Vida de una actriz

Elvira Menéndez

Fragmento

Monasterio de Valfermoso de las Monjas

MONASTERIO DE VALFERMOSO DE LAS MONJAS

Estancia de la abadesa doña María de San Gabriel

Año de 1646

Los aldabonazos atronaron la calle en mitad de la noche.

Tuve por cierto que iba a morir. Y un miedo atroz, desesperado, me paralizó.

A Ramiro Núñez de Guzmán, que se desnudaba junto a mi cama, se le cayeron las pantorrilleras al suelo. En otras circunstancias, un lindo como él se hubiera apresurado a recoger aquellos rellenos de guata con los que aumentaba el volumen de sus piernas, pero se quedó petrificado, al igual que yo.

Cuando sonó la segunda tanda de aldabonazos, bajé de la cama y me dirigí a la ventana de mi dormitorio, que se hallaba en el primer piso. Mi respiración ansiosa empañó los cristales y tuve que frotarlos con la mano para poder ver lo que ocurría. Mis peores temores se confirmaron: una docena de hombres armados rodeaba mi casa. A la luz de las antorchas que portaban, distinguí el color amarillo y rojo de sus uniformes.

—¿Qui... quién llama? —farfulló Ramiro.

—Archeros de la guardia real —le contesté con un hilo de voz.

Presa del pánico, Ramiro retrocedió hasta tropezar con el brasero de plata que había a los pies de la cama, provocando que unos cuantos huesos de aceituna, que ardían dentro, saltaran por los aires.

Yo solo tenía ojos para lo que sucedía en la calle. Un soldado con un costoso penacho de plumas rojas en el sombrero, por lo que colegí que sería el sargento al mando de los archeros, le dio una formidable patada a la puerta al tiempo que gritaba:

—¡Sabemos que estáis ahí! ¡Abrid si no queréis que incendiemos la casa y os hagamos chicharrones!

Su voz era grave, aguardentosa.

Ramiro tiró de la media que se había enganchado en la pata del brasero, y comenzó a buscar sus ropas dispersas por el dormitorio.

Yo, abatida, apoyé la cabeza contra los cristales emplomados para seguir viendo lo que ocurría abajo, en la calle.

Un embozado vestido de negro, con la mitad del rostro cubierto por una mascarilla, negra también, entró en el círculo que formaba la vacilante luz de las antorchas que portaban los soldados. Se acercó al sargento y, cuando inclinó la cabeza para decirle algo al oído, lo reconocí por las guedejas rubias que asomaban de su sombrero.

—El rey... También ha venido el rey —musité.

—¡Es... toy per... dido! —balbuceó Ramiro.

—¡Los dos lo estamos! —repliqué, sorprendida de que solo hablase de sí mismo.

El rey tenía la mirada clavada en el suelo. Un gesto inusual en él, que interpreté era de dolor.

«Me ama... Al menos, más que a las otras. Prueba de ello es la comedia que me escribió (mala, como era de esperar) para que la estrenara en la inauguración del Coliseo del Buen Retiro. Ya nunca la representaré. Ni esa ni ninguna otra.»

Me embargó la compasión hacia él. Aunque no lo amaba, era el padre de mi hijo, y me lastimaba su dolor.

¿Cuál sería su reacción? ¿Se apiadaría de mí? ¿O me castigaría de una forma terrible?

Un escalofrío me recorrió el cuerpo al darme cuenta de que la última opción era la más probable: jamás me perdonaría que hubiera preferido a otro hombre antes que a él.

De pronto, Felipe IV se irguió, recobrando el gesto hierático y altivo que solía lucir en las ceremonias oficiales. Se acercó al sargento y le dijo algo que, naturalmente, no pude oír.

—¡Traed el ariete para derribar la puerta! —gritó el militar a continuación.

La orden desencadenó carreras de la servil soldadesca.

El primer golpe del ariete hizo que se tambalearan los muebles del dormitorio y despertó a los vecinos de la calle Leganitos, que se asomaron a puertas y ventanas. Pero en cuanto se percataron de que eran guardias reales los que trataban de derribar la puerta, regresaron a sus camas.

Tras una docena de golpes, los goznes cedieron.

Ramiro, ya vestido, me abrazó por la espalda. Conmovida, me volví y lo besé en los labios, pensando que sería la última vez. Él, agarrado a mi cuerpo, se dejó caer lentamente hasta quedar arrodillado en el suelo.

—¡Por lo que más quieras, sálvame, Calderona! —sollozó con la cabeza hundida entre mis muslos.

—Ojalá pudiéramos salvarnos los dos.

—A ti no te matará.

¿Es que no se daba cuenta de que, aunque el rey me perdonara la vida, me obligaría a renunciar al teatro, a mis amigos, a mis sueños? ¿No era esa una forma de darme muerte? ¿Es que separarse de todo lo que uno conoce y ama no es morir?

—¡Dile al rey que fuiste tú quien me sedujo, María Inés!

Lo miré atónita. ¿Acaso no se había parado a pensar en lo que sería de mí?

—¡Me perdonará si tú se lo pides, Calderona!

¿Cómo no me había dado cuenta hasta ese instante de lo cobarde y egoísta que era Ramiro?

Al ver que no le contestaba, insistió:

—¡Ayúdame, María Inés! ¡Por el Amor de Dios!

Sus lágrimas habían hecho que mi camisa, fina como un manto de soplillo, se me pegara a los muslos.

—¿Por qué habría de salvarte a ti, antes que a mí misma?

—Porque me amas.

La cólera que se reflejó en mi cara le hizo cambiar de táctica.

—Conozco un secreto muy importante que te atañe y que nunca te he contado. Si me ayudas, lo haré —dijo.

Por el amor que había sentido por él, más que por conocer ese secreto, respondí:

—En el piso de arriba, justo encima de este dormitorio, verás un tapiz de la Anunciación. Detrás, hay un ventanuco que da al tejado. No te será difícil saltar a la casa de al lado.

Guardaba la esperanza de que se ofreciese a llevarme con él. Pero me abrazó con todas sus fuerzas.

—¡Mi María Inés, mi pequeña Marizápalos, mi Calderona, te amo más que a mi vida! ¡Amén de ser la mejor cómica del reino, tienes un corazón de oro! Sabes que yendo juntos nos alcanzarían, ¡y estás dispuesta a sacrificarte por mí!

Lo miré, estupefacta. No le preocupaba mi suerte, ni sentía el menor remordimiento por dejarme expuesta a la ira del rey.

—¿Crees que los soldados me habrán reconocido al entrar?

—Es imposible; entraste embozado —contesté con rencor.

—No le dirás al rey que era yo quien estaba contigo, ¿verdad?

Recorrí con la mirada su cuerpo esbelto, sus ojos oscuros, su boca carmesí, que había anhelado hasta la locura. El hechizo se había roto. El amor ciego, enfermizo, que había sentido por Ramiro acababa de desvanecerse.

—Contéstame, María Inés, no me descubrirás ante el rey, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

—¡Prométemelo!

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