La sinfonía del tiempo

Álvaro Arbina

Fragmento

Capítulo 1

1

Waterloo Station, Londres, 2 de febrero de 1914

Era inevitable, solo la mujer permanecía inmóvil.

La locomotora aguardaba entre vapores de humo y agua, con sus carrillos piafando como corceles de acero, aprisionados bajo la cubierta acristalada de Waterloo Station. Entrevistos en la bruma, los pasajeros ascendían a los vagones, que se perdían en la distancia de las vías, donde el invierno descolgaba una fina cortina de nieve. Una vez más, la enorme máquina rugió, alentada por los silbatos del jefe de estación. Se retorcía de dolor, la pobre bestia, cuando comenzó con su arrastre de los vagones, entre chirriar de ruedas y crujir de ejes, hasta desaparecer en el horizonte baldío de hangares y trenes abandonados.

Poco después otra locomotora asomó en el espejismo de la anterior, donde las vías se fugaban, respirando aquellas máquinas de viajeros. Se detuvo con su tempestad de vapor, con sus pitidos y su incesante vaivén de corrientes humanas, envueltas por nieblas que olían a electricidad y combustible. Y de nuevo el lento emprender, las despedidas, el traqueteo apagándose en la lejanía, los perfiles de la estación emergiendo de las nebulosas huidizas.

Era inevitable, Waterloo Station exhalaba su aliento eterno, un océano oscilante de trenes y almas anónimas que iban y venían, como el reloj del andén y sus agujas malditas. Y ella permanecía inmóvil. Sola. Esperando.

Cerró los ojos, conteniendo el temblor de sus párpados, de sus mejillas, de sus manos desnudas al proteger su vientre. Un cálido aliento calmó sus escalofríos. El sol rojizo asomaba al oeste, sobre el bosque desdibujado de factorías y chimeneas, y convertía la nieve en mariposas de luz.

—¿Se encuentra usted bien?

El jefe de estación la observaba, corpulento, con su recio gabán de botones dorados, su bigote grueso y la mirada mansa bajo la gorra ferroviaria. Extrajo un reloj de plata y consultó la hora.

—Son más de las cinco, señora. Lleva aquí desde el amanecer. ¿A quién espera?

La mujer parpadeó, lentamente, al compás de la nieve. Sus dedos se angustiaron, aferrados al abrigo, protegiendo el vientre.

—A mi esposo.

Elsa Craig volvió al día siguiente y aguardó inmóvil, bajo su abrigo de tweed, como una isla varada en el discurrir del mundo. Aún sobrevivían los rescoldos de la primera espera, esa emoción siempre nueva, que resplandecía en cada trozo de su universo, como si cada una de sus piezas, hasta la más insulsa, estuviera iluminada por una luz interior. Tal vez fuese digno llamarla por su nombre, al menos en aquel instante fugaz, cuando la primera locomotora abrió sus entrañas y ella buscó el sol de todas sus estrellas, aquel rostro sonriente que debía haber emergido, el de su reciente esposo.

Felicidad. Ella también oscilaba, participaba en el vaivén de la estación, de las horas y del mundo. Se había fugado con el primer oleaje ferroviario y había vuelto, algo más frágil, con el siguiente. Y así, en incólume constancia, iba y venía, desprendiéndose de Elsa Craig, hasta extinguirse en cenizas.

El reloj de cuatro caras pendía de la cubierta, confuso entre la maraña de cables y vigas, con sus agujas de bronce empujando los días. Elsa continuó allí, anclándose en el andén cada mañana, sin conciencia del tiempo, presenciando llegadas de la compañía South Western Railway, que unía Waterloo Station, en el corazón de Londres, con Portsmouth y las ciudades del sur.

Benjamin Craig había viajado a París, embarcando en la ciudad portuaria con intención de buscar fortuna en la célebre Galerie Vollard, donde habían expuesto Cézanne, Van Gogh y Picasso, o en cualquier galería de arte que salpicara sus calles de ensueño. Tres semanas escudriñando cualquier oportunidad, como la marea de escritores, poetas, pintores y artistas de cualquier índole que vagaban entre sus bulevares glamurosos, mientras la ciudad devoraba sus bolsillos y los abocaba a una inhóspita habitación sin estufa, en alguna callejuela apartada de Le Marais. Tres semanas consumidas días antes, la primera mañana de gélida espera. El 2 de febrero, como rotulaba en su billete de vuelta. Elsa lo recordaba con claridad.

Su entereza se apagó antes que la esperanza. Los operarios de la estación la vieron desplomarse al séptimo día, sin previo aviso, con la mano aferrada al vientre.

Capítulo 2

2

Avingdon Street, Londres, 8 de febrero de 1914

El atardecer fulguraba en la amplia vidriera, arrancando tintes cobrizos a las molduras de hierro repujado. La luz se filtraba en el horizonte, a través de un desgarrón de las nubes, y se colaba en su pequeña buhardilla de Avingdon Street, como si nada escapase a su ojo dorado, ni siquiera su cálido hogar, escondido e insignificante en mitad de la jungla londinense. Elsa percibió el reflejo de su rostro al acercarse al cristal, fundiéndose con el vasto panorama de la ciudad.

El Támesis exhalaba su incesante niebla, desdibujando muelles, puentes de acero y arboladuras de embarcaciones. Más allá, Londres emergía de sus orillas brumosas como un bosque infinito, perdido en su propia inmensidad, con miles de construcciones y columnas de humo, hacinadas, superpuestas, engullidas entre sí. Retazos de viviendas, de fundiciones, de hornos, de cobertizos y talleres, parecían alzarse con un alma gris, inmune a la luz del cielo, que se recortaba por las agujas de iglesias y chimeneas.

De vez en cuando, como una nota discordante en el caótico perfil, asomaban aislados símbolos de belleza, lo más destacado del ingenio humano, que había goteado allí su arquitectura más esplendorosa. La cúpula de la catedral de St. Paul, los muros feudales de la Torre de Londres, la urna vidriada del Crystal Palace, el cercano Palacio de Westminster y la Torre del Reloj con sus formas góticas y estilizadas punzando el cielo como lanzas de flecha. En su custodiado interior bombeaba el corazón del Imperio, un músculo insaciable, que bebía de una quinta parte del mundo, esquilmando a India, Canadá, Australia y gran parte de África. Sin embargo, lejos de glorias victorianas del pasado, aquel febrero de 1914 el gobierno liberal del ministro Asquith languidecía ante una lluvia de plagas. Huelgas de obreros, de carboneros, de marinos y estibadores, movimientos sufragistas con campañas ensordecedoras a favor del voto de la mujer, militantes que rompían ventanas en los distrito

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