego en la piel, pero se le hizo larguísimo.

—O… —prosiguió él— podrías levantarte, valorar el mérito que tiene haber ampliado la extensión de la muerte más allá de sus anodinos límites, y venir conmigo esta tarde a participar en un delicioso debate sobre la mortalidad.

Kidan se incorporó, sí, pero para escupirle a los pies. Él parecía divertido. Los ojos le brillaron y se posaron de nuevo en su cuello. El tiempo suficiente como para que ella se diera cuenta. Kidan habría querido ajustarse el cuello de cisne, pero sobre todo lo que deseaba era hacerle daño, sacar el cuchillo de debajo de la chaqueta y clavárselo en el pecho, oír los gritos de asombro de quienes pasaran por allí. Se controló. En cualquier caso, un cuchillo no iba a matarlo. En lugar de eso, decidió alejarse de él. Había demasiado en juego, y no llevaba allí ni una hora.

7

—Antes de que conozcas al dranaico de tu casa, tienes que entender qué es por lo que estás luchando exactamente —dijo la decana Faris, y dio un sorbo a su té.

Estaban sentadas en la majestuosa Casa Faris, en el interior de la panza de una ballena. Por el balcón abierto entraba una fresca brisa que le hizo estremecerse.

Kidan tenía el té entre las manos, pero ya se le había quedado frío.

—Estoy aquí para heredar la casa.

—Sí, pero ¿qué es exactamente una casa?

Ella frunció el ceño.

—¿Qué quiere decir?

—Las casas son poder. No en sentido metafórico, sino en sentido real. —La decana hizo una pausa para que asimilara sus palabras—. Por ejemplo, ¿Por qué no intentas tirar al suelo esa taza?

Kidan miró la taza y luego volvió a mirarla a ella. Quizá de tanto vivir con aquellas criaturas la decana había perdido la cabeza.

—Deja la taza en la mesa —le indicó.

La joven lo hizo. Pero cuando quiso soltarla, la taza siguió pegada a sus dedos.

Volvió a intentarlo, con más fuerza, y la taza chocó sonoramente con la mesa. Pero seguía sin poder apartar los dedos del asa. Kidan se puso en pie y agitó la mano con fuerza.

La taza no salió disparada contra la pared.

—¿Me ha pegado esto a los dedos? —preguntó.

La decana Faris levantó una ceja.

—Por favor, siéntate y te lo explicaré.

Kidan se sentó lentamente, pero con los nervios de punta.

La decana deslizó un panel que había en el centro de la mesa y apareció una inscripción: EN ESTA CASA LAS TAZAS NO SE SUELTAN.

—Las casas se rigen por una ley propia. Una ley que instauran sus propietarios. —La decana habló con voz tranquila, ensayada—. Esta es una que he creado específicamente para este ejercicio, por supuesto.

Kidan parpadeó. Y volvió a parpadear. Echó atrás la silla y se fue a la cocina. Primero intentó despegarse la taza de los dedos usando el borde de la encimera para hacer palanca. Viendo que eso no funcionaba, encontró una cuchara y trató de clavarla entre la taza y la palma de su mano, pero eso solo provocó que soltara una retahíla de improperios cuando la cuchara salió despedida y le golpeó en la frente. Abrió el grifo y sumergió la mano en agua fría, pero con eso únicamente consiguió que el agua resbalara sobre la porcelana y le empapara el suéter.

—Cuando hayas acabado, podemos seguir —dijo la decana desde el comedor.

Kidan cerró el grifo y apoyó el cuerpo en el fregadero, respirando agitadamente. Imposible. No había manera de despegarse esa taza de la mano.

Regresó, mojada y asustada.

—Quíteme esto.

—Por supuesto.

La decana Faris dejó su taza en la mesa. En ese mismo momento, la taza de Kidan se soltó y cayó. Instintivamente, ella la agarró al vuelo. Se la quedó mirando, perpleja, y pasó el dedo por su superficie lisa y sus motivos pintados. No tenía nada de especial…, y aun así acababa de alterar el equilibrio de su mundo.

—¿Cómo lo ha hecho?

—Con los años, las casas se convierten en una extensión de sus dueños. Son criaturas muy complicadas.

El poder de las casas…

Kidan volvió a sentarse, con la vista puesta en su taza como si fuera a ponerse a cantar.

—¿Estamos tranquilas? —preguntó la decana.

La joven asintió tímidamente.

—Bien. Ahora escucha con mucha atención lo que estoy a punto de contarte. Durante cientos de años, los seres humanos fuimos cazados y torturados por los vampiros. Estábamos completamente indefensos ante ellos. Los únicos que pudieron plantarles cara fueron los Sabios, que tenían un don, pero todos ellos acabaron muriendo. —La decana Faris juntó las cejas un momento—. No obstante, antes de que el Último Sabio muriera, creó los Tres Vínculos.

Kidan conocía aquellos potentes vínculos. Se los había repetido una y otra vez a June tras sus pesadillas, mientras abrazaba su cuerpo empapado de sudor. El que más le gustaba era el tercero. Aseguraba que la población de vampiros no creciera demasiado.

—El Último Sabio también nos dio poder sobre nuestras casas. Cada acti, o miembro de una de las Ochenta Familias, tiene la posibilidad de convertirse en dueño de una casa. En el pasado cada casa podía decretar su propia ley. Tal como puedes imaginar, eso provocó muchos conflictos entre familias.

—Decretar leyes… como si fueran países —dijo Kidan, aún confusa.

—Exacto. Cada hombre con su casa. Cuando se forjó la paz entre vampiros y humanos, invitamos a los vampiros a que vivieran con nosotros, en nuestras casas, como compañeros. Eso lo cambió todo.

Kidan sintió un sabor amargo en la boca al oír las palabras «paz» y «vampiros» en la misma frase.

Eran conceptos opuestos; la paz no podía existir mientras vivieran los vampiros.

La decana Faris prosiguió:

—Uxlay es un lugar único, porque decidimos actuar como una misma comunidad. Doce herederos y herederas se pusieron de acuerdo para imponer la misma ley universal en todas las casas. Una ley que nos protege del mundo exterior.

La niebla que flotaba en la mente de Kidan se despejó, dejando en su lugar un filtro rojo. ¿Todo ese poder desperdiciado para protegerse del mundo exterior? ¿Qué sentido tenía, cuando el problema estaba en el interior de aquellos muros?

—Sígueme.

La decana Faris echó la silla atrás y salió al balcón. Kidan la siguió, haciendo un esfuerzo para imponerse a la fuerza del viento. Ante ellas se extendía todo Uxlay. Una serie de enormes casas, o más bien mansiones, rodeaba el campus a modo de cinturón.

—No sé si has visto que el terreno de cada casa linda con el de la casa de al lado. Algunas casas tienen tanto terreno que incluso cuentan con un cementerio y un campo de deportes, pero la ley universal nunca se interrumpe.

—¿Y cuál es esa ley?

—Nadie, ni humano ni vampiro, puede entrar sin autorización en Uxlay. Ni siquiera puede encontrarla.

Kidan apretó la baranda con fuerza. Ahora entendía que no hubiera podido encontrar nunca la universidad. Los meses pasados en su apartamento, volviéndose loca con la certeza de que existía aquel lugar, pero sin poder demostrarlo… habían sido una crueldad. Estudió los rasgos de la decana, las líneas de expresión en las comisuras de sus ojos marrones, que revelaban su edad… No había nada dulce en su gesto.

Frunció el ceño.

—Pero esta casa no linda con las otras.

La decana Faris asintió.

—Como familias fundadoras, la Casa Adane y la Casa Faris son las únicas que pueden establecer su propia ley. Lo que significa que el papel y la responsabilidad de ser decanos de Uxlay nos corresponde a nosotros.

Kidan estuvo a punto de desmayarse. ¿Sus ancestros habían fundado Uxlay? ¿Habían sido decanos? Y, lo más importante: la Casa Adane podía establecer su propia ley. No podía ni imaginarse el poder que suponía algo así. El asombro que le provocó ese nuevo descubrimiento se convirtió en emoción ante aquella excitante posibilidad. Un arma. Por fin una buena arma contra ellos. Los ojos se le iluminaron.

—¿Me está diciendo que puedo dictar cualquier ley en la Casa Adane? ¿Como la suya con la taza?

La decana Faris escogió las palabras con sumo cuidado.

—Establecer y cambiar la ley de una casa es un arte increíblemente difícil. Empezarás a aprenderlo el año que viene, si todavía sigues con nosotros. Pero aun así pasarán años antes de que estés lista para hacerlo. Años…

Kidan fijó la mirada en el interior de la taza de té. ¿De verdad podía ser tan difícil?

La decana señaló una forma oscura que tenían justo delante.

—La Casa Adane. Solo nuestras casas están en el interior de las fronteras, Kidan. Es una gran responsabilidad, un poder del que no podemos abusar. Si Susenyos Sagad hereda la Casa Adane y hace un mal uso de ese poder, supondrá el caos para Uxlay.

En los labios de Kidan apareció una sonrisa amarga.

—Si tanto le preocupa que establezca su propia ley, ¿por qué no se cree que secuestró a mi hermana?

La decana Faris respondió lentamente, con la misma pregunta:

—¿Qué pruebas hay de que se llevara a tu hermana?

Kidan abrió la boca y la cerró. En los oídos le resonaba la confesión de su víctima.

¡Susenyos Sagad! Él… ¡Él se la llevó!

La saliva le sabía a bilis. La prueba que tenía no podía usarla. Aú

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos