La última Sibila

Isabel Abenia

Fragmento

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Ya no era capaz de sentir el aroma perfumado del bosque de laureles de Delfos, solamente el hedor que salía por la grieta sobre la que se situaba el séptimo día de cada mes, sin siquiera conseguir llegar a un trance revelador respirándolo. Deseaba con todas sus fuerzas volver a prever aquello que los demás no podían, apartar la espesa niebla que recientemente confundía sus sentidos y que la obligaba a temer, a detenerse, a dudar sobre si el próximo paso la llevaría a caer por un precipicio infinito. Únicamente quería alejar aquella terrible inseguridad vital que agarrota e impide avanzar al común de los mortales negándoles la clarividencia, el mayor de los dones que había poseído.

Mientras ascendía a trompicones por el largo sendero que llevaba de la ciudad a la cueva Coriciana, la rabia se acumulaba dentro de ella y fue creciendo a cada estadio de distancia que la acercaba a su destino. Avanzaba casi a oscuras, arañándose los tobillos con las plantas y resbalando por la dificultad del camino y por el estado de embriaguez en el que se encontraba.

—¡Maldita Gaia! —rugió a pleno pulmón—. ¡Oh, miserable! ¿Por qué me has abandonado? No eres una madre, sino la más cruel de las madrastras y ahora estás relegada por siempre a un puesto indigno para ti. Tú, que eras la Única, ¡no seas tan estúpida como para dejarte derrotar otra vez!

Buscaba incesantemente a la gran Diosa, pero sabía que Gaia no podía estar en la doble cima del nevado Parnaso como los dioses aéreos, ni sumergida bajo las oscuras aguas del puerto de Cirra al igual que las deidades acuáticas, ni tampoco en la fuente Castalia poblada por las divinidades de los ríos y corrientes subterráneas y tampoco en un primitivo templo construido por los hombres. Con toda seguridad la encontraría en las entrañas de la Tierra, en las zonas tectónicas, encerrada en sí misma, escondida en esa gruta tan antigua como el mundo y de donde nunca se había movido.

—¡Yo soy tu hija! —volvió a gritar, elevando los ojos al cielo y retando a la luna—, soy la pitia, la gran sibila, la verdadera profetisa.

Bajó la mirada para contemplar Delfos desde la altura, la ciudad bien llamada ombligo del mundo, un lugar mágico situado al norte del golfo de Corinto y escondido tras la corona del alto Parnaso. En las faldas del monte, numerosas deidades ocupaban sus respectivos santuarios repletos de tesoros, y de noche todos ellos resplandecían, iluminados por unas lámparas que nunca se apagaban. En aquel centro religioso del Universo se hallaba el punto de reunión sagrado entre los humanos y los dioses. Era la polis griega donde se celebraban los mejores festivales musicales, teatrales y deportivos que atraían a gentes de todas las naciones e imperios, donde los poderosos reyes y emperadores iban a hacer sus consultas al famoso oráculo, donde los filósofos acudían para acrecentar todavía más su sabiduría, donde se congregaban los edificios más deslumbrantes, las esculturas y ofrendas más hermosas, donde siempre se habían tomado las decisiones más importantes de la humanidad, y donde ella había sido un personaje egregio.

Llegó a la entrada de la enorme cueva, agotada y aturdida. Justo antes de introducirse en ella, unas extrañas luces en el cielo iluminaron la noche y la mujer se percató de que sus manos estaban manchadas de sangre seca. Su mente confusa no logró recordar por qué y sacudió la cabeza queriendo apartar los terribles pensamientos que no cesaban de atormentarla. Entró en la gruta y encendió una de las lucernas de terracota situadas a un lado de la boca de la caverna para penetrar al máximo en ella, teniendo mucho cuidado para no golpearse con la innumerable cantidad de estalactitas y estalagmitas que se habían formado allí desde tiempos remotos. Del techo rocoso caían gotas de agua como lágrimas derramadas por la Diosa a causa del olvido al que la habían sometido los mortales, y la sacerdotisa recorrió frenéticamente una a una las cuarenta estancias a través de innumerables galerías rocosas para comprobar si Ella estaba en alguna, pero no la halló.

Desesperada por la ausencia, se arrebujó en la capa de piel y se sentó en el frío y húmedo suelo. Quizás allí podría volver a soñar, al igual que los nonatos en el útero de sus madres, y descubrir en el sueño lo que ya no conseguía mediante las emanaciones de los gases subterráneos. Sacó unas cuantas hojas de laurel de la bolsa que llevaba sujeta al cinturón y se introdujo en la boca la cantidad necesaria para alcanzar el estado deseado sin llegar a envenenarse. Tenía que descubrir dónde se escondía Gaia para comunicarse con ella, ya que era imposible que, tal y como algunos maldicientes aseguraban, la diosa Madre, la Magna Mater, la gran Gea, la Triple diosa o la también llamada Cibeles, hubiese muerto.

No tuvo que esperar al sueño para obtener una señal divina. Tras la primera plegaria lanzada a la Diosa sintió un ligero temblor bajo su cuerpo, y después otro más fuerte. Al parecer Tifón, el descendiente de Gaia provocador de catástrofes, había emergido del seno de la Tierra y estaba comenzando a batir furiosamente sus alas. La mujer comprendió, incluso en su estado de semiinconsciencia, que Delfos estaba sufriendo un terremoto.

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PRIMER AÑO:

ENCONTRARÁS A TUS NUEVAS HERMANAS,

A TU NUEVA MADRE Y A TU NUEVA DIOSA

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