La canción de los caballos

Ricarda Jordan

Fragmento

Capítulo 1

1

—¡Sed bienvenido, don Álvaro! ¡Me alegro de volver a saludaros! Aunque habéis llegado algo pronto, mi hijo todavía no ha regresado de su salida a caballo. ¿Permitís que os aligere la espera con un vaso de vino? Así podréis informarme mientras tanto de los progresos de Endres en el manejo de la espada.

El maestro Linhard, un hombre con el cabello ligeramente gris, que cubría su voluminosa figura con una holgada túnica de liviano brocado, recibía en la entrada de su casa al maestro de armas de su hijo. El día anterior había llegado a Colonia, procedente de Kiev, tras un largo viaje de negocios, y su alegría al ver al castellano parecía sincera.

Aenlin, que escuchaba la conversación escondida tras una pila de pieles, suspiró aliviada cuando don Álvaro, un hombre alto y atlético, de mirada penetrante, abundante cabello negro y un bigote enorme, contestó al saludo de su padre y aceptó la invitación. Ya hacía un buen rato que había terminado su paseo con el caballo de Endres y que había desensillado y dado de comer al animal. Sin embargo, su hermano gemelo no había acudido, tal como habían acordado, al cobertizo de detrás de las caballerizas, el lugar que utilizaban para compartir sus secretos. Aenlin tendría que salir al jardín, averiguar dónde estaba Endres y apremiarlo para que se cambiara enseguida el jubón y las calzas. Si bien la palabra «enseguida» tenía en el léxico de Endres una importancia más bien secundaria. Era un joven lento y sosegado que no solía precipitar las cosas.

La muchacha se asomó con extremo cuidado por detrás del montón de pieles. Por mucha prisa que tuviera no quería abandonar su escondite antes de que los dos hombres entraran en la vivienda. Don Álvaro había sobrevivido a incontables batallas y combates singulares gracias al hecho, sin duda, de que nunca perdía de vista lo que lo rodeaba, y también su padre estaba atento a cuanto ocurría en su casa. Si uno de ellos la descubría, la pondrían en un brete con sus preguntas. A fin de cuentas no había ninguna razón para que Endres se escondiera de su padre y de su maestro de armas.

Aenlin suspiró. No siempre era fácil jugar a ese juego con que ella y su hermano llevaban años mofándose de los adultos. Aunque, por otra parte, era tan emocionante que no pensaba abandonarlo si no era estrictamente necesario, y Endres no quería en absoluto renunciar a la libertad que le ofrecía. Así que Aenlin mantuvo la cautela.

Cruzó el patio interior de la casa comercial con unos pocos y rápidos pasos, y se coló por una puertecilla que daba al huerto que su madre Gudrun tenía detrás del área de la cocina. No era grande, y en él cultivaba sobre todo plantas útiles: hierbas medicinales, especias y verduras. En ordenadas hileras, las plantas se inclinaban hacia el sol estival. Allí la mala hierba no tenía la menor oportunidad de proliferar, pues el huerto se hallaba primorosamente cuidado. Sin embargo, al fondo, cerca del muro de separación, crecían unas zarzas de moras que para la señora de la casa eran como una espina que llevaba clavada desde hacía años. La madre de Aenlin odiaba las plantas silvestres y le habría gustado deshacerse de ellas, pero cada otoño daban frutos en abundancia que valía la pena cosechar y que complacían especialmente a sus hijos. Así pues, había cedido a los vehementes ruegos de Aenlin y Endres, y no había tocado las zarzas, sin sospechar que ambos no se preocupaban tanto por las moras como por el umbrío hueco que se abría cuando uno se escurría entre esos arbustos que alcanzaban la altura de un hombre.

En el pasado, antes de que su padre mandara construir la casa, seguramente allí se había alzado un edificio más viejo, o tal vez un muro. El suelo estaba cubierto de escombros alrededor de los cuales habían crecido las zarzas. Desde fuera, la maleza semejaba un espeso seto, pero cuando se conocía el acceso enseguida se llegaba al refugio secreto de los gemelos. Era allí donde se escondían cuando habían hecho algo indebido. Y Endres se sentía seguro detrás de las zarzas cuando Aenlin había ocupado, como era frecuente, su puesto en una cabalgada o durante los ejercicios con el maestro de armas. También en ese momento estaba cómodamente sentado sobre una piedra, con un libro abierto cuya lectura le había hecho perder la noción del tiempo, algo bastante frecuente en él.

Liber Evangeliorum. Aenlin reconoció la versión rimada de los Evangelios de Otfrid von Weissenburg. En cualquier caso no era un libro que su padre fuera a echar en falta cuando, entre viaje y viaje, tuviera tiempo de enfrascarse en la lectura de uno de los volúmenes de su enorme biblioteca.

—¿Qué estás haciendo, Endres? —preguntó enojada a su hermano—. Don Álvaro ya ha llegado, hace rato que deberías estar en la sala.

Endres levantó la cabeza y Aenlin lo miró a los ojos. Como siempre, al contemplar a su hermano tuvo la sensación de estar ante un espejo. La joven poseía un valioso espejo de cristal que reflejaba su imagen de forma terroríficamente exacta, no de modo impreciso y borroso como los espejos de cobre corrientes. Pero no había nada que pudiera semejarse a la visión del rostro de su hermano, ningún espejo alcanzaba a reproducir con tanta fidelidad los ojos de ambos, color verde claro, y sus pestañas doradas. Los gemelos eran de piel clara, pero se bronceaban con sorprendente rapidez y, puesto que los dos pasaban mucho tiempo al aire libre, su tez ofrecía un atractivo contraste con sus rubios cabellos, finos pero abundantes. Cuando Aenlin no los trenzaba, sino que los desenredaba con el suave cepillo que su padre le había traído junto con el espejo de Venecia, flotaban como una nube alrededor de su rostro. Endres solía alisárselo con un tosco peine y agua, y lo dejaba crecer más de lo que era habitual entre los hijos de los burgueses. Cuando se lo cortaba, rodeaba su rostro como la aureola de un santo.

Aenlin encontraba que el papel de santo le iba como anillo al dedo a su hermano, que en ese momento parecía no ser de este mundo. Ingenuo y sorprendido, el muchacho levantó la vista del libro para mirarla.

—Pensaba que irías tú en mi lugar con don Álvaro —se disculpó—. Como te gusta tanto... manejar la espada.

Solo con pensar en esa arma ya sentía asco. Odiaba el manejo de la espada y se alegraba de no ser hijo de un caballero. Pero el hijo de un mercader tampoco podía evitar aprender las nociones básicas del arte de la guerra. Como comerciante debería viajar mucho y eran muy pocos los caminos totalmente seguros. La mayoría de los mercaderes solían contratar caballeros andantes para proteger sus mercancías, pero de todas formas habían de ser capaces de defenderse por sí mismos.

La muchacha volvió a suspirar. Por supuesto, Endres tenía razón: a diferencia de él, a ella le encantaba que don Álvaro la instruyera en el manejo de las armas. Como también le gustaba montar y ocuparse de los caballos. En especial esto último era para ella un gran motivo de felicidad. Amaba los caballos, y por ello, ya

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