El mercader de libros

Luis Zueco

Fragmento

1. El laurel

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El laurel

Los libros tienen su orgullo,

cuando se prestan, no regresan nunca.

THEODOR FONTANE

Junio de 1516, Augsburgo

El mundo ha renacido de las cenizas. Estamos saliendo de una época oscura, de mil años de penumbra, ignorancia y sumisión. La nueva era recuperará la grandeza olvidada. Los hombres volverán a ser héroes, a decidir su propio destino.

Úrsula había oído estas palabras cuando era niña; le fascinaban, aunque tardaría en comprender su significado. Su madre había insistido en que debía aprender a leer; que, a pesar de que había quien creía que solo era cosa de hombres, una mujer debía estar instruida. Su madre le había explicado que cuando ella era pequeña no había libros, pues los libros impresos apenas tenían unas decenas de años. A Úrsula le costaba imaginar un mundo sin libros.

Antes se copiaban a mano en el interior de los monasterios. Antes los libros eran tan caros que solo los reyes y grandes nobles podían pagarlos. Por eso llamaban a aquellos tiempos antiguos la época oscura, porque no tenían como ahora la luz de los libros.

Su madre era una mujer hermosa, todavía joven, de cabellos lisos y rojizos y un cuello fino que estilizaba su figura. Se llamaba Eleonor y no era alemana sino francesa. Úrsula sabía que el reino de Francia era uno de los más grandes y poderosos de Europa; le agradaba ser medio francesa.

Eleonor insistía en que uno no es de donde nace, sino de allí donde le quieren. Y ella era feliz en Augsburgo, donde había conocido a su esposo, Federico Müller, un ricohombre con negocios en minas y ganado, y donde había formado una familia, un hogar, en una casa cerca de la catedral. Úrsula era su única hija y la quería moldear a su gusto. A los trece años le había regalado un anillo de oro, un regalo que emocionó a la pequeña Úrsula, tanto que no se lo quitaba jamás. Su madre le había explicado que una dama debía lucir sus joyas: ella ya era toda una mujer y merecía comenzar a tener sus propias alhajas.

Aquella tarde, ambas acudieron a ver a una tía del padre, que estaba enferma. Al volver de la visita encontraron un inesperado revuelo en la plaza, y eso que no era día de mercado.

—¡No puedo creerlo! —Su madre puso esa cara que tan bien conocía Úrsula y que no presagiaba nada bueno.

—¿Qué sucede, madre?

—Es otra vez ese condenado juego. —Y suspiró.

Desde hacía unos años se había vuelto popular un juego de pelota por equipos, sobre todo entre los más jóvenes, pero también en los hombres adultos, que lo aprovechaban para realizar apuestas de toda índole. Aun así, no era habitual ver tanta gente congregada para un partido. Había una buena razón: los contrincantes. Se enfrentaban los equipos de los hijos de las dos familias más ricas de Augsburgo: los Fugger y los Welser.

El equipo Welser lo capitaneaba Bartolomé, el hijo mayor, llamado como su padre y conocido por su ambición, y de quien todos esperaban que continuara y ampliara los negocios de su familia. Bartolomé era de los muchachos más altos y corpulentos de la ciudad. Junto a él estaban sus hermanos pequeños, Lucas y Uldarico.

Los Welser se decían descendientes del general bizantino Belisario, uno de los más afamados militares de la historia, que recuperó buena parte del Imperio Romano de Occidente de las garras de los invasores bárbaros.

Sus rivales, en todos los aspectos, eran los Fugger. Con ellos competían por ser la familia más rica no solo de Augsburgo, sino de todo el Sacro Imperio Romano Germánico.

En el último año, nadie había conseguido derrotar a los hermanos Welser. El juego gozaba de mucha popularidad, a pesar de que hacía una década que un príncipe, Felipe de Habsburgo, esposo de Juana de Castilla, había muerto tras participar en un partido.

Los contrincantes tomaron posiciones. Úrsula observó impresionada la corpulencia de Bartolomé Welser. Comenzaron sacando los Fugger; el primer punto fue muy disputado, como si fuera el final de partido en vez del inicio. Finalmente, Antón Fugger golpeó con todas sus fuerzas para adelantarse en el marcador, ante el asombro de los presentes.

Solo fue un espejismo, pues los siguientes puntos fueron para Bartolomé Welser, que imponía su físico y dotaba de una potencia imparable a sus tiradas. Los Welser obtenían un punto tras otro sin apenas competencia, pues los dos hermanos Fugger, aunque eran rápidos y lograban devolver muchas pelotas, no lanzaban buenos golpes.

Fue entonces cuando el tercero de los jugadores del equipo Fugger atizó la pelota con su mano izquierda, sorprendiendo a todos y marcando un tanto. Los siguientes tres puntos cayeron también del lado Fugger, todos ellos por lanzamientos del mismo joven, menos contundentes que los de Bartolomé Welser pero provistos de gran destreza.

—Madre, ¿quién es ese muchacho que juega tan bien?

—No lo sé, pero no es un Fugger, eso te lo puedo asegurar.

—¡Es el hijo del cocinero de los Fugger! —gritaron desde el público.

—¿Habéis oído, madre?

—Sí, hija, hoy en día permiten a cualquiera mezclarse con nosotros; ¡qué vergüenza!

Úrsula no quitaba ojo a los movimientos del muchacho.

Se llamaba Thomas Babel y era zurdo. Por mucho que sus padres le hubieran obligado a utilizar su mano derecha, él tenía el instinto de desenvolverse con la izquierda. Usaba la derecha para todo, escribir, comer y golpear la pelota, pero seguía conservando la destreza de su nacimiento y en aquel juego no podía evitar utilizarla. Quizá por eso era un jugador tan valioso, podía golpear con ambas manos aquel balón de cuero.

El partido se igualó, en buena medida porque también los hermanos Fugger contribuyeron. Aunque menudos, eran tenaces y no daban un punto por perdido; salvaban bolas para que Thomas se encargara de marcar la mayoría de los puntos. En el otro bando, Bartolomé estaba secundado por sus hermanos, que golpeaban con una violencia inusitada, aunque eran menos hábiles y precisos que él, y maldecían una y otra vez cuando los Fugger devolvían sus proyectiles.

La partida llegó igualada a su desenlace; en el punto decisivo, el más joven de los Fugger, Antón, resbaló, y cuando la pelota iba a perderse, su hermano Raimundo llegó de forma milagrosa, rodó por el suelo y la devolvió en un alarde de destreza. Bartolomé Welser se vio sorprendido por esta reacción y, a duras penas, pudo golpear la bola. Thomas aprovechó la situación y asestó el golpe definitivo que hizo erigirse campeón al equipo de los Fugger.

El griterío fue ensordecedor, pues no solo presenciaban el partido los jóvenes de Augsburgo; gentes de toda condición y edad se habían ido reuniendo en el campo de pelota atraídos por la competición, por la emoción del juego, incluidos los ilustres padres de los contrincantes.

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