Devotio

Massimiliano Colombo

Fragmento

I. La toga

I

La toga

—Soy viejo.

El joven criado alzó la mirada hacia Quinto Fabio Máximo Ruliano, iluminado a medias por la luz de la mañana. Estaba habituado a oírlo mascullar y no se preocupaba de comprender el sentido de las palabras del magistrado. Continuó atando las correas de los múleos negros mientras su amo, Rullus, como lo habían apodado los senadores, seguía farfullando.

—El Senado querrá reelegirme, deberé proponer de nuevo mi cargo y no podré negarme.

Tras acabar con el zapato izquierdo, el esclavo empezó a afanarse con el otro, evitando cruzar la mirada grave de Quinto Fabio, marcada por una vida de batallas.

Ruliano era un héroe, había ocupado cuatro veces el cargo de cónsul y las cuatro veces había cumplido con honor los ambiciosos cometidos que la ciudad le había solicitado, hasta convertirse en una especie de monumento viviente.

—Mi cuerpo ya no puede más —dijo con un tono más decidido—. Esta espalda rígida ya ha dado a la República todo lo que podía, y cada día, al despertar, no pierde ocasión de recordármelo con punzadas.

El sirviente terminó el trabajo, se levantó, hizo una inclinación y se esfumó cruzando el gran atrio con paso ligero. Ruliano miró con una pizca de envidia la figura musculosa y bien proporcionada que se alejaba pisando los mosaicos sin hacer ruido. Se pasó la mano por los riñones, esbozando una mueca de dolor.

—Cuánto vigor desperdiciado en un cuerpo sin animus —dijo, antes de que la silueta del esclavo desapareciera tragada por la luz del peristilo—. Vive en tu simple ignorancia sin darte cuenta de que careces de sustancia. Vive de instintos primarios, conmiserándote de tu existencia hecha de limitaciones y de fatigas, sin imaginar el continuo esfuerzo que requiere la virtud.

El magistrado se alzó de la silla.

—Sin preocuparte de tu ética, tu descendencia, tu estirpe, tu familia o tu tribu de pertenencia. Sin saber qué significa demostrar que se es un hijo devoto y un buen padre, un amo generoso, un cliente leal, un magistrado honesto o un soldado valeroso.

Volvió la mirada hacia el patio, coronado por un rectángulo de cielo azul veteado de cúmulos blanquísimos.

—No, estas son tareas mucho más gravosas y requieren ambiciones superiores que solo hombres de gran valor pueden tener. Valor y civilización van de la mano, cuanto más grande es uno, mayor debe ser la otra. Cuanto más grande es el valor de los hombres, mayor es el esfuerzo que se les exige.

Otro esclavo entró en la habitación con un voluminoso e inmaculado fardo, seguido por un ayudante mucho más joven. Quinto Fabio dejó de hablar y permaneció sumido en sus pensamientos. Su rostro estaba impasible, al igual que su figura, rodeada por los recién llegados, que, después de unos instantes, empezaron a colocarle la larguísima y pesada tela bordada con púrpura. El mayor plegó en toda su longitud la indumentaria y la pasó sobre el hombro izquierdo con un drapeado, el sinus. Sus manos continuaron, silenciosas, pliegue tras pliegue, guiadas por una solemne sacralidad, rota solo por el susurro del tejido. Alargó con sabiduría el paño detrás de la espalda, cuidando de que el drapeado fuera correcto, y luego bajo el brazo derecho para volver sobre el hombro izquierdo, balteus. Quinto Fabio se hizo acomodar el último extremo del tejido sobre el brazo izquierdo, que desde aquel momento ya no movería.

Llevar la toga no era sencillo, ni por lo que representaba ni todavía menos por su volumen. No protegía de la lluvia ni del sol, obligaba a realizar gestos mesurados e impedía moverse con libertad. Quien la llevaba no temía a nadie, estaba protegido por el derecho, la ciudad y su ejército.

Dejaba descubierto solo el brazo derecho y el rostro: ninguna ostentación, ningún exhibicionismo. Quinto Fabio Máximo Ruliano sería desde aquel momento su toga, que identificaba su cargo y su rostro, la única parte de un hombre libre que era digno mostrar. La única mano libre, la derecha, la mano de las buenas acciones, le permitiría jurar frente a sus semejantes.

El criado se alejó un par de pasos y observó con atención su trabajo, mientras la toga pretexta irradiaba su claridad por toda la habitación. Solo un magistrado o un niño podían llevar esa indumentaria. El blanco era símbolo de integridad, de pureza y de civilización, la preciosa púrpura indicaba la inviolabilidad de aquel que la vestía.

Después, el esclavo aprobó con un movimiento de la cabeza.

—Está listo.

—Ahora tendré que estarlo yo —respondió Quinto Fabio, antes de dejar la austera habitación y encaminarse hacia el peristilo para ser embestido por la luz del sol.

Con su figura reflejada en el agua del impluvium, el gran estanque situado en el centro, el excónsul cruzó el jardín interior y luego se adentró por un corredor estrecho dejando a sus espaldas la zona familiar de la casa para entrar en el atrio. Era amplio, pero decididamente poco lujoso. La casa reflejaba en todo y por todo el carácter de su propietario, adecuándose a su estatus y su austeridad.

Pocos pasos más y la puerta de entrada se abrió de par en par. El magistrado observó admirado el espectáculo que desde el Palatino se desplegaba ante sus ojos mientras una bandada de palomas surcaba el cielo. Estaba enceguecido por la luz del sol y la majestuosidad de aquella maravillosa ciudad, que habría podido competir con las más hermosas de Grecia.

—Cuanto más grandes son los hombres, mayor es lo que logran construir.

Un transeúnte reconoció la figura de Ruliano, y con un gesto de la cabeza lo saludó con reverencia. El magistrado respondió esbozando una sonrisa y se encaminó hacia su meta, la Curia Hostilia, donde se reunía el Senado de Roma. Conocía tan bien aquella calle que habría podido recorrerla con los ojos cerrados, pero Rullus jamás lo habría hecho. Aquel itinerario le era tan grato que amaba admirarlo en cada detalle, cambiante según la luz del día y de la estación.

Se dirigió lentamente al Foro Boario, pasando por los templos gemelos de las diosas de la Aurora y la Fortuna, esta última particularmente querida por él. Bordeó las dos construcciones, reanudando su marcha habitual y dobló a la izquierda para tomar el vicus lugarius. Hizo el camino más largo, no tenía ganas de encontrarse frente a la puerta Carmentalia, tan funesta para la familia Fabia. Muchísimos años antes trescientos seis miembros de su gens habían cruzado aquel pasaje antes de morir en batalla contra los etruscos.

Llegó a la altura de las taberne y dirigió la mirada a la derecha. Las tiendas junto al foro de los cambistas habían colgado los escudos de los samnitas, fausto trofeo de la última victoria. Echó un vistazo a la izquierda, al templo de Saturno, y luego alcanzó el foro, donde las estatuas de Pitágoras y Alcibíades lo acogieron con sus vacuas miradas.

—No tienes igual, c

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