El mapa de los días (El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares 4)

Ransom Riggs

Fragmento

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Qué rara es la mente. Asimila ciertas cosas con facilidad y se niega a aceptar otras. Yo acababa de sobrevivir al verano más surreal de mi vida. Había viajado a épocas remotas, domesticado monstruos invisibles; incluso me había enamorado de la antigua novia de mi abuelo, que vivía atrapada en el tiempo… Y únicamente ahora, en un presente ordinario, en una urbanización de Florida, me costaba creer lo que veían mis ojos.

Allí estaba Enoch, desparramado en nuestro sofá beis, tomando Coca-Cola en el vaso de los Tampa Bay Buccaneers de mi padre; y Olive, que se desataba los cordones de los zapatos para flotar hasta el techo y columpiarse en círculos colgada del ventilador; allí estaban Horace y Hugh, en la cocina, Horace curioseando las fotos de la nevera mientras Hugh se preparaba un tentempié; y Clare, boquiabierta por partida doble ante el gran monolito negro del televisor de pared; y Millard, entretenido con las revistas de decoración de mi madre, que parecían subir flotando desde la mesita baja y luego abrirse por sí mismas, las huellas de sus pies desnudos impresas sobre la alfombra. Una confluencia de mundos con la que había fantaseado mil veces, pero que no me atrevía a soñar posible. Y sin embargo la tenía delante: el antes y el después, colisionando con la potencia de dos planetas.

Millard ya había intentado explicarme cómo habían conseguido llegar a mi casa sanos y salvos. El colapso del bucle que había estado a punto de costarnos la vida en el Acre del Diablo había reiniciado sus relojes internos. No acababa de entender por qué, pero sabía que ya no corrían peligro de sufrir un catastrófico envejecimiento instantáneo si permanecían demasiado tiempo en el presente. Envejecerían día a día, igual que yo, la deuda de los años al parecer condonada, como si no hubieran pasado buena parte del siglo XX reviviendo una misma jornada soleada. Sin duda se trataba de un milagro —un caso sin precedentes en la historia peculiar— y pese a todo el prodigio no se me antojaba tan increíble como el hecho de que estuvieran aquí: de tener a Emma junto a mí, tan fuerte y encantadora como siempre, su mano entrelazada con la mía, sus ojos verdes resplandecientes según observaba la sala, asombrada. Emma, que había poblado mis sueños en las largas y solitarias semanas transcurridas desde mi regreso a casa. Llevaba un recatado vestido gris por debajo de las rodillas, zapatos planos y recios para poder salir corriendo en caso de ser necesario, el cabello rubio oscuro recogido en una coleta. Décadas de ineludible responsabilidad la habían tornado práctica hasta la médula, pero ni la obligada prudencia ni el peso de los años que llevaba a cuestas habían conseguido apagar esa chispa infantil que le prestaba una luz tan intensa. Era dura y tierna a un tiempo, ácida y dulce, adulta y casi una niña. Su capacidad de albergar tantas facetas distintas era lo que más me gustaba de ella. Su alma era insondable.

—¿Jacob?

Me estaba hablando. Quise responder, pero tenía la cabeza tan embotada como en esos sueños en los que todo discurre a cámara lenta.

Movió la mano delante de mi cara y luego hizo chasquear los dedos, un gesto que arrancó una chispa de su pulgar, como si hubiera rascado fósforo. Sobresaltado, volví en mí.

—¡Ay! —dije—. Perdona.

—¿Dónde estabas?

—Es que… —Agité la mano como apartando telarañas en el aire—. Me alegro de verte, eso es todo.

Terminar una frase me resultaba tan complicado como abarcar diez globos con los brazos.

Su sonrisa no logró ocultar del todo una leve preocupación en su semblante.

—Ya sé que debe de ser rarísimo para ti, eso de que nos hayamos presentado aquí tan de repente. Espero que la sorpresa no te haya aturdido demasiado.

—No, no. Bueno, un poco sí. —Señalé con la cabeza la sala y a todos sus ocupantes. Un desorden feliz acompañaba a nuestros amigos allá donde iban—. ¿Seguro que no estoy soñando?

—¿No estaré soñando yo? —Me tomó la otra mano y me la estrechó, y tuve la sensación de que su calor y solidez devolvían cierta consistencia al mundo—. No sabría decirte las veces que me he imaginado a mí misma visitando esta pequeña ciudad, a lo largo de los años.

Por un momento me quedé desconcertado, pero enseguida… claro, mi abuelo. Abe había vivido en la zona desde el nacimiento de mi padre; había visto su dirección de Florida en las cartas que Emma guardaba. Su mirada se nubló como si se perdiera en sus propios recuerdos y yo noté el desagradable pellizco de los celos; pero al momento me avergoncé de mí mismo. Emma tenía derecho a recordar el pasado y razones de sobra para sentirse tan aturdida como yo por la colisión de nuestros mundos.

Miss Peregrine irrumpió en la sala como un vendaval. Se había despojado de su abrigo de viaje y ahora lucía una llamativa chaqueta de tweed verde y pantalones de montar, igual que si acabara de dar un paseo a caballo. Recorrió la sala impartiendo órdenes:

—¡Olive, baje ahora mismo! ¡Enoch, quite los pies del sofá! —Me indicó por señas que me acercara y señaló la cocina con la cabeza—. Míster Portman, hay asuntos que requieren su atención.

Emma entrelazó el brazo con el mío para acompañarme, un gesto que le agradecí; todavía tenía la sensación de estar flotando.

—¿No podéis esperar un rato para empezar a besuquearos? —nos espetó Enoch—. ¡Si acabamos de llegar!

Rauda como el rayo, Emma usó la mano libre para chamuscarle la coronilla. Enoch retrocedió palmoteándose la cabeza para sofocar el humo, y yo me reí con tantas ganas que mi mente se libró de unas cuantas telarañas.

Sí, mis amigos eran reales y estaban aquí. No solo eso, sino que miss Peregrine había prometido que se quedarían un tiempo. Para aprender unas cuantas cosas del mundo moderno. Y disfrutar de unas vacaciones, un merecido descanso de la miseria del Acre del Diablo, que, con la desaparición del soberbio caserón de Cairnholm, se había convertido en su hogar temporal. Pues claro que podían quedarse y estaría encantado de alojarlos en mi casa. Ahora bien, ¿cuál era el plan, exactamente? ¿Qué pasaba con mis padres y mis tíos, que ahora mismo se encontraban en el garaje bajo la atenta vigilancia de Bronwyn? La magnitud de la situación me sobrepasaba, así que decidí barrer a un lado las cuestiones prácticas, de momento.

Miss Peregrine charlaba con Hugh junto a la nevera abierta. Desentonaban a más no poder entre el acero inoxidable y las superficies despejadas de la moderna cocina de mis padres, como actores que se hubieran confundido de escenario. Hugh agitaba un paquete de palitos de queso envueltos en plástico.

—¡Pero aquí solo hay comida rara y llevo siglos sin probar bocado!

—No exagere, Hugh.

—No exagero. Corre el año 1886 en el Acre del Diablo y fue allí donde desayunamos por última vez.

En ese momento, Horace salió de la despensa con aire decidido.

—He terminado el inventario y estoy francamente sorprendido. Un saco de bicarbonato, una lata de sardinas en sal y una caja de mezcla para galletas infestada de go

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