La musa de las pesadillas (El soñador desconocido 2)

Laini Taylor

Fragmento

La musa de las pesadillas

1

COMO JOYAS, COMO UN DESAFÍO

Aunque Kora y Nova nunca habían visto un mesarthim, sabían todo sobre ellos. Todos lo sabían. Sabían sobre su piel: “Azul como los zafiros”, decía Nova, aunque tampoco habían visto nunca un zafiro. “Azul como los témpanos de hielo”, decía Kora. Ésos los veían todo el tiempo. Sabían que “mesarthim” quería decir “sirvientes”, aunque no se trataba de sirvientes ordinarios. Eran los soldados-magos del imperio. Podían volar, o exhalar fuego, o leer mentes, o convertirse en sombras y de nuevo en carne. Iban y venían a través de hendiduras en el cielo. Podían curar, cambiar de forma y desaparecer. Tenían dones bélicos y fuerza imposible y podían decirle a alguien cómo moriría. Por supuesto, no tenían todas estas cosas a la vez: cada uno tenía un don, sólo uno, y no los elegían. Los dones estaban en ellos, como estaban en todos, esperando —como las brasas esperan el aire— en caso de que uno fuera tan afortunado, tan bendecido como para ser elegido.

Así había sido elegida la madre de Kora y Nova el día en que los mesarthim llegaron por última vez a Rieva, dieciséis años atrás.

En aquel entonces las muchachas eran bebés, por lo que no recordaban a los Sirvientes de piel azul en su nave celeste de metal, ni recordaban a su madre, pues los Sirvientes se la llevaron y la hicieron una de ellos, y nunca volvió.

Solía enviarles cartas desde Aqa, la ciudad imperial donde, según escribía, la gente no era sólo blanca o azul, sino de todos los colores, y el palacio de metal divino flotaba en el aire y se movía de un lugar a otro. Queridas, decía la última carta, que había llegado hacía ocho años. Me embarco hacia el Exterior. No sé cuándo volveré, pero sin duda serán mujeres adultas para entonces. Cuídense una a la otra por mí, y siempre recuerden, sin importar lo que les diga cualquiera: las habría elegido a ustedes, si ellos me hubieran permitido elegir.

Las habría elegido a ustedes.

En invierno, en Rieva, calentaban piedras planas al fuego para ponerlas entre sus mantas por la noche, aunque se enfriaban rápido y se sentían duras en las costillas al despertar. Pues bien, esas cinco palabras eran como piedras que nunca perdían su calor ni lastimaban la carne, y Kora y Nova las llevaban a todas partes. O quizá las usaban, como joyas. Como un desafío. Alguien nos ama, decían sus rostros cuando le sostenían la mirada a Skoyë o se negaban a subordinarse ante su padre. No era gran cosa tener cartas en vez de una madre —y ahora sólo tenían el recuerdo de las cartas, pues Skoyë las había echado al fuego “por accidente”—, pero también se tenían una a la otra. Kora y Nova: compañeras, aliadas. Hermanas. Eran indivisibles, como los versos de un dístico que, fuera de contexto, perderían el sentido. Sus nombres bien podrían haber sido uno solo —Koraynova— de tan raras veces que se pronunciaban por separado, y cuando así era, sonaban incompletos, como la mitad de una concha de mejillón, abierta y partida en dos. Cada una era la persona de la otra, el lugar de la otra. No necesitaban magia para leer sus pensamientos, sólo miradas, y sus esperanzas eran mellizas aunque ellas no lo fueran. Estaban de pie lado a lado, preparándose juntas contra el futuro. Sin importar lo que la vida les impusiera o cómo les fallara, sabían que se tenían una a la otra.

Y entonces los mesarthim volvieron.

Nova fue la primera en verlos. Estaba en la playa, y acababa de incorporarse para quitarse el cabello de los ojos. Tuvo que usar el antebrazo, pues llevaba el arpón en una mano y el cuchillo para desollar en la otra. Sus dedos estaban crispados como garras en torno de los instrumentos y estaba ensangrentada hasta los codos. Sintió el jalón pegajoso de la sangre medio seca y se frotó la frente con el brazo. Entonces algo destelló en el cielo, y Nova levantó la mirada para ver qué era.

—Kora —dijo.

Kora no la oyó. Su rostro, también manchado de sangre, estaba pálido, con expresión insensible y serena. Su cuchillo se movía hacia atrás y hacia delante, pero sus ojos estaban en blanco, como si resguardara su mente en un lugar más agradable, al no necesitarla para ese atroz trabajo. Un cadáver de uul se alzaba entre ellas, a medio desollar. La playa estaba regada con docenas de cadáveres y más figuras encorvadas como ellas. Sangre y grasa aglutinaban la arena. Los cyrs chirriaban, peleando por las entrañas, y las aguas someras eran un hervidero de peces espinosos y de tiburones picudos atraídos por el hedor dulce y salado. Era la Matanza, la peor época del año en Rieva… para las mujeres y las niñas, en todo caso. Los hombres y los niños la disfrutaban. Ellos no blandían arpones y cuchillos, sino lanzas. Mataban y cortaban los colmillos para tallar trofeos con ellos, y dejaban el resto. La carnicería era trabajo de mujeres, sin importar que requiriera más músculo y más resistencia que matar. “Nuestras mujeres son fuertes”, se jactaban los hombres desde el cabo, lejos del hedor y las moscas. Y sí que eran fuertes, y estaban cansadas y sombrías, trémulas de agotamiento y manchadas de todos los viles fluidos que exudan las cosas muertas, cuando el destello llamó la atención de Nova.

—Kora —dijo de nuevo, y esta vez su hermana levantó la vista y siguió su mirada hacia el cielo.

Fue como si, a pesar de haber visto lo que había ahí, Nova no pudiera procesarlo hasta que Kora lo procesara también. En cuanto los ojos de su hermana se fijaron en el objeto, ambas sintieron la sacudida.

Era una nave celeste.

Una nave celeste quería decir que eran los mesarthim.

Y los mesarthim significaban…

Escape. Un escape de Rieva y del hielo y de los uuls y de la monotonía. De la tiranía de Skoyë y de la apatía de su padre, y por último —y sobre todo—, de los hombres. A lo largo del último año los hombres de la aldea habían empezado a detenerse cuando ellas pasaban; su mirada iba de Kora a Nova y de Nova a Kora como si estuvieran eligiendo un pollo para el matadero. Kora tenía diecisiete años y Nova dieciséis. Su padre podía casarlas cuando quisiera. La única razón por la que aún no lo había hecho era porque Skoyë, la madrastra de las muchachas, no quería perder a su par de esclavas. Ellas hacían la mayor parte del trabajo y además cuidaban a su bandada de medios hermanos menores. Sin embargo, Skoyë no podía retenerlas para siempre. Las muchachas eran regalos que debían darse, no guardarse; o, más bien, eran como ganado que debía venderse, como bien sabía todo padre de una hija deseable en Rieva. Kora y Nova eran muy bellas, con su cabello rubio y sus brillantes ojos cafés. Tenían delicadas muñecas que ocultaban su fuerza, y aunque su figura era secreta bajo las capas de lana y piel de uul, al menos sus caderas eran difíciles de esconder. Tenían suficientes curvas para mantener tibias las mantas, y además era bien sabido que er

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