Ellas y el fuego

Alice Doublier
Alice Doublier

Fragmento

Prólogo

Prólogo

A Fiona de Ramil nunca le ha gustado el fuego. De hecho, odia el peligro que en él se oculta como si fuera un monstruo camuflado en la oscuridad. Sin embargo, en las noches de hoguera, no tiene más remedio que asistir a la ejecución en el patio del castillo. «No te preocupes, hermana, esta es la última», le ha asegurado Nevena con una sonrisa triunfal. La última quema de una ermida en los reinos unificados.

Fiona sigue sin creerlo, pese a encontrarse frente al montón de leña al que está atada la mujer. Esta, con sus cabellos oscuros y sus ojos verdes, como los de todas las brujas, se mantiene erguida, con actitud orgullosa, como si las llamas no estuvieran a punto de devorarla. Ni siquiera parece haberse dado cuenta de que han vertido aceite a sus pies.

—¿Cómo se llama? —le pregunta Fiona a su padre.

Es su hermana la que responde.

—Masheal.

Como capitana del ejército, ha sido la propia Nevena la que le ha dado caza por las dunas del desierto. Y, como tal, ella será la encargada de prender fuego a la hoguera. Cuando se acerca a la ermida, la satisfacción se le refleja en el rostro, iluminado por la antorcha.

La afluencia es escasa: los capellanes, algunos miembros de la corte de Ramil y la familia real. Han sellado las puertas de la gran muralla y han reforzado la seguridad. Ni hablar de recibir una indeseada visita nocturna de los moradores del desierto.

Sin embargo, Fiona franqueará las puertas mañana. Nada le impedirá recorrer las dunas y descubrir al pueblo que las habita. Nada, excepto sus obligaciones como hija del rey de Ramil y futura soberana del territorio.

La recorre un escalofrío cuando Nevena baja la antorcha. El aceite prende de inmediato y, de repente, una llamarada tiñe el patio. Fiona traga saliva mientras observa a la mujer, que se agita pese a no tener escapatoria.

En el cielo estrellado hay una luna llena perfectamente redonda que parece contemplar la escena con calma. Muy al contrario que Fiona, que percibe en las entrañas una amenaza próxima. Posa la mano sobre el vientre para sentir a la criatura que crece en su interior y, a continuación, se obliga a mirar de nuevo a la mujer, que reniega y se debate, con el pecho agitado a causa de su respiración entrecortada.

De repente, sus ojos se clavan en los de Fiona.

—¡El fuego puede matarme, pero no destruirme! —exclama.

A la princesa se le hiela la sangre y, justo en ese momento, de la hoguera escapa una lengua de fuego que roza la túnica de su hermana, quien retrocede de un brinco. Otras llamas parecen cobrar vida e invaden el patio. Cuando la tarima empieza a arder, Fiona da un paso atrás. Se atrevería a jurar que en la mirada de Masheal ahora brilla una luz esmeralda. Aunque hasta ese instante no había viento, arrecia de repente y el fuego se propaga enseguida. En un segundo, una carreta repleta de paja se convierte en un infierno mayor que la propia hoguera. Una llamarada alcanza a un soldado, que se desploma al suelo. Sus gritos se unen a las crepitaciones de su piel. Un poco más lejos, un caballo se encabrita y lanza a su jinete por los aires. Fiona no puede respirar.

—¡Entremos! —grita su padre mientras los soldados se dirigen a toda prisa hacia el pozo.

Se acerca a Nevena y la coge del cuello, pero ella se resiste, dispuesta a luchar contra las llamas. Fiona, por su parte, es incapaz de apartar los ojos de la hoguera. Pese a estar rodeada de fuego, la ermida sigue viva. ¿Cómo puede sobrevivir tanto tiempo? Y ¿qué es ese ruido que se oye por encima de los gritos y el fragor de las llamas?

—¡Esa desquiciada se ríe de nosotros! —grita un soldado que echa agua sobre un conato de incendio.

Temblando, Fiona da un paso adelante; alguien la toma de la mano y la obliga a entrar al palacio sin contemplaciones.

—Nos guareceremos aquí hasta que pase el peligro —ordena su padre al llegar al comedor.

Las cenizas los han seguido hasta allí y revolotean en el aire como copos de nieve. Un sirviente enciende la vela de plegarias y todos se arrodillan ante él. Aún se vislumbran las llamas a través de las estrechas rendijas, pero Fiona trata de ignorarlas.

—Ahora, recemos al Fuego para que se compadezca de nosotros esta noche —ordena su padre.

Fiona cierra los ojos con tanta fuerza que hasta le duelen, pero necesita ese tormento para olvidar los gritos que desgarran la noche. Aunque trata de susurrar su plegaria habitual al Fuego, la asaltan las preguntas. ¿Conseguirán los soldados apagar las llamas? ¿Acabará muriendo la bruja?

«¡El fuego puede matarme, pero no destruirme!», ha gritado. Las palabras le dan vueltas y más vueltas en la cabeza, como las cenizas que revolotean a su alrededor. ¿Qué ha querido decir la condenada con eso?

De rodillas, se abraza el vientre, tratando de proteger a la criatura que allí se esconde. Si los rumores son ciertos, las ermidas provocaron la muerte de su hermana mayor durante el parto. Esa es la razón de que ella sea la futura reina de Ramil, y de que su hijo sea el siguiente en la línea de sucesión. ¿Le ha lanzado Masheal un hechizo al niño que lleva en su vientre? ¿A todo su linaje?

La siguiente hora está llena de miedos y oraciones torpes, acompañadas por el estruendo del furioso incendio. Le duelen las rodillas. Justo cuando se está preguntando si llegará a ponerse en pie, se abre la puerta. Al levantarse, su padre se encuentra cara a cara con un capellán angustiado. Lleva la parte inferior de la capa completamente quemada y le sangra la cabeza.

—¿Y bien? —pregunta el rey con voz firme.

Fiona se queda petrificada al oír que el hombre anuncia que han muerto dos miembros de la corte y que hay una docena de heridos. ¿Cómo puede ser tan destructivo el fuego?

—¿Y la ermida?

El capellán asiente, confirmando su fallecimiento. El alivio invade la estancia, pero no puede sofocar el miedo que late en el pecho de Fiona.

—¿Se ha acabado? ¿Por fin se ha acabado? —masculla Nevena.

Su padre se vuelve hacia ellas, tan grande como un gigante.

Los dedos de Fiona rodean con firmeza su vientre, mientras que él, con una voz desprovista de emoción, declara:

—No, hijas mías. No ha hecho más que empezar.

Primera parte

Estaba allí cuando nos atacaron. Estaba allí cuando nos dieron caza. Estaba allí y luché. Creyeron haberme vencido con el fuego. Pero no desaparecí.

orla decorativa

1

Alyhia de Ramil

Reino de Ramil

Las dunas del desierto siempre me han recordado a un mar dorado. Aunque casi siempre están en calma, pueden llegar a levantarse como el viento durante una tempestad. En ese instante, una multitud de granos de color ocre se arremolinan en el aire antes de volver a posarse perezosamente en el suelo, regresando muy a su pesar a lo que son: una ínfima parte de un todo.

El mercado que hay tras la muralla que nos separa de los pueblos libres está vacío. Solo el viento rompe el silencio del desierto a esta hora especialmente calurosa. Me reajusto el velo y me acerco a las antorchas, que siguen encendidas, las seis.

Después de asegurarme de que no hay nadie cerca, dejo que mis dedos penetren en el corazón del fuego. Las llamas se introducen de inmediato en mi interior como las garras de un animal despiadado. Me atraen, me vuelven poderosa y vulnerable al tiempo. Me muerdo los labios, saboreo su dentellada indolora. Se arremolinan alrededor de mi mano como si ejecutaran una extraña danza fúnebre.

—¡Princesa Alyhia! —oigo de repente a mis espaldas.

Retiro la mano a toda prisa y bajo la cabeza.

El resplandor de las llamas sigue agitándose en mis pupilas, provocando que dos finas lágrimas me broten de la comisura de los ojos.

—¿Qué ocurre? —pregunto con tono impaciente al ver los zapatos cubiertos de arena de una soldado.

—El rey Gaenor requiere vuestra presencia. El almuerzo ha comenzado.

La mujer remueve los pies. Debe de sentirse incómoda ante lo que imagina que son sollozos.

—Muy bien —respondo sin levantar la mirada.

Sus pasos se alejan y me apoyo en el murete. En mi cabeza resuena la voz de mi padre rogándome que tenga más cuidado, y veo también la mirada de mi madre, impregnada de una culpa que nunca he entendido del todo. No obstante, ahora ellos no están aquí y yo debo aprender a valerme por mí misma.

Las campanas resuenan por enésima vez en los pasillos, como si proclamaran la impaciencia de mi madre. Casi puedo imaginarla, tirando de la cuerda mientras refunfuña en mi contra. Me cruzo con algunos soldados y sirvientes que portan antorchas, telas y comida. Sin embargo, el castillo está prácticamente deshabitado. Somos el último bastión del desierto. Y, aunque mi familia sea importante, nuestra vida carece de fastuosidades.

El castillo también concuerda con dicha imagen: cuadrado, de recios muros, sin adornos ni florituras. Cada estancia está amueblada con tal sobriedad que cualquiera pensaría que estamos a punto de marcharnos, aunque hace diez años que no salimos del reino.

La sala donde se ha servido el almuerzo no es una excepción. En el centro se ha dispuesto una mesa de madera sencilla y desgastada. Pese a los esfuerzos de los criados por mantener el suelo limpio, siempre hay unas vetas de arena aquí y allá. Las paredes están salpicadas de aspilleras. Al final del día, la luz es tan débil que parece que estemos en una cueva construida para protegernos del exterior.

Cuando me siento al lado de mi padre, todo el mundo ha ocupado su lugar. Él y mi madre presiden la mesa, alejados el uno del otro, como siempre. Mi hermano mellizo Darius juega con la comida para entretener a Ruby y a Elly, nuestras hermanas pequeñas, de diez años.

—Hemos empezado sin ti —informa mi madre con su voz glacial.

Mi padre coloca rápidamente su mano sobre mi brazo, tratando de infundirme calma.

—A pesar de tu mayoría de edad, vuelves de las excursiones incluso más sucia que antes —añade ella, repasando mi atuendo (un pantalón de lino y una camisa holgada) con los ojos.

—Vaya, ¿así que antes era mejor? —bromea mi hermano.

Aunque nos parecemos mucho —mismo pelo rubio de color arena, misma piel bronceada por el sol—, eso no le impide burlarse de mí a la mínima oportunidad.

Unto el queso de oveja en la tosta y la devoro sin prestar atención a mi apariencia. Mi madre se mantiene erguida como un palo y utiliza los cubiertos, al contrario que el resto, que comemos con los dedos.

Somos tan diferentes como el día y la noche. Ella tiene los ojos de color avellana y una larga melena castaña, típicos de su región de origen. Su piel es tan fina y blanca como una hoja de papel, y se cuida mucho de exponerse al sol para no estropearla. Lo único que he heredado de ella, al igual que mi hermano, es el cabello rizado. A modo de revancha, mis hermanas pequeñas se le parecen como dos gotas de agua.

—Alyhia, quiero que asistas a la ceremonia de las llamas de esta noche —dice mi padre de repente.

—Pero… ¿por qué?

Cada mes, cuando hay luna llena, le agradecemos al Fuego que nos sirva de guía y que se compadezca de nosotros. Cada mes, el humo y unos gritos lúgubres invaden mis sueños. Como la ceremonia siempre coincide con mi menstruación, la evito escrupulosamente desde los doce años, con el beneplácito de mi familia.

—Es una orden —decreta con su tono de soberano.

—¡No es tan terrible, ya verás! —trata de tranquilizarme Ruby—. Nos ponemos unos vestidos muy bonitos y el fuego nos calienta las mejillas.

—Además, a ti te gusta el fuego, ¿no? —suelta Darius con una sonrisa burlona.

Mi padre deja caer con fuerza el puño sobre la mesa, con lo que sobresalta a la sirvienta que tiene a las espaldas. Mi madre esboza una mueca de desaprobación.

—Ya está bien de bromas, ¿entendido? Eres un príncipe, ¡compórtate como tal!

La sonrisa de mi hermano se borra al instante. Enseguida entra otra criada en el comedor para servir el té y, aunque el familiar aroma a menta inunda la estancia, no consigue hacer desaparecer la tensión.

—Mis hijos no tomarán té —dice mi padre, y, volviéndose hacia nosotros, añade—: Dejadnos a solas.

Desconcertados, abandonamos la estancia. Las ayas vienen a buscar a las pequeñas y se las llevan a sus aposentos entre miles de besos y exclamaciones. Mi hermano y yo nos quedamos solos ante la puerta cerrada.

—¿Sabes qué ocurre?

Darius se encoge de hombros, considerando soltar un comentario jocoso. Le tiemblan los labios, siempre dispuestos a esbozar una sonrisa a la mínima ocasión.

—Te lo pregunto en serio —aclaro.

Su media sonrisa se desvanece y adopta la apariencia del príncipe que debería ser.

—Lo único que sé es que padre ha recibido una carta del reino de Primis.

El reino principal. El que trajo la paz a los territorios. El que, desde la distancia, nos gobierna a todos.

Darius se aleja silbando tras una sirvienta con la intención de pedirle que le lleve una taza de té a su dormitorio. El pasillo está desierto. Sin pensarlo dos veces, pego la oreja a la puerta: oigo el sonido de una taza contra el platillo y, acto seguido, la voz inflexible de mi madre.

—No está lista, Gaenor.

Clavo las uñas en la madera, casi como si quisiera atravesarla. Pasan varios segundos, durante los cuales aguanto la respiración sin tan siquiera darme cuenta.

—No tenemos elección, Cordélia —responde mi padre—. Tendrá que soportar cosas mucho peores.

Un instante después, Dayena, mi dama de compañía, aparece en el pasillo y me obliga a seguirla hasta mi dormitorio mientras me riñe por esa mala costumbre mía de escuchar a escondidas. Me tumbo sobre las sábanas humedecidas con agua para paliar el calor y le prometo por enésima vez que me comportaré, a lo que ella responde con un suspiro.

Contemplo la vela de plegarias, que lleva años intacta, y me pierdo en mis pensamientos. Un retortijón me devuelve a la realidad. Dayena me trae una infusión de cúrcuma, conocida por atenuar los dolores menstruales.

—¿Deseáis que anule el entrenamiento con Kamran? —pregunta al ir a sacar el atuendo del arcón.

—No, he de ir.

El colchón apenas se hunde cuando su pequeño cuerpo se sienta al borde de la cama. Debe de rondar la treintena y, sin embargo, parece la misma jovencita que conocí tiempo atrás, con sus largos cabellos ondulados y sus enormes ojos tan oscuros como una noche sin luna. Mientras que a mí, con los años, se me han ensanchado las caderas y los muslos, su silueta se ha quedado igual de desgarbada y fina que la de una adolescente. Como siempre, me sorprende la increíble fuerza de voluntad que emana de un cuerpo tan frágil.

—Sé que esas sesiones os calman, pero deberíais confiar más en vos. Seguro que la ceremonia se desarrollará sin incidentes.

—¿Lo sabías? ¿Por qué no me has dicho nada?

—No soy quién para desafiar al rey. Me ha preguntado y le he aconsejado que tuviera fe en vos.

Al igual que un papel lanzado al fuego, se me contrae el estómago. No he comprendido sobre qué discutían mis padres, pero mi orgullo se niega a creer que no estaré lista para… lo que sea. Dayena capta la determinación en mi rostro y me ayuda a prepararme sin pronunciar palabra.

De camino a la sala de entrenamiento, rodeo el oasis del patio central: un marco incomparable de vegetación con aguas turquesas y palmeras gigantescas. El castillo se construyó alrededor de esta fuente de agua, que también nos permite refrescarnos. Dayena me contó que su pueblo se escandalizó al ver que la gente del norte se adueñaba del vergel más bello de la región. Aunque lo entiendo, eso fue durante el reino de Connor, mi bisabuelo. Ahora todo es distinto, mejor.

Varios sirvientes suben por los senderos con los brazos cargados de plantas secas y el velo pegado a la frente. Se mueven tan despacio que la escena parece suceder a cámara lenta. Paso trotando a su lado y hundo la mano en un barril lleno de agua verdosa para coger un guijarro, que me adhiero a la nuca, deleitándome con las gotas que me resbalan por la espalda. Cuando llego a la sala de entrenamiento, ya vuelvo a estar sofocada.

Como en el resto del castillo, las ventanas son unas aperturas minúsculas que nos protegen del calor y de la arena. Cuando se me acostumbran los ojos y perciben la estancia con claridad, veo a Kamran vendándose las manos con un largo trozo de tela. Detrás de él, campean decenas de armas, una mezcla curiosa de espadas procedentes de los reinos unificados y las típicas hoces de Ramil.

—¡Siento llegar tarde!

Se incorpora y me da la bienvenida, esbozando una amplia sonrisa.

—¿Quién soy yo para no esperar unas pocas horas a una princesa?

Kamran es el claro ejemplo de un hombre de la región: cabellos negros ligeramente ondulados, ojos oscuros, piel mate. Su mandíbula es tan cuadrada que parece haber sido esculpida en piedra. Es mayor que yo, aunque eso no me ha impedido pensar que estoy enamorada de él desde la adolescencia. Fue la primera inspiración para mis caricias nocturnas, cuando empezaba a descubrir mi cuerpo. Él, por supuesto, lo ignora. Hasta creo que le interesa Dayena. Para él, yo solo soy una jovencita del norte, la princesa de un reino que en realidad no es el suyo.

—Una respuesta muy educada —respondo, encaminándome hacia las armas.

Cojo dos hoces poco curvadas con unos jaspes que mi padre hizo traer de la isla homónima engarzados en la empuñadura. El combate a dos hoces no es muy común, pero Kamran lo domina a la perfección, y, en cuanto lo descubrí, le exigí que me enseñara.

—Antes, calentemos un poco —me indica cuando me coloco ante él.

Con los ojos cerrados, efectuamos unos gestos lentos acompañados de respiraciones profundas. Me concentro en mi respiración y en la aspereza de la túnica sobre mi piel.

—Me ha parecido oír que asistiréis a la ceremonia, ¿es eso cierto? —pregunta de pronto Kamran, pese a que, por lo general, solemos guardar silencio.

Abro un ojo sin dejar de moverme.

—¿Quién te lo ha dicho?

Una leve sonrisa me indica que ha sido Dayena. La jovencita que llevo dentro siente el aguijonazo de unos celos grotescos, pero la princesa que soy los ahuyenta a toda prisa.

—Eso da lo mismo. ¿Cómo os sentís? ¿Creéis que podréis contener vuestras emociones?

—¿Tú qué crees?

Él me ayuda a canalizar mi energía destructiva. Cuando mis padres descubrieron lo que dormitaba en mi interior, se esforzaron en rodearme de la gente adecuada: habitantes de la región para evitar que la noticia llegara al reino central, pero también personas con la suficiente sangre fría para enfrentarse a mi maldición. Los moradores del desierto no temen al Fuego como nosotros.

—Creo que hace tiempo que estáis lista, pero todo depende de la confianza que depositéis en vos.

Dejo de moverme y adopto una posición de combate.

—Pues empezamos mal —ironizo.

—Veo que no deseáis hablar del tema.

Le doy la razón con un ataque. Lo bloquea sin dificultad y me lo devuelve. Yo lo detengo con una de las hoces y, acto seguido, retrocedo para preparar un nuevo golpe. No soy muy corpulenta y, pese a que he ganado masa muscular con los entrenamientos, seguro que lucharé contra adversarios más fuertes que yo, pero no más rápidos, y casi con toda probabilidad que con menos horas de práctica. Avanzo de nuevo y ataco desde arriba, lo que lo obliga a retroceder y a subir ligeramente el brazo para bloquearme. Aprovecho para dar buen uso de la segunda hoz. Sin desperdiciar ni un segundo, apunto a su costado y, ocupado como está con mi otro brazo, no puede esquivar el golpe con suficiente rapidez.

—No está nada mal —dice, volviendo a su posición.

—Este contrataque me lo has enseñado tú.

—Lo sé. Me estaba felicitando a mí mismo —replica, esbozando una mueca burlona.

De repente, siento cierta atracción por él, pero me recupero de inmediato y continuamos el combate. Peleamos durante dos horas, ignorando el calor sofocante y las gotas de sudor que se deslizan por nuestra piel.

Cuando abandono la estancia, estoy tan agotada que ni siquiera recuerdo la ceremonia. Dayena, en cambio, no la ha olvidado, y me espera cerca del oasis como un coyote del desierto. Me vuelvo hacia Kamran una última vez antes de permitir que me conduzcan a mis aposentos.

En cuanto entro por la puerta, Dayena me quita la ropa y me empuja hacia un baño perfumado de cítricos. Después de lavarme, me trenza parte del pelo y me lo recoge formando una corona, de la que prende una rosa del desierto. Rodea mis ojos verdes con kohl y me aplica bálsamo rojo en los labios. El atuendo lo ha elegido mi madre: un vestido largo con drapeados amarillos, rojos y naranjas. A esto se añade un grueso chal de lino de color arena, en previsión de la bajada nocturna de la temperatura.

—Estáis muy hermosa —me halaga Dayena antes de que abandone mis aposentos.

Llego a las puertas del castillo. Allí están reunidos todos los miembros importantes del reino, que mantienen una conversación distendida con mi padre sobre los asuntos del día. A su lado, los seis capellanes lucen con orgullo las largas capas rojas bordadas con hilo dorado. En algunos reinos, los capellanes se pasan la vida rezando, pero aquí son como cualquier otro miembro del gobierno, a excepción de que llevan capa en las noches de luna llena.

Sin más dilación, salimos del castillo en dirección a la muralla. Sus puertas están abiertas de par en par para invitar a los moradores del desierto a asistir a la ceremonia, aunque para ellos no tiene mucha importancia. No temen al Fuego, ni siquiera al recuerdo de las ermidas. La diferencia es palpable: mientras que todos los habitantes de Ramil humillan la cabeza, los moradores del desierto hablan y ríen con descaro.

Al llegar a la explanada, casi todo el mundo guarda silencio. Esta es estrecha, y tengo la sensación de que me han tendido una emboscada. Hace años que no asistía a una reunión tan numerosa, periodo en el que los habitantes del castillo solo me han visto en contadas ocasiones, siempre controladas por mi madre.

Mi familia y yo nos situamos ante el montículo de leña que se convertirá en hoguera. Los seis capellanes se nos unen, portando sendas antorchas que representan cada uno de los reinos unificados: Primis, el más poderoso; Kapall, el de los caballeros y de los grifos; Sciõ, la tierra de las Regnantes; Miméa, región de las secuoyas; la isla de Maorach y, por último, Ramil.

Cuando las antorchas pasan ante mí, cierro los ojos y visualizo los movimientos que he practicado con Kamran. Vacío la mente y trato de ignorar el fuego que me caldea el cuerpo. Su calor me envuelve poco a poco y trata de asaltarme como si fuera un ejército dispuesto al asedio.

La voz del gran capellán me devuelve a la realidad.

—¡Ha llegado la noche de la ceremonia de las llamas! ¡Como cada mes, honramos al Fuego y le agradecemos que nos proteja y que se compadezca de nosotros!

Me obligo a concentrarme en su discurso. Es uno de los hombres de mi padre, y tan grande como él. Su voz, igual de imponente, rasga el silencio como una espada.

—¡Durante la Edad del Fuego, las llamas nos protegieron de las ermidas!

Un primer capellán avanza y deposita su antorcha sobre la hoguera. Las llamas se propagan de inmediato por los relucientes troncos cubiertos de aceite. El fuego comienza a invadirme y trato de controlarlo, alzando los ojos hacia la luna. Esta, completamente redonda, preside un cielo sembrado de estrellas.

—¡Durante tres siglos, combatimos a las terribles hechiceras! ¡Tres siglos en los que nuestros espíritus nunca gozaron de calma, en los que nunca tuvimos paz!

Una capellana lanza la segunda antorcha y el fuego se aviva. El humo rodea poco a poco a la muchedumbre. Se oyen algunas toses. El calor se propaga por mis venas y unos espasmos involuntarios me recorren las manos. Algunos espectadores llevan collares con frasquitos llenos de cera que se supone que representan el Fuego. Rezan abrazándolos contra su pecho y se los llevan a los labios.

—¡Pero el Fuego nos libró del azote! ¡Una tras otra, las ermidas desaparecieron, consumidas por las llamas! ¡La última, Masheal, murió hace más de cuarenta años!

Lanzan la tercera antorcha. Un bebé llora y sus sollozos resuenan por el patio. Ante mis ojos pasan todas las lágrimas que yo misma he derramado a lo largo de los años. Si mi abuela Fiona aún estuviera viva, me dedicaría unas palabras de aliento. «Puedes hacerlo», murmura en mi oído su voz ya ausente.

—Aunque el Fuego siguió poniéndonos a prueba —continúa diciendo el gran capellán—. Puede salvarnos, y también destruirnos. ¡Es lo que aprendimos con la llegada de los apires!

Al oír estas palabras, mi padre me fulmina con la mirada. Insegura, me tambaleo, pero enseguida recupero la compostura.

La cuarta antorcha se suma a la hoguera. Aunque ahora el fuego se eleva hacia el cielo, evito mirarlo. Si lo hiciera, mis ojos se llenarían de llamas.

—¡Dos seres con la marca de los impíos! ¡Dos seres capaces de incendiarlo todo a su paso! ¡Peor aún: dos seres capaces de sobrevivir a las llamas, capaces incluso de dominarlas! ¡El Fuego nos lo advertía: debéis destruirlos!

«Confianza», me ha dicho Dayena. «Confianza», me ha dicho Kamran. Tengo que confiar en mí misma. El fuego arde ante mí, en mi interior, pero soy yo la que decide si lo utilizo o no. Trato de visualizarlo, como un fogonazo que me recorre las venas. Se me inflama todo el cuerpo, pero no siento dolor alguno.

Una capellana lanza la quinta antorcha a la hoguera.

—¡Aprendimos la lección! ¡Destruimos a los apires igual que habíamos hecho con las ermidas! ¡Y ahora controlamos las llamas! Tras veinte años, ¡la Edad del Fuego terminó y dio paso a la Edad de la Paz! ¡Pero jamás olvidaremos ni cesaremos de honrar al Fuego, que nos protege a la vez que nos previene!

El gran capellán pasea la mirada por la muchedumbre, que guarda un silencio sepulcral pese a que en mi interior los oigo gritar aterrorizados. Solo los moradores del desierto observan sin miedo en los ojos.

—¡Llamas! —continúa el gran capellán con un grito—. ¡Llamas temidas y veneradas, compadeceos de nosotros!

—¡Compadeceos de nosotros! —repetimos a coro.

Deposita la sexta antorcha y todos bajamos la cabeza con deferencia. Algunos repiten «Compadeceos de nosotros» durante un buen rato en una extraña melodía. Yo guardo silencio. Sería ridículo implorar al Fuego que tuviera compasión de mí cuando es precisamente la causa de mi sufrimiento. Me ha convertido en una apire y ha traído la peor de las desgracias al seno de mi familia.

Transcurren varios minutos en los que me esfuerzo por contener el torrente en mi interior. Cuando una lágrima me resbala por la mejilla, alguien me toma de la mano.

—Te felicito —me susurra mi madre.

Dirijo la mirada hacia los capellanes arrodillados, que deberán esperar hasta que las llamas se extingan, momento en el que encenderán seis antorchas que no se apagarán hasta la siguiente hoguera.

Mi madre me posa la mano en la espalda y me aparta del fuego, que, poco a poco, va extinguiéndose en mi interior. Siento su potencia, todo lo que habría podido destruir. Sin embargo, no se lo he permitido. Me acompaña hasta el austero comedor, donde nos espera mi padre. Las últimas llamas se evaporan de mis ojos como unas sombras que se acurrucan en la oscuridad. Mi madre las escruta con inquietud. Cuando mis iris recuperan su habitual color verde, mi padre me dice que quiere hablar conmigo. Aunque siempre me he sentido protegida por su talla de gigante, ahora eso no basta para calmarme.

—Tendrás que seguir siendo fuerte —murmura, acariciándome la mejilla.

No deseo saberlo, pero no puedo reprimir la pregunta que brota de mis labios.

—¿Por qué?

Es mi madre la que responde, con su voz desprovista de calor.

—Porque tenemos que marcharnos.

¿Marcharnos? ¿Cómo es posible?

—Debemos ir a Primis varias semanas —dice mi padre, como si me leyera la mente—. El rey Vortimer desea celebrar el vigésimo aniversario de su hijo y de la restitución de la paz.

El silencio que sigue está preñado de amenazas y preguntas. El olor a hoguera aún flota en las galerías del castillo.

—Podría alegar que estoy enferma y quedarme aquí —balbuceo, retorciéndome las manos sobre el vestido.

Mi madre resopla como si estuviera ante un niño al que hay que explicárselo todo.

—Eso es imposible. El rey Vortimer ha insistido: desea que vayas.

—Pero ¿por qué? Es el vigésimo cumpleaños del príncipe Hadrian, ¡no veo por qué mi presencia es tan importante!

Mi padre me mira perplejo con una expresión que conozco muy bien: considera que debería comprenderlo por mí misma. Mi abuela Fiona me miraba igual. Tardo varios segundos en caer en la cuenta.

—El príncipe tiene veinte años… y debe casarse —murmuro.

Aunque mis padres no dicen nada, sé que he dado en el clavo.

—¡Han invitado a todas las princesas y elegirá a su futura esposa entre ellas! —exclamo—. Pero yo no puedo casarme con él, soy…

—Eso no lo saben —dice mi padre—. Para ellos, eres una princesa de Ramil de la misma generación que el príncipe y en edad de procrear.

De hecho, los festejos serán una gran fiesta de compromiso. La elegida por Hadrian se convertirá en soberana suprema del reino. Aunque me gustaría protestar de nuevo, solo llego a articular con voz ronca:

—¿Qué debo hacer?

Mi padre frunce el ceño y me posa un dedo en el mentón para obligarme a mirarlo. Una punzada de dolor me atraviesa porque sé que se siente así por mi culpa.

—Entrar en el juego. Participar. Aunque sin ganarte el corazón del príncipe, claro.

Asiento enérgicamente.

—Nadie debe descubrir lo que escondes en tu interior. De lo contrario, sería… catastrófico —concluye con inquietud.

Lo sé perfectamente. Tal revelación supondría el final de nuestra familia, del reinado de mi padre, del futuro mandato de mi hermano. Pero no percibo ninguna de estas preocupaciones en los ojos de mis padres. Más bien me observan como si fuera a desaparecer, y no se equivocan. Puesto que, además de todo lo que perderíamos, tal revelación supondría mi muerte.

orla decorativa

2

Alyhia de Ramil

Gran Desierto

Desde que mis padres me han anunciado nuestra partida, no deja de rondarme una idea por la cabeza: «No puedo marcharme de Ramil sin ver el desierto otra vez». Me he levantado con el amanecer y he sacado a Kamran de la cama sin contemplaciones. Acto seguido, no he dejado de insistirle hasta que hemos estado rodeados de arena y con el sol cayendo con toda su fuerza sobre mi espalda.

Puede que aún esté despuntando el día, pero nada aplaca el calor. Se necesita tanta energía para hacer cualquier cosa que incluso cuesta respirar. Las pezuñas de los camellos se hunden en la arena y marcan el avance.

—Hoy está previsto que partamos hacia Primis —anuncia Kamran sin mucho entusiasmo—. ¿Cómo os sentís?

Transcurren unos segundos tan opresivos como el calor. Él no aparta la mirada de mí, consciente de que acabaré por contárselo todo. Siempre que salimos al desierto siento que puedo hablar sin restricciones, que mis palabras se quedarán enterradas en la arena, inofensivas.

—Como si el más mínimo paso en falso pudiera provocar mi perdición.

Mi padre trata de mostrarse confiado, pero sé que finge. Yo soy la razón de que este viaje comporte un riesgo sin precedentes. Y, si por casualidad se me olvidara, la mirada llena de vergüenza de mi madre me refrescaría la memoria.

—¿Quién gobernará el reino en vuestra ausencia? —pregunta Kamran.

—Mi madre insistió en que se ocupara el consejero Calum.

—Entiendo… Un hombre muy competente.

A veces se me olvida que Kamran conoce el gobierno mejor que yo. Ha acompañado muchas veces a mi padre en sus viajes por el territorio de Ramil, mientras que yo me veía obligada a ocultarme para no mostrar mi condición. Le tenía envidia, pero eso fue hace mucho.

En realidad, Kamran pertenece a la tribu de los Rayiys, conocidos por ser los mejores luchadores de las dunas, que gobernaban el desierto antes de que llegáramos nosotros. Es el hijo del jefe, pero Kamran lleva bajo la tutela de mi padre desde niño.

—¿Cómo fue dejar tu tribu y unirte al castillo? —le pregunto sin rodeos.

Como yo, él también debe de sentir que puede hablar de cualquier cosa en medio de las dunas, puesto que su respuesta es instantánea.

—Fue una tortura. Adoraba y admiraba a mi padre como persona, y los Rayiys eran mi familia. Cuando los volví a ver, pude constatar que algo se había roto entre nosotros, quizá para siempre. —Hace una pausa durante la que me parece que el sol se vuelve más oprimente. Cuando retoma la palabra, su voz ha adoptado un tono distinto—. Sin embargo, es un gran honor que el rey Gaenor me eligiera para ser su pupilo.

«Un honor y una manera de alejar al heredero de los Rayiys de la influencia del desierto», pienso.

Desde donde estamos se divisan los acantilados de Makhfi, cuyas inmensas paredes conforman un muro más impresionante que la gran muralla. Encima de ellos se encuentran las aldeas más rebeldes, como la de la familia de Dayena, conocida por haber albergado y protegido a ermidas y por ser el lugar de nacimiento de los primeros apires.

El silencio vuelve a instalarse entre nosotros y en la inmensa extensión de arena. La enésima gota de sudor me resbala desde la nuca hasta la parte baja de la espalda.

—¡No puedo más! ¿Cuándo llegaremos?

Kamran esboza una ligera sonrisa y señala una duna un poco más adelante. Aunque el paisaje se ondula por el calor, llego a vislumbrar algunas tiendas. Alcanzamos el poblado entre risas. Las lonas nos ofrecen un poco de sombra.

Como ya es habitual, la vida en el desierto se desarrolla a cámara lenta. Los niños duermen en las tiendas y en las chozas de madera, mientras que un grupo de adultos charlan en voz baja y beben té sentados sobre cojines, en el suelo. Algunas moscas zumban alrededor de grandes cuencos de dátiles cubiertos con paños de cocina. Nadie se levanta a saludarnos, aunque nosotros tampoco lo exigimos. Mi abuela siempre me aconsejó que tratara a los pueblos libres como iguales.

Una jovencita nos trae un vaso de agua, que aceptamos de buen grado antes de acomodarnos entre el grupo. Los murmullos cesan cuando todos advierten mi tono de piel claro y mis ojos verdes. Una anciana de rostro apergaminado se dirige a Kamran en ramiliano.

—Es la nieta de Fiona, ¿verdad? —le dice.

—Así es —respondo yo en su idioma.

Mi abuela no solo me prodigó sus consejos sobre cómo integrarme, sino que me obligó a tomar clases de ramiliano hasta dominarlo a la perfección. La mujer desvía la mirada hacia mí y me examina atentamente.

—Te pareces mucho a ella —sentencia al cabo de un momento.

No puedo evitar sonreír. La persona que tengo a la derecha me pasa una taza de té verde, que acepto con gusto.

—Es un cumplido muy hermoso —digo.

No me sorprende que conozca a mi abuela. Se pasó la vida viajando por el desierto para aprender la lengua y las costumbres de sus moradores. Hasta mantuvo relaciones con lugareños después de la muerte de mi abuelo. Era la segunda hija de Connor: solo llegó al trono porque su hermana mayor murió durante el parto.

—Me entristeció mucho su fallecimiento —añade la anciana.

Aunque ya han pasado cinco años, cada vez que pienso en ella se me encoge el corazón.

—La llamábamos la Adoptada del Desierto —interviene el hombre que está a mi derecha al advertir mi silencio—. Era un ejemplo de valentía y tolerancia.

—Muy al contrario que su hermana pequeña —añade otra mujer de imponente melena morena y rizada.

—¡No hables mal de los muertos! —regaña la anciana—. Padeció un final terrible.

Sé que se refieren a mi tía abuela Nevena, fallecida cuando yo no era más que una criatura. En mi familia está prohibido mencionarla, puesto que parece despertar recuerdos perturbadores. Sin embargo, aquí no existen temas prohibidos. En los dos años en los que se me ha permitido vagar sola por el desierto he aprendido más que durante los primeros dieciocho años de mi vida con profesores.

—Cuénteme su historia —le pido a la anciana.

—Princesa, no creo que eso sea buena idea… —interrumpe Kamran.

—«Nada es más precioso que la verdad» —replico, citando una de las máximas de mi abuela.

—«Nada es más precioso y peligroso que la verdad» —me corrige él.

—Siempre se me olvida que la conociste. Pero el peligro no importa. Os exijo que… Disculpad, me gustaría que me la contarais.

La anciana asiente con la cabeza y pasea su mirada oscura por los presentes, ansiosos por oírla.

—Nevena era una mujer valiente, eso no se puede negar. Bajo el reinado de Connor, dirigió el ejército con mano dura. Lo mínimo que se podría decir de ella es que se mostraba inflexible con aquellos que se acercaban más de la cuenta a vuestra muralla.

Me estremezco. Como suele ocurrirme en el desierto, advierto lo diferente que soy de los que me rodean.

Tras una pausa, la anciana continúa con voz grave.

—Sin embargo, se mostraba más intransigente con otro tipo de personas: las que poseían habilidades que sobrepasaban el entendimiento. ¿Sabes a quién me refiero?

—Me temo que no.

Esboza una breve sonrisa que me recuerda a la de Dayena cuando está a punto de abordar un tema prohibido.

—Es curioso, puesto que compartes ojos con ellos.

Sus palabras me impactan de tal modo que me veo obligada a bajar la mirada. La anciana se inclina y me levanta la barbilla.

—Aquí no nos avergonzamos de nada, pequeña. El color de tus ojos no refleja el de tu corazón.

Estas palabras me permiten recobrar la calma.

—Nevena dio caza a las últimas ermidas por las dunas sin mostrar piedad. Debo decir que las sajiras del desierto (así es como llamamos nosotros a las ermidas) eran fuertes y salvajes. No solo curaban las heridas y cultivaban plantas, sino que también podían lastimar a sus enemigos. Hasta hubo quienes afirmaron que la hija mayor de Connor había muerto a causa de uno de sus maleficios.

—¿Es eso verdad? —digo con la garganta seca.

La anciana se encoge de hombros.

—¿Cómo quieres que lo sepa? Tenían la capacidad de hacerlo y no sentían mucho aprecio por los ladrones de tierras.

Me invade un terrible malestar. Trato de alejarlo repitiéndome que eso son cosas del pasado. Mi abuela era la Adoptada del Desierto y mi padre es un señor leal y bueno.

—Aunque eso no importa —continúa diciendo la anciana—, porque Nevena consiguió derrotar a las sajiras. Sin embargo, fue en vano: un poder aún mayor nació de la arena. No necesito decirte de quién estoy hablando, ¿verdad?

Kamran me roza el codo y me infunde valor. Tras un esfuerzo monumental, asiento con la cabeza para indicar que lo he comprendido. Me doy cuenta de que algunos niños, con los ojos rojos de sueño, se han unido a nosotros. Varios me miran fijamente, sorprendidos de ver a alguien como yo. Aunque durante unos segundos tengo la impresión de que la anciana interrumpirá su historia, esta continúa sin tan siquiera prestarles atención.

—¿No os habéis preguntado nunca por qué odiáis tanto a los apires? Vosotros veneráis al Fuego, y este los habita, literalmente. ¿Por qué razón no se los idolatra?

—Porque son… peligrosos —murmuro.

—Y, en ese caso, ¿por qué no convertirlos en mártires? ¿En santos que sacrificaban su vida por el Fuego?

Confundida, me limito a encogerme de hombros.

—Porque aparecieron aquí —dice ella, señalando con la mano a su alrededor—. Durante años, los apires solo se encontraban entre las dunas. No es sorprendente que tu pueblo deseara que los vieran como monstruos. Aunque, por supuesto, esa no es la única razón…

A pesar de que parezca imposible, la garganta se me seca aún más.

—Sois demasiado jóvenes y no podéis comprenderlo, pero la situación se volvió caótica. El fuego, provocado sin querer por aquellas criaturas, lo consumía todo. Durante un tiempo no ocurrió nada, pero cuando los soldados trataron de separar a las criaturas de sus padres empezaron las catástrofes. Es difícil culparlos de desear que desaparecieran, porque ¿cómo no iban a temerlas?

Conozco de primera mano qué incita a los apires a provocar esos desastres. Yo misma he causado alguno y las consecuencias son irremediables. Por esa misma razón los mataron a todos. Menos a mí.

—Nevena había oído rumores de la presencia de un apire en una aldea de los alrededores —continúa diciendo la anciana—. Ya era mayorcito, por lo menos tenía cinco años, y no causaba problemas, a excepción de alguna rabieta que su madre trataba de canalizar lo mejor que podía. Yo conocí a esa mujer y te aseguro que adoraba a su hijo. Probablemente por eso…

Se interrumpe y lanza una mirada elocuente hacia los niños. Una mujer se los lleva y a mí se me encoge el corazón. Kamran tiene los ojos clavados en el suelo.

—Entonces vino Nevena, acompañada de los soldados de tu bisabuelo —prosigue—. Como era costumbre, exigió que le entregaran al niño. Como he dicho, su madre lo adoraba y no pensaba ceder tan fácilmente. En un primer momento, intentó negociar, pero fue en vano. Cuando los soldados agarraron al pequeño, la madre cogió un cuchillo y atacó a uno de ellos. No lo mató, solo lo hirió, pero la tesitura se volvió insostenible. En la pelea hirieron de muerte a la mujer, y el pequeño… estalló con toda su furia.

Un silencio sepulcral se cierne sobre el grupo. La anciana me observa, a la espera de que le indique si deseo oír el resto de la historia. «Nada es más precioso y peligroso que la verdad», aseguraba mi abuela. Con un ademán, le pido que continúe.

—El fuego se propagó, más devastador que nunca. La aldea ardió, igual que muchos de sus habitantes, y falleció un buen número de soldados. Nevena era una mujer valiente, no lo dudes, y trató de detener al niño con sus propias manos. Fue en vano. El pequeño huyó hacia el desierto y ella murió varios días después a causa de las quemaduras.

Durante un instante, una parte de mí desea que esta historia solo sea una sarta de mentiras, pero sé a ciencia cierta que no es así. El odio por los apires no surge de la nada, y mi familia tiene una buena razón para ocultarme el final de Nevena: murió a manos de alguien que se me parece, de alguien en quien podría convertirme si no me controlo.

—¿Qué fue del niño?

—Nadie lo sabe… Algunos piensan que sobrevivió, aunque probablemente muriera en el desierto.

Unas imágenes terribles desfilan ante mí, pero me obligo a ahuyentarlas. Soy la nieta de Fiona, valiente y tolerante. No debo permitir que me asuste una historia que no me pertene

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