La última hoguera

Enrique Tomás

Fragmento

Capítulo 2

2

Dos años atrás, en julio de 1824, despedía a sus alumnos. «Alabado sea el Señor», les decía con una caricia en la nuca en lugar de saludarlos con el tradicional «Ave María Purísima», invocación con la que los maestros católicos abrían y cerraban las clases. Era el último día de curso y las madres le llevaban la asignación mensual de dos cuartos de real, o una cesta con huevos, o fruta para pagar sus servicios. No era poco lo hecho en la escuela levantada por él y por el párroco de San Valero, junto con algunos vecinos de la partida del Perú, el más remoto rincón de Ruzafa. ¿Quién era ese extraño maestro? Enseñar en una escuela perdida no daba apenas para comer. Mejor ser labrador, incluso sin tierra, o como persona instruida trabajar como escribano o como secretario, que dedicarse a semejante oficio. Hacía falta creer en eso de «enseñar al que no sabe» o pretender retirarse a un rincón olvidado, dejado de la mano de Dios. Ripoll, según los vecinos, era, sin duda, un tipo curioso, un extravagante. ¿Se trataba de un fugitivo? Pocos aspiraban a domar a la pillería formada por hijos de jornaleros, esa canalla, como decía cariñosamente el catalán, que parecía feliz en su intento de arrancar de la ignorancia a unos desarrapados que no podían ir a una escuela pía de la ciudad.

Además, no parecía el típico maestro ese hombretón de buena planta, de más de seis pies y recios hombros, de cuarenta y seis años bien llevados, según señalaban las vecinas más descaradas. Lucía una melena rubia y canosa, como de león, recogida en coleta, y en sus facciones se adivinaba una mezcla de energía y desengaño a la vez. Algunos decían que tenía el aire de un aventurero, mientras que otros veían en él a una especie de Cristo, con ojos color de oliva y cabellos y barba sin cortar; estampa que se asociaba, en un tiempo de persecución como aquel, a la de un miembro de la masonería. Por otra parte, su forma de vestir era austera y atrevida a la vez, con camisas de paño sin abotonar, abiertas por el pecho. A veces vestía una levita parda, larga y arrugada, o se colgaba de los hombros una capa negra, algo descolorida, sobre todo en invierno. Algunas mañanas se presentaba en clase con una raída casaca militar, luciendo unos rudos pantalones de pana, tocado de un sombrero de ala ancha, con botas de montar y espuelas cubiertas de barro, tras cabalgar desde el amanecer por las dunas de la dehesa. Decían que el extravagante maestro podía ser un artista, un bohemio perdido en la huerta o también un fugitivo de la justicia. Los niños del arrabal le bautizaron con el mote de Mestre Polserut o el Polsegós, algo así como el «maestro polvoriento», pues parecía venir de un largo viaje, como recién descendido de su montura, cubierto por el polvo del camino.

Los comentarios sobre su figura los acallaba él con sus lecciones. Comenzaba con la tabla de cuentas y seguía con los diez mandamientos, lo único que enseñaba de la religión, porque según él lo importante era cumplirlos, pues en ellos se contenía la esencia de la recta conducta. No iba a misa ni se arrodillaba ante los santos ni las vírgenes. En cambio, amenizaba las clases con recuerdos de cuando fue soldado, y encandilaba a los niños contándoles aventuras de la Guerra del Francés. A veces, daba la lección en medio del campo o en las veredas, y explicaba cómo crecía el mirto, las cualidades del tomillo o las del aceite de hipérico. Otras llevaba a sus pupilos por el camino de las moreras para recoger sus hojas, alimento de los gusanos de seda que criaban en las cambras de sus barracas, y les hablaba de la metamorfosis, esa transformación que convertía al feo gusano en mariposa y después en hilos de preciosa seda, y de cómo su secreto había sido traído de China por unos monjes, que ocultaron los capullos en el hueco de sus bastones. Les contaba las maravillas de ese lugar fantástico, llamado «el extranjero», y les explicaba que en la lejana isla de Inglaterra existían unos extraños carros que no eran tirados por caballos, sino por el fuego del carbón, gusanos de hierro con forma de cañón grande y chimeneas por las que salía un humo negro y espeso. Y les hablaba de las calles de París y de Londres, iluminadas con farolas de gas, y de un canal más largo que cualquier acequia, el canal du Midi, por donde viajaban barcazas de una parte a otra de Francia.

Lo ayudaba en la escuela Mariana Gabino, madre de Joanet, uno de sus alumnos. Mariana era lavandera y asistenta doméstica del párroco de San Valero. La Gabino vivía en una barraca lindante con la acequia de Na Rovella y le servía muchos días las comidas y algunas cenas: una sencilla mesa formada por un cuenco de arroz y frutos de la huerta, una sopa con legumbres y verduras, y, en contadas ocasiones, conejo o pato de caza. Lo atendía tanto en su casa como en imponer orden a la indisciplinada tropa de sus alumnos.

Era Mariana una mujer de cuerpo voluptuoso, con pelo negro y largo, a la que los golpes de la vida no habían logrado marchitar. Viuda según decía ella, madre soltera según las malas lenguas, era una hembra fuerte y vigorosa que había sacado adelante y en soledad a su único hijo, nacido en tiempos de la ocupación francesa, a quien sus compañeros de clase llamaban con malicia el Gavatxet, o sea, «el Francesito», mientras cuidaba también de su padre, don Ramón, un pobre loco apodado en el pueblo el Il·luminat, antiguo molinero, ausente de sí mismo desde 1812, cuando los dragones del general Harispe, a las órdenes del mariscal Suchet, asaltaron una noche su casa.

Pulía Mariana el rojo ladrillo del suelo y los azulejos y se ocupaba de los asuntos prácticos del maestro, le lavaba la ropa y paseaba con él por la dehesa, lo que provocaba que las comadres la llevasen de boca en boca, chismorreando que entre el catalán y ella había algo más que servicios domésticos. Vivían, sin duda, en pecado, y su escandalosa conducta merecería la reprobación del padre Record, mudo ante los amancebados. A Mariana no le importaban las habladurías, acostumbrada como estaba a sufrirlas. El suyo era un espíritu rebelde y libre, y estaba dispuesta a seguir al maestro con los hijos de la huerta. El Polserut había conseguido atrapar la atención de esos muchachos, destinados a cultivar los terrones de sus padres, y que no se escapasen hacia la albufera a pescar anguilas y culebras de agua. Se esforzaba en que aprendiesen a leer, y a escribir las cartas de sus madres, o las de quienes habían partido a Cuba. Estaba orgulloso de que sus pupilos pudiesen leer el Diario de Valencia, libros de gramática y religión, y fábulas e historias con las que volaban con la imaginación, como los collverts por el cielo.

En el verano de 1824 reinaba en todo el país el terror absolutista. La mayoría de los liberales había huido al extranjero o estaban presos en las atestadas cárceles. Había perdido a muchos de sus amigos. Mariano Cabrerizo, uno de los que más lo había ayudado a levantar la escuela, estaba encarcelado, y su librería, clausurada. Ya no podría disfrutar de sus libros, ni tampoco de sus consejos. A pesar de la oscuridad impuesta por las autoridades, esa luminosa mañana de julio invitaba a gozar de la vida, a sentir la brisa del mar y a disfrutar de los colores del campo. Después de un desayuno frugal, se puso a lomos de Apolo. Al salir a trote del pequeño huerto, Napoleón, el diminuto perro ratonero que había rescatado de una acequia, le despidió ladrando y agitando el rabo. Tomó el camino del río y se detuvo poco después en la barraca de Mariana y de su hijo, que enjalbegaban entonces las paredes de un blanco impoluto y, tras tomar una limonada con ellos, se dirigió hacia el poblado del Lazareto,[1] fuera ya de la partida del Perú.[2]

En el caserío marítimo preguntó a un vecino por los marineros ingleses retenidos en el hospital. Le dijo un soldado de guardia que estaba prohibido hablar con ellos. Seguían todos en cuarentena, aislados en la aduana del puerto. Se comentaba entre los pescadores que, en realidad, no había ninguna epidemia que temer. Lo que ocurría era que el gobernador no quería que ningún liberal se pudiera acercar a la fragata, y que pretendiese de esa forma escapar en ella. Después de aquella parada dirigió la grupa de su montura hacia la ermita de Monte Olivete y remontó el río hacia el oeste. Tocaban al mediodía las campanas del ángelus. El tañido lejano del Micalet rivalizaba con el de la iglesia del Carmen, patrona de los marineros, que celebraba su fiesta, y se adivinaba el bullicio de las procesiones.

Se dirigió a las torres de Ruzafa. Los carros, los caballos, los campesinos entraban en la huerta y salían de ella a la ciudad tras pagar el impuesto de puertas. Se detuvo ante la imponente muralla. Tenía deseos de entrar, pero sintió que le recorría un escalofrío. En el interior se intuía el hierro de la persecución. Tiró entonces de las bridas y tomó el camino de vuelta. No debía acercarse, se lo advertía el corazón. En el camino saludó a unas mujeres que tejían mimbre, y a unos ancianos que liaban tabaco en los porches, balanceándose en sus mecedoras. Se detuvo en un ribazo, ya cerca del Grao. Cuando el sol estaba en lo más alto, desmontó. Sacó unos nísperos de su zurrón y, recostado en un ribazo, se puso a pensar. No iba a cambiar de vida, ni a marcharse. Quería vivir el resto de sus días en paz consigo mismo, en ese rincón del mundo donde había elegido quedarse. La escoleta, los niños, Mariana. Ellos eran sus nuevas raíces, su razón de existir.

Después de una breve siesta, cabalgó hasta la Creu de Conca. Ató las riendas de Apolo a unas ramas y paseó entre los pinos. En un claro se veía un montículo de arena y de arbustos. Allí se levantó una vez una barraca y se cultivó un huerto. Le gustaba volver cada tarde a ese sitio. Arrancó del suelo flores silvestres. «De las cenizas surgirán las flores de la vida», dijo para sí. Por el camino del Valladar discurría la procesión de la Virgen del Cristo, procedente de la iglesia de La Punta, encabezada por el padre Damián. Se podía escuchar la letanía del rosario murmurado por los fieles que se acercaban.

Se tendió sobre el manto de ramas y de arena y sacó del zurrón un libro. Eran las memorias de un francés, Alexandre Laborde, publicadas por su amigo Cabrerizo. Contaba el libro las impresiones como viajero que recorre y descubre España. La parte que leía le tocaba de cerca: «Valencia es una ciudad agradable, habitada por una nobleza opulenta, por un gran número de comerciantes ricos, un pueblo activo e industrioso y un clero morigerado... Son los valencianos afables y muy atentos con los extranjeros, francos y gastadores en demasía en objetos de piedad o de placer; lo cual acarrea grandes perjuicios, singularmente a los artesanos, de los cuales aun los que están atenidos a su jornal diario suelen gastar el domingo cuanto ahorraron la semana anterior.» Algo de verdad había en todo eso, reflexionó. En ocasiones se sentía un extraño entre los vecinos de Ruzafa, y le divertían también las observaciones y los comentarios de un escritor extranjero que le parecían los propios del naturalista que estudia tipos y costumbres familiares para él: «Las mujeres son hermosas: su talle es alto; sus ojos, grandes y rasgados, y su cutis, más blanco que en el resto de España, y tienen un carácter jovial, que hace muy amable su compañía. Este pueblo es extraordinariamente aficionado a fiestas y regocijos públicos, y en ellos muestra un ingenio e invención particulares, singularmente en las iluminaciones de las grandes fachadas. Tienen muchas diversiones ordinarias...»

Le hizo gracia eso último. Desde hacía algún tiempo, la única diversión permitida eran las ceremonias religiosas. La procesión avanzaba mientras él seguía enfrascado en la lectura. Miró de reojo hacia la columna de beatas, encabezada por el joven sacerdote de La Punta, y sonrió condescendiente. Se volvió hacia las páginas entreabiertas, dándole a los devotos la espalda. Recordó una frase oída a Cabrerizo: «Los libros son un viaje en sí mismos, se puede volar con ellos al confín del mundo o descubrir lo que te rodea.» Estaba tan ensimismado que no escuchó la voz de una de las clavariesas que estiraba del brazo a su joven compañera de procesión, una costurera de Pinedo de aspecto inocente.

—Mira, Amparín, ahí está el maestro... —dijo apuntándole con el dedo—. Ni s’agenolla davant de la mare de Déu! És el mateix diable![3]

Capítulo 3

3

Cayetano Ripoll había regresado en 1820. El primer día de ese año, el coronel Rafael del Riego había proclamado en Cabezas de San Juan, ante los soldados a punto de embarcar hacia América, «el derecho a rebelarse contra un rey que debe su trono a cuantos lucharon en la guerra de la Independencia, y que no ha jurado la Constitución».

Fernando VII había derogado en Valencia la Constitución de 1812, y había dejado en la levantisca ciudad al general Elío, su principal apoyo militar, como máxima autoridad. Este austero navarro había gobernado los años siguientes con mano dura, sin piedad, reprimiendo conspiraciones de masones y de liberales, reales o imaginarias, que pretendían restaurar el orden constitucional. Todavía estaba caliente la sangre de los conjurados de 1819, agrupados en torno al malogrado coronel Vidal. Los acusados de la conjura fueron colgados. Y una vez muertos, fusilados en sus horcas.

A principios de marzo, las buenas nuevas recién venidas de Madrid hablaban del victorioso alzamiento constitucional, y la mayoría de los valencianos se unió a la imparable oleada de la revolución. Fernando VII había jurado, con cinismo y con cobardía, la Constitución de Cádiz, la primera liberal de Europa, añadiendo a su vergonzosa defección la famosa frase de «marchemos francamente todos, y yo el primero, por la senda constitucional». Él, que había sido su principal detractor y enemigo, el que había ordenado la persecución a muerte de los partidarios de la Carta Magna, se proclamaba de pronto protector de esta ante los atónitos miembros de la Junta Provisional. Exiliados como Cayetano Ripoll comenzaron a regresar a la liberada patria, no sin cierto recelo y desconfianza. Después de seis años recorrió el país de norte a sur, alistado en una «liga de emigrados», voluntarios a favor de Riego, hasta alcanzar Valencia. Encontró la ciudad del Turia en plena efervescencia revolucionaria. En la calle de los Caballeros presenció la marcha de grupos de mujeres y hombres, de labradores que alzaban al cielo sus hoces y de antiguos guerrilleros que disparaban al aire sus trabucos. En la plaza de la Seo exigieron todos a una la dimisión del ayuntamiento absolutista, apoyados por sederos y por velluteros, comerciantes, estudiantes y ciudadanos de toda clase y condición. Estaba el pueblo harto, en 1820, de allanamientos, torturas y ejecuciones arbitrarias.

El grupo de Ripoll se unió al torrente humano que tomó al asalto la cárcel de la Inquisición. Derribaron a empujones la vieja puerta, abrieron los calabozos, rompieron las cadenas y sacaron a la luz a los presos, entre los que se encontraban personajes ilustres en la ciudad, prohombres liberales, como el banquero y comerciante don Vicente Bertrán de Lis, cuyo hijo Félix había sido uno de los ejecutados en 1819; aristócratas liberales, como el mismo don Ildefonso Díaz, conde de Almodóvar, masón del Gran Oriente, y sobre todo gente corriente a la espera de su ejecución. La multitud paseó como trofeos a los rescatados de las mazmorras, todos con el rostro deslumbrado por el sol, aunque para algunos hubiera sido mejor que los llevasen al hospital, dado su lamentable estado. Al poco de ser asaltada la cárcel, se rindieron en el ayuntamiento las autoridades municipales, y se propuso por los revolucionarios al recién liberado conde de Almodóvar como nuevo capitán general de Valencia.

Alertado por el tumulto, el general Elío había reunido desde primera hora en los cuarteles a sus fieles para presentar batalla a la horda liberal. Se encontró el general con que un gran número de oficiales y de subordinados habían desertado y le daban la espalda. Salió de todas formas a la calle, al frente de un menguado escuadrón de caballería, e irrumpió, sable en mano, en la plaza de la Seo, principal foco de reunión de los amotinados. Los más valientes se abalanzaron sobre él y sobre su escolta de coraceros en cuanto pasó bajo el arco que une la basílica de los Desamparados y la fachada de la catedral. A pesar de la altura de los caballos y de las heridas de las estocadas, los jinetes fueron desbordados por los más bravos, y de no ser por el conde de Almodóvar, que se interpuso entre los exaltados y el descabalgado general Elío, allí mismo habría sido destrozado por la multitud. El nuevo jefe de la ciudad ordenó que se respetase la vida del destituido, y que se lo recluyese en la ciudadela. Derrotado el principal enemigo de la revolución, el hombre fuerte que parecía invencible, comenzó a desatarse la euforia entre los partidarios de Riego. Los más radicales propusieron acabar con todos los absolutistas, en especial con los clérigos, aunque solo se arrojaron piedras a los curas que salían de la catedral. Se repartieron a los milicianos del recién formado ejército popular cintas verdes y encarnadas para adornar armas y sombreros. Se podía leer en ellas el lema de «Constitución o muerte», y se cantó al son del tabalet y de las cornetas una nueva marcha militar, la ya conocida como el Himno de Riego.

En medio del júbilo general, Cayetano Ripoll reconoció en medio de la plaza de la Seo, recién bautizada como de la Constitución, a Manuel Bertrán de Lis, que llevaba a su hermano apoyado en el hombro. Abrazó a quien había sido años atrás su capitán en la milicia liberal. El destino los había unido también en la guerra de la Independencia.

—¡Qué alegría! —dijo Manuel mientras tendía la mano a su antiguo subordinado—. No puedo creer lo que veo, mi querido Cayetano. Te creía desaparecido en la guerra, prisionero o muerto tras el sitio de Tarragona. ¡Qué emoción verte con nosotros!

—Yo también estoy admirado de veros, mis buenos amigos. Y, como siempre, os encuentro juntos, al pie del cañón. ¿Cómo Vicente se dejó encerrar por el tirano?

—Porque quise salvar a mi hijo. Y ellos no me dejaron, ni hizo nada el mismo rey... —interrumpió quien tenía fama de frío hombre de negocios—. No fui capaz...

—Hoy es un gran día de dicha para la patria y para todos —terció Manuel abrazando a su hermano mayor. Y el tímido Mariano y Cayetano se fundieron en el abrazo con ellos—. Adiós a la tristeza, celebremos con vino este feliz reencuentro.

Se fueron a una taberna y, sentados a una improvisada mesa, Cayetano puso al corriente a los tres hermanos de sus años de exilio. Él también se sentía emocionado ante ese giro nuevo de la caprichosa rueda de la fortuna, y brindó por ese encuentro casual. Su vida había estado ligada a los Bertrán de Lis mucho tiempo. Compartieron jarras de vino y platos de queso, mientras Manuel contaba a Cayetano cómo su familia, tras los decretos de persecución, había huido a través de Gibraltar hasta las islas Británicas.

Vicente, el rescatado de la cárcel, había regresado a Madrid demasiado pronto, por asuntos de negocios y por su hijo, y así había acabado entre rejas. A pesar de los descalabros, seguían siendo los Bertrán de Lis unos ricos burgueses. El origen de la fortuna familiar procedía del padre, don José, el desaparecido patriarca del clan, que en tiempos de Carlos IV levantó molinos y tahonas, prósperas tiendas de pan, en Valencia y provincia. A su muerte, su hijo Vicente, y en menor medida los demás hermanos, engrandecieron la herencia familiar hasta convertirla en una de las mayores fortunas del reino. Arrimados al poder, cuando no conspirando en su contra, dedicados al comercio, a los telares de seda, a la banca y, según las malas lenguas, al flete de barcos corsarios, estos ambiciosos señoritos venidos de la nada habían alcanzado el poder y lo habían perdido.

Por múltiples caminos habían amasado miles de reales, se habían arruinado y vuelto a recuperar, arrastrados por la pasión de la política. Se decía que financiaron motines y cambios de gobierno en Valencia y en Madrid. «Movían los cuartos para poder mover los hilos», decía con envidia el pueblo llano, afecto al rey absoluto. Y, de hecho, durante años invirtieron millares de reales en todo tipo de conspiraciones y conjuras, desde la de Aranjuez, en 1808, a favor del príncipe Fernando contra su padre, Carlos IV, y contra Godoy, pasando por la organización de una milicia en tiempos de la guerra de la Independencia, un auténtico ejército privado a sus órdenes. En sus vaivenes políticos se decantaron por el bando liberal, y junto a otras conspiraciones frustradas financiaron el golpe de Riego, el que ese día se celebraba por el pueblo en las calles. La mano secreta del primogénito, Vicente, se había mostrado generosa con los militares constitucionales. Era también una forma de venganza contra el absolutismo por la ejecución de su hijo.

El meu fill... No pot estar mort...

El discurso entrecortado del banquero y comerciante mostraba que la herida seguía abierta, y que sangraba aún. Había saltado desde lo más hondo su fibra sensible, lo más oculto de su alma. No era ese el momento de remover los malos recuerdos, parecía aconsejar la alegría que los rodeaba, pero Vicente lloraba. El hombre de negocios que nunca parecía conmoverse con nada pensaba en medio de la muchedumbre en su hijo Félix. El impasible y calculador comerciante, tras meses de cárcel y de aislamiento, se deshacía por dentro y abrazaba a Manuel, al que quería y rechazaba a la vez. Lo tenía como «el loco de la familia», el revolucionario radical que quería transformarlo todo. Y en el fondo, también era culpable de que su hijo, con solo dieciocho años, se involucrase en la conspiración masónica contra el general Elío, lo que le había costado la vida.

Mariano, el último de los hermanos, siempre se quedaba en un discreto segundo plano, callado y modesto, y era la viva imagen de la paz y de la tranquilidad. El benjamín de los hermanos era el único hermano sin ambición, ni de dinero ni de gloria, pero tenía el mérito de haber sabido, durante el exilio de los demás, conservar la casa de Valencia y parte del patrimonio del clan. Ya no estaban tan unidos como cuando vivían sus padres. Pero ese día se reunían todos juntos y celebraban el triunfo de Riego. Los valencianos que conocían a los tres hermanos les daban la mano. Eran los triunfadores.

—Cuántas cosas tenemos que contarnos —escuchó Manuel a Cayetano entre voces y cantos.

Salieron los cuatro para unirse a la fiesta de las calles. Un grupo de jóvenes agitaba banderas desde el ayuntamiento, tomado ya. «¡Viva la Pepa!», «¡Viva la Constitución!» se coreaba en la plaza. Se cantaba y se bailaba por todos los que antes habían estado callados. Y Vicente, a veces absorto y como enajenado, otras lúcido y sereno como solía, creyó adivinar el pálido rostro de su hijo entre los jóvenes que cantaban entusiastas el Himno de Riego.

—No llores más, hermano mío —le volvió a pedir Manuel—. La muerte de nuestro Félix no quedará impune. El cruel Elío pagará por todos sus crímenes.

Se anunció desde un balcón la caída de los últimos reductos absolutistas. Por primera vez en la historia había triunfado en España un pronunciamiento que defendía la libertad y la fraternidad, reflejadas en la Constitución redactada en Cádiz ocho años atrás, bajo las bombas de los invasores franceses.

Y Valencia entera parecía, bajo la luz intensa de esa mañana de invierno, la viva imagen de la primavera.

Capítulo 4

4

La fiesta continuó durante varias jornadas. Cuando llegó el 19 de marzo, día de San José y aniversario de la Constitución, se anunció la inminente llegada a Valencia del caudillo liberal Ascensio Nebot, apodado el Frare.

Y así se produjo el acontecimiento de su aparición, triunfal y aparatoso. Se le abrieron de par en par las puertas de Serranos, y desfiló al frente de una columna de milicianos, recorriendo el corazón de la ciudad hasta la plaza del mercado.

El famoso monje, conocido por su fama de guerrero, se pavoneaba por las calles y lucía su arte como jinete, envuelto entre la masa que le aplaudía y vitoreaba. Y es que el monje guerrero lucía a cada paso la fina montura de color blanco inmaculado, una esbelta yegua requisada de un cortijo andaluz, y mostraba a todos los paisanos la habilidad de alzar la montura de manos, remetiendo los corvejones y saltando hacia delante. El Frare sujetaba a cada trote las bridas de su montura con una mano, mientras con la otra blandía un sable que dibujaba círculos en el aire.

Y detrás, en desordenada formación, lo seguía una tropa de milicianos feroces, soldados sin uniforme, pero armados hasta los dientes. Parecía la suya una horda de bárbaros, provistos de grandes navajas, pistolas y trabucos, que desfilaba sin disciplina hasta la vasta plaza del mercado, centro de la vida de la ciudad. Pelirrojo y barbudo, el franciscano guerrillero tenía fama de bruto, y de caudillo feroz como el mismo Atila. Ni el mariscal Suchet ni su lugarteniente Mazzuchelli pudieron acabar con él en tiempos de la guerra de la Independencia. Llegó a contar en 1812 con más de cinco mil guerrilleros, y se permitió campar a sus anchas por el Maestrazgo y por la Plana de Castellón. Había arrebatado este nuevo templario a los invasores la plaza fuerte de Morella, la villa de Nules y la de Villareal, y atacado a los convoyes franceses que venían desde Aragón y Cataluña, a los que diezmó una y otra vez. Nunca lo atraparon los franceses, a diferencia de José Romeu, el guerrillero saguntino que cayó en junio de ese mismo año, y fue colgado en esa misma plaza por donde ese día se pavoneaba el Frare.

Ascensio Nebot era una excepción entre los frailes guerrilleros, porque desde el final de la ocupación francesa se había decantado por la Constitución y combatido al lado de los Bertrán de Lis, con los que había emigrado a Inglaterra. Su última hazaña había sido organizar ese batallón de voluntarios que supuestamente iban a tomar Valencia en nombre de Riego. La operación militar había sido irrelevante, pues la ciudad pertenecía ya a los constitucionales, pero su vanidad lo había llevado a aparecer de forma grandiosa y extravagante. En su figura destacaba la raída levita azul, arrebatada a un general francés, y unos faldones que recordaban los colgados hábitos. Su larga melena roja parecía una llama de sol, en contraste con el bicornio negro, calado hasta la frente. Ofrecía una estampa feroz, que inspiraba también sonrisas, una figura temible y carnavalesca a la vez.

Lo malo fue que, después del glorioso día de San José y de aquella entrada triunfal, se produjeron pillajes y asaltos protagonizados por los milicianos de Nebot, tanto en la ciudad como en las huertas de alrededor. La anarquía de los recién llegados provocó la reacción de los Bertrán de Lis y del conde de Almodóvar, próceres liberales que no querían que la revolución se les escapara de las manos. Pero cualquiera decía algo a Nebot. Unos días después, tras escuchar la crónica de los desmanes cometidos por los milicianos, Manuel Bertrán de Lis comentó en el ayuntamiento la necesidad de disolver las partidas y de organizar un verdadero ejército liberal. Vicente, el juicioso hermano mayor, ya recuperado de las emociones vividas, elegido edil liberal, volvió a representar su papel de hombre moderado y llevó la cuestión a una sesión del pleno del ayuntamiento.

—Los hombres de Nebot campan a sus anchas —expuso ante los representantes de los ciudadanos—. Saquean el oro de las iglesias y las casas de los realistas, y manchan de esa forma el nombre de los liberales. Nosotros no somos los bandoleros absolutistas de Jaume, el Barbut. Luchamos por una causa justa, basada en la razón y en la libertad. Creemos que la libertad es posible, y que no se puede confundir con el libertinaje...

—¡Venganza y muerte para los serviles! —replicó Manuel Bas, edil del bando radical—. Durante años, los absolutistas han cometido tropelías y barbaridades contra nosotros. ¿No recuerda ya la muerte de su hijo Félix? ¡Que sepan que vamos a por ellos!

—¡Nada de eso! —cortó el edil conservador, elevando el tono de voz—. No le permito a usía que mente a mi hijo, que en gloria esté, ni que utilice su memoria de excusa para justificar la anarquía. Lo que hace falta es reinstaurar entre todos el orden constitucional. ¡Regresemos todos juntos al espíritu de Cádiz! Allí se formó un sistema de gobierno representativo y se proclamó la libertad, con lo cual vino a reanimarse el espíritu decaído del país. El orden y la libertad no están reñidos y, aunque la nación se encuentre infestada de absolutismo, es necesario que se sujete a los facciosos mediante el imperio de la ley. Pongamos en práctica nuestra Constitución, que el rey ha jurado, aunque sea para salvarse, y organicemos la milicia nacional.

—¡El Rey Felón, que trague con la Constitución! —se escuchó a coro desde los bancos radicales—. ¡Que la trague! ¡Trágala! ¡Libertad o muerte! ¡Al Frare no se toca!

Vicente Bertrán de Lis se presentaba, a sus cuarenta y cuatro años, como un zorro viejo, ducho en contiendas verbales, desde que se iniciara en política quince años atrás. Propuso una solución salomónica, un punto medio entre facciones liberales: Nebot sería nombrado brigadier de la milicia nacional, aunque subordinado a su hermano Manuel y al conde de Almodóvar. Se le darían grandes poderes en el campo y en la montaña. La propuesta se aprobó no sin discusión en el pleno, con el voto de la mayoría.

Era buena noticia la paz entre liberales. Sobre todo, para Vicente. La prosperidad económica solo podía llegar de la mano de la estabilidad política. Los negocios necesitaban paz para crecer. Cuando las aguas de Valencia se apaciguaron, el primogénito de los Bertrán de Lis se trasladó a Madrid. Cerca de la Corte se podía mover mejor un hombre astuto como él. Se instaló de esa forma en la capital y consiguió pronto la adjudicación por parte de la Junta Provisional de diversos contratos de suministros a sus nuevas compañías mercantiles, ratificados por el nuevo gobierno en julio de ese mismo año de la revolución. Manuel visitaba con frecuencia a Vicente, al que encontró convertido en banquero del rey. Le sorprendía su obsesión por enriquecerse a toda costa.

—Todo lo hago por la memoria de nuestro Félix. Y por la Constitución.

Pero a Manuel no lo convencía su hermano, ni los negocios que cerraba, ni sus componendas. Lo veía capaz de pactar con el mismo diablo, o con el propio rey, para sus fines, enredado en la telaraña del poder y del dinero. De hecho, el apurado gobierno liberal pidió ayuda económica a don Vicente, que ofreció los fondos que quedaban de su fortuna puesta a salvo en Inglaterra, y con un empréstito de 280.000 reales evitó así la quiebra del reino, operación con la que aumentó su influencia en la Corte. Vicente pasó entonces de liberal perseguido a banquero de la casa real. Manuel creía, en cambio, en la revolución total y en el derecho a gobernarse a sí mismo por parte del pueblo.

La filosofía práctica de Vicente acallaba el idealismo de Manuel. «El mundo lo ha movido y lo moverá siempre el dinero —le dijo una vez más a su hermano cuando fue a visitarlo a Madrid, ofreciéndole una copa de chinchón—. Y la libertad civil es el modo de conseguirlo por todos. Libertad de comercio, sin trabas, sin privilegios feudales, para hacer negocios como sea.» En eso consistía su idea de revolución. Esas ideas habían hecho prosperar a Inglaterra y a la nueva república de Estados Unidos. «¿El gobierno del pueblo para el pueblo? Sí, pero, sobre todo, para quien sabe hacer dinero —le explicaba con desdén a su idealista y soñador hermano—. Si una familia de horneros como la nuestra puede enriquecerse, eso significa que la riqueza se encuentra al alcance de todos. La felicidad puede conquistarse por ese camino.» Así pensaba el mayor de los Bertrán de Lis.

Vicente se volcó en la alta política, y en Valencia repartió el poder entre el conde de Almodóvar y liberales acaudalados. Mientras los constitucionales intentaban gobernar en las ciudades, los absolutistas comenzaron a organizar partidas armadas en el campo. A Ascensio Nebot se le dio manga ancha para limpiar los montes de Alicante y de Castellón de absolutistas, y a trabucazos envió así al cielo a muchos «feotas», o sea, a los «soldados de la fe», como eran motejados los apostólicos absolutistas por parte de los liberales. En las tabernas y fondas de Madrid, de Barcelona, de Sevilla, se cantaba el Trágala y coplillas contra la Iglesia y el rey: «Ese narizotas Cara de Pastel / a blancos y a negros / nos quiere joder

Existía en toda la nación una mezcla de euforia y de inquietud. El pueblo no sabía, no había sabido nunca, qué era la libertad. La situación, para el arzobispo de Valencia, como la mayoría de los prelados de España, resultaba intolerable. «El caos y la anarquía despedazan esta católica tierra. Ni a Dios, ni al rey, se respeta ya, ¿qué más afrentas tendrá que sufrir nuestro pobre monarca?», se lamentaba, indignado, en sus pastorales.

Capítulo 5

5

La libertad tenía que defenderse con las armas. Y Cayetano Ripoll se alistó, como convencido liberal que era, en la milicia nacional. Manuel Bertrán de Lis partió hacia Madrid, llamado por Vicente, y Mariano, el menor de los hermanos, organizó unas milicias para patrullar por la huerta y por los alrededores de Valencia. Cayetano Ripoll, como tenía probada experiencia militar, fue aceptado entre sus filas y se le dio el mando de un pelotón. La paga era escasa, pero le daba para vivir. Se había instalado por entonces en una habitación del barrio de pescadores, el más pobre de la ciudad, el de las prostitutas y los maleantes, muy cerca del convento de los franciscanos.

En una de las rondas que hacía con los milicianos pasó por La Punta, al sur de Ruzafa, muy cerca del mar. Era un día claro de septiembre, y detuvo a su patrulla al lado de una alquería en ruinas, a la sombra de un olivar. El lugar era conocido como el de «la alquería de los escolapios». Un cura rollizo, que se presentó ante ellos como el párroco de Ruzafa, descansaba de recoger en capazos los cascotes y las piedras de los muros, ayudado por unos vecinos. Se lamentaba del abandono del caserón donde se alzó un día una escuela pía. Lo ayudaba en su tarea un hombre de unos cincuenta años, de nombre Josep, apodado l’Arrosser,[4] junto con otros huertanos. Al hacer una pausa para beber agua y para descansar, Josep contó a Ripoll y a sus hombres que él fue guerrillero en la partida de José Romeu, en tiempos de la Guerra del Francés, y también en la de Ascensio Nebot. Y contó que ese curita mofletudo que habían conocido, don Vicente Record, también había combatido en las filas de Nebot. Aunque al párroco de Ruzafa no le gustaba nada hablar de esas cosas. «Que no se entere el obispo», suplicó a los presentes, mientras escuchaba las risas de Josep Vivó y de los huertanos ante la indiscreción sobre su pasado revolucionario. Ordenó Ripoll a sus hombres que, como parte de sus deberes con el pueblo, ayudasen a recoger las tejas y los cascotes del caserón, que había quedado muy dañado por un reciente temporal de levante. Cuando estaban trabajando codo con codo, les contaron que esa casa había sido utilizada por los franceses como cuartelillo.

—Podría servir de refugio o de silo de arroz —dijo Josep.

—Una escuela para La Punta, eso sí que sería algo grande —escuchó que decía una mujer que acompañaba a aquellos huertanos.

—¿Una escuela? ¡Imposible! —se lamentó en voz alta el sacerdote—. Ni hay dinero ni el arzobispado permitirá una nueva escuela en este rincón alejado de Dios.

—¡El culo de Ruzafa, padrecito! —comentó con sorna l’Arrosser—. La partida del Perú y La Punta son, para los de arriba, el fin del mundo. Y si este sitio no es bueno para los curas, solo valdrá para guardar borregos.

A mediodía apretaba el calor y volvieron todos a descansar. Fueron más mujeres las que les llevaron pan, queso y agua, lo que no pudo evitar las miradas pícaras del grupo de hombres. Cayetano se fijó en la mujer morena que había hecho antes el comentario sobre la escuela. Ella le ofreció vino de un pitxer y unos limones. Dijo que se llamaba Mariana, que era lavandera y que su hijo, de doce años, se llamaba Joanet. Vivía al lado de la acequia de Na Rovella y ayudaba en sus tareas domésticas al párroco. «Si se levantase una escuela para los chicos de La Punta, sería algo grande», resonó en su interior. A Cayetano le gustaba esa mujer, que hablaba con desparpajo y que acompañaba sin temor a los hombres. Al caer la tarde había terminado el grupo de civiles y de milicianos de limpiar de escombros y de tejas rotas. Las paredes de la vieja alquería se veían desnudas, agrietadas y con agujeros, pero podía levantarse otra vez un edificio allí. Al anochecer partieron los milicianos, con Ripoll al frente. Antes, pidieron a los vecinos que los avisasen en el caso de ver bandidos absolutistas por La Punta.

Cuando Cayetano se retiró a su solitaria habitación, lo visitaron los recuerdos de años atrás. Había vivido en aquel rincón de Ruzafa, y allí había vuelto sin querer. Fatigado pero feliz, se durmió en su jergón. Soñó con el mar y con la sonrisa de la mujer que había conocido, y recordó al despertar las palabras que ella había dicho. Pasaron varios días. Tuvo su patrulla algún encuentro armado con roders, bandidos de la huerta, en el Horno de Alcedo, y cada noche volvió a soñar con el viejo caserón derruido. Se informó de quién era el dueño de la tierra que lindaba con la alquería, que él conocía bien. Sacó de debajo del colchón todos los ahorros que tenía como miliciano, más lo que había traído de cuando vivió en Francia, y pidió algo de dinero a Mariano Bertrán de Lis. Buscó una tarde que tenía libre al agricultor que había conocido en la alquería de los escolapios. Josep Vivó le vendió barato ese terreno yermo, unas fanegadas lindantes con la alquería en ruinas.

Una fuerza irresistible lo impulsaba hacia esas dunas y hacia los matorrales abandonados. Quería vivir allí, en ese lugar, pero también tenía que cumplir con sus deberes castrenses. Hubo entonces un golpe de suerte en su vida. Se asignó el mando de su batallón a un oficial que era conocido porque además era un librero y editor muy importante en Valencia. Su nuevo teniente se llamaba Mariano Cabrerizo. Le contó la idea de instalarse en un rincón de la huerta y de ayudar allí a levantar de sus ruinas una escuela. El librero lo escuchó con atención y le dio permiso para cambiar de residencia. Comenzó así a levantar las paredes de adobe de su barraca. Sacó barro del marjal próximo, lo coció, puso la capa de paja entretejida del techo. Se sentía como una golondrina de las que cada primavera hacían sus nidos con el barro de la albufera. En sus ratos libres, arrancó las malas hierbas y sembró semillas. Era esa una tierra abandonada pero fértil.

El teniente Cabrerizo cogió afecto a su subordinado. Un día le enseñó la tienda de libros que tenía cerca de la iglesia del Patriarca. Él servía a la causa como miliciano, pero ante todo era un hombre que servía a la patria en la paz. La lucha por el progreso de la humanidad se desarrollaba para él en dos frentes, como en la cervantina disputa entre las armas y las letras. La suya era una de las librerías mejor abastecidas de España. Rebosaban sus anaqueles y estanterías de novelas, poemarios, libros de viajes, manuales de medicina y de botánica, de ciencia y de religión. Cabrerizo vendía libros en su tienda y los imprimía en la trastienda. El duro trabajo y la ilusión que ponía en su tarea le había hecho prosperar, incluso se podía decir que había logrado levantar con el negocio de los libros, algo muy novedoso en esos años de libertad, una pequeña fortuna. Mucha gente podía comprar algo que estaba prohibido en otro tiempo. Un día le enseñó las máquinas y las planchas del taller. Era maravilloso ver cómo sus empleados conseguían unir uno a uno los caracteres puestos al revés, letra a letra, y cómo se construía así cada palabra y cada frase, cada página en negro sobre blanco, impreso en el papel. Era algo mágico presenciar cómo nacían los libros, contemplar cómo se agrupaban y se encuadernaban las páginas, se colocaban las tapas de cuero y se veía el tomo acabado en las estanterías.

Conoció también Ripoll esos días a don Vicente Salvá, un joven catedrático de Griego, competidor de Cabrerizo desde su librería de la calle de San Vicente, al que envió su teniente a «espiar qué obras nuevas había traído de fuera». Las traducciones de obras extranjeras, antes prohibidas, alternaban en las dos librerías con clásicos españoles. Lord Byron compartía el traducido El corsario con poemas satíricos de Quevedo y ensayos de Gracián; cuentos infantiles de Grimm con comedias de Moratín y ediciones ilustradas por Gustavo Doré del Quijote o de la Celestina. Hasta se podía encontrar en sus anaqueles la traducción Du Contrat Social, de Rousseau, del argentino Mariano Moreno, obra antes perseguida que, a pesar de ser para lectores sesudos, se agotó a los pocos días de su puesta a la venta. Cabrerizo cuidaba de que en su tienda también hubiera tratados de teología y vidas de santos, como la de san Vicente Ferrer.

Junto a la proliferación de libros, en Valencia se multiplicaron las gacetas y los diarios, amparados por la recién nacida libertad de imprenta. Se abrieron veintiséis diarios en unos pocos meses, que se vendían por unos cuartos en las boticas de la plaza de la Constitución y en los establecimientos de la calle de la Carda. Manuel Bertrán de Lis, que iba y venía de Madrid, fundó en Valencia varios periódicos. Primero, El Redactor Constitucional, al que siguió el satírico El pobrecito holgazán, y luego, El Descamisado, a los que se oponía el diario reaccionario El Fernandino y el conservador Diario de Valencia. Jamás había circulado tanta prensa ni se habían leído tantas opiniones impresas. El pueblo quería aprender, y pedía, a los pocos que sabían, que les leyesen los papeles. Fue en una tertulia del Café de Félix, en la calle Zaragoza, organizada por el impresor Orga, en la que se llevaba a cabo una lectura pública de El Diario de la Ilustración Pública, donde Cayetano Ripoll se percató de que su misión no podía quedarse en la de miliciano nacional. No se podía doblegar el fanatismo solo con las armas ni con ardorosos discursos de tertulia. El pueblo era ignorante y analfabeto. Los labradores, sus mujeres y sus hijos eran carne de cañón en la guerra y esclavos en tiempos de paz. No habría nunca libertad sin instrucción.

Como decía Cabrerizo, el pueblo no necesitaba una libertad impuesta por los milicianos nacionales, sino que aspiraba a conocer los bienes de la Constitución, inspirada en las ideas ilustradas y en la vocación de progreso. A instancia de él y de Manuel Bertrán de Lis se organizaron tertulias para comentar y difundir las ideas de igualdad entre los hombres y sobre el derecho de los pueblos a gobernarse a sí mismos. Se podía debatir en esos encuentros cualquier opinión, mientras se preparaban las primeras elecciones de diputados a las Cortes y se tomaba una taza de café o un vaso de aguardiente.

Las logias y las sociedades patrióticas, antes secretas, dieron paso a las tertulias y a los debates abiertos en los cafés y en los ateneos. Se fundó en el reconstruido edificio de la universidad por los Bertrán de Lis, junto con Mariano Cabrerizo, la llamada Sociedad Patriótica. Y por las tardes los ciudadanos podían sentarse a tomar una limonada o un vino en lugares públicos, incluso acompañados por mujeres tocadas con sombrero, y reunirse en terrazas soleadas, como la del Café de la Glorieta de la calle del Mar, para escuchar los versos de algún poeta como Juan Nicasio Gallego o Ramón López Soler, o el discurso de un improvisado orador, con quien se podía debatir sobre cualquier tema divino o humano, por extravagante que fuera, a imitación de La Fontana de Oro, el famoso café de la Puerta del Sol. Después de siglos de terror, el viento de la libertad recorría las calles y las plazas, como el aroma del azahar en abril, junto a las notas del Himno de Riego, compuesto por José Melchor Gómez, músico de Onteniente.

En las tertulias, por otra parte, se podía escuchar a toda clase de iluminados. Aquella tarde en la Sociedad Patriótica tomó la palabra un joven de acento italiano; un tal Pechoni, perteneciente a los llamados carbonari,[5] carbonarios desembarcados en Valencia procedentes de Nápoles. Hablaba el apuesto italiano, moreno y de perilla negra, con encendido verbo, del ideal de la revolución y de la venida próxima de una sociedad perfecta. Cayetano recordó que unos minutos antes, cuando desmontaba en la calle de las Comedias, había visto a un niño de unos diez años cargado con un capazo de excrementos de los caballos de la ciudad para venderlos como abono a los agricultores de la huerta. El oficio de femater era común entre los niños pobres: les permitía llevar unos cuartos a sus padres. «¿De qué servían esas tertulias?», pensó. Se puso el orador a perorar sobre Émile ou De l’éducation, obra poco conocida de Rousseau sobre la educación de los jóvenes. Cayetano recordó sus años en Francia, y a los amigos filántropos masones en cuyas tenidas o reuniones se planteaba otra revolución en Francia, como la de 1789.

—¡Maldita sea! —dijo mientras se levantaba de su asiento, indignado ante el discurso del demagogo que esperaba el aplauso—. Pura palabrería hueca. ¡Vete a enseñar a los niños lo que crees que sabes! Solo la instrucción universal permitirá el sufragio universal del que cacareáis tanto. Esa será la auténtica revolución. ¡Pongámonos manos a la obra!

Cayetano salió del paraninfo de la universidad. Y pensó que era el momento de emprender el sueño de su vida. «¿Por qué demonios no levantar la escuela de primeras letras?» Esa era una de las buenas intenciones de la Constitución de 1812 que no se habían aplicado nunca a lo largo de la breve vigencia. Un artículo suyo hablaba de esas escuelas de primeras letras que, al margen de las de la Iglesia, debían llevar la instrucción a todos los niños. Se detuvo ante las ruinas de la vieja alquería. Él no tenía hijos, quizá ya no los iba a tener nunca. Pero su destino podía ser el de educar a los hijos de los demás. Sería su granito de arena para liberar a los futuros hombres de la opresión y de la ignorancia.

Al día siguiente se presentó en la iglesia parroquial de Ruzafa. El padre Record pensó al principio que el hombre que conocía como miliciano nacional irrumpía allí para asustarlo. Cayetano, en cambio, le habló de la escuela de la partida del Perú. El cura mostró sus recelos, sabía que a sus superiores no les haría demasiada gracia una escoleta no llevada directamente por un prelado de la Iglesia, pero pensó que ese hombre, revolucionario sin duda, tenía un aire noble y sincero, y que podía hacer algo bueno por la comunidad de la partida del Perú. Faltaban maestros en España. El miliciano era un hombre muy leído y podría servir de maestro mientras llegaba otro menos peculiar. Ante la insistencia del miliciano y ante su predisposición a sufragar o a recolectar el dinero que hiciera falta, y la oferta de poner sus brazos en la reconstrucción de la alquería abandonada, el padre Record lo escuchó y a los pocos días se puso manos a la obra en lo que le pedía.

Como se requería la autorización de los escolapios, el padre Record redactó la solicitud al arzobispo y se presentó en el Palacio Episcopal. Fuera aguardaba impaciente el miliciano nacional. Lo recibió un dominico de hábito blanco, el de los miembros del abolido Santo Oficio. Conoció entonces a Miguel Toranzo y Ceballos, antiguo inquisidor de Barcelona, hombre enjuto y seco, de cabeza rasurada y mirada oscura. Le produjo gran inquietud ese hombre distante, que ejercía de secretario del arzobispo y que apenas le dedicó una mirada de desprecio. La propuesta de levantar una escuela nueva en Ruzafa, entre la iglesia de La Punta y Pinedo, apenas fue escuchada por don Veremundo Arias. Ocupado en otros asuntos, despachó rápidamente al párroco, firmando el nihil obstat a la escoleta, sin leer la solicitud, pues lo que le preocupaba era acabar en la cárcel o en el destierro. ¡Bastante guerra tenía con los liberales! Se estaba debatiendo por las Cortes la abolición de los diezmos eclesiásticos y la desamortización de los conventos con tierras baldías. «¿Cómo mantener en el futuro a la Iglesia? ¿De qué vivirían los clérigos arrojados de sus conventos?» Después de todo, no pedía un real aquel curita. Cuando salió del palacio, el padre Record entregó a Cayetano la autorización sellada por el arzobispo. Desde una ventana, Miguel Toranzo los observó tras los visillos, intuyendo la amenaza en ese abrazo. El diablo liberal campaba a sus anchas.

Ripoll contó con Josep Vivó, el cual, pasada la cosecha del arroz, se puso con él y con otros voluntarios a reconstruir la vieja alquería de los escolapios. Y contó también con la dispensa de servicios como miliciano, que le otorgó generoso don Mariano Cabrerizo, que no era exigente con alguien tan cercano a sus principios y a sus ideales. Junto al agricultor iban en su tartana dos jóvenes que le llevaban de sus campos el barro sobrante del cultivo de los planteles de arroz[6] y las cañas mezcladas con adobe para los muros. Fueron así ensamblándose el armazón de las vigas y de las costillas de madera, se rehicieron los muros rotos y el tejado volado, y se cubrió con una verde parra el porche.

L’Arrosser tenía la piel tostada y lucía un pañuelo carmesí sobre su cabeza. Había prosperado con la abolición de los señoríos, haciéndose propietario de los campos que cultivaba, aunque siempre vestía un humilde blusón, y en los días de fiesta, el saraguey. Era padre, a sus cincuenta y tres años, de dos hijos varones y de una hembra, y abuelo de tres nietos, que iban a ser los primeros alumnos del nuevo maestro, que solo pedía como jornal la voluntad. Había nacido en la pobreza de una familia de trece hermanos, la mayoría de los cuales habían muerto de hambre, cuando no por las fiebres tercianas, y sobrevivido a todos los males, incluido el bayonetazo de un fusilero francés en 1808. Gracias a la desamortización compró unas tierras baldías que había convertido en arrozales. El arroz era el futuro. Sus manos eran su riqueza, el trabajo de sol a sol, con las pantorrillas hundidas en el agua desde la plantà en mayo hasta la siega en septiembre, aterrando tancats con capazos de tierra del interior. Y luego, cuando acababa la siega, separando la cáscara del grano para llevar después los sacos del arroz descascarillado al mercado de Valencia. Legaría a sus hijos esa tierra, sí, aunque lo que más quería era que sus nietos acudieran a la escuela para que no fueran tan brutos e ignorantes como él.

Otros vecinos de La Punta y de la partida del Perú ayudaron a enjalbegar las paredes de un blanco que hería los ojos, y un carpintero de Castellar regaló de su taller las sillas y los pupitres. Mariana Gabino, con otras mujeres, barrió el polvo y fregó el suelo rojo, y pulió los azulejos colocados por Cayetano y por Josep. Y vino poco después de la Navidad el padre Record a derramar agua bendita en las paredes de la vieja casona, devastada por el tiempo, convertida con el sudor de unos hombres en la más bella escuela de Ruzafa.

Capítulo 6

6

El 20 de enero de 1821 se abrió La Escoleta. A la inauguración de la barraca de dos pisos y ocho costillas vino el alcalde liberal, el abogado don Pedro Cabanes. Ruzafa acababa de ser declarada villa independiente, y en el acto estuvo también el médico de la partida del Perú, don Juan Puchades, que lucía la escarapela roja de los moderados. La escoleta había sido levantada con ayuda de los vecinos, aunque algunos mostrasen recelos acerca del maestro, un forastero de acento molt tancat.[7] Mariana Gabino repartió limonadas y unos dulces hechos por ella misma, y el padre Record, panecillos, coquetes de la tahona de Salvador Roig, cercana a la plaza del mercado. Josep Vivó puso el vino y la música, en forma de dulzaina, y el mayor de sus hijos cantó una rondalla y luego invitó a varias muchachas, parientas de las madres, a bailar una jota valenciana en el porche. La presencia del párroco aportaba al acontecimiento cierta solemnidad. Al padre Record no le iban las ceremonias ni los discursos, aunque sí merendar panecillos y pequeñas fiestas populares como aquella.

Los que no pudieron asistir fueron Vicente y Manuel Bertrán de Lis, ni Mariano Cabrerizo. En la misma fecha se celebraba el aniversario de las ejecuciones del coronel Vidal, de Félix Bertrán de Lis y de Diego Calatrava, junto a otros conspiradores, cuyos restos fueron desenterrados del barranc del Carraixet,[8] el lugar de los ajusticiados, para sepultarlos en el cementerio nuevo, más allá del convento de Jesús, rindiéndoles los honores que merecían unos mártires de la libertad como aquellos. El acontecimiento llenó de emoción a los presentes, y algunos grupos se dirigieron a las puertas de la ciudadela, donde se encontraba preso Elío hacía casi un año, aún sin juzgar, para exigir su cabeza.

El conde de Almodóvar sacó a la calle a los miñones para contener a los exaltados. «¿Querían proteger al tirano?», gritaban los manifestantes mientras arrojaban adoquines contra los uniformados. Los liberales se dividían en dos bandos: los moderados, masones de la «sociedad del anillo», que pretendían cambiar la sociedad mediante leyes, y los exaltados, que se agrupaban en «sociedades de comuneros», inspirados en Padilla, el héroe del siglo XVI contra Carlos I. Los moderados eligieron el lema de «Constitución y orden». Llevaban un pañuelo rojo colgado del cuello. Para los exaltados la revolución implicaba la abolición de todo lo anterior, acabar con los reyes y los nobles, imponer el sufragio universal y la desaparición de los diezmos y de los señoríos feudales. Su símbolo era un pañuelo verde, y su lema, «Constitución o muerte». Un día apareció una pancarta comunera en la torre del Miguelete: Tan alt i fadrí que sóc / no m’han posat llista verda. / ¿Açò és la Constitució? / ¿O només és una merda?[9]

Ripoll se propuso hacer la revolución por su cuenta. Quería dedicarse por completo a su escuela. El librero comprendía el empuje de su subordinado. A él le hubiera gustado dimitir también de sus numerosas obligaciones y dedicarse solamente a los libros. Firmó la autorización a Cayetano para licenciarse, pidiéndole que, en caso de emergencia militar, estuviera dispuesto a reincorporarse a la milicia nacional.

A lo largo de las semanas siguientes el librero se presentó en la escuela de Ruzafa, para ver cómo iba el experimento, con las alforjas de su caballo cargadas de libros. Manuales de álgebra y gramática, con las tablas para los verbos y las reglas de sumar y de multiplicar, pero también libros de cuentos. Algunos editados por él, otros importados para ser vendidos. Le regaló una colección de las Fábulas y de la Vida de Esopo, y de las adaptaciones hechas por La Fontaine, traducidas por Bernardo de Calzada.

—No te lo vas a creer, pero a Calzada —le comentó al maestro sentado en el porche de la escuela—, un capitán del ejército español, hombre leído y además patriota, la Inquisición lo persiguió por estas traducciones hace unos años. Me gustaría contactar con él, no debe de ser demasiado mayor todavía. Le quiero proponer una nueva publicación...

—Parece mentira —asintió Cayetano— que a hombres ilustrados como el tal Calzada se los haya perseguido y encarcelado en este país.

—¡La historia de España! No sé si por envidia o por mezquindad, en nuestra tierra la inteligencia ha sido siempre sospechosa de alta traición. Por eso tenemos que aprovechar esta época nueva, gracias a la Constitución de Cádiz —dijo mientras su vista se perdía en el mar—. Ahora, se podrá leer y publicar por fin toda clase de libros.

—No sé cómo agradecerte tu regalo..., lo primero será que los chicos aprendan a leer.

—Hasta los más brutos disfrutarán con las Fábulas literarias de Tomás de Iriarte y con las de Félix de Samaniego... Aprender puede ser algo divertido. Yo estaba destinado a ser un baturro destripaterrones. En Calatayud mi padre era agricultor, y quería que le ayudase en el campo. La suerte fue que a los once años me dieron ocupación en la librería de un pariente. Leí en un libro de Kant, un filósofo alemán, que el hombre es el fruto de la educación que recibe. Por eso cuentas con mi apoyo...

Cabrerizo estaba entusiasmado de cuanto iba a publicar, y orgulloso de su trayectoria como editor, aunque tenía la espinita de no ser escritor. Conocía a los autores del momento: al duque de Rivas, al poeta Quintana y a Argensola, y a todos los que pugnaban por hacerse oír en tertulias y representar sus obras dramáticas en los teatros de las grandes ciudades. Había avidez por descubrir textos nuevos entre sus lectores y suscriptores, después de tantos siglos de censura. Ya no le hablaba el teniente de la milicia; hablaba el amigo que comprendía y apoyaba sus sueños.

—Además de enseñar a leer, toda fábula tiene una moraleja —comentó Ripoll.

—Sí, aunque no hay que exagerar —le replicó el impresor—. Para algunos filósofos, como Rousseau, las fábulas ensalzan la astucia de la zorra, o la ferocidad del lobo, y desprecian la inocencia de otros animales, como los corderos y las gallinas.

Pasaron esa tarde y otras muchas hablando de los libros y de las historias que podían servirle al maestro. El librero le habló de un libro de cuentos alemán, Kinder und Hausmärchen, que se podría traducir como «Cuentos para la infancia y el hogar», escrito por unos hermanos, los Grimm; un libro único para niños y adultos. Le habló de Hansel y Gretel, dos pequeños perdidos en el bosque. Y de una niña, llamada Caperucita, que casi era devorada por un lobo al que vencía, y de una muchacha llamada Cenicienta... Cabrerizo invitó al maestro a participar en las tertulias de la Sociedad Patriótica. Le presentaría a jóvenes poetas, de los que se llamaban a sí mismos «románticos», que aspiraban a cambiar el mundo. Cayetano le dijo que quizás acudiría, aunque no se consideraba nadie en ese mundillo. Solo aspiraba a enseñar lo poco que sabía a los niños de Ruzafa.

Se extendió en poco tiempo la fama del Polserut. Se comentaba su forma de enseñar, paseando por el camino del Valladar hacia El Saler, enseñando botánica con un ejemplar de Cavanilles sobre las distintas plantas y las hojas de los arbustos, las virtudes del romero y del espliego. La naturaleza era su escuela. Y contaba emocionantes historias sobre las grandes culebras escondidas entre las dunas y los carrizos de la albufera, coto de caza de los reyes. También les contaba a sus alumnos que no se acercasen demasiado a los marjales y a los planteles de arroz, porque según Cavanilles existía relación entre las fiebres tercianas, el agua corrompida y el vapor de las miasmas.

Otras veces les hablaba de la historia de la tierra que pisaban, de los antiguos íberos, de los romanos, y de los árabes, que habían convertido terrenos baldíos en ese vergel de rosales y arrayanes. En una ocasión llevó a los muchachos hasta la plaza del mercado, ante la iglesia de San Valero Obispo y San Vicente Mártir. Muy cerca de allí, les contó, estuvo a punto de morir por la flecha traidora de un cadí el rey Jaime I el Conquistador, y en una cercana alquería árabe se le había rendido Zayyan, el último rey moro de Valencia. El padre Record, que presenciaba la clase al aire libre, los invitó a la iglesia parroquial.

Elevado en el púlpito se puso a referir el párroco la historia de los santos patronos de Ruzafa. No era poca la piedad y el valor demostrado en tiempos de los romanos y de su cruel gobernador Daciano por san Valero, obispo y patrón de Zaragoza y también de Ruzafa, del que se decía que tartamudeaba, lo que le valió la salvación y su mera condena de destierro. En cambio, la elocuencia de su joven diácono, llamado Vicente, que habló a los valencianos sobre la caridad cristiana, le granjeó el cruel martirio y la muerte. Y también la santidad. El nombre del santo, patrón de Valencia, debían guardarlo los escolares como ejemplo de oratoria y de defensa de la fe cristiana en tiempos paganos. Cuando Cayetano comenzó a escuchar la diatriba del padre Record a favor del martirio, abandonó los bancos de la parroquia y, sin santiguarse ni postrarse ante la Virgen ni ante la imagen de san Blas, salió a la plaza del mercado.

Al terminar la explicación a los escolares, el sacerdote advirtió la ausencia del maestro. Le recriminó que no hubiera estado durante su relato de la vida de los patrones de la parroquia. Cayetano se encogió de hombros. Le dijo que comprendía que, como sacerdote, intentase convencerlos sobre las bondades de la palabra y de la predicación, pero no estaba de acuerdo en la glorificación de la muerte y del martirio.

El padre Record se quedó pasmado. ¿Y si fuera, como decían muchos, un pecado aquella escoleta? ¿Y si lo que decía el arzobispo fuera verdad?, pensó mientras se alejaba el maestro con sus alumnos por una vereda hacia la partida del Perú.

Capítulo 7

7

Mariana se empeñó en aprender a leer. El maestro comía el habitual plato de arroz o una sopa de verduras, en presencia de Joanet. Y al acabar, el muchacho leía el Diario de Valencia. Mariana protestaba porque no existiera una escoleta para niñas.

—Yo quiero leer. ¡Y ser maestra como usted!

—Pues no estaría mal. ¡Una mujer que enseñase a unas niñas! ¡Cómo me pondrían las comadres si yo metiera a alguna en mi clase!

Lo había dicho encogiéndose de hombros, sin rechazar ni dar alas a la descabellada propuesta. A Cayetano le atraía la idea de fundar una escoleta para niñas, a pocas varas de la suya, con la aprobación de los vecinos de la partida, pero ese sueño parecía muy difícil. Los padres de la huerta no dejarían que sus hijas, destinadas a casarse y a tener hijos, o como mucho a trabajar de costureras en un taller de seda, asistieran a sus clases.

Mariana aprendía de Joanet, al que preguntaba por las letras y sus formas, y le hacía repetir las lecciones de Ripoll. Al principio, se hacía un lío con lo poco que sabía de castellano y el valenciano que hablaba normalmente, pero nada ni nadie era capaz de evitar su progreso en la lectura, con tanta velocidad como su hijo. No en vano era una mujer de armas tomar, que había luchado contra todo desde que dejó bruscamente de ser niña. Se esforzaba en descifrar las letras por las tardes por el pequeño huerto, cargada de ropa de los vecinos en un canasto, mientras leía en voz alta páginas arrugadas de los diarios que Cayetano traía y, a lo mejor leía a su padre, el pobre Il·luminat, que apenas balbuceaba unas palabras, salvo las de una oración entre dientes, los titulares sobre los sucesos ocurridos en Valencia hacía ya varios meses, y hasta las sátiras que escribía Manuel Bertrán de Lis en El pobrecito holgazán contra los absolutistas, a las que le replicaba desde las reaccionarias páginas de El diablo predicador su director, que no era otro que el abogado y capitán de artillería Anastasio Navas, que atacaba con virulencia a los liberales, acusándolos de sembrar la anarquía en España.

Mariana no solo había aprendido a leer diarios y periódicos, sino que opinaba sobre los asuntos de política que agitaban Valencia, tan próxima de la partida del Perú y a la vez tan lejana. «Mejor no saber demasiado de política», le contestaba con sorna el maestro. Pero ¿era cierto lo que decían los realistas de que había que acabar con la Constitución, que era la causa de todos los males?, insistía ella. «Bastante consentidos se encuentran los enemigos de la Constitución que la critican. Gracias a su generosidad, ellos se pueden expresar con libertad a su amparo.»

Y es que las palabras a veces eran el preámbulo de las manos en las disputas políticas. Se habían producido numerosos incidentes los últimos meses entre artilleros y milicianos, con varias muertes de unos y de otros. El conde de Almodóvar a veces se decantaba por aplicar la ley a favor de los liberales, y otras de los absolutistas, lo que le granjeó la enemistad de todos. Se cocían conspiraciones absolutistas, en especial en el cuartel de artillería de la plaza de las Barcas. Se rumoreaba que los días de la Constitución estaban contados, y que pronto saldría de la ciudadela Elío para reinstaurar a Fernando VII en su «poder pleno», como lo hizo en mayo de 1814.

El 17 de marzo se produjeron enfrentamientos violentos en los que se vio involucrado el propio Mariano Cabrerizo, que había intentado contener a unos exaltados liberales que pedían asaltar la ciudadela y dar muerte al general, cuya sombra seguía amenazando la libertad. Cayetano supo de la noticia por el propio Cabrerizo, que le recordó la promesa hecha por el maestro al editor de reincorporarse a la milicia nacional si la causa liberal se hallaba en peligro, aunque bien sabía que lo que más deseaba él era dedicarse a sus clases. Cayetano no quería hablar de política, aunque su amiga era demasiado inquieta como para no pedirle que le hablase de lo que ella leía en los diarios.

Entonces aún no eran amantes. Una tarde, a principios de mayo, Joanet cazaba ranas y culebras en Na Rovella con sus amigos, lejos de la barraca, y su madre se había desabotonado la camisa por el fuerte calor, en el lavadero de la parte trasera de su barraca. Llegó Cayetano de cabalgar por la dehesa, y encontró a la lavandera con las muñecas hundidas en la alberca, esparciendo barrillas del jabón de Elda. El maestro llevaba la capa cubierta de barro y la puso al lado de la balsa. Mariana le pidió ayuda para levantar un cesto con ropa de lienzo blanco, paños toscos y enaguas blancas para ponerlos a secar en las ramas de un algarrobo. Se rozaron los cuerpos sin querer. Sintió que la asían por la cintura unas manos fuertes y que le caía el fardo, cercada contra la tapia por unos ojos de oliva.

Se sintió envuelta por el olor a tomillo e hizo un gesto de fingida resistencia, dibujando el ademán de cerrarse la camisa y de ocultar los senos, mientras entreabría los labios. Era inútil luchar contra el deseo. Cayetano era un hombre apasionado, y ella, una mujer ardiente. El cesto entre los dos cayó y ella se le rindió, desarmada. Hacía tiempo que esperaban los dos ese momento. Se hundieron abrazados en el agua, se besaron con avidez. Cayetano la desnudó y le recorrió la piel con la mano mojada en el aceite. Cuando salieron de la alberca rodaron por la hierba hasta el pie del algarrobo del patio. La penetró en el suelo con la fuerza de un toro, contra la tierra, entremezcladas las piernas y los sexos.

De no ser por las campanillas, Joanet los habría pillado in fraganti. Los días siguientes, los amantes se buscaron entre las dunas y las madreselvas del camino de la Loseta a Pinedo. Ante Joanet intentaban guardar las formas, pero el pillo sonreía, porque era inútil engañar a un niño como él. El impetuoso amor entre el maestro y su madre le resultaba algo desconocido. Había crecido en una casa donde él siempre se había sentido el único hombre. Los ojos de su abuelo, el risueño Il·luminat parecían saberlo todo, y callaban. Su mirada ausente bendecía ese amor que había surgido en el jardín de la barraca, en especial cuando se adormilaba en su mecedora, y sonreía en silencio.

Mantuvieron la norma de que cada uno seguiría en su casa. Venía la lavandera a ayudarlo en las tareas domésticas y lo acompañaba en horas de clase. Una tarde trajo consigo a unas niñas, hijas de unas costureras. Les había enseñado a escondidas unas nociones de lectura. Mientras las niñas pudientes acudían a una escuela pía, las vírgenes pobres, cercanas a la pubertad, solo valían para ser esposas y madres, o para aprender el oficio de tejedoras de la seda. Cayetano dedicó a las voluntariosas alumnas varias tardes. Eran unas muchachas despiertas, pero no podía hacer mucho más de lo que hacía.

—Algún día tú serás maestra —le dijo en cuanto se marcharon—. Y el padre Record bendecirá la escoleta de chicas, pero ¿qué dirá el arzobispo si se entera?

—Nada dirá —replicó su amiga—, lo han desterrado por conspirador.

Era buena la información que ella había leído en los papeles. Hartos de provocaciones y de pastorales encendidas de odio, los regidores lo habían expulsado a Roma, junto con un séquito de clérigos incondicionales, compuesto por los últimos inquisidores que siguieron al prelado en el vía crucis del exilio. Tenía algo de cómico el dibujo de aquellos siniestros pajarracos, publicado por el periódico satírico de Madrid El Zurriago. Se podía ver en la ilustración una bandada oscura en vuelo hacia la Santa Sede. Los amantes rieron ante la hoja del diario que mostraba la expulsión de aquellos cuervos, representantes del clero más reaccionario, pero era palpable que la paz era solo un espejismo pasajero.

Unos días después, el 30 de mayo, un amigo de Joanet trajo un mensaje a la escuela de Cabrerizo y de Manuel Bertrán de Lis. Los absolutistas habían tomado la ciudadela. El temido golpe contra la Constitución había comenzado y se lo llamaba a incorporarse a la milicia. Llegó en una hora a las inmediaciones de la glorieta, junto al puente del Real, mientras tronaban desde el baluarte los disparos de cañón y silbaban en el aire las balas. Había muertos y heridos en el seco foso y en las almenas.

Capítulo 8

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