Las hijas de la guerra (Las hermanas de Kudamm 1)

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Berlín, junio de 1932

¡Lo más hermoso nunca visto!

Impresionada, Rike coge la mano de su padre. Por unos instantes esto la hace sentirse incómoda porque ella es la Primogénita y ya hace mucho que no es un bebé como sus hermanos pequeños. Pero los traviesos gemelos llevan tiempo persiguiéndose por la escalera mecánica, como siempre, Oskar delante y Silvie tras él. Cuando mamá lo regaña ni se le pasa por la cabeza obedecer. ¿Para qué si él es el príncipe heredero de la familia? Papá está convencido de que un día será su sucesor, naturalmente. Por eso Oskar se toma ahora más libertades que sus dos hermanas juntas. Incluso en el coche ha armado jaleo cuando papá les ha pedido a todos que durante el viaje a la Ku’damm se taparan los ojos con una venda negra para que la sorpresa fuera mayor.

Rike ha llegado al vestíbulo, echa la cabeza atrás y mira hacia arriba, pero los almacenes Thalheim & Weisgerber han cambiado tanto que ya no los reconoce. Desde ahí, la planta baja, le parecen mucho más espaciosos y también más altos y, sin embargo, siguen teniendo tres pisos, igual que antes.

Pero ¡qué enorme es ese techo de vidrio a través del cual asoma el cielo blanquiazul del verano!

Luminoso, tan radiante que casi la deslumbra.

Colores, nada más que colores.

Una fuente de mármol en la planta baja, justo a su lado, cuyos surtidores arrojan agua teñida con luces de colores.

Las nuevas escaleras mecánicas que se deslizan sin ruido arriba y abajo sustituyendo la fatigosa escalera.

Unos probadores amplios con cortinas blancas.

Unas discretas brisas perfumadas que fluyen periódicamente por los sistemas de ventilación.

Todo incita al consumo..., aunque solo a quienes se lo pueden permitir.

Las perchas con vestidos, abrigos, pantalones, blusas y chaquetas están por doquier; detrás de ellas, un sinnúmero de estantes y, delante, unos tentadores mostradores sobre los que se apilan camisas, medias, guantes y cinturones, justo todo lo que la dama y el caballero modernos necesitan para vivir. En medio se yerguen unos maniquíes elegantemente equipados y tan realistas que se diría que de un momento a otro van a salir corriendo o a empezar a hablar. Rike acaricia disimuladamente los nobles tejidos al pasar por su lado, así nota el tacto del lino, la lana y la seda. Ama todo aquello que esté tejido, ya sea un género de punto ya sea un hilado. Se interesa por el corte y el tallaje, las formas de los cuellos y los diversos tipos de mangas le importan mucho más que las cordilleras de Europa o esos interminables vocablos ingleses que le quieren meter a la fuerza en la cabeza ya en el segundo curso del instituto del Westend. Por el contrario, las matemáticas y todo lo que tenga que ver con números le gustan, aunque haya quien hace gestos de desaprobación porque es una chica.

—Un reino encantado —susurra, deslizando la mirada hechizada por todos los tesoros expuestos mientras un grupo de trece personas sube por la escalera mecánica al primer piso—. ¡Y tú eres el mago, papá!

—¿Te gusta? —le oye preguntar.

Rike asiente fascinada, pero de repente cae en la cuenta de que la pregunta no va dirigida a ella. Es a su madre a quien pregunta ansioso, a su hermosa madre de cabello oscuro y ojos de un azul tormenta, para quien parece hecha a la medida esa nueva moda con las hombreras pronunciadas, la falda larga hasta la pantorrilla y la cintura bien entallada. Ese día, Alma Thalheim lleva un vestido de seda azul con lunares de color blanco crema y un bolero a juego que le dan un aspecto espléndido. Pero incluso vestida sencillamente con una falda y un conjunto de chaqueta y jersey consigue sin el menor esfuerzo eclipsar a las demás mujeres.

Rike quiere tanto a su madre que a veces hasta casi le duele, pese a que desde que nacieron los gemelos ya no le pertenece solo a ella. Antes de que el vientre de mamá se redondease tanto que ella temía que fuera a estallar, ambas formaban una unidad que nada ni nadie podía separar.

Mamá-Rike.

Rike-mamá.

Sin embargo, ese idilio se rompió de golpe cuando llegaron, tres años después que ella, los dos gritones. Ahora mamá siempre está cansada y como abatida, ha de descansar con frecuencia y ya no le queda tiempo para la mayor. Al principio Rike lloró mucho, pero a partir de un momento dado decidió hacer de tripas corazón porque ya no se podía cambiar nada. Con el tiempo ha aprendido a mostrarse valiente, aunque en realidad todavía no le resulta fácil compartir a su mamá con los gemelos

—¿De verdad estás hablando en serio, Fritz? —La voz ronca de su madre suena más irritada que satisfecha mientras inspecciona el despliegue del primer piso—. ¿Todo este fausto carísimo? Justamente ahora que todavía hay tanta gente sin trabajo.

—Debo dar la razón a mi tan inteligente como encantadora cuñada —interviene tío Carl, que hoy no parece tan relajado como es habitual—. Deberíais ser más prudentes, Fritz. Los nacionalsocialistas no son partidarios de los templos del consumo que amenazan al comercio al detalle ario. Y menos aún si la mitad de ellos está en manos de judíos. Esto podría tener consecuencias sumamente desagradables. Hazme caso, por desgracia sé perfectamente de qué estoy hablando.

Ya es bastante raro que el hermano menor de papá se digne a entrar en los almacenes. Moda y masa de gente le repugnan en igual medida. Pero hoy hasta ha traído a su esposa Lydia, así como a sus hijos Gregor y Paul. Carl lleva el cabello color arena revuelto, como si no le hubiese apetecido peinarse, algo que no es precisamente lo que se espera de un abogado serio. Además, fuma demasiado y encima parece sentir debilidad por la vida nocturna, si bien Rike solo llega a sospechar qué significa esto.

Incluso la abuela Frida, que suele encontrar bien cualquier idea que se le ocurra a su primogénito, tiene una expresión pensativa. Mucho más que las peleas entre sus dos hijos, odia la incertidumbre y los riesgos financieros demasiado grandes. Todos los miembros de la familia saben cuánto llora todavía a su marido: Wilhelm Albert Thalheim, que sentó las bases del bienestar y el ascenso social de la familia con su tienda de botones y accesorios cerca de la Potsdamer Platz, murió poco antes del nacimiento de los gemelos.

—Markus está bautizado —contesta papá con voz firme, y su rostro enrojece, signo infalible de que empieza a enfadarse. De golpe la camisa, de un blanco inmaculado al lado de la corbata azul, parece habérsele vuelto demasiado estrecha, pues tira nervioso del cuello hacia uno y otro lado—. Así que es tan protestante como tú y como yo. ¡Este es el momento ideal, Carl! La gente por fin está recobrando fuerzas y eso mismo hacemos nosotros. Además, a la larga los nazis no aguantarán. Y por si vuelves a enumerar otra vez todos los parlamentos regionales en los que ahora ocupan un lugar, te diré que lo único que cuenta para mí son las futuras elecciones federales. ¡Y en ellas fracasarán estrepitosamente!

—¿Y si no es así? —pregunta mamá. Al decirlo no mira a papá sino al socio de este, al que los niños de la familia llaman «tío» aunque no es propiamente su tío. Hasta ahora Markus Weisgerber no ha pronunciado palabra, sino que ha estado todo el tiempo sonriendo significativamente para sí. Mamá no le devuelve la sonrisa—. ¿No habría sido más inteligente esperar a ver cómo evolucionaba la situación política antes de arriesgarse a hacer una inversión tan inmensa? —Su delicada mano con el anillo de serpientes que nunca se quita en el dedo meñique revolotea en el aire y vuelve a descender para posarse en su vientre plano.

Markus Weisgerber la mira en silencio a su vez, por unos segundos el aire que hay entre los dos parece inflamarse. Desde hace un tiempo, mamá siempre se pone tensa cuando él se le aproxima. Antes reían mucho juntos, pero ahora, cuando se encuentran, es como si estuviera a punto de producirse una explosión.

—Se mire como se mire, estaréis pagando deudas hasta el día del juicio final. Y las antiguas no están ni mucho menos liquidadas, cualquiera que sepa cuánto hacen dos más dos puede calcularlo. —Tía Lydia jadea y su sombrero azul cielo con esos anticuados lazos se balancea arriba y abajo, indignado—. Siempre a lo grande, sí, ¡esto es lo que os va, caminar al borde del abismo! Algo que yo no calificaría de audaz, sino de ilimitadamente insensato, porque todo esto de aquí —su regordete brazo, envuelto en un tweed color pastel, describe un amplio círculo— no se recupera en una vida entera, aunque se oiga el tintineo de las cajas de la mañana a la noche. ¡Y sospecho que ni siquiera tú conseguirás volver a casarte con una mujer rica, querido Fritz!

—Si vuestra aventura fracasa, mi generoso padre perderá de un día para otro su bonita fábrica de zapatos. —La breve risa de mamá tiene un deje amargo—. Pues seguramente le habréis pedido un préstamo a él además de al banco, ¿o me equivoco?

Rike odia que los adultos hablen de este modo entre sí, cínicamente, sin sentimientos. «Acabad de una vez con esto —le gustaría gritar—, así solo os hacéis daño.» Pero ¿quién le hace caso a una niña de once años y medio?

—A tu estimado padre, querida Alma, le será devuelto hasta el último céntimo —asegura Markus, quien, con su traje de franela gris claro y la camisa inglesa de rayas, tiene un aspecto fresco y dinámico. A su lado papá, vestido de un sobrio tono antracita, parece mayor, pero también más serio—. Y todavía más, pues como es natural ingresará también los intereses de rigor. La propuesta de apoyarnos económicamente durante un tiempo salió, por lo demás, de él. Y nadie sabe mejor que tú que es un sagaz hombre de negocios. Así que, por favor, ¡no te preocupes!

—¿Cómo es que no está hoy aquí? —pregunta mamá, cáustica—. ¡Habría sido un mínimo gesto de cortesía!

—Porque ayer ya organizamos para él, así como para el señor director Hallewein y sus colegas de la junta directiva del Banco del Comercio, una visita especial a los nuevos almacenes —contesta papá—. Hazme caso, cariño, ¡sabemos cómo tratar a nuestros honorables inversores!

Markus sonríe más amablemente. Sus rizos castaños, el hoyito de la barbilla, esos dientes blancos y de por sí insolentes... Rike siempre ha suspirado por él. Pero nunca le había gustado tanto como hoy, que parece como si el lujo de los recién renovados almacenes le prestara a él también un nuevo brillo.

—Pero bueno, dejaos de una vez de tantas nimiedades —dice animado—. ¡Y alegraos con nosotros! Mi amigo Fritz, un ejército de artesanos, todo nuestro personal y mi modesta persona hemos estado casi sin dormir ni comer las últimas semanas, y en cambio nos hemos deslomado trabajando desde la madrugada hasta la noche. ¡Y todo eso para dejaros completamente pasmados de admiración! ¿Y qué pasa ahora? ¿Son aplausos o vituperios lo que oigo?

Resuena un cariñoso, aunque no impresionante, aplauso.

—El señor Weisgerber tiene razón —interviene Ruth Sternberg, la jefa del departamento de confección a medida del tercer piso, quien, según afirma papá, tiene unas manitas de plata. De todos los empleados, ella es la única a la que papá ha pedido que asista a esta reunión, lo que significa que la considera casi como de la familia. Ha traído a su hijita Miri, que, intimidada, permanece junto a su temperamental madre, una mujer de cabello oscuro—. Por supuesto no somos unos grandes almacenes como Karstadt, ni mucho menos un KaDeWe, pero tampoco aspiramos a ello. Nosotros nos dedicamos a la moda, a la moda y solo a la moda: prendas elegantes y con un toque especial asequibles a un público burgués. ¡Somos y seguiremos siendo Thalheim & Weisgerber, los almacenes familiares de la Ku’damm, con buen gusto y corazón!

Dos muchachas jóvenes con delantal y cofia blancos entran con unos carritos llenos de cubiteras, copas, platos y bandejas cubiertas de canapés en el vestíbulo al que todos han vuelto. Los adultos brindan y mamá se desprende demasiado deprisa del ardiente abrazo de papá. Los niños tienen permiso para beber gaseosa y comer tantos canapés de ensalada, jamón y queso como quieran. ¡Y todos esos dulces! La tarta de pisos, las lionesas, las tartaletas de frutas, el pastel de queso; si hasta hay torta Malakoff... Parece el paraíso. Sobre todo Gregor y Paul, a quienes en casa se los mantiene a raya con las golosinas, se abalanzan sobre los dulces como si llevaran días muertos de hambre.

Rike todavía está tan entusiasmada por lo que ha visto y admirado que apenas si puede probar bocado, pero como es la mayor de todos los niños y no quiere ser una aguafiestas, juguetea al menos con una lionesa y el tenedor de postre de plata.

—Qué vestido más bonito llevas —dice en voz baja Miri, que hace rato que mira con insistencia a la Primogénita y por fin se atreve a hablar con ella—. Seguro que es de tu mamá, ¿no? —Va un poco inclinada porque tiene problemas de espalda. Cuando era pequeña tuvo que pasar meses en cama escayolada para que las vértebras se le fijaran bien y pudiera llegar a caminar con normalidad. Por eso no puede ir correteando como los demás niños sino que ha de tener siempre cuidado—. Yo ya sé coser bastante bien. Me ha enseñado mi madre.

Rike asiente, porque no quiere parecer descortés, aunque no se encuentra a gusto envuelta en ese terciopelo rojo chillón. Además, el vestido le aprieta por debajo de las axilas y se tensa por encima del pecho. La culpa es de esas montañitas que tanto picor le producen y que le salieron de repente hace poco. Por las mañanas, Rike las mira con desconfianza en el baño y a veces entrecierra los ojos con la esperanza de que vuelvan a desaparecer. Sí, de acuerdo, quiere crecer y tener pechos como las mujeres de verdad, pero todavía no.

Los gemelos van de azul marino, Oskar con un caro traje de marinero de la firma Bleyle con pantalones hasta la rodilla y el color blanco resaltando el cuello, y Silvie con el vestidito a juego. A mamá le encanta vestirlos igual, lo que en un principio ellos aceptaban sin rechistar, pero contra lo cual ahora han empezado a protestar.

—¡Yo no quiero parecerme a ese guarro! —se queja ahora Silvie cuando se trata de ropa porque, antes o después, Oskar acaba destrozando cualquier prenda que se ponga.

También hoy se ha manchado el traje y lleva un largo rasgón en la pernera derecha. Para distinguirse de él, Silvie ha insistido en dejarse crecer el cabello, mientras que cuando eran pequeños casi no se diferenciaban el uno del otro con sus primorosos pelitos cortos. Todavía no ha crecido tanto como para lucir unos bonitos rodetes trenzados a los lados de la cabeza como los que lleva con orgullo Rike, pero Silvie es una niña de ojos grandes, rubia, alegre y ágil, enteramente distinta de su hermana mayor, de cabello oscuro y un poco desgarbada, que suele parecer muy seria e introvertida.

—¡Ni yo a una niña! —exclama Oskar en un tono de voz que expresa todo el asco que es capaz de sentir. Sin embargo, adora a Silvie, y cuatro de cada cinco noches se desliza en su cama para no dormir solo, algo de lo que ella disfruta tanto como él.

Aunque a veces se pelean mucho, los dos no solo han heredado los ojos azul eléctrico de los Thalheim, sino que además están unidos por algo que excluye al resto del mundo; Rike ya se dio cuenta de ello cuando echó el primer vistazo al cochecito doble. En cuanto Silvie lloraba, también Oskar se ponía a berrear, y al revés, y, claro, los dos siempre enfermaban al mismo tiempo cuando eran pequeños. Por mucho que lo intente es imposible combatir esa simbiosis. Pese a ello, Rike se siente responsable de todo lo que hacen los dos y, de hecho, en alguna ocasión ha podido evitar lo peor. Para ello, sin embargo, debe estar tremendamente atenta, de modo que ahora no deja de controlar la escalera mecánica de la izquierda, donde Oskar lleva un rato haciendo monerías.

Al principio salta a la pata coja la mar de contento, pero es evidente que acaba resultándole demasiado aburrido porque no recibe el esperado aplauso de los adultos. Así que luego se le ocurre la absurda idea de probar justo ahí el salto que desde hace semanas insiste en practicar por todas partes. El salto más o menos le sale, lo que no logra es calcular bien la velocidad de las escaleras en movimiento. Aterriza inclinado, resbala, se cae boca arriba. Sus finos cabellos rubios se quedan atrapados en las ranuras de los escalones. Estos van tirando de él cada vez más y no consigue levantarse por sí mismo, conque empieza a chillar como un loco.

Mamá grita horrorizada.

Rike se queda muda de espanto.

Silvie berrea como si también ella estuviera gravemente herida.

Papá corre hacia las escaleras y las detiene. A Oskar hay que cortarle el pelo al cero con las tijeras de costura de Ruth Sternberg en algunos lugares para que pueda quedar libre. Mientras gimotea débilmente, y al final parece un pajarito flaco y desgreñado que ha caído del nido.

Le atraviesa la frente una ancha brecha que sangra.

El tío Carl se lo lleva al hospital de la Charité en el coche de papá para que lo atienda un profesional.

Los demás se quedan en los almacenes profundamente consternados.

De repente mamá y papá se sientan muy cerca el uno del otro, cosa que no hacían desde hace tiempo. Rike se siente culpable porque no ha prestado suficiente atención. Silvie llora, no quiere que nadie la consuele. Ha desaparecido de repente la magia de la inauguración. Ya nadie tiene ganas de beber o de comer.

Solo hay un tema de conversación: Oskar y sus arriesgadas hazañas. Hasta que dos horas más tarde regresa del brazo del tío Carl. Han cerrado la herida con muchos puntos, lleva el pelo cortado a tijeretazos y el cuero cabelludo todavía cubierto de costras de sangre, pero su sonrisa vuelve a resplandecer como la de un vencedor...

Capítulo 1

1

Berlín, mayo de 1945

En el refugio del sótano no penetraba ningún ruido del exterior, ningún silbido de lanzacohetes, ningún zumbido de avión, ningún disparo entrecortado de cañón antiaéreo ni ningún ahogado retumbar de un tanque. La modesta habitación estaba en penumbra, el aire, enrarecido, pues la pequeña ventana había permanecido cerrada toda la noche, y sumida en el silencio. Rike deslizó la mirada cansina por el pequeño grupo que había buscado protección y que yacía sobre el duro suelo, sin apenas probar bocado durante semanas, exhausto y sucio porque solo salía agua de la bomba que estaba un par de calles más allá y era demasiado preciada para lavarse con ella. Era la única que no dormía porque estaba haciendo la última guardia nocturna.

Hacía días que le habían perdido el rastro a su padre.

Como un último recurso del Volkssturm, el ejército de civiles de entre dieciséis y sesenta años a falta de soldados, armaron con un fusil y una caja de lanzagranadas a un Friedrich Thalheim de cincuenta y cinco años y a continuación se lo llevaron con otro par de hombres de edad avanzada y un grupo de jóvenes hitlerianos a defender el puente de Spandau. Pero entretanto los rusos ya habían tomado el puente, así como todo Berlín.

Alemania había capitulado. Hitler estaba muerto y esa guerra cruenta por fin había terminado.

Entonces ¿por qué su padre no regresaba a casa? ¿Lo habían cogido prisionero los rusos?

¿Había muerto?

Una idea insoportable, ya que tampoco sabían nada de Oskar. El abuelo Schubert, el padre de su madre, vivía en Suiza y no había mantenido ningún contacto con la familia desde hacía años. La abuela por vía paterna, Frida, muy olvidadiza a esas alturas, había tenido que dejar su acogedora vivienda en la Bleibtreustrasse porque ya no se podía desenvolver sola y se había mudado a casa de la tía Lydia, en Potsdam, en la Französische Strasse. Precisamente en ese distrito de la vieja ciudad guarnición que con el bombardeo británico, dos semanas atrás, había sido el más perjudicado.

¿Habrían sobrevivido las dos a la catástrofe?

¿Y habrían sido pasto de las llamas las últimas existencias de telas que Rike y su padre habían conseguido con gran esfuerzo poner bajo cubierto en una antigua tejeduría del suburbio de Nauen? Era tanto lo que dependía de ello, para Rike, todo el futuro, y no podía contárselo a nadie.

Reinaba un absoluto e inquietante silencio.

No era extraño, pues la mayoría de las líneas telefónicas estaban cortadas, no circulaban ni trenes ni ferrocarriles, hasta el tráfico fluvial entre Berlín y Potsdam se había suspendido. Tampoco se sabía nada del tío Carl. Ya hacía años que por razones de conciencia había abandonado su cargo de fiscal para trabajar primero como vigilante nocturno en el hotel Zum Einsiedler de Potsdam y luego con el mismo cargo en la UFA, el estudio cinematográfico de Babelsberg. Gracias a la herida en la pierna se había librado de que lo reclutaran de nuevo. Pero sus hijos Gregor y Paul habían luchado en el frente de las Ardenas y seguramente se encontraban, si todavía estaban con vida, en algún lugar en el oeste, en algún campo de prisioneros de guerra de los aliados.

¿Regresarían los dos a casa?

En ese momento, nadie estaba en situación de contestar a esa pregunta.

Ni un solo varón Thalheim a la vista. A Claire, la segunda esposa de su padre, no se la consideraba representante de la familia. Bastante ocupada estaba preocupándose por Friedrich. Al principio, Rike observaba con sumo escepticismo a esa pelirroja medio francesa, sobre todo cuando al cabo de unas pocas semanas no solo llevaba una alianza de oro en el dedo, sino que se había quedado embarazada en un abrir y cerrar de ojos. Pero con el transcurso de los años, Claire, con su amable y algo recargada cordialidad, se había ido ganando su afecto. Naturalmente nunca ocuparía el lugar de su madre. Florentine, la hija que le había regalado a Friedrich justo nueve meses después de la boda y que entretanto ya había cumplido los doce años, adoraba a su maman, mientras que Rike veía en Claire a una persona de confianza, y en los buenos tiempos, a una especie de amiga. Sin embargo, aún ahora afloraba de vez en cuando su descontento con respecto a ese matrimonio que, para ella, se había constituido demasiado precipitadamente.

¿Cómo había podido Friedrich sustituir tan pronto por otra mujer a su Alma, a su tan ardientemente amada madre?

Rike todavía sentía su muerte como una herida que quizá nunca se cerraría. Aquel funesto día, doce años atrás, su niñez había concluido de repente. La madre bañada en sangre, yaciendo en la Ku’damm entre coches que tocaban la bocina, constituía una imagen sobrecogedora que todavía ahora le producía pesadillas. A Rike le costó un esfuerzo enorme volver a subir a un coche y se sintió aliviada cuando la mayor parte de los vehículos fueron incautados a causa de la economía de guerra.

Y ahora era posible que le hubiera tocado el turno a su padre, ese hombre ambicioso, con grandes proyectos, que había dirigido hábilmente la empresa en tiempos extremadamente difíciles, hasta aquella noche terrorífica, en noviembre de 1943, cuando las bombas británicas derribaron la iglesia memorial Káiser Wilhelm y también destruyeron los almacenes que había cerca de ella en la Kurfürstendamm, la avenida que todos llamaban Ku’damm.

Él siempre había sido su modelo, su sostén, su ser más querido, sobre todo tras el fallecimiento de la madre. Después de acabar el bachillerato, para seguir sus pasos, se había matriculado en la Universidad Friedrich-Wilhelm, en Administración de Empresas. Estaba segura de que haría tiempo que tendría el título en el bolsillo si no hubiera estallado esa maldita guerra que había destrozado el alma de las personas tanto como las calles y casas berlinesas.

¡A su padre no podía haberle pasado nada malo!

En ese momento, Rike desearía poder rezar, pero los horrores vividos en los últimos años la habían despojado de todo sentimiento religioso.

Contempló a Flori, que dormía, excepcionalmente, sin un lápiz en la mano, aunque no cabía duda de que empezaría de nuevo a dibujar en cuanto abriera los ojos. Junto a ella y Claire se había acurrucado Eva Brusig con sus hijas de cinco años, huidas de una Dresde en llamas. Se habían conocido por casualidad junto a la bomba de agua, pero Silvie enseguida había insistido en acoger a la familia de refugiadas porque Grete y Hanni eran gemelas. Por desgracia habían perdido todos sus documentos por el camino y no podían registrarse oficialmente como inquilinas de la casa, y en consecuencia no les correspondían los cupones de racionamiento para comestibles. Así que los Thalheim tenían que dar de comer a tres bocas más.

—¿Y qué? ¡Lo hacemos por Oskar! —había dicho con los ojos humedecidos Silvie cuando Rike se había atrevido a protestar porque lo que tenían para ellas ya era muy poco—. A lo mejor encuentra un alma caritativa que lo acoja esté donde esté. Además, me gusta tanto oír hablar a las pequeñas... Es como escuchar el gorjeo de los pájaros.

Silvie..., ¡con su fe inalterable en la bondad! Ni siquiera el fuerte descenso del suministro de calorías había podido afectar en nada su belleza. Rike estaba casi con la carne pegada a los huesos, como la mayoría de los que la rodeaban, y sus ojos oscuros parecían desproporcionadamente grandes en el rostro chupado. La única que se lamentaba de que ahí abajo no hubiera un espejo era Silvie. Por supuesto, también estaba más delgada que antes, pero todavía exhibía esos pechos exuberantes que atraían las miradas de los hombres, así como las largas y perfectamente torneadas piernas que ahora, de todos modos, ocultaba un mono de trabajo manchado de aceite. Claire había tenido la idea de equiparse de ese modo, tanto ella como las chicas, para intentar protegerse contra el odio y la insaciable avidez del Ejército Rojo, que por lo visto amenazaba a todas las mujeres del territorio alemán.

¿Serviría de algo?

Flori, la más joven de las tres hermanas, no parecía haber comprendido todavía del todo la gravedad de la situación. El raído mono azul se bamboleaba en torno a sus delicadas extremidades y ella, aunque ya era casi tan alta como su esbelta madre, se veía un poco perdida allí dentro. Pero los últimos meses también la habían cambiado. Ya no era aquella niña tímida que vivía en su mundo de ensueño, de ello daban muestra los dibujos que iba dejando en cualquier papel imaginable. En lugar de los bocetos de animales o de personajes de cuento coloreados con esmero, ahora eran figuras hechas con unos pocos trazos que arrastraban sacos, empujaban carretillas o se acuclillaban detrás de muros derruidos.

Rike se alegraba de que Flori se hubiera dormido de agotamiento. Así la Peque no estaría mendigando comida constantemente y enervando a todo el mundo con sus interminables preguntas de si los rusos también harían daño a los niños.

¿Acaso los soldados del Ejército Rojo no habían venido a liberar Berlín? Entonces ¿por qué corrían unas noticias tan horrorosas acerca de los estragos que causaban en la ciudad derrotada? ¿Era su venganza por los crímenes que la Wehrmacht había cometido en el este, pese a que los noticiarios siempre habían presentado a los soldados de las fuerzas armadas de la Alemania nazi como unos resplandecientes héroes que con honor y valentía combatían por la patria?

Rike tampoco tenía la respuesta.

Pensándolo bien, no sabía prácticamente nada: veinticinco años, huérfana de madre, soltera y sin hijos, sin formación profesional ni título académico y, sobre todo, sin ilusiones, así se podía resumir su nada estimulante currículo. Su mundo de ayer estaba enterrado bajo toneladas de escombros y con él, casi todo aquello en lo que había creído. Al principio también a ella la había arrastrado la ola general de fascinación por Hitler, pero no había sido más que una llama que enseguida se había apagado. A Rike muy pronto se le quitaron las ganas de sentirse parte de esa juventud entusiasta y fanática del Führer en la que los nacionalsocialistas habían puesto tantas esperanzas. De ello se había encargado sobre todo el tío Carl, el hermano menor de su padre, quien no se cansó de plantearle a su sobrina las preguntas apropiadas durante las largas conversaciones que ambos mantuvieron. Más tarde sus dudas aumentaron gracias a Walter Groop, ese sensible y joven soldado de Colonia, con quien ella quería casarse..., hasta que su hermana pequeña se lo quitó, pues esa era la otra cara de la aparentemente ingenua Silvie.

Justo en ese momento esta cambiaba de postura mientras dormía. Al hacerlo resbaló el viejo chal con el que se había envuelto la cabeza y se le soltaron un par de mechones, aunque nada vaporosos, sí todavía definitivamente muy rubios. Seguía abrigando sentimientos contradictorios respecto a su hermana. Si bien ahora conseguía volver a ver en ella a la querida hermana pequeña de antes, bastaba una palabra inconveniente o una mirada insolente para que volvieran a abrirse las antiguas heridas.

Aunque Walter no regresaría.

Había caído en Stalingrado a finales del 42. Desde entonces también su hermano se consideraba desaparecido. Hacía más de dos años que no recibían noticias de Oskar, de modo que Rike lo daba por muerto y se esforzaba en pensar una y otra vez en lo que, en realidad, era impensable con la esperanza de llegar a acostumbrarse a ello.

Silvie, sin embargo, creía firme y decididamente en lo contrario.

—Si ya no estuviera vivo, yo lo sentiría —replicaba siempre furiosa—. A los gemelos les pasa. Pero no siento nada. Rien de rien. Los rusos lo han cogido preso. Hay miles de soldados alemanes en sus campos de concentración, que tienen que trabajar en las minas o en las canteras siberianas en lamentables condiciones. Nuestro hermano es uno de ellos.

—Entonces ¿por qué no nos llega ninguna noticia de él? ¡Una carta, un par de miserables líneas!

—¡Pues porque no le dejan enviarla, atontada! Pero Oskar nos escribirá. Seguro que lo hará pronto. ¡Ya sabes lo listo que es! Y un día quedará libre de nuevo. Entonces volverá a casa. Lo sé perfectamente...

A Rike la ponía enferma oírla hablar así, pues cada vez se encendía en ella una diminuta chispa de esperanza que todavía hacía más dolorosa la añoranza por el hermano ausente. ¡Qué despreocupado y lanzado había sido el Oskar de antaño, un rayo de sol que los hacía reír a todos! Nadie lograba enfadarse con él por muy audaces que pudieran parecer sus travesuras y caprichos. La velocidad lo enloquecía y en la infancia ya había sufrido numerosos accidentes con todo y en todo lo que tenía ruedas. Cuanto mayor se hacía, más grande era su sed de aventuras. Por supuesto había aprobado a duras penas el Notabitur, el bachillerato especial en tiempos de guerra, lo que él calificaba riendo de bagatela. Pues ¿qué importancia tenían las notas cuando a él lo aguardaba una brillante carrera como piloto de avión o al menos de carreras? Aceptaba encogiéndose de hombros el proyecto de su padre, que deseaba que lo sucediera en la dirección de los almacenes.

Algún día. ¿Por qué no?

Pero cuando ya hubiera vivido mucho.

En realidad, Rike nunca había conseguido imaginarse a Oskar como soldado y le costó asumirlo el día que lo tuvo ante ella, con un uniforme gris, durante un breve permiso en que fue a visitar a la familia. Su padre debía de temerse lo peor cuando su hijo se marchó a la guerra, pues le había dado como talismán la alianza de su fallecida madre, que Oskar llevaba desde entonces colgada al cuello con una sólida cadena. Tuvo que prometerle a cada uno que se la devolvería, pero Rike había percibido lo poco convencido que estaba de ello.

—¿Cómo te va? —le había preguntado—. ¡La verdad, por favor! Doy por sentado que en el frente todo sucede distinto a como la propaganda nos quiere hacer creer. ¿Es soportable?

—¡Mejor no preguntes, hermanita! —Intentó esbozar una sonrisa que se desvaneció al instante. De repente, Oskar tenía el rostro de un anciano y la antigua cicatriz de la frente pareció ponerse al rojo vivo.

—Pero ¡tengo que saberlo! —había insistido ella—. Cuéntamelo.

—¿Todavía lees tanto a tu admirado Dante?

Rike asintió.

Los versos del famoso poeta florentino eran una de sus lecturas

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