El rumor de la caracola (Trilogía del Fuego 2)

Sarah Lark

Fragmento

RumorCaracola.html

1

—¿Falta mucho?

Mara Jensch estaba aburrida y de mal humor. El trayecto hasta el poblado ngati hine se le estaba haciendo eterno y, aunque el paisaje era bonito y hacía buen tiempo, ya estaba harta de tanto manuka, rimu y koromiko, de bosques pluviales y selvas de helechos. Quería volver a casa, a la Isla Sur, a Rata Station.

—Un par de kilómetros más como mucho —respondió el padre O’Toole, un sacerdote y misionero católico que hablaba bien el maorí y acompañaba a la expedición como intérprete.

—¡Deja de refunfuñar! —intervino Ida, la madre de Mara, al tiempo que acercaba su pequeña yegua baya al caballo blanco de su hija y le dirigía una mirada ceñuda—. Pareces una niña malcriada.

Mara hizo un mohín de disgusto. Sabía que ponía de los nervios a sus padres. Ya llevaba semanas malhumorada. No le gustaba el viaje a la Isla Norte, ni compartía la fascinación de su madre por las playas extensas y el clima cálido, ni el interés de su padre por mediar entre tribus maoríes y colonos ingleses. Mara no veía la necesidad, su relación con los maoríes era estupenda. A fin de cuentas, amaba al hijo de un jefe tribal.

La muchacha se quedó absorta en ensoñaciones en las que paseaba con su amigo Eru por los infinitos pastizales de las llanuras de Canterbury. Mara le cogía la mano, le sonreía... Antes de partir, incluso se habían dado unos tímidos besos. Pero un grito horrorizado la arrancó de sus fantasías.

—¿Qué ha sido eso? —El representante del gobernador, que había reclutado al padre de Mara para esa misión, escuchaba amedrentado los sonidos del bosque—. Diría que he visto algo. ¿Es posible que nos estén observando?

Kennard Johnson, un hombre bajo y regordete, al que parecía resultarle fatigoso montar a caballo durante tantas horas, se dirigió inquieto hacia los dos soldados ingleses que lo acompañaban como guardia personal. Mara y su padre Karl no tuvieron otro remedio que echarse a reír. En caso de una emboscada, no habrían podido hacer nada. Si la tribu maorí a la que el grupo iba a visitar hubiera querido matar al señor Johnson, este habría necesitado al menos un regimiento de casacas rojas para evitarlo.

El padre O’Toole movió la cabeza.

—Debe de haber sido un animal —tranquilizó al funcionario del gobierno, para volver a alarmarlo con sus siguientes palabras—: Usted no vería ni oiría a un guerrero maorí. De todos modos, ya estamos muy cerca del poblado. Y, por supuesto, que nos están observando...

A partir de ahí Johnson adoptó una expresión temerosa. Los padres de Mara se miraron significativamente. Para Ida y Karl Jensch visitar a tribus maoríes era algo habitual. Si algo les asustaba era, como mucho, alguna reacción imprudente de los pakeha, como llamaban los maoríes a los colonos ingleses de Nueva Zelanda. Los padres de Mara ya tenían experiencia en eso. Muy pocas veces eran los maoríes los causantes de los conflictos entre las tribus y los pakeha. Era más frecuente que los ingleses liberaran su miedo con algún disparo irreflexivo que luego tenía malas consecuencias en los «salvajes» tatuados.

—Sobre todo, conserven la calma —advirtió de nuevo Karl Jensch al resto de la expedición.

Además de los representantes del gobierno, les acompañaban dos granjeros cuyas quejas contra los ngati hine habían originado todo ese asunto. Mara los contemplaba con el rencor de una muchacha a quien han desbaratado sus planes. Si no fuese por esos dos tontorrones ya haría tiempo que estaría de vuelta en casa. Su padre había querido estar en Rata Station para el esquileo y ya tenían reservados los billetes para el barco de Russell, en el extremo septentrional de la Isla Norte, a Lyttelton Harbour en la Isla Sur. En el último momento el gobernador había pedido a Karl que arreglara como mejor pudiese el conflicto entre esos granjeros y el jefe ngati hine. Esto debería conseguirse cotejando simplemente algunos mapas. Karl había medido el terreno y dibujado los planos cuando, unos años antes, el jefe Paraone Kawiti había vendido tierras para los colonos a la Corona.

—Los ngati hine no son hostiles —prosiguió Karl—. Recuerde que nos han invitado. El jefe está tan interesado como nosotros en solucionar el problema de forma amistosa. No hay razones para estar asustado...

—¡Yo no estoy asustado! —saltó uno de los granjeros—. ¡Al contrario! Son ellos los que tienen razones para estarlo, esos...

—«Esos» —señaló Ida, la madre de Mara— disponen de unos cincuenta hombres armados. Tal vez solo tengan lanzas y mazas de guerra, pero saben utilizarlas. Así que sería más sensato, señor Simson, no provocarlos...

Mara suspiró. Durante las cinco horas que llevaban cabalgando había tenido que escuchar tres o cuatro conversaciones similares. Al principio, los dos granjeros habían sido más agresivos. Parecían considerar que, para resolver el problema, aquella expedición sería menos efectiva que imponer a los nativos unas normas severas. Ahora que los jinetes se acercaban al poblado maorí (y los granjeros eran conscientes de lo mucho que se habían alejad­o de la colonia pakeh­a más cercana), al menos uno de ellos estaba más calmado. Sin embargo, el ambiente era tenso. Eso no cambió cuando apareció ante sus ojos el marae.

A Mara le resultó familiar la visión de la puerta del poblado adornada con ornamentos de colores y custodiada por figuras de dioses de talla humana. Pero para alguien que la contemplaba por primera vez podía resultar intimidante. Kennard Johnson y sus hombres seguro que nunca habían entrado en un marae.

—¿Que no son hostiles? —preguntó el funcionario, angustiado—. Para mí todo esto no tiene nada de amistoso...

El representante del gobernador señaló al comité de recepción que se aproximaba con aspecto marcial. También Mara se sorprendió, y sus padres se preocuparon. En un marae maorí lo normal era ver a niños jugando, así como hombres y mujeres realizando sus labores cotidianas. Allí, sin embargo, solo el jefe, arrogante y con un porte amenazador salía al encuentro de los blancos al frente de sus guerreros. Llevaba tatuajes en el torso desnudo y en el rostro. El faldellín de lino endurecido y primorosamente trabajado le daba un aspecto más fiero. Del cinturón le colgaban mazas de guerra y en la mano sostenía una lanza.

—¿Nos atacarán? —preguntó uno de los soldados ingleses.

—Qué va —respondió el padre O’Toole. El sacerdote, un hombre alto y flaco, ya no tan joven, desmontó tranquilamente del caballo—. Solo quieren dar miedo.

Lo que enseguida consiguieron todavía más el jefe y su grupo. Cuando los blancos se aproximaron, Paraone Kawiti, ariki de los ngati hine, levantó la lanza. Los guerreros empezaron a patear rítmicamente el suelo, avanzando y retrocediendo con las piernas separadas, al tiempo que agitaban sus lanzas. Además, elevaron las voces para entonar un lóbrego cántico. Cuanto más se aceleraba el movimiento, más fuertes eran sus voces.

Los hombres que estaban junto al

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