Niebla y acero (Las cenizas de Hispania 2)

José Zoilo

Fragmento

Prólogo

Prólogo

El día de hoy ha amanecido extraordinariamente claro. Los suaves rayos solares me han ayudado a despertar, paseando su calidez sobre mis párpados cerrados hasta que las fuerzas han vuelto a acompañarme. Aún quedan en mi boca reminiscencias de ese sabor agridulce que invade mi alma desde la tarde de ayer.

Ayer concluí por fin la transcripción de uno de los episodios más relevantes de esta historia que, desde que he decidido atraparla en estas líneas de tinta que cruzan el blanco inmaculado de los finos pergaminos de los que ahora dispongo, ha ido escapando de mis manos hasta tomar unas dimensiones que nunca me atreví a calcular.

El grueso fajo de costosos pergaminos me lo ha proporcionado el hermano Filemón, acompañado de un juego de cálamos digno del mejor escribiente, al que sin duda mi prosa no hace justicia. Nada me ha dicho el señor obispo al respecto, pero en su sonrisa benévola se refleja estos días un atisbo de complicidad que me hace sospechar que es a él a quien debería agradecer tal presente. Mucho me temo que nadie cree ya mis pobres excusas sobre santas lecturas y rezos milagrosos, y que el verdadero contenido de mis largas charlas con Attax, así como la naturaleza de la ardua tarea que afronto y que mantiene mis ojos cansados, mis manos manchadas de tinta y mi alma navegando entre la agitación y la paz, pueblan ya los rumores que se intercambian en los interminables pasillos del palacio episcopal.

Imagino que en mi juventud, que ahora siento lejana, cuando aún creía en verdades absolutas, me hubiera escandalizado la sarta de mentiras que hilé para conseguir aquellos misales cuyas hojas, bien raspadas para vaciarlas de cualquier asomo de santidad, acogieron las primeras palabras de este escrito. Pero con el paso de los años he tenido sobrado tiempo tanto para odiar como para amar, y han sido objeto de estos sentimientos cristianos y herejes —arrianos, paganos— sin apenas distinción; en mi caminar me he ido despojando de esa confianza en las certezas inmutables, que resulta una buena armadura para la batalla, pero que constriñe en exceso cuando uno pretende vestirla cada día. Así que, si en el juicio ante el Creador, Cristo Todopoderoso considera que debe castigar esta falta, daré la bienvenida a mi penitencia; pero, en tanto, me siento más bien inclinado a agradecer su sabiduría al proporcionarme en forma de aquellos piadosos escritos la inspiración necesaria para encontrar el camino que permitió sanar el alma de Attax en un momento en que su cuerpo, enfermo, se empeñaba en arrastrarla a las tinieblas.

Atrás han quedado las fiebres que hacían arder su frente, los desvaríos incoherentes, los largos días de postración. Ahora paseamos nuestra nostalgia por los tranquilos jardines, reviviendo los buenos y los malos momentos que hemos pasado juntos, recordando batallas, revelando razones, intercambiando confidencias, desnudando reflexiones que jamás pensé que llegaríamos a compartir. Aunque Attax siempre ha sido parco en palabras, y más amigo de esconder que de expresar, a medida que el relato avanza y sus recuerdos se confunden con los míos propios, poco a poco me voy atreviendo a completar sus silencios —algunos profundos, otros hoscos— con lo que mis ojos, de niño primero, de joven después, percibieron en ese entonces, y lo que la exigua sabiduría que me han regalado los años me permite intuir ahora. En un principio, cuando exponía esta extraña mezcla de palabras pronunciadas y pensamientos atribuidos al implacable juicio del alano, soporté no pocas chanzas, resoplidos y quejas. Con el tiempo, muchas veces se limita ya a escucharme, e incluso se digna a asentir de cuando en cuando; aunque he acabado por comprender que sus más enconadas protestas han acompañado siempre a aquellos momentos en los que me llegué a asomar en demasía a los recovecos más profundos de su alma.

También para mí ha resultado un ejercicio inquietante observarme a mí mismo a través de sus ojos. No obstante, me he esforzado en respetar con exactitud sus percepciones, ya que, como tantas veces he repetido, esta es su historia, aunque sea mi mano la que la transcribe, y mi cabezonería la que me ha llevado a tratar de transformar algunos de sus silencios en palabras. Sin embargo, reconozco que no resulta cómodo ver desplegarse ante uno los mil errores a los que la irreflexiva soberbia de la juventud nos conduce —aunque lo cierto es que Attax siempre me ha juzgado con benevolencia—, despojados de cada una de las pesadas capas de excusas, justificaciones y patrañas bajo los que nuestra propia conciencia es capaz de enterrar los recuerdos más dolorosos, o al menos cubrirlos con un velo que nos haga soportable su contemplación.

La juventud... cuando nos ciegan las ansias de venganza y gloria, el único lenguaje que nos satisface es el de la violencia, y confundimos fácilmente el deber con el deseo. Probar nuestras fuerzas, enfrentarnos al mundo, derramar sangre, perseverar en la adversidad, despreciar las consecuencias. Arrastrar a los demás a nuestro propio caos. Entender la lealtad, digerir los tragos amargos. Asumir las culpas.

A medida que avanzábamos en la lectura, Attax me hizo prometer muchas veces que no se posarían sobre estas páginas otros ojos que los míos, ni revelarían nuestras lenguas los pensamientos compartidos a oído alguno. Y con la misma seguridad con la que juré que eso nunca sucederá —sin su expresa aquiescencia—, al menos hasta que ambos hayamos desaparecido de la faz de este mundo de sombras y luces, me atrevo a desvelar, sin excusas, sin asomo de vergüenza, el último de los secretos que estas páginas guardarán por siempre: anoche, al concluir la lectura de este capítulo de nuestras vidas, quizá por primera vez en nuestro largo caminar de alegrías y sinsabores, Attax y yo lloramos juntos.

Libro I. En algún lugar de Gallaecia, noviembre de 456

LIBRO I

EN ALGÚN LUGAR DE GALLAECIA,

NOVIEMBRE DE 456

Capitulo I