Contenido
Portada
Dedicatoria
Introducción
Perseo quiere un abrazo
Psique birla crema cosmética
Faetón suspende el examen de conducir
Otrera inventa las amazonas (y las amazonas Premium)
Dédalo inventa básicamente todo lo demás
Teseo mata al poderoso... ¡Uy, mira! ¡Un conejito!
Atalanta contra tres frutas: el combate a muerte definitivo
Pase lo que pase, Belerofonte no tiene la culpa
Cirene boxea con un león
Orfeo se marca un solo
Los doce disparatados trabajos de Hércules
Jasón encuentra una alfombra que une a todo el reino
Epílogo
Créditos
Para Becky,
que siempre ha sido mi heroína
Introducción
A ver, que yo sólo me metí en esto por la pizza.
El editor me dijo:
—¡El año pasado lo bordaste con el libro sobre los dioses griegos! ¡Ahora queremos que escribas otro sobre los héroes de la Antigua Grecia! ¡Será una pasada!
Y yo contesté:
—Chicos, que soy disléxico. Ya tengo bastante faena con leer libros...
Pero entonces me prometieron un año entero de pizza de pepperoni gratis y todos los caramelos Jelly Beans azules que quisiera.
Y me vendí.
Tampoco es mala idea, en realidad. Si tienes previsto salir por ahí a luchar contra monstruos, estas historias pueden ayudarte a evitar algunos de los errores más comunes, como mirar a Medusa a la cara, o comprar un colchón usado a un tío al que llaman «el Estirador».
Pero la mejor razón para leer sobre los héroes de la Antigua Grecia es que hace que te sientas mejor. Por más que te parezca que tu vida es un asco, aquellos tipos lo tenían mucho más chungo. Ellos sí que lo pasaban mal de verdad.
Por cierto, por si no me conocéis, me llamo Percy Jackson. Soy un semidiós contemporáneo: hijo de Poseidón. En su momento pasé por algunas malas experiencias, pero los héroes de los que os voy a hablar son casos clásicos de infortunio épico. Unos valientes que fueron capaces de fastidiarla donde nadie la había fastidiado antes.
Vamos a escoger a doce. Con esos tendremos de sobra. Y si para cuando terminéis de leer sobre sus desdichadas vidas —llenas de envenenamientos, traiciones, mutilaciones, asesinatos, parientes psicópatas y animales de granja carnívoros— no os habéis reconciliado con vuestra propia existencia, pues, en fin, yo ya no sé qué lo conseguirá...
Así que coged vuestra lanza flamígera, poneos la capa de piel de león, sacad brillo al escudo y aseguraos de que tenéis flechas en el carcaj. Vamos a retroceder en el tiempo unos cuatro mil años para decapitar monstruos, salvar algún reino que otro, disparar a unos cuantos dioses en el trasero, saquear el inframundo y robar a gente muy mala.
Y luego, para acabar de rematarlo, sufriremos muertes trágicas y dolorosas.
¿Listos? Perfecto. Vamos allá.
Perseo quiere un abrazo
Tenía que empezar con este tío.
Al fin y al cabo, es mi tocayo. Tenemos padres divinos diferentes, pero a mi madre le gustaba la historia de Perseo por una razón muy sencilla: Perseo sobrevive. Ni lo descuartizan, ni lo condenan a un castigo eterno. Para ser un héroe, el colega tuvo un final feliz.
Lo cual no quiere decir que su vida no fuera un asco. Y es verdad que mató a un montón de gente, pero ¿qué se le va a hacer?
La mala suerte de Perseo empezó incluso antes de que naciera.
En primer lugar, debéis entender que en aquellos tiempos Grecia no era un país. Estaba dividida en un montón de reinos diminutos. Nadie iba por ahí diciendo: «¡Hola, soy griego!» La gente te preguntaba de qué ciudad estado eras: Atenas, Tebas, Esparta, Zeuslandia, lo que fuera. La Grecia continental era un verdadero cúmulo de parcelas. Cada ciudad tenía su propio rey. Y dispersas por el Mediterráneo, había cientos de islas, y cada una de ellas era también un reino aislado.
Imaginaos que la vida fuera así hoy en día. Ponle que vives en Manhattan. Pues el rey local tendría su propio ejército, sus propias reglas, haría pagar sus propios impuestos... Si infringieras la ley en Manhattan, podrías fugarte a Hackensack, Nueva Jersey. Y si el rey de Hackensack te diera asilo, Manhattan no podría hacer nada (a menos, por supuesto, que los dos reyes se aliaran, en cuyo caso lo llevarías crudo).
Las ciudades se atacarían unas a otras constantemente. Igual al rey de Brooklyn le daba por declarar la guerra a Staten Island. O el Bronx y Greenwich (Connecticut) podían formar una alianza e invadir Harlem. Ya veis que la vida sería muy interesante.
En fin, que una de las ciudades del territorio griego se llamaba Argos. No era la más grande ni la más poderosa, pero tenía un tamaño considerable. Los que vivían allí se hacían denominar «argivos», probablemente porque de haberse llamado «argositas» los hubieran confundido con una bacteria o algo así. Acrisio, su rey, era un mal bicho. Si fuera el vuestro, seguro que querríais huir a Hackensack.
Acrisio tenía una hija muy guapa que se llamaba Dánae, pero con eso no le bastaba, porque en aquella época lo importante era tener varones, para que el primogénito llevara el apellido familiar, heredase el reino a la muerte del rey y blablablá. ¿Que por qué no podía una chica heredar el reino? Pues ni idea. Es una idiotez, pero así eran las cosas entonces.
Total, que Acrisio no paraba de gritarle a su mujer: «¡Ten hijos varones! ¡Yo quiero varones!», pero no le sirvió de nada. Entonces, cuando su mujer murió (seguro que del estrés), el rey empezó a ponerse nervioso de verdad. Si se moría sin haber tenido hijos varones, su hermano gemelo, Preto, heredaría el reino; y los dos hermanos se odiaban.
Desesperado, Acrisio acudió al Oráculo de Delfos para que le dijeran la buenaventura.
A ver, eso de ir al Oráculo no es lo que se dice una buena idea. Primero hay que hacer un largo viaje hasta la ciudad de Delfos, luego hay que ir hasta una cueva muy oscura que está en las afueras y, una vez allí, te recibe una señora cubierta con un velo, que se pasa todo el santo día sentada en un taburete de tres patas, respirando vapor volcánico y teniendo visiones. Luego hay que dejar una ofrenda muy cara a los sacerdotes que gobiernan la puerta, y al fin puedes hacerle una pregunta al Oráculo. Y, después de todo, lo más probable es que te responda con un acertijo que no haya quien lo entienda. Total, que te marchas de allí hecho un lío, aterrado y habiéndote dejado una pasta.
Pero, bueno, ya he dicho que Acrisio estaba desesperado. Así que él preguntó:
—Oh, Oráculo, pero ¿esto qué es?, ¿por qué no puedo tener hijos varones? ¿Quién se supone que va a ocupar el trono y a conservar el apellido de la familia?
—Es muy sencillo —dijo con voz ronca el Oráculo, que esta vez no contestó con acertijos—: Tú nunca tendrás hijos varones. Pero un día, tu hija Dánae sí tendrá un hijo. Y ese hijo te matará y te sucederá en el trono. Gracias por la ofrenda. Que pases un buen día.
Espantado y furioso, Acrisio volvió a su casa.
Cuando llegó a su palacio, Dánae fue a verlo.
—Padre, ¿qué te ocurre? ¿Qué ha dicho el Oráculo?
Acrisio se quedó mirando a su hermosa hija de largo pelo oscuro y preciosos ojos castaños. Muchos hombres habían pedido su mano. Y ahora Acrisio sólo podía pensar en la profecía. Nunca permitiría que se casara. No debía tener descendencia. Dánae ya no era su hija, era su sentencia de muerte.
—El Oráculo ha dicho que tú eres el problema —le espetó—. ¡Tú me traicionarás! ¡Tú harás que me asesinen!
—¿Qué? —Dánae retrocedió horrorizada—. ¡Eso nunca, padre!
—¡Guardias! —gritó Acrisio—. ¡Llevaos a esta vil criatura!
Dánae no entendía qué había hecho. Siempre procuraba ser amable y considerada. Quería a su padre, aunque daba miedo y siempre estaba enfadado, y le gustaba cazar campesinos por los bosques con una lanza y una jauría de perros rabiosos.
La joven siempre ofrecía los sacrificios apropiados a los dioses. Rezaba sus oraciones, se comía la verdura y hacía todos los deberes. ¿Por qué de pronto su padre estaba convencido de que era una traidora?
No obtuvo ninguna respuesta. Los guardias se la llevaron y la encerraron en la mazmorra de máxima seguridad del rey: una habitación del tamaño de un armario, con un retrete, una losa a modo de cama y unas paredes de bronce de treinta centímetros de grosor. Una claraboya en el techo, bloqueada por unos barrotes gruesos, dejaba entrar el aire y un poco de luz, pero cuando hacía calor, la celda de bronce se calentaba como una olla al fuego. La puerta de tres cerraduras no tenía ventana, sólo una ranura en la parte inferior, por donde le pasaban las bandejas con la comida. El rey Acrisio poseía la única llave que abría la mazmorra, porque no se fiaba de los guardias. Todos los días le daban a la prisionera dos galletas saladas y un vaso de agua. Nada de salir al patio, nada de visitas, nada de internet. Nada.
A lo mejor os estáis preguntando por que, si a Acrisio le preocupaba tanto que Dánae tuviera hijos, no la mataba y ya está.
Pues veréis, mis malpensados amigos, es que los dioses se tomaban muy en serio eso de matar a la familia. (Lo cual tiene su gracia, puesto que en realidad fueron los dioses quienes empezaron a cometer asesinatos entre parientes.) En fin, que si matabas a tu propia hija, Hades se encargaría de que recibieras un castigo especial en el inframundo. Las Furias irían a por ti. Las Moiras cortarían el hilo de tu vida. Un karma espantoso te amargaría hasta el último día. Ahora bien, si tu hija moría «por accidente» en una celda de bronce bajo tierra... bueno, eso ya no era exactamente un asesinato. Era más bien un «¡Uy, mira lo que ha pasado!».
Dánae languideció durante meses en la mazmorra. Y como no había mucho que hacer, aparte de esculpir muñecos de pasta con las galletas y el agua o charlar con don Váter, se pasaba casi todo el día rezando y pidiendo ayuda a los dioses.
A lo mejor consiguió que le hicieran caso porque era muy simpática, o porque siempre había hecho ofrendas en los templos. O igual porque era guapísima de la muerte.
El caso es que un buen día, Zeus, el señor del cielo, oyó a Dánae pronunciar su nombre. (Los dioses son así: en cuanto dices su nombre, se animan enseguida. Seguro que se pasan las horas muertas buscándose en Google.)
Total, que Zeus miró desde los cielos con su superintensa visión de rayos X y vio a la hermosa princesa encerrada en la celda de bronce, lamentándose de su cruel destino.
«Tío, esto no mola nada —se dijo Zeus—. ¿Qué clase de padre encierra a su hija para que no pueda enamorarse ni tener hijos?»
(En realidad, eso es justo lo que haría Zeus, pero bueno.)
«Y además está como un tren —murmuró—. Creo que voy a hacerle una visitilla...»
Zeus siempre hacía cosas así. Se enamoraba en plan flechazo de alguna chica mortal, caía sobre ella como una especie de bomba atómica romántica, trastocaba toda su existencia y luego se volvía al monte Olimpo y la dejaba con un niño al que tenía que criar ella sola. Pero en fin... seguro que sus intenciones eran buenas. (Ejem. Claro, claro. Ejem.)
En el caso de Dánae, Zeus sólo tenía que apañárselas para entrar en una celda de bronce de máxima seguridad.
Pero era un dios y, claro, habilidades no le faltaban. Podía sencillamente reventar la puerta, pero le daría un buen susto a la pobre chica. Además, tendría que matar a unos cuantos guardias, y eso sería un follón. Provocar explosiones y dejar un rastro de cadáveres mutilados no era la mejor forma de crear un buen ambiente para una primera cita. De manera que pensó que sería más fácil transformarse en algo pequeño y colarse por el respiradero. Así tendría toda la intimidad del mundo con la chica de sus sueños.
Pero ¿en qué iba a convertirse? Una hormiga le serviría. Zeus ya lo había probado con otra chica. Pero quería causar una buena impresión, y las hormigas no es que impresionen mucho.
Así que decidió convertirse en algo del todo distinto. ¡Una lluvia de oro! Y eso hizo: se disolvió en una turbulenta nube de purpurina de veinticuatro quilates y bajó volando del monte Olimpo. Se metió por la claraboya y llenó la celda de una luz cálida y deslumbrante que dejó a Dánae sin aliento.
—No temas —dijo una voz desde el resplandor—. Soy Zeus, el señor del cielo. Eres una muchacha muy guapa. ¿Quieres salir conmigo?
Dánae nunca había tenido novio. Y mucho menos uno divino que pudiera transformarse en purpurina. Y al cabo de nada —como unos cinco o seis minutos— estaba locamente enamorada de él.
Pasaron las semanas. Dánae estaba tan callada en su celda que los guardias se aburrían más que unas ostras. Hasta que un día, unos nueve meses después del incidente de la purpurina, uno de los carceleros estaba metiendo la bandeja de comida por la ranura de la puerta, como siempre, y oyó un ruido muy raro: un niño que lloraba.
Fue corriendo a buscar al rey Acrisio, porque ésa era la clase de incidente que el jefe querría saber. Total, que el rey bajó a la mazmorra, abrió la puerta, irrumpió en la celda y se encontró a Dánae con un recién nacido en brazos, envuelto en una manta.
—¿Qué...?
Acrisio registró la celda. Allí no había nadie. Y era imposible que alguien hubiera entrado porque la única llave que abría la mazmorra estaba en su poder. Y por don Váter no cabía una persona.
—¿Cómo...? ¿Quién...?
—Mi señor —dijo Dánae, con un brillo de rencor en los ojos—, recibí la visita del dios Zeus. Éste es nuestro hijo. Se llama Perseo.
Acrisio intentó no atragantarse con su propia lengua. Perseo significaba «vengador» o «destructor», según cómo se interpretara. El rey no quería que el chico creciera y acabara siendo amigote de Iron Man y la Masa. Y por el modo en que Dánae lo miraba, Acrisio se hacía una idea de quién sería la víctima del «destructor».
Los peores temores de Acrisio sobre la profecía estaban haciéndose realidad. Lo cual era de tontos, porque si no hubiera sido tan tarugo y no hubiese encerrado a su hija, aquello nunca habría pasado. Pero así funcionan las profecías. Intentas evitar la trampa y, al hacerlo, acabas construyéndola tú solo y cayendo en ella.
Acrisio quería asesinar a Dánae y al niño. Era la apuesta más segura. Pero luego estaba el tabú ese acerca de matar a miembros de la familia. ¡Menudo fastidio! Además, si Dánae decía la verdad y Perseo era hijo de Zeus... bueno, enfurecer al señor del universo no alargaría la esperanza de vida de Acrisio.
Así que decidió intentar otra cosa. Ordenó a sus guardias que buscaran un arcón de madera que tuviera una tapa con bisagras. Hizo que taladraran unos cuantos agujeros en la tapa, para demostrar que era un buen tipo, y luego metió allí a Dánae y a su hijo, cerró la tapa con clavos y tiró el arcón al mar.
Le pareció que aquello no era como matarlos directamente. Morirían de hambre y sed. O una buena tormenta los haría trizas y se ahogarían. En fin, pasara lo que pasase, no sería culpa suya.
El rey volvió al palacio y durmió bien por primera vez en años. No hay nada como condenar a una hija y a un nieto a una muerte lenta y espantosa para quedarse uno en paz. Si eres un cabrito como Acrisio, claro.
Mientras tanto, dentro de la caja de madera, Dánae rezaba a Zeus.
—Hola. Esto... que soy yo, Dánae. No quería molestarte, pero es que mi padre me ha echado. Estoy en un arcón, en mitad del mar. Y tengo aquí a Perseo. Así que... nada, que si pudieras llamarme o mandarme un mensaje o algo, pues estaría muy bien.
Y Zeus hizo algo mejor. Le envió una lluvia fresca y suave que se filtró por los agujeros y así Dánae y el niño tuvieron agua para beber. Luego convenció a su hermano, Poseidón, el dios del mar, de que calmara las olas y cambiara las corrientes para que el arcón tuviera una travesía tranquila. Poseidón incluso hizo que unas sardinillas saltaran a la tapa y se metieran por los agujeros para que Dánae pudiera comer sushi fresco. (Mi padre, Poseidón, es un crack para esas cosas.)
Así que en lugar de ahogarse o morirse de sed, Dánae y Perseo sobrevivieron. Al cabo de unos días, el buque Arcón Flotante llegó a la orilla de una isla llamada Sérifos, a unos ciento cincuenta kilómetros al este de Argos.
Dánae y el niño todavía podrían haber muerto, porque la tapa del arcón estaba claveteada, pero, por suerte, dio la casualidad de que en la playa había un pescador llamado Dictis, que estaba remendando sus redes después de una dura jornada de pesca.
Dictis vio de pronto una caja enorme de madera cabeceando en el agua y pensó: «¡Anda! Qué raro.» Se metió en el mar con las redes y los anzuelos y la arrastró hasta la playa.
«¿Qué habrá aquí dentro? —se dijo—. A lo mejor hay vino o aceitunas... ¡Igual hay oro!»
—¡Socorro! —se oyó una voz de mujer.
—¡Buaaaaaa! —berreó una vocecilla.
«O gente —continuó Dictis—. ¡Igual está llena de gente!»
Sacó su práctica navaja de pesca y con cuidado abrió la tapa del arcón. Dentro encontró a Dánae y al pequeño Perseo, los dos mugrientos y cansados y oliendo a sushi del día anterior, pero vivitos y coleando.
Dictis los ayudó a salir y les dio un poco de pan y agua. («Genial —pensó Dánae— ¡más pan y agua!») El pescador le preguntó qué le había pasado.
Dánae decidió no darle muchos detalles. Al fin y al cabo, ignoraba dónde estaba y si el rey de aquel lugar era amigo de su padre. Hasta donde ella sabía podía haber ido a parar a cualquier parte del mundo. Así que le dijo a Dictis que su padre la había echado de casa porque se había enamorado y había tenido un hijo sin su permiso.
—¿Quién es el padre del chico? —le preguntó el pescador.
—Ah, pues... ejem, Zeus.
El pescador abrió unos ojos como platos. La creyó desde el primer momento, porque, a pesar de su aspecto desaliñado, saltaba a la vista que Dánae era lo bastante guapa para atraer a un dios. Y por cómo hablaba y por su porte, supuso que sería una princesa. Dictis quería ayudarlos, a ella y al niño, pero tenía un montón de sentimientos encontrados.
—Podría llevarte a ver a mi hermano —dijo de mala gana—. Se llama Polidectes y es el rey de la isla.
—¿Nos recibirá bien? ¿Nos dará asilo?
—Seguro que sí.
Dictis intentó disimular los nervios, porque su hermano era conocido por ser un mujeriego. Seguramente daría a la joven un recibimiento algo más caluroso de lo necesario.
Dánae frunció el ceño.
—Si tu hermano es el rey, ¿por qué tú no eres más que un pescador? No te ofendas, ¿eh?, que los pescadores molan.
—Prefiero no pasar mucho tiempo en el palacio. Problemas familiares.
Dánae era experta en problemas familiares. Y aunque le daba cierto reparo pedir ayuda al rey Polidectes, no veía otra opción, excepto la de quedarse en la playa y hacerse una cabaña con la caja.
—¿Me aseo un poco primero? —preguntó.
—No —contestó Dictis—. Tratándose de mi hermano, cuanto menos atractiva, mejor. Es más, frótate un poco de arena en la cara y ponte unas cuantas algas en el pelo.
Dictis llevó a Dánae y al niño a la capital de Sérifos. El palacio del rey sobresalía entre todos los edificios: era una mole de columnas de mármol blanco y paredes de arenisca, con estandartes que ondeaban en las torretas y un puñado de guardias en la puerta con pinta de gorilas. A Dánae lo de vivir en la playa en una caja empezaba a parecerle buena idea, pero, no obstante, siguió a su nuevo amigo el pescador hasta el salón del trono.
El rey Polidectes estaba sentado en un trono de bronce macizo que no debía de ofrecer muy buen apoyo a las lumbares. Detrás de él, las paredes estaban engalanadas con trofeos de guerra: armas, escudos, estandartes y unas cuantas cabezas de enemigos disecadas. Vamos, la decoración típica de cuando quiere alegrarse una cámara de audiencias.
—¡Bueno, bueno! —dijo el rey—. ¿Qué me has traído, hermano? ¡Parece que por fin has pescado algo que merece la pena!
—Esto...
Dictis intentaba dar con la forma de decir: «Por favor, sé amable con ella y no me mates.»
—Márchate —ordenó Polidectes.
Y los guardias echaron al pobre pescador.
El rey se inclinó entonces hacia Dánae. Y a pesar de que sonreía, no parecía muy amistoso, puesto que tenía los dientes torcidos y feísimos. Polidectes no se dejó engañar por la ropa hecha jirones de la joven, la arena de la cara ni las algas y las sardinillas del pelo, ni por el fardo de harapos que llevaba en brazos. (¿Qué hacía con ese fardo? ¿Sería su bolso de mano?) Polidectes se dio cuenta de lo hermosa que era. Tenía unos ojos preciosos. Y su rostro era... ¡perfecto! Tras un buen baño y con la ropa adecuada, podría pasar por una princesa.
—No tengas miedo de mí, guapa. ¿En qué puedo ayudarte?
Dánae decidió hacerse la víctima, pensando que así conmovería al rey. De modo que se dejó caer de rodillas y lloró, diciendo:
—Mi señor, soy Dánae, princesa de Argos. Mi padre, el rey Acrisio, me ha echado del reino. ¡Te suplico tu protección!
No es que Polidectes se conmoviera mucho, pero sí que se le puso en marcha el magín. Argos... era una buena ciudad. Y había oído hablar de Acrisio, el viejo rey que no tenía hijos. ¡Uy, eso era estupendo! Si se casaba con Dánae, se convertiría en gobernante de las dos ciudades. ¡Con dos salones del trono, por fin dispondría de sitio suficiente para colgar todas las cabezas disecadas que tenía guardadas!
—¡Princesa Dánae, por supuesto que te ofrezco refugio! —dijo en voz muy alta, para que todos sus asistentes lo oyeran—. ¡Juro por los dioses que conmigo estarás a salvo!
Se levantó del trono y bajó por los escalones del estrado. Pensaba tomar a Dánae en brazos para demostrarle que era un tipo de lo más amable y cariñoso, pero en cuanto la tuvo a un metro y medio de distancia, el fardo de harapos se puso a berrear.
Polidectes retrocedió de un brinco. Los gritos cesaron.
—¿Qué hechicería es ésta? —preguntó—. ¿Tienes un fardo de harapos chillones?
—Es un niño, mi señor.
Dánae trató de contener la risa al ver la expresión horrorizada del rey.
—Es mi hijo, Perseo. Su padre es Zeus. Espero que vuestra promesa de protección incluya a mi pobre chiquitín.
A Polidectes le entró un tic nervioso en el ojo derecho. Odiaba a los niños pequeños, esas criaturas arrugadas y regordetas que berreaban y hacían caca. Lamentaba no haber visto antes al niño, pero es que la belleza de Dánae lo había distraído. Y ahora no podía retirar la promesa. Todos los asistentes lo habían oído pronunciarla. Y encima el niño era hijo de Zeus, lo cual complicaba aún más las cosas. No puede uno andar tirando a la basura a bebés semidivinos sin enfadar a los dioses. O por lo menos no siempre.
—Pues claro —atinó el rey a decir—. Qué cosita más mona. También cuenta con mi protección. ¿Sabes qué...?
El rey se acercó más, pero Perseo empezó a berrear de nuevo. El crío parecía tener un radar para detectar a gobernantes malvados.
—Ja, ja. —Polidectes se rió sin mucho convencimiento—. Menudos pulmones tiene el niño... Puede criarse en el templo de Atenea, que queda en la otra punta de la ciudad... Quiero decir, en la mejor parte de la ciudad. Los sacerdotes lo cuidarán de maravilla. Y mientras tanto, tú y yo, querida princesa, podemos conocernos mejor.
Polidectes estaba acostumbrado a salirse con la suya y pensaba que tardaría unos quince minutos, o dieciséis como mucho, en conseguir que Dánae se casara con él.
En vez de eso, los siguientes diecisiete años fueron la época más frustrante de toda su vida. Por más que se esforzaba en «conocer mejor» a Dánae, la princesa y su hijo le chafaban todos los intentos. El rey le ofreció a la joven unas habitaciones en el palacio para ella. Le regaló ropa bonita, joyas preciosas, criadas y cupones para el bufet libre del comedor real. Pero Dánae no se dejaba engañar. Sabía que era tan prisionera allí como en la celda de bronce. No podía salir del palacio. Aparte de sus criadas, las únicas visitas que se le permitían eran las de su hijo y las niñeras del templo de Atenea.
A Dánae le encantaba que Perseo la visitara. Cuando era muy pequeño, se ponía a berrear cada vez que el rey se acercaba a su madre, y como Polidectes no podía soportar aquel escándalo, se marchaba corriendo a tomarse una aspirina. Cuando Perseo no estaba, Dánae se las apañaba para rechazar de otras maneras los coqueteos del rey. Cada vez que el hombre llamaba a su puerta, ella fingía con gran estruendo que vomitaba y se disculpaba por estar enferma. O se escondía en la lavandería del palacio. O lloraba inconsolablemente bajo la mirada de sus criadas, hasta que el rey se sentía incómodo y se iba.
Durante años, Polidectes intentó ganarse su afecto. Y durante años ella se resistió.
La cabezonería de aquellos dos era impresionante, la verdad.
Cuando Perseo creció un poco, las cosas se volvieron más fáciles para Dánae y más difíciles para Polidectes.
Al fin y al cabo, Perseo era un semidiós, y el tío era un auténtico crack. Cuando cumplió siete años, ya era capaz de tirar al suelo a un hombre adulto. A los diez, podía lanzar una flecha a la otra punta de la isla y blandir la espada mejor que cualquier soldado del ejército del rey. Sus maestros del templo de Atenea le habían enseñado sabiduría y el arte de la guerra: cómo escoger las batallas, cómo honrar a los dioses... Cosas muy útiles si uno quiere sobrevivir a la pubertad.
Era un buen hijo, lo cual quiere decir que seguía visitando a su madre siempre que podía. Ya no berreaba cuando Polidectes se le acercaba, pero si empezaba a coquetear con Dánae, Perseo se lo quedaba mirando con expresión torva, los brazos cruzados y unas cuantas armas mortales colgadas del cinto, hasta que el rey se retiraba.
Seguro que creéis que Polidectes acabó dándose por vencido, ¿no? Había un montón de mujeres a las que incordiar. Pero ya sabéis cómo son estas cosas. En cuanto te dicen que no puedes tener algo, todavía lo deseas más. Y para cuando Perseo cumplió diecisiete años, Polidectes ya estaba negro. ¡Quería casarse con Dánae antes de que fuera demasiado mayor para tener más hijos! Quería ver cómo sus propios vástagos se convertían en reyes de Argos y Sérifos. Y eso sólo significaba una cosa: Perseo tenía que largarse.
Pero ¿cómo iba a librarse de un semidiós sin asesinarlo directamente?
Y más cuando Perseo, a sus diecisiete años, era el mejor luchador de la isla, y el más fuerte.
Necesitaba una buena trampa... un plan para que el chico se buscara él solito su propia ruina sin que al rey le salpicara ninguna culpa.
Con los años, Polidectes había visto a muchos héroes corretear por ahí matando monstruos, rescatando aldeas y cachorritos, ganándose el corazón de príncipes y princesas, y consiguiendo unos patrocinadores de campeonato. A Polidectes le daban igual esas bobadas, pero había advertido que la mayoría de los héroes tenían algún defecto fatal, algún punto débil que, con un poco de suerte, podía llevarlos a la muerte.
¿Y cuál era el de Perseo?
El chico era príncipe de Argos, hijo de Zeus, y a pesar de todo se había criado como un refugiado en un reino extranjero, sin dinero y sin familia a excepción de su madre. De modo que se mostraba bastante susceptible en lo referente a su reputación. Ansiaba demostrar su valía, y aceptaría cualquier reto. Si Polidectes pudiera utilizar eso en contra del joven...
El rey sonrió. Uy, sí. Se le había ocurrido el desafío perfecto.
Esa misma semana, Polidectes anunció que estaba reuniendo regalos de boda para Hipodamía, la princesa de una isla cercana. Su padre, el rey Enomao, era un viejo amigo suyo, pero eso no era lo importante.
Eso era sólo una excusa para reunir regalos.
Polidectes convocó a los más ricos y famosos de Sérifos a una fiesta en el palacio, para ver cuánto estaban dispuestos a rascarse el bolsillo. Y como todos querían impresionar al rey, competían unos con otros por llevar los regalos más alucinantes. Y así, una familia ofreció un jarrón de plata y rubíes; otra, un carro de oro con una reata de cuatro caballos blancos resplandecientes; otra, una tarjeta regalo de iTunes de mil dracmas. ¡Sólo lo mejor para esa como se llamara que iba a casarse con no se sabía quién!
Los regalos iban amontonándose mientras Polidectes alababa a todo el mundo y hacía que los ricos y famosos se sintieran muy especiales (como si no se sintieran lo bastante especiales ya). Y por fin vio a Perseo al lado de la mesa de los canapés, charlando con su madre, mientras intentaba pasar desapercibido.
Perseo no quería estar en aquel rollo de fiesta. Ver a un puñado de nobles y pijos haciéndole la pelota al rey no era precisamente su idea de diversión. Pero tenía el deber de cuidar de su madre, no fuera que a Polidectes le diera por coquetear con ella. Así que allí estaba, bebiendo ponche calentorro y comiendo pinchitos de salchichas.
—¡Bueno, Perseo! —exclamó el rey desde la otra punta de la sala—. ¿Qué has traído para la boda de la hija de mi aliado? Eres el guerrero más poderoso de Sérifos, ¡todos lo dicen! Seguro que has traído el regalo más impresionante.
Aquello fue un golpe muy bajo. Todo el mundo sabía que Perseo era pobre. Los invitados se reían con disimulo y lo miraban por encima del hombro, satisfechos de ver cómo ponían en su lugar a aquel joven advenedizo. No les hacía ninguna gracia que un semidiós extranjero, guapo, fuerte y con talento, los superase en nada.
Perseo se puso rojo como un tomate.
—No digas nada, hijo mío —le susurró Dánae a su lado—. El rey sólo quiere enfadarte. Seguro que desea tenderte una trampa.
Pero Perseo no le hizo caso. Odiaba que lo dejaran en ridículo. Era el hijo de Zeus, pero el rey y sus nobles lo trataban como si fuera un holgazán. Estaba harto de Polidectes y de que tuviera a Dánae prisionera en su palacio.
Así que se dirigió al centro del salón, los nobles se apartaron, y entonces le dijo al rey:
—Puede que no sea el más rico del lugar, pero sé mantener mis promesas. ¿Qué quieres, Polidectes? Dime qué regalo quieres que le haga a la princesa esa, como se llame. Escoge uno y te lo traeré.
Se oyeron las risitas nerviosas de la multitud. Polidectes sonrió. Era justo la reacción que esperaba.
—Una promesa estupenda —dijo el rey—. Pero prometer es muy fácil. ¿Lo jurarías solemnemente por... digamos... por el río Estigia?
(Un consejo: nunca juréis por el río Estigia. Es el juramento más serio que puede hacerse. Si no cumples tu palabra, estás invitando a Hades, a sus Furias y a todos los demonios del inframundo a que te impongan un castigo eterno sin posibilidad de libertad condicional.)
Perseo miró a su madre. Dánae negó con la cabeza. El chico sabía que hacerle un juramento a un bicho tan malo como Polidectes no era muy buena idea. Los sacerdotes que lo habían criado en el templo de Atenea no lo verían con buenos ojos. Pero entonces miró a la multitud que lo rodeaba y vio que se estaban riendo de él.
—¡Lo prometo por el río Estigia! —gritó—. ¿Qué quieres, Polidectes?
El rey se reclinó en su incómodo trono de bronce y miró las cabezas disecadas que decoraban las paredes.
—Tráeme...
(Entra una música de órgano dramática.)
—... la cabeza de Medusa.
(Estalla un coro de exclamaciones.)
Incluso pronunciar el nombre de ese monstruo atraía la mala suerte. Pero ¿cazarlo y cortarle la cabeza? Eso no se lo deseaba nadie ni a su peor enemigo.
Medusa era el monstruo más monstruoso de todo el mundo griego. En otros tiempos había sido una mujer hermosa, pero tuvo un encuentro romántico con Poseidón en el templo de Atenea (posiblemente el mismo templo en el que se crió Perseo), y Atenea convirtió a la pobre chica en una criatura espantosa.
¿Y a vosotros os parece que tenéis mala cara recién levantados? Pues Medusa era tan fea que con sólo mirarla te convertías en piedra. Todos los que la miraban morían, y, según los rumores, tenía unas alas de murciélago doradas y unas garras de bronce en lugar de dedos, y su pelo eran serpientes venenosas vivas.
Vivía muy lejos, al este, con sus dos hermanas, que también habían sido transformadas en monstruos con alas de murciélago, a lo mejor porque osaron quedarse con Medusa. Las llamaban «las gorgonas», que es un nombre alucinante para una banda corista. «¡Con todos vosotros: Johnny Graecus y las gorgonas!» Bueno, igual no.
Muchos héroes se habían aventurado a ir en busca de Medusa para matarla, porque... bueno, la verdad es que no sé muy bien por qué. Medusa no andaba molestando a nadie, que yo sepa. Tal vez sólo querían matarla porque era una misión difícil. O porque daban algún premio por acabar con el monstruo más feo. En fin, por lo que fuera. El caso es que ninguno de esos héroes había vuelto.
Por un momento, en el salón del trono se produjo un silencio absoluto. Todo el mundo estaba horrorizado. También Dánae estaba horrorizada. Y Perseo estaba tan horrorizado que no se sentía los dedos de los pies.
Polidectes sonreía como si la Navidad se hubiese adelantado.
—Tú lo has dicho: «Escoge uno y te lo traeré.» ¿No es así? Pues bien... —El rey abrió los brazos y añadió—: tráeme la cabeza de Medusa.
El ambiente se destensó. Todos estallaron en carcajadas. Miraban a Perseo, un don nadie de diecisiete años, se lo imaginaban cortándole la cabeza a Medusa... y es que era para troncharse.
—¡A mí tráeme una camiseta de las gorgonas, ya que estás! —gritó alguien.
—¡Y a mí un helado!
Perseo salió corriendo, muerto de vergüenza. Su madre lo llamó, pero él no se detuvo.
Polidectes, en su trono, disfrutaba de los aplausos. Ordenó que pusieran música de fiesta y una ronda de ponche calentorro para todos. Aquello había que celebrarlo.
Por lo menos, si Perseo se acobardaba, estaría demasiado avergonzado para volver. A lo mejor los dioses lo mataban por no cumplir su juramento. Y si el chaval era tan tonto que iba a buscar a Medusa... pues nada, acabaría convertido en un gigantesco pisapapeles semidivino.
¡Los problemas del rey habían terminado!
Después de huir del palacio, Perseo fue corriendo hasta los acantilados y se quedó allí, en el borde, conteniendo el llanto. El cielo nocturno estaba cubierto de nubes, parecía que incluso a Zeus le daba vergüenza mirarlo.
—Papá, nunca te he pedido nada —comenzó el chico—. Nunca me he quejado. Siempre he ofrecido los sacrificios apropiados y he intentado ser un buen hijo para mi madre. Pero ahora he metido la pata hasta el fondo. Soy un bocazas y he hecho una promesa imposible de cumplir. No estoy pidiéndote que me soluciones el problema, pero, por favor, me vendría muy bien algún consejo. ¿Cómo puedo salir de ésta?
—Qué bonito —dijo una voz junto a su hombro.
Perseo dio tal brinco que por poco no se cae del acantilado.
A su lado había un joven de unos veinte años, con una sonrisa traviesa, el pelo castaño rizado y una gorra muy rara con visera. Su ropa también era muy extraña: calzas marrones, camisa del mismo color y zapatos de cordones que parecían una combinación de botas y sandalias. En el pecho, bordadas con mucha maña, había unas letras que no parecían griegas: «UPS.»
Perseo dio por hecho que el tipo era un dios, porque ningún mortal iría así vestido, de mamarracho.
—¿Eres... mi padre? ¿Zeus?
Al recién llegado se le escapó una risita.
—Colega, yo no tengo edad para ser tu padre. Venga, hombre, si casi no aparento ni mil años. Soy Hermes, ¡el dios de los mensajeros y los viajeros! Zeus me envía a echarte una mano.
—Qué rapidez.
—Me enorgullezco de ofrecer un servicio rápido.
—¿Qué símbolos son esos que llevas en la camisa?
—Ay. —Hermes se miró—. ¿En qué siglo estamos? Perdona, es que a veces me confundo.
Chasqueó los dedos y su ropa pasó a ser algo más normal: sombrero de ala ancha como los que llevan los viajeros para protegerse del sol, túnica blanca atada a la cintura y capa de lana sobre los hombros.
—A ver, ¿por dónde iba? ¡Ah, sí! Zeus ha oído tu petición y me manda con unos artilugios mágicos de lo más molones para ayudarte en tu misión.
Hermes volvió a chasquear los dedos y le mostró muy orgulloso una bolsa de cuero del tamaño de una mochila.
—Es un saco —observó Perseo.
—¡Ya lo sé! ¡Cuando le cortes la cabeza a Medusa, puedes guardarla aquí!
—Ah. Pues gracias.
—Y también...
Hermes metió la mano en la bolsa y sacó un casco sencillo de bronce. No era más que un casquete, como el que llevaban los soldados de infantería del rey.
—Este cacharrito te volverá invisible.
—¿En serio? —Perseo miró dentro del casco—. ¿Por qué aquí pone «Fabricado en Bangladesh»?
—Aaah, no te preocupes por eso. Es una reproducción no autorizada del casco de invisibilidad de Hades. Pero funciona de maravilla, te lo prometo.
Perseo se puso aquella imitación barata y de pronto desapareció.
—¡Mola!
—¿A que sí? Vale, quítate el casco, que tengo otra cosa. Las he mandado hacer especialmente para ti.
Hermes sacó un par de sandalias de la bolsa de cuero de objetos fabulosos. De los talones sobresalían unas diminutas alas de paloma. Mientras Hermes las aguantaba por los cordones, las sandalias aleteaban para liberarse, como si fueran un par de pájaros presos.
—Yo también las tengo —comentó Hermes—. ¡Si te las pones, podrás volar! Encontrarás a Medusa mucho más rápido que si vas andando o nadando. Y como serás invisible, no tendrás que registrar el plan de vuelo ni nada.
El corazón de Perseo latía tan deprisa como las alas de paloma. Desde que era pequeño había querido volar. Se probó las sandalias y al instante salió disparado hacia el cielo.
—¡Sí! ¡Yujuuu! —gritó de alegría—. ¡Es alucinante!
—¡Vale, chaval! —chilló Hermes al puntito que entraba y salía de las nubes—. ¡Ya puedes bajar!
Cuando Perseo aterrizó, Hermes fue explicándole lo que debía hacer:
—Primero tienes que encontrar a las tres ancianas a las que llaman «las Greas».
—¿Por qué las llaman así?
—Porque tienen el pelo gris, son viejas, feas e inmortales. Y a la mínima ocasión, te despedazarán y te asarán a la barbacoa.
—Y, entonces, ¿para qué voy a encontrarlas?
—Porque saben dónde está la guarida secreta de Medusa. Ni siquiera yo poseo esa información. Además, tienen un par de objetos que te serán de ayuda en tu misión.
—¿Qué objetos?
Hermes frunció el ceño. Se sacó del bolsillo un papel y lo leyó.
—No sé... No lo tengo apuntado. Pero esta información me la ha pasado Atenea, y por lo general sabe lo que se dice. Tú echa a volar en dirección este. Al cabo de dos días verás la isla de las Greas. No tiene pérdida. Es... bueno... gris.
—¡Gracias, Hermes!
Perseo estaba tan agradecido que quiso darle un abrazo, pero el dios se apartó.
—Eh, chaval, que tampoco hay que pasarse. Buena suerte. Y trata de no estrellarte contra las montañas, ¿vale?
Hermes desapareció en una nube de humo. Perseo se elevó en el aire y echó a volar hacia el este tan deprisa como lo llevaban las alas de paloma de sus pies.
Sin duda, la isla de las Greas era gris.
Una enorme montaña gris se alzaba en medio de un bosque gris, envuelta en una bruma de color ceniza. Los acantilados de pizarra caían sobre un turbulento mar gris.
«Tiene que ser aquí», pensó Perseo, que para esas cosas era muy espabilado. Se puso el casco de invisibilidad y descendió hacia una columna de humo que se elevaba entre los árboles, como si alguien hubiera encendido una hoguera.
En un claro sombrío, junto a un lago verde asqueroso, había tres viejas sentadas alrededor del fuego. Iban vestidas con harapos grises y sus greñas parecían paja sucia. Ensartado en un palo, sobre el fuego, chisporroteaba un trozo de carne. Perseo no quiso ni imaginar de qué sería aquella carne.
Al acercarse, oyó discutir a las mujeres.
—¡Dame el ojo! —gritó una.
—¡Dame tú el diente y me lo pensaré! —replicó la segunda.
—¡Me toca a mí! —gimoteó la tercera—. Me quitasteis el ojo cuando íbamos por la mitad de la última temporada de The Walking Dead. ¡Eso no tiene nombre!
Perseo se acercó un poco más. Las viejas tenían los rostros arrugados y flácidos como máscaras medio derretidas. Y exceptuando a la hermana del medio, Fea 2, que tenía un ojo verde, las cuencas de los de las otras dos estaban vacías.
La hermana de la derecha, Fea 1, saboreaba un trozo de la carne misteriosa, arrancando pedazos con su único diente: un incisivo verdoso. Al parecer, las otras no tenían dientes y sorbían con desgana dos vasitos de yogur griego desnatado.
Fea 1 se metió otro trozo de carne en la boca y lo masticó con gusto.
—Vale —dijo—. De todas formas, ya he terminado de comer. Te lo cambio por el ojo.
—¡No es justo! —protestó Fea 3—. ¡Me tocaba a mí! ¡Yo no tengo nada!
—Tú calla y cómete el yogur —le espetó Fea 1, antes de arrancarse el diente.
Fea 2 se tapó el ojo con una mano y se provocó un estornudo. El ojo le cayó en la palma, y Perseo intentó no vomitar.
—¿Lista? —preguntó Fea 1—. Los intercambiamos a la de tres. ¡Y nada de artimañas!
Perseo se dio cuenta de que era su oportunidad de hacer algo marrullero y de lo más asqueroso. Se acercó con cautela.
—Una —dijo Fea 1—. Dos...
Y cuando la vieja gritó «¡tres!», Perseo se adelantó. Todo su entrenamiento en el templo de Atenea y las horas que había pasado jugando a Call of Duty debieron de mejorar muchísimo su coordinación motora, porque atrapó el ojo y el diente en el aire.
Las hermanas seguían con las manos extendidas, listas para recibir los complementos corporales que habían intercambiado.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Fea 1—. No has tirado el ojo.
—¡Claro que lo he tirado! —protestó Fea 2—. ¡Eres tú la que no ha tirado el diente!
—¡Desde luego que sí! —chilló Fea 1—. Se lo ha debido de llevar alguien.
—¡Pues a mí no me miréis! —exclamó Fea 3.
—¡No puedo mirarte! ¡No tengo ojo!
—Lo tengo yo —intervino Perseo.
Las hermanas Greas se quedaron en silencio.
—Y vuestro diente.
Las tres ancianas se sacaron unos cuchillos de entre los harapos y se lanzaron en dirección a la voz. Perseo retrocedió a trompicones, evitando por los pelos convertirse en un trozo de carne misteriosa ensartada en un palo.
«Nota mental —se dijo—: La invisibilidad no sirve de nada con los ciegos.»
Feas 1 y 2 se dieron un coscorrón la una contra la otra, se cayeron al suelo y empezaron a pelearse. Fea 3 tropezó, cayó al fuego y salió rodando, mientras intentaba apagarse las llamas entre chillidos.
Perseo rodeó el perímetro del campamento.
—Si queréis recuperar vuestro ojo y vuestro diente, más vale que os comportéis.
—¡Son nuestros! —exclamó Fea 1.
—¡Son nuestro tesssorooo! —gritó Fea 3.
—¡Te equivocas de historia, idiota! —le espetó entonces Fea 2.
Las tres hermanas se pusieron en pie. Daban miedo a la luz del fuego: las sombras danzaban en las cuencas vacías de sus ojos y las hojas de los cuchillos relumbraban rojizas.
Perseo pisó una ramita y las tres se volvieron hacia él bufando como gatas. El chico intentó calmar los nervios.
—Como volváis a atacarme, espachurro el ojo ahora mismo —les advirtió.
Y estrujó un poquito el globo viscoso. Las hermanas chillaron, clavándose las uñas en las cuencas vacías.
—¡Vale, vale! —gritó Fea 1—. ¿Qué quieres?
—En primer lugar, la dirección de la guarida de Medusa.
Fea 3 chilló como una rata a la que hubieran pisado.
—¡Eso no te lo podemos decir! ¡Prometimos guardar el secreto de la gorgona!
—¡Y además guardar las armas de la profecía! —añadió Fea 2.
—Ah, sí —dijo Perseo—. También voy a necesitar las armas de la profecía esa.
Las hermanas volvieron a aullar y se dieron unas a otras palmetazos en la cabeza.
—¡No podemos darte las armas! —exclamó Fea 3—. ¡Las gorgonas cuentan con nosotras! ¡Nos darán caza y nos matarán!
—Pero ¿no erais inmortales?
—Bueno... sí —admitió Fea 1—. Pero ¡tú no conoces a las gorgonas! Nos torturarán y nos llamarán de todo y luego...
—Si no me ayudáis, no recuperaréis ni el diente ni el ojo —las amenazó Perseo, que estrujó un poco más el globo ocular.
—¡Vale! —cedió Fea 1—. Devuélvenoslos y te ayudaremos.
—No, primero me ayudáis. Y os prometo que luego os los daré de inmediato.
(Lo prometió con mucho gusto, porque aquellas cosas daban un asco horroroso.)
—La cueva de las gorgonas está hacia el este —indicó Fea 2—. A tres días volando en línea recta. Cuando llegues al continente, verás un acantilado alto. La cueva está justo en la mitad, a unos ciento cincuenta metros del mar. La única forma de llegar hasta ella es por una cornisa muy pequeña. No tiene pérdida. Tú busca las estatuas.
—Las estatuas —repitió Perseo.
—¡Sí! —dijo Fea 3—. ¡Y ahora haz el favor de devolvernos lo nuestro!
—No tan deprisa. ¿Qué hay de las armas que habéis mencionado?
Fea 3 aulló exasperada y se lanzó contra Perseo. El chico la esquivó fácilmente y la vieja se estrelló contra un árbol.
—¡Aaauuu!
—Las armas —insistió Perseo, apretando un poco más el ojo comunitario.
—¡Vale! —exclamó Fea 1—. A un kilómetro al sur de aquí hay un roble muerto enorme. Las armas están enterradas entre las dos raíces más grandes. Pero ¡no le digas a Medusa que te las hemos dado!
—No se lo diré —prometió Perseo—. Estaré demasiado ocupado matándola.
—¡El ojo! —reclamó Fea 2—. ¡El diente!
—Vale.
Perseo arrojó ambas cosas al lago verde.
—Prometí que os los devolvería de inmediato, pero no puedo permitir que me sigáis para vengaros. Más os vale que empecéis a bucear antes de que a algún pez le resulte apetitoso el ojo.
Las hermanas Greas gritaron y, renqueantes y ciegas, corrieron hacia el agua y se zambulleron como una manada de morsas desaliñadas.
Perseo se limpió las manos en la camisa. Baba de ojo. Qué asco. Puso en marcha las sandalias y voló hacia el este a través del bosque.
Encontró sin problemas el roble muerto. Cavó entre las dos raíces más grandes y desenterró algo parecido a una tapa de alcantarilla envuelta en cuero. Lo desenvolvió y al instante quedó cegado por el resplandor de un escudo de bronce redondo. Su superficie estaba tan pulida como un espejo. Incluso en aquel bosque sombrío reflejaba luz suficiente como para provocar un accidente de tráfico.
Perseo echó un vistazo al agujero que había cavado. Ahí abajo había algo más, algo largo y delgado, también envuelto en cuero engrasado. Lo sacó y desenvolvió una espada fantástica, con una vaina de cuero negro, y empuñadura de cuero y bronce. La desenvainó y sonrió. La hoja estaba perfectamente equilibrada y parecía más afilada que una cuchilla.
Atacó con ella una gruesa rama de roble, para asegurarse. La hoja atravesó la rama y luego el tronco, y cortó el árbol en dos trozos, como si fuera de plastilina. Cualquiera que hubiese visto una demostración como ésa en el canal de Telecompras de Semidioses habría pedido sin dudarlo la espada por 19,99 euros más gastos de envío.
—¡Uy, sí! —dijo Perseo—. Esto me irá bien.
—Ten cuidado con eso —advirtió una voz de mujer.
El chico dio media vuelta y casi decapitó a la diosa Atenea.
La reconoció de inmediato, porque se había criado en su templo, que estaba lleno de estatuas, estandartes, tazas y posavasos con la imagen de la diosa. Llevaba un vestido largo y blanco, sin mangas, y un casco de guerra alto coronaba su larga cabellera negra. Sostenía en las manos una lanza y un escudo rectangular que brillaban de un modo fabuloso. Su rostro era hermoso, pero daba un poco de miedo, como tiene que ser en una diosa guerrera. Sus ojos gris oscuro, a diferencia de todas las demás cosas grises de la isla, resplandecían y rebosaban una energía feroz.
—¡Atenea! —Perseo se arrodilló e hizo una reverencia—. ¡Siento mucho haber estado a punto de decapitarte!
—Tranquilo —dijo la diosa—. Ponte en pie, héroe mío.
Perseo se levantó. Las alitas de paloma de las sandalias se agitaban nerviosas en torno a sus tobillos.
—Estas... estas armas... ¿son para mí?
—Eso espero. Guardé aquí la espada y el escudo sabiendo que algún día vendría un gran héroe, alguien digno de acabar con la maldición de Medusa. Ojalá que ese héroe seas tú. Creo que Medusa ya ha sufrido bastante, ¿no te parece?
—Así que... Espera, no entiendo nada. ¿Vas a devolverle su forma humana?
—No. Voy a dejar que le cortes la cabeza.
—Ah. Me parece justo.
—Sí, a mí también. A ver, la cosa va así: tienes que entrar a hurtadillas en la cueva de las gorgonas durante el día, mientras estén durmiendo. Esa espada es lo bastante afilada para cortarle el cuello a Medusa, que tiene la piel más gruesa que la de un elefante.
—¿Y el escudo? —A Perseo se le iluminó la mirada—. ¡Ah! ¡Ya sé! ¡Lo utilizo como espejo! Así veré el reflejo de Medusa, en lugar de mirarla directamente, y no podrá convertirme en piedra.
Atenea sonrió.
—Muy bien. Veo que has adquirido sabiduría en mi templo.
—Y jugando al God of War —puntualizó Perseo—. Hay un nivel en el que...
—Sí, ya —lo interrumpió la diosa—. ¡Tú ten cuidado, Perseo! Incluso después de muerta, el rostro de Medusa todavía tendrá el poder de petrificar a los mortales. Lleva la cabeza siempre guardada en esta bolsa de cuero y no se la enseñes a nadie, a menos que quieras convertirlo en mármol macizo.
Perseo asintió y tomó buena nota de la advertencia.
—¿Y qué ocurre con las hermanas de Medusa, las otras dos gorgonas?
—Yo no me preocuparía mucho. Duermen profundamente. Si tienes suerte, saldrás de la cueva antes de que se despierten. Además, no podrías matarlas aunque lo intentaras. A diferencia de Medusa, las otras dos gorgonas son inmortales.
—¿Y eso por qué?
—Anda, y yo qué sé. Es lo que hay. La cosa es que si se despiertan, debes salir de allí pitando.
Perseo debió de poner cara de espanto.
Atenea alzó los brazos para bendecirlo.
—Tú puedes, Perseo. Hazme honor a mí, y a Hermes y a nuestro padre, Zeus. ¡Tu nombre vivirá para siempre! Procura no fastidiarla.
—¡Gracias, oh, gran diosa!
Perseo estaba tan abrumado que quiso darle un abrazo, pero Atenea retrocedió.
—¡Eh, tranquilo, chaval! Esta diosa no se toca.
—Ay, perdón... Yo sólo...
—De nada. Y ahora, ¡al lío! ¡Que tengas buena caza, Perseo!
Y la diosa desapareció entonces en medio de un fuerte resplandor.
Perseo oyó a lo lejos a las hermanas Greas, que gritaban no sé qué de asesinar a alguien, y decidió que era hora de marcharse.
La guarida de Medusa parecía un mercadillo de estatuas de jardín.
Tal como las Greas le habían dicho, la cueva estaba en un acantilado, a media altura sobre el nivel del mar. La boca de la cueva y el sendero estrecho que llevaba hasta ella estaban decorados con guerreros de mármol de tamaño natural. Algunos tenían las espadas alzadas, otros se protegían tras los escudos. Un tipo estaba agachado con los pantalones por los tobillos; una postura bastante chunga en la que quedar petrificado para siempre, la verdad. Todos aquellos aspirantes a héroe tenían una cosa en común: una expresión de terror absoluto.
A medida que el sol se alzaba sobre el acantilado, las sombras se movían entre las estatuas, que parecían cobrar vida, lo cual no ayudaba precisamente a calmar los nervios de Perseo.
Como iba volando, no tenía que preocuparse de la peligrosa cornisa, y como era invisible tampoco tenía que preocuparse por que lo vieran.
A pesar de todo, estaba muy tenso. Miró las docenas de mortales que habían intentado lo que ahora se disponía a intentar él. Todos habían tenido la valentía de llegar hasta allí. Todos habían acudido decididos a matar a Medusa.
Y ahora todos estaban muertos. O, un momento... ¿estaban muertos? A lo mejor seguían conscientes una vez convertidos en piedra, lo cual sería todavía peor. Perseo trató de imaginar lo que sería estar paralizado para siempre, por mucho que te picara la nariz, aguardando hasta que te rompieras y te desmoronaras hecho pedazos.
«Yo tendré otra suerte —se dijo—. Estos tíos no contaban con la ayuda de dos dioses.»
Pero tampoco estaba muy seguro de eso. ¿Y si él no era más que el último en una larga serie de experimentos divinos? Tal vez Hermes y Atenea estuvieran contemplándolo en ese momento desde el monte Olimpo, y si fracasaba, dirían: «Pues nada, éste tampoco lo ha conseguido. Que vaya el siguiente.»
Aterrizó en la entrada de la cueva y se metió en ella sigilosamente, con el escudo alzado y la espada desenvainada.
El interior era oscuro y también estaba atestado de héroes de mármol. Perseo fue abriéndose paso entre un tipo ataviado con la armadura completa y una lanza en la mano, un arquero con un arco de piedra rajado y un tipo más feo que las gorgonas, peludo y barrigón, con un taparrabos, que iba totalmente desarmado. Por lo visto, el plan del amigo había sido sorprender a Medusa con el método de entrar corriendo, pegando alaridos y manotazos. Pero no había funcionado.
Cuanto más se adentraba Perseo en la cueva, más oscura se hacía. Los héroes petrificados lo miraban con sus rostros desencajados. Y las espadas de piedra se le clavaban en los sitios más molestos.
Hasta que por fin oyó un coro de suaves siseos al fondo de la sala... El sonido de cientos de serpientes diminutas.
Tenía en la boca un gusto como de ácido de batería. Alzó la superficie pulida del escudo y vio el reflejo de una mujer que dormía en un catre a unos quince metros de distancia. Estaba tumbada boca arriba, con los brazos doblados sobre el rostro, y parecía casi humana. Llevaba una toga blanca sencilla y tenía el vientre muy hinchado.
Un momento...
¿Medusa estaba embarazada?
De pronto, Perseo recordó por qué habían maldecido a Medusa: porque había estado haciendo el ñaca-ñaca con Poseidón en el templo de Atenea. ¿Significaba eso que...? Ay, dioses. Desde que Medusa se transformara en un monstruo, había estado embarazada de Poseidón y no había podido dar a luz porque... Bueno, vete a saber por qué. Igual eso formaba parte de la maldición.
Perseo empezó a flaquear. Una cosa era matar a un monstruo, pero ¿matar a una madre embarazada? Venga ya, hombre. Eso era muy distinto.
Medusa se dio la vuelta dormida y quedó de cara al chico. Detrás de ella, una de sus alas de oro se desplegó contra la pared de la caverna. Dejó caer los brazos, y Perseo le vio las afiladas garras de bronce. Se le agitó el pelo: un nido de víboras verdes y retorcidas. Pero ¿cómo podía uno dormir con todas esas lengüecitas moviéndosele por la cabellera?
Y aquel rostro...
Perseo estuvo a punto de volverse para asegurarse de que estaba viéndolo bien en el reflejo. De la boca le salían unos colmillos como de jabalí, tenía los labios fruncidos en una mueca permanente de desprecio. Y los ojos saltones, lo cual le daba un aspecto vagamente anfibio. Pero lo que en realidad la hacía tan fea eran aquellas facciones tan deformes y desproporcionadas. La nariz, los ojos, la barbilla, la frente: el rostro en su conjunto era grotesco, absurdo.
¿Sabéis esas ilusiones ópticas que si las miras durante mucho rato acabas mareado y con náuseas? Pues el rostro de Medusa era así, sólo que mil veces peor.
Perseo no apartó la vista del reflejo del escudo. Le sudaba tanto la mano que apenas podía sostener la espada. El olor a reptil que despedía el pelo del monstruo era tan penetrante que le estaban dando muchas ganas de vomitar. A pesar de que no lo veían, las víboras debieron de percibir algo raro, porque cuando el chico se acercó, los bichos sisearon y enseñaron los pequeños colmillos.
No vio a las otras dos gorgonas. A lo mejor estaban durmiendo en otra parte de la cueva. O a lo mejor habían salido a comprar champú para pelo de serpientes.
Perseo se acercó a Medusa muy despacio, hasta quedar justo a su lado, aunque no estaba seguro de poder matarla. Aquella cosa estaba embarazada. Y su fealdad sólo le daba pena... no lo hacía enfurecer. Pensó que más bien debería cortarle la cabeza al rey Polidectes. Pero había hecho un juramento. Y si ahora flaqueaba y se marchaba, no volvería a tener otra oportunidad.
Entonces Medusa decidió por él.
Debió de sentir su presencia. Igual la alertó su peinado viperino. O percibió el olor a semidiós. (Me han dicho que para los monstruos olemos a tostadas con mantequilla, pero no lo sé seguro.) El caso es que de pronto abrió sus ojos saltones, curvó las garras, lanzó un chillido como de chacal electrocutado y se arrojó sobre Perseo, dispuesta a hacerlo trizas.
El joven blandió la espada sin pensar.
Ca-plonc.
Medusa cayó hacia atrás y entonces se desplomó sobre el catre.
Pom, pom, pom. Algo caliente y húmedo fue rodando hasta los pies de Perseo.
Aaagh...
Necesitó de todo su valor para no mirar, para no salir corriendo y pegando gritos como un chiquillo. Unas cabecitas de víboras agonizantes le mordisqueaban los cordones de las sandalias.
Con mucho cuidado, Perseo envainó la espada, se echó el escudo a la espalda y abrió el saco de cuero. Se arrodilló, sin apartar la vista del techo de la cueva, y cogió la cabeza de Medusa por la extinta cabellera viperina. La metió y se aseguró de cerrarlo bien.
Y, por primera