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A Pilar, Carmen, Fina, Lourdes, Marina y Martina,las mujeres de mi familia,por ser raíces, fuerza y refugio.Este libro es un pequeño legadode todo lo que compartimos juntas.


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scribo de madrugada en un noviembre más caluroso de lo nor-mal, en medio del insomnio que suele acompañarme en los momentos de cambio. Como siempre, las dudas se cuelan en laoscuridad de la noche y logran despertarme, invaden mi cabeza y activan todas las neuronas. Intento cerrar los ojos y repetirme que no es hora de pensar, que dar tantas vueltas a las cosas antes de que sucedan no tiene sentido. Pero es inútil. A veces siento que vivo más en el futuro que en el presente, preocupada por que todo salga bien, por controlar lo que aún no ha llegado, mientras lo que está ocurrien-do ahora pasa desapercibido.Veinte años en una ciudad que amo, pero que empieza a ahogarme consus ruidos y sus aglomeraciones, son muchos años. Aunque también es cierto que Barcelona ha cambiado una barbaridad a lo largo de ese tiempo, al igual que mi forma de verla. Cuando me mudé aquí tras acabar mis estudios universitarios en Altea, quedé fascinada. Todo meparecía bello y vibrante. La ciudad me atraía con su promesa de ex-periencias nuevas y desconocidas. Hoy, sin embargo, siento que esa conexión se ha ido debilitando, como si ya no pudiera disfrutarla de la misma manera.Hace unos meses se plantó en mi mente una idea que nunca había considerado con seriedad: mudarnos al pequeño pueblo de los abuelosde Arnau, en los Pirineos. Desde que esa posibilidad echó raíces en mi cabeza, no he podido dejar de pensar en ella. Me sorprendo enfo-cada en todo lo que me incomoda de mi vida en la ciudad, en lo que me aleja de esa paz que tanto anhelo. Y al mismo tiempo, junto a la ilusión que me embarga, acecha el miedo. Es la tendencia natural de mi mente: sopesar lo bueno y lo malo, crear sus interminables listas de pros y contras.No sé si ese pueblo será el lugar adecuado para comenzar de nuevo, perolaideadevivir rodeadadenaturaleza, lejosdel caos,resultacadavez más tentadora. Me pregunto si en ese entorno podré encontrar la calma que busco, o si estoy simplemente escapando de algo que ya no

10puedo controlar. Por ahora, las incógnitas siguen ahí, creciendo junto a la incertidumbre, mientras espero a que el sueño, o las respuestas, lleguen.Mientras ando envuelta en este racimo de dudas que siempre acom-pañaalcambio,conel temorconstanteaequivocarme, conlasensaciónde tener mi vida en suspensión, ellas están aquí conmigo, ajenas a lo que podría suceder en los próximos meses. Mis adoradas plantas ig-noran si seguirán formando parte de mi día a día o si se quedarán aquí,únicamente aguardan los cuidados y la atención plena que suelo de-dicarles en los momentos en que me permito desconectar, compartir el presente con ellas y disfrutar de la quietud y la compañía que pa-recen brindar sin esfuerzo alguno.Por si después de probar la experiencia decidimos mudarnos de formadefinitiva, ya he empezado a imaginar los rincones donde las colocaré,su nuevo hogar. La entrada de la casa es una galería con grandes ven-tanas, bañada por una luz preciosa casi todo el día. Aunque no es unespacio muy amplio, lo envuelve una atmósfera especial, cálida y aco-gedora. Hay un banco de madera antiguo que durante años estuvo enla cocina, frente a la chimenea. Un montón de cojines en tonosazules, perfectamente combinados, invitan a sentarse.Cuando empezamos a pasar algunos fines de sema-na en la casa, una de las primeras cosas que hicimos fue llenar ese rincón de plantas. Creo que, en el fondo, siempre supe que si alguna vez ese lugar se con-vertía en nuestro hogar ellas tam-bién estarían allí, aportando su calma silenciosa a cada esquina y haciendo que el espacio cobra-ra vida de una manera única.


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12La casa de los abuelos de Arnau está en un pequeño pueblo de los Pirineos de Girona. Aunque lleva unos doce años deshabitada, siem-pre la han mantenido en buen estado. Cuando la visité por primera vez, me impactó tanto el entorno, con montañas y bosques que parecensacados de un cuento de hadas, como la casa en sí. Al final, hemos decidido hacer una prueba y pasar allí dos o tres meses; después de ese tiempo veremos si nos animamos a dar un giro definitivo a nuestrasvidas o si regresamos a Barcelona.Es un cambio tan grande que me produce vértigo. Pasar de una urbe cosmopolita a un paraje sin tiendas, ni bares, ni puntos de encuentro donde conocer a otras personas... da miedo. El pueblo se llama Nevà, y su historia se remonta al menos al siglo IX, ya que aparece mencio-nado en documentos del año 839 bajo el nombre de «Nevano». Du-rante la Edad Media formó parte del dominio feudal de Toses, y aunquetenía cierta autonomía parroquial, estuvo fuertemente ligado a la in-fluencia cátara.El pueblo se divide en dos zonas: a un lado, dos calles casi paralelasconvergen en una fuente de agua helada y conducen, un poco más aba-jo, a los antiguos lavaderos. En el punto más alto se alza el cementerio,junto a media torre de la antigua iglesia que fue destruida por un terre-moto. La iglesia se reconstruyó al otro lado del pueblo, frente a unapequeña plaza que articula cuatro calles y donde se encuentra la casa.


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15Elijo la ropa que voy a usar en la montaña y nos llevamos todo lo ne-cesario para poder trabajar, y así evitar complicaciones en la medida de lo posible. Las plantas se quedan. Hace tiempo que, si alguna muere, no busco reemplazo. Las sigo cuidando como siempre, por supuesto, pero soy consciente de que quizá haya alguna pérdida en mi ausencia. He programado un calendario de riego: puedo volver a Barcelona para atenderlas o pedir a Vero o a Nere que las cuiden por mí. Las plantas son lo único que nos ata al piso, lo que nos mantiene con un pie en la ciudad.Esextrañodejarlassolas,comosiemprequeviajamosocomocuando,en verano, las amigas nos turnamos para hacernos cargo entre todas de las plantas de las demás —«Berta se va de tal día a tal otro, yo iré a regar a mediados de la primera semana, luego le tocará a Vero, y cuando Nere no esté, también nos ocuparemos de las plantas de su terraza»—. Llevamos varios veranos organizándonos así, como si hu-biéramos hecho un pacto sagrado desde el día en que despertamos a ese furor botánico: esa necesidad de cuidar y rodearnos de vida y belleza.Porque una vez que ese furor se desata, no hay vuelta atrás. De repen-te, las plantas ya no son solo decoración, sino una parte esencial de tuvida cotidiana. Se convierten en algo que precisas entender y cuidar de manera casi compulsiva. Y apenas sin darte cuenta empiezas a buscar información, a leer sobre sus ciclos y sus necesidades. Cada nueva planta abre una puerta a más curiosidad, y esa curiosidad es insaciable. Nunca es suficiente. Quieres aprender a reconocerlas, a intuir sus deseos solo con mirarlas, a mantenerlas no solo vivas, sino en su máximo esplendor.Este afán por atesorar plantas y cuidarlas se convierte en una búsque-da constante. Siempre estás pensando cuál será la próxima adquisición,qué rincón de la casa se transformará en un pequeño santuario verde. De manera instintiva, ese furor crece, se ramifica e invade cada espa-cio disponible.

16No sabría decir cuál es mi árbol favorito; tal vez sea el roble, por la forma de sus hojas, que parecen extenderse con fuerza hacia el cielo, o el abeto azul, por su color tan especial, casi mágico. Sin embargo, el árbol del que sí puedo hablar con certeza es el genealógico. Si me centro en la rama femenina, veo claramente cómo todas las mujeres de mi familia compartimos una misma pasión: el cuidado de las plan-tas.Esalgoquehapasadodegeneraciónengeneración,comounhilo verde que une nuestras vidas.Recuerdo la amplia colección de macetas de mi tía Lourdes y su de-dicación a cada flor. Fue ella quien me regaló el aloe vera cuando me mudé a Barcelona, una planta que me acompañó durante casi quince años, conectándome en todo momento con mis raíces. Mi madre, por otro lado, siempre ha disfrutado de su jardín. Para ella, cada flor, cadaarbusto, es una extensión de sí misma, un reflejo de su mundo interior.Cuando la veo cuidando su jardín siento que hay algo más profundo en ese acto, como si cada planta fuera parte de ella y le permitiera establecer un vínculo silencioso con la naturaleza.Luego está mi hermana, que sin duda goza de un don especial: cual-quier planta que entra en su casa se convierte, casi por milagro, en unser frondoso y lleno de vida. Marina las cuida de una manera natural, y parece que a su lado las plantas encuentran el entorno perfecto paraprosperar.Mi abuela Carmen merece capítulo aparte, pero antes quiero hablar demi bisabuela Pilar. No tuve la suerte de coincidir con ella demasiadotiempo, al contrario que mi madre, con quien la unía un lazo especial ya la que transmitió su conocimiento de las plantas silvestres. Conocía cada hierba y las utilizaba para cocinar, preparar infusiones e incluso curar. Era una mujer con un profundo respeto por los ritmos de la tierra.Ese amor por la naturaleza sigue presente en nosotras, como una heren-cia viva que no se olvida. Un legado que nos enseña a observar, cuidar yconectarnosconelmundonaturaldeunaformaquetrasciendeeltiempo.

