El libro de los crímenes

Santiago Castellanos

Fragmento

Capítulo 1

1

Roma ha amanecido con un cielo gris, aunque ligeramente más claro que el del día anterior. Luego, avanzada la mañana, ha caído un aguacero. Ahora, pocas horas después, todo queda en una lluvia muy fina.

No, decididamente no es un buen día. La inquietud se ha apoderado de él, y debe confesar sus temores a sus amigos. Maldita lluvia. Le está calando el manto oscuro que, sí, le alivia algo de los rigores del invierno, pero ahora le parece un enemigo. Porque, pese a la estación del año, hace calor. O al menos eso siente él.

Claro que quizá no sea sino la consecuencia de su agobio. No queda mucho, pero es invierno al fin y al cabo. Sin embargo, hace bochorno. Tanto que está envuelto en sudor. Sí: maldita lluvia. Y maldita humedad. En su ciudad natal no tenía ese problema.

Dominado por sus prisas, sus temores, y su incomodidad, Festo oye a lo lejos una voz enfervorizada que ya conoce. La de quien vive de ella. La de quien mendiga con sus relatos para sobrevivir.

Está familiarizado con esa voz. Al principio, cuando llegó a vivir a la Vrbs, le encantaba detenerse a escucharlo. Y le echaba alguna moneda. Después, se cansó de él. Como de tantos otros. Sí. Porque se dio cuenta de que había más como ese. En realidad, eran bastantes. Todo dependía de por qué parte de la ciudad se moviera uno. A este es al que más veces ha escuchado, eso sí.

Oye la voz cada vez más cerca. No es que suela reunir a una gran multitud, pero el tipo tiene su público. La gente quiere saber. Y se convencen a sí mismos de que ese individuo les cuenta lo que los poderosos no quieren contarles.

Festo piensa en ello por un momento.

Las gentes de Roma llevan a cabo sus quehaceres habituales. Pero el trajín de la ciudad ya no es el que era. Al menos eso le han contado sus amigos que, a su vez, lo han oído de sus padres. Lo que sucedió hace algo más de treinta años no supuso una destrucción, como las malas lenguas se encargaron de propagar. Los godos saquearon la ciudad durante unos días de verano. Y se fueron. Hubo violencia, robos, violaciones, algunos incendios, eso sí.

Pero la ciudad no dejó de ser eterna. El mito de la Roma Aeterna no se desvaneció. Sí, el mito. Alimentado durante siglos por el mismo poder que se había ido reproduciendo bajo formas distintas, con dinastías, con un Senado voluble, con una Administración que finalmente se había multiplicado como las ratas.

Festo cree que algo de eso hay en la necesidad de las gentes de creer que todo marcha bien. Sea verdad, o no.

Y los charlatanes como este, muy necesitados de público y de algo con lo que malvivir, se alzan sobre la multitud en los foros o en las plazas donde calculan que van a sacar algunas monedas a cambio de un poco de moral. Moral, en efecto. Es lo que ellos venden. Y lo hacen sobre la base de historias inventadas que camuflan en el envoltorio de una supuesta Historia gloriosa.

Porque ya no se creen a los panegiristas. Esos tipos refinados, bien comidos, bien bebidos, bien pagados, que componen complicados textos repletos de hipérboles, alabanzas, elogios, a tal o cual emperador, a tal o cual general, a tal o cual... A quien les pague.

No. Las gentes prefieren escuchar a un andrajoso. Y lo prefieren porque sospechan, intuyen o, mejor dicho, quieren creer, que les va a decir la verdad. La verdad, sí. Lo que se cuece en los cenáculos de la corte imperial, o las noticias que llegan de las fronteras, cada vez más echadas a perder. Porque, en su fuero interno, y aunque ellos mismos no estén nada convencidos, quieren creer. Necesitan creer. Y hace ya tiempo, mucho tiempo, que no creen a los panegiristas. Así que han de entregarse a estos charlatanes.

Festo tiene muchas dudas de que la multitud esté en lo cierto al pensar así. Se acerca al grupo, son unos quince, veinte a lo sumo. El tipo ha colocado la banqueta. Es la de siempre. Al menos, la que él le ha visto portar desde que lo tuvo delante por primera vez. Gira levemente su cuello hacia la derecha y mira al tipo. Va vestido con ropajes muy vistosos, coloridos. Aunque, si uno se fija, se percata de que están rotos, perjudicados por el tiempo, el descuido, la pobreza.

Acelera el paso aún más. No está de humor para escuchar lo que vaya a decir. Pero, en el último instante, aminora ligeramente la marcha y, sin detenerse, afina su oído para no perderse el inicio de lo que el charlatán va a narrar a su concurrencia.

—¡Querido público! ¡Romanos todos! —El hombre, calvo por completo, enclenque y extremadamente delgado, posee sin embargo un poderoso tono de voz, que sabe explotar a su antojo—. Seré muy breve. Ya sabéis. Los oídos y los ojos del emperador Valentiniano están por todos los sitios. —El hombre encorva su espalda, sonríe y se lleva el dedo índice de la mano derecha hacia los labios, como aviso de que va a bajar notablemente el tono de su voz—. Los hunos, amigos míos. Los hunos son los nuevos enemigos de Roma.

»Esas gentes, de las que cuentan que sus cabezas son inhumanas, su aspecto, fiero como el de los lobos y sus costumbres, salvajes y despiadadas, han encandilado al emperador romano de Oriente. Sí, amigos, la que se llama la Nueva Roma, esa ciudad infame, esa Constantinopla repleta de rameras, ha decidido pagar. Pagar a ese Atila y a su hermano Bleda.

»Aunque, ahora que lo pienso, hay rumores... Algunas lenguas que llegan desde Oriente y desde el Ilírico dicen que ese Atila se ha cargado a su propio hermano hace algo más de un año. ¡Y los nuestros pagando! ¡Pagando, eso es! Para que no los viole, para que no les robe. —El hombre calla por un momento, mientras se recrea estudiando el aterrorizado semblante de su público—. Y, ¿sabéis lo que eso significa?

Festo decide irse de allí. Sabe lo que va a decir después, en cuanto el silencio logre el objetivo de acomodar las mentes de las gentes para lo que el otro va a proclamar.

Ya no escucha la voz del calvo, que además ha decidido rebajarla a un mero susurro, temeroso de los informantes imperiales.

De todos modos, sabe que va a anunciar que Atila, una vez logrado el oro de Constantinopla, irá a Roma. Tarde o temprano. Y, con eso, el calvo se asegura aún más público en una siguiente ronda de prédicas. Porque sabe que lo que está contando durante las últimas semanas en diferentes barrios de Roma ha corrido de boca en boca. Festo lo sabe porque lo ha escuchado otras veces. Y ahora tiene prisa.

Desciende caminando a buen paso por las callejuelas que desembocan en las cantinas al sur de los foros. Lo hace con celeridad, pero con cuidado de no resbalarse. Le asusta la capa húmeda que cubre las losas y los guijarros de las calles empinadas que se abalanzan hacia las partes bajas de la ciudad. No sería la primera vez que se trastabilla.

Le esperan sus amigos en una de las cantinas, y sabe que llega tarde. Han quedado en una en la que se sienten seguros sobre la hora séptima. Él no bebe vino. Bueno, ahora sí lo hace, aunque tiene una explicación: salvar el

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