El libro de los crímenes

Santiago Castellanos

Fragmento

Capítulo 1

1

Roma ha amanecido con un cielo gris, aunque ligeramente más claro que el del día anterior. Luego, avanzada la mañana, ha caído un aguacero. Ahora, pocas horas después, todo queda en una lluvia muy fina.

No, decididamente no es un buen día. La inquietud se ha apoderado de él, y debe confesar sus temores a sus amigos. Maldita lluvia. Le está calando el manto oscuro que, sí, le alivia algo de los rigores del invierno, pero ahora le parece un enemigo. Porque, pese a la estación del año, hace calor. O al menos eso siente él.

Claro que quizá no sea sino la consecuencia de su agobio. No queda mucho, pero es invierno al fin y al cabo. Sin embargo, hace bochorno. Tanto que está envuelto en sudor. Sí: maldita lluvia. Y maldita humedad. En su ciudad natal no tenía ese problema.

Dominado por sus prisas, sus temores, y su incomodidad, Festo oye a lo lejos una voz enfervorizada que ya conoce. La de quien vive de ella. La de quien mendiga con sus relatos para sobrevivir.

Está familiarizado con esa voz. Al principio, cuando llegó a vivir a la Vrbs, le encantaba detenerse a escucharlo. Y le echaba alguna moneda. Después, se cansó de él. Como de tantos otros. Sí. Porque se dio cuenta de que había más como ese. En realidad, eran bastantes. Todo dependía de por qué parte de la ciudad se moviera uno. A este es al que más veces ha escuchado, eso sí.

Oye la voz cada vez más cerca. No es que suela reunir a una gran multitud, pero el tipo tiene su público. La gente quiere saber. Y se convencen a sí mismos de que ese individuo les cuenta lo que los poderosos no quieren contarles.

Festo piensa en ello por un momento.

Las gentes de Roma llevan a cabo sus quehaceres habituales. Pero el trajín de la ciudad ya no es el que era. Al menos eso le han contado sus amigos que, a su vez, lo han oído de sus padres. Lo que sucedió hace algo más de treinta años no supuso una destrucción, como las malas lenguas se encargaron de propagar. Los godos saquearon la ciudad durante unos días de verano. Y se fueron. Hubo violencia, robos, violaciones, algunos incendios, eso sí.

Pero la ciudad no dejó de ser eterna. El mito de la Roma Aeterna no se desvaneció. Sí, el mito. Alimentado durante siglos por el mismo poder que se había ido reproduciendo bajo formas distintas, con dinastías, con un Senado voluble, con una Administración que finalmente se había multiplicado como las ratas.

Festo cree que algo de eso hay en la necesidad de las gentes de creer que todo marcha bien. Sea verdad, o no.

Y los charlatanes como este, muy necesitados de público y de algo con lo que malvivir, se alzan sobre la multitud en los foros o en las plazas donde calculan que van a sacar algunas monedas a cambio de un poco de moral. Moral, en efecto. Es lo que ellos venden. Y lo hacen sobre la base de historias inventadas que camuflan en el envoltorio de una supuesta Historia gloriosa.

Porque ya no se creen a los panegiristas. Esos tipos refinados, bien comidos, bien bebidos, bien pagados, que componen complicados textos repletos de hipérboles, alabanzas, elogios, a tal o cual emperador, a tal o cual general, a tal o cual... A quien les pague.

No. Las gentes prefieren escuchar a un andrajoso. Y lo prefieren porque sospechan, intuyen o, mejor dicho, quieren creer, que les va a decir la verdad. La verdad, sí. Lo que se cuece en los cenáculos de la corte imperial, o las noticias que llegan de las fronteras, cada vez más echadas a perder. Porque, en su fuero interno, y aunque ellos mismos no estén nada convencidos, quieren creer. Necesitan creer. Y hace ya tiempo, mucho tiempo, que no creen a los panegiristas. Así que han de entregarse a estos charlatanes.

Festo tiene muchas dudas de que la multitud esté en lo cierto al pensar así. Se acerca al grupo, son unos quince, veinte a lo sumo. El tipo ha colocado la banqueta. Es la de siempre. Al menos, la que él le ha visto portar desde que lo tuvo delante por primera vez. Gira levemente su cuello hacia la derecha y mira al tipo. Va vestido con ropajes muy vistosos, coloridos. Aunque, si uno se fija, se percata de que están rotos, perjudicados por el tiempo, el descuido, la pobreza.

Acelera el paso aún más. No está de humor para escuchar lo que vaya a decir. Pero, en el último instante, aminora ligeramente la marcha y, sin detenerse, afina su oído para no perderse el inicio de lo que el charlatán va a narrar a su concurrencia.

—¡Querido público! ¡Romanos todos! —El hombre, calvo por completo, enclenque y extremadamente delgado, posee sin embargo un poderoso tono de voz, que sabe explotar a su antojo—. Seré muy breve. Ya sabéis. Los oídos y los ojos del emperador Valentiniano están por todos los sitios. —El hombre encorva su espalda, sonríe y se lleva el dedo índice de la mano derecha hacia los labios, como aviso de que va a bajar notablemente el tono de su voz—. Los hunos, amigos míos. Los hunos son los nuevos enemigos de Roma.

»Esas gentes, de las que cuentan que sus cabezas son inhumanas, su aspecto, fiero como el de los lobos y sus costumbres, salvajes y despiadadas, han encandilado al emperador romano de Oriente. Sí, amigos, la que se llama la Nueva Roma, esa ciudad infame, esa Constantinopla repleta de rameras, ha decidido pagar. Pagar a ese Atila y a su hermano Bleda.

»Aunque, ahora que lo pienso, hay rumores... Algunas lenguas que llegan desde Oriente y desde el Ilírico dicen que ese Atila se ha cargado a su propio hermano hace algo más de un año. ¡Y los nuestros pagando! ¡Pagando, eso es! Para que no los viole, para que no les robe. —El hombre calla por un momento, mientras se recrea estudiando el aterrorizado semblante de su público—. Y, ¿sabéis lo que eso significa?

Festo decide irse de allí. Sabe lo que va a decir después, en cuanto el silencio logre el objetivo de acomodar las mentes de las gentes para lo que el otro va a proclamar.

Ya no escucha la voz del calvo, que además ha decidido rebajarla a un mero susurro, temeroso de los informantes imperiales.

De todos modos, sabe que va a anunciar que Atila, una vez logrado el oro de Constantinopla, irá a Roma. Tarde o temprano. Y, con eso, el calvo se asegura aún más público en una siguiente ronda de prédicas. Porque sabe que lo que está contando durante las últimas semanas en diferentes barrios de Roma ha corrido de boca en boca. Festo lo sabe porque lo ha escuchado otras veces. Y ahora tiene prisa.

Desciende caminando a buen paso por las callejuelas que desembocan en las cantinas al sur de los foros. Lo hace con celeridad, pero con cuidado de no resbalarse. Le asusta la capa húmeda que cubre las losas y los guijarros de las calles empinadas que se abalanzan hacia las partes bajas de la ciudad. No sería la primera vez que se trastabilla.

Le esperan sus amigos en una de las cantinas, y sabe que llega tarde. Han quedado en una en la que se sienten seguros sobre la hora séptima. Él no bebe vino. Bueno, ahora sí lo hace, aunque tiene una explicación: salvar el pescuezo.

Nada que ver con su juventud... Entonces sí bebía por gusto. No es que sea un hombre mayor; no se tiene por tal. Está a mediados de la veintena. A esa edad, la mayor parte de sus conocidos son padres. Es consciente de que su juventud está cercana, es verdad. Pero también sabe que ya quedó atrás.

Y los últimos acontecimientos no han hecho sino confirmar esa certidumbre.

Echa mano al bolsillo entreabierto en el lateral derecho de su túnica parda, ya demasiado raído, pero muy útil. Precisamente por eso está tan deteriorado. Está situado entre el pecho y el costado; si acaso, algo más hacia el primero. Vuelve a sacar el pequeño pedazo de pergamino desgastado. Lo plegó después de leer tres veces el mensaje que contenía cuando, hace unos días, lo recibió en la lujosa casa de su amigo Narciso.

El remitente sabía bien qué persona tenía que llevarlo para que llegase con certeza absoluta a sus manos. A las mismas que ahora lo extraen del bolsillo. Busca una entradilla en la esquina de una de las insulae de Roma. Mira hacia arriba. Es un edificio de cinco pisos. Hay un portón enorme completamente abierto. Decide entrar y darse una mínima tregua con respecto a la lluvia.

Quiere volver a leer las palabras más inquietantes. Solo esas. Se las sabe de memoria. Porque las ha leído en reiteradas ocasiones.

Nos suele suceder cuando nos llega una noticia, un mensaje importante que alguien nos pasa en unas pocas líneas. Lo leemos para recrearnos, si es algo bueno. O para atormentarnos, si es malo. Claro que hay quien prefiere apenas mirarlo.

En cuanto comprende el sentido del escrito en las primeras palabras, no lee más. Seguramente cada una de esas reacciones tiene su explicación. Son nuestros estados de ánimo: nuestros temores, nuestras angustias. Pero también nuestras alegrías, nuestras esperanzas, nuestros deseos.

Festo, en efecto, solamente presta atención a las primeras palabras. Así que no lo desdobla por completo. Sus ojos se detienen en ellas. Tiene la misma impresión que tuvo aquel día cuando las leyó por vez primera. Tras una breve, mínima presentación, el autor de la misiva confía y hace partícipe de su abismo de pavor a Festo.

Porque es un mensaje que emana del miedo y del terror. Del miedo y del terror de quien lo ha escrito.

«Me quieren matar.»

Y, tras él, una desesperada petición de ayuda.

«Ven. Te lo ruego, Festo. Ven.»

Abandona la protección de la entrada de la insula y regresa a la calle, a la lluvia, y a las prisas.

Mientras toma un callejón a su derecha, recuerda cuántas veces ha tenido que disimular en su vida. Porque él llama «su vida» solamente a sus últimos seis años. Exclusivamente a esos seis. Y tiene ahora veinticinco.

Vuelve a pensar en lo de antes. La mayor parte de sus compañeros de juegos, de los niños de su edad con los que había correteado y con los que se había peleado en su pequeña ciudad, a unas cien millas de Roma, están casados y tienen hijos.

Él no ha hecho ni una cosa ni la otra. Estuvo a punto, eso sí. Pero muy a punto, tanto que llegó a estar prometido con aquella muchacha, de la cual intenta no acordarse. Y lo ha conseguido. «Su vida» le llena hasta el punto de no recordar, o no querer hacerlo, a quien estuvo a punto de ser su esposa.

Bueno, no del todo.

Porque ahora mismo lo está haciendo: sí, en ocasiones se acuerda de ella. Todos sus recuerdos son buenos. Salvo el del final. El momento en el que él le dijo que tenía otra preferencia: dedicarse a la búsqueda de la Verdad. A menudo se ha preguntado si acertó con aquella decisión. Sea como fuere, fue un punto final, y también un punto de partida.

Así que piensa en «su vida» como si hubiera empezado hace seis años. Cada enero tiene que variar la última palabra con la que cierra la frase. «La vida que tengo desde hace un año», se dijo la primera vez que quiso acotar que era un hombre nuevo. Una persona distinta. Ahora ya son seis; desde hace dos meses, casi tres, son seis años. Seis años de «su vida».

Ve la puerta de la tasca. Aminora la velocidad de sus pasos. Quiere recuperar el resuello.

Capítulo 2

2

Es una vida distinta porque fue hace seis años cuando se convirtió. No a una religión. Eso es lo que muchos creyeron. Los que habían sido sus amigos. Incluso ella. Desde que le dijo que, en lo que entonces empezaba —«su vida»—, ella no tenía sitio o no lo tenía como hasta el momento, no volvió a verla más. No porque él lo desease. El caso es que aquel fue el último día de su vida en el que pudo hablar con ella. Durante los primeros meses se preguntó varias veces si no se lo había explicado bien. Acaso fuera ese el problema, se decía a sí mismo. Fue incapaz de llegar a una conclusión clara.

Va a entrar en la cantina. Huele a vino ya desde fuera. Y el olor —para él, hedor— le conduce a otros pensamientos fugaces mientras ralentiza definitivamente el paso.

Festo ha tenido que disimular mucho durante estos seis años. A veces ha bebido; lo ha hecho cuando convenía pasar desapercibido a toda costa. En sus nuevas convicciones, no es eso lo que importa. No es un sacrilegio. Lo es si se hace por gusto. En ese caso, sí. Pero no es un sacrilegio ni una mancilla si es para salvarse. Porque, si bebe algo de vino, es solamente para que no lo descubran.

Ha de estar a salvo. Ha de sobrevivir.

Él y los pocos que son como él.

Para eso es vital que no lo delaten. Sí, tiene miedo a las delaciones. Ese loco de León, el obispo de Roma, está en plena cacería. Menudo indeseable. No entiende nada. O sí, y por eso ha decidido emprender una purga. Una persecución, más bien. A los maniqueos y a los haeretici, los herejes. Los meten a los dos en el mismo saco, a pesar de ser distintos: a los primeros se los acusa de seguir las enseñanzas de Manes, un tipo que vivió hace dos siglos, y a los segundos, a pesar de ser cristianos, de defender teologías diferentes a las del catolicismo que impuso por decreto el emperador Teodosio hace algo más de medio siglo.

Y, por supuesto, persiguen también cualquier estertor de idolatría, de creencias que no encajen en ninguna de las dos anteriores posibilidades. Tanto la de aquellos que aún veneran a los dioses tradicionales de Roma, como la de quienes son seguidores de cultos mistéricos de corte oriental, especialmente sirio o egipcio.

Sabe que de nada serviría explicar en sus tribunales que él no es maniqueo. Que él no profesa esa religión procedente de Persia que lleva algo menos de dos siglos difundiéndose por el Imperio romano. Pero León ha decidido que el maniqueísmo le viene bien para acusar a gentes de diferentes credos: el uso de una etiqueta simple para realidades muy complejas es útil al obispo de Roma y a las leyes imperiales.

Pero Festo no se identifica con creencia específica alguna. O no del todo. Él ya no pertenece a ninguna religión ni a ninguna corriente filosófica concreta. Y, sin embargo, se siente muy próximo a ellos. Como otros que se han ido agrupando para salvarse del fuego. Porque el Imperio tiene recogida en sus leyes la condena al fuego en ciertos casos.

Sabe que, si lo delatan, también él acabará ardiendo.

Los emperadores han perseguido maniqueos desde hace más de siglo y medio. Se contaba que fue entonces cuando Diocleciano, que luego persiguió también a los cristianos, ordenó que había que acusarlos de maleficium. Todo el peso del Imperio recaía sobre ellos. Y algo parecido han hecho después los emperadores cristianos. A Festo le parece una ironía cruel. Porque lo que han hecho es rescatar, curiosamente, la condena a los maniqueos emitida en su día por el más feroz de los perseguidores del cristianismo.

Y el cargo de maleficium es también muy útil. Porque semejante acusación puede llevar a la muerte en la hoguera, entre otros suplicios. Algunos decían que había muerto menos gente de lo que las leges parecían dar a entender. Que estaban para asustar y para denigrar. Pero él sabía que había habido juicios. Y algunas ejecuciones. A veces por la espada, otras por el fuego. El mismo fuego que quema sus cuerpos destruye sus libros. Viene ocurriendo eso con ellos, con los disidentes. No solo con los maniqueos, sino también, en general, con los haeretici.

De hecho, se intenta liquidar especialmente lo que les comunica. Sus libros.

Se contaba que Diocleciano, y luego otros emperadores, perseguían a los maniqueos porque tenían miedo. Miedo a infiltrados. A que los maniqueos fueran en realidad agentes secretos del Imperio persa, el gran rival y enemigo de Roma por su frontera oriental. Festo, sin embargo, había conocido a bastantes maniqueos en la mismísima Roma y sabía que no era así. Nada de agentes. Manes había predicado sus enseñanzas, sus ideas sobre la Luz, sobre el Bien y el Mal, en el Imperio persa. Y sus enseñanzas se habían filtrado pronto en el romano. Se consideraba que el maniqueísmo era una superstitio que podía amenazar a la religio tradicional romana. Cuando el Imperio terminó decantándose, tras décadas de zozobras, por una de las ramas del cristianismo, la situación de los maniqueos no cambió mucho. Porque también los emperadores cristianos terminaron acusando a los maniqueos del delito de maleficium.

Festo no se considera un maniqueo. Pero hay ideas clave de esa creencia que le gustan. En especial la importancia de la diferencia entre el Bien y el Mal, y la influencia de la Luz en la vida del ser humano. La Luz en todas sus acepciones. Eso incluye el juego de los astros, pero también la iluminación interior que, cree, ha de ser alimentada día a día con la esperanza de ser un poco mejor. Va a encontrarse con amigos suyos que sí lo son, que son maniqueos convencidos, y que están aterrados. Lo sabe. Después de todo, él también lo está.

—Estamos perdidos —le dice en voz baja su amigo Narciso cuando lo ve entrar en la cantina.

A esas horas, el local está repleto. Por eso se citan allí. Creen que pasan desapercibidos. Narciso tiene el cabello muy oscuro y rizado, y una barba densa en la que aún no se advierte ni una sola cana. Y eso a pesar de que es algo mayor que Festo, puesto que ronda la treintena.

Trabaja en los servicios de abastecimiento de Roma, así que obedece a los burócratas del emperador Valentiniano. Mejor dicho, él es uno de esos burócratas. Tiene un puesto en la Administración imperial en la ciudad. A quien obedece es a otros burócratas, los de las cancillerías y las administraciones centrales de los departamentos imperiales.

Sí, es más apropiado decir que Narciso tiene un puestazo. Pero odia su trabajo. Incluso aunque, sumado a la fortuna familiar, le permita vivir con mucha holgura. Pero lo que realmente apasiona a Narciso no son los informes de entradas y salidas del puerto fluvial, sino saber cómo discernir las Tinieblas de la Luz.

—No, aún no... —contesta Festo mientras toma asiento en una banqueta que sus amigos le han reservado; comparten una mesa cuadrada rota en una de sus esquinas, la misma sobre la que Festo posa su mano derecha.

A la izquierda de Narciso está sentada Serena, una dama de la aristocracia romana, que porta un manto oscuro que le ha protegido de las miradas indiscretas con las que se haya podido cruzar mientras llegaba hasta allí, y que espera que lo haga a su regreso. Porque creen que en la cantina están seguros.

Cuatro o cinco semanas atrás, Narciso les aseguró que la clientela era de baja estofa, «lo peorcito de cada casa». Era justo lo que buscaban. Estuvo hurgando entre las tascas más populares de la ciudad, y se decantó por esa. Fue cuando decidieron encontrarse lejos de sus casas. Porque no se fiaban. Temían que el vecindario los espiase. Porque sus sospechas se habían visto confirmadas en las últimas semanas.

«Ese loco de León ha diseminado espías por toda la ciudad.» «Es sorprendente hasta dónde llegan los tentáculos del obispo de Roma.» «Quiere convertirse en Papa con mando en todo Occidente.» «¿Podéis imaginarlo? ¡Un solo tipo al mando de toda la Cristiandad! No se lo cree ni él.» «Pero, mientras tanto, usa la represión para destacar su autoridad.»

Aquellas frases de Narciso le habían impresionado. No tanto por su contenido, sino por la facilidad con la que su amigo había sido capaz de describir lo que estaba sucediendo en Roma. Todos lo intuían, todos lo veían, de hecho. Pero nadie como Narciso lo había explicado tan bien.

Festo ha pensado mucho en eso. No, no es un cambio menor. Hasta ahora, la Cristiandad no ha tenido jamás un mando único. Ahora tampoco lo tiene. Pero está claro que ese León está intentando construirlo. Las ciudades más importantes del Imperio siempre han tenido su propia tradición para interpretar las enseñanzas de Jesús. Fue así desde la época de las primeras misiones apostólicas.

Luego, con el tiempo y con la primacía de los obispos, las sedes episcopales más relevantes rivalizaban en influencia sobre esas interpretaciones en torno al mensaje de Jesucristo: Alejandría, Antioquía, Éfeso, Cartago, la propia Roma... Cuando Constantino fundó su nueva capital, a la que otorgó, como había hecho con sus hijos y con sus hijas, un nombre que emulara al suyo propio, esa mal llamada Nueva Roma, Constantinopla, se unió a ese selecto grupo. Había momentos en los que tal o cual sede se imponía sobre otras; o, lo que es lo mismo, que tal o cual obispo mandaba más que otro.

Lo que León parece querer ahora es moldear su hegemonía al menos sobre el Occidente romano. Extiende sus deseos por medio de sus cartas, sus sermones, sus emisarios. Parece como si fuera capaz de estar presente en rincones muy alejados de la mismísima Roma. Y eso es lo que Narciso ha explicado tan bien.

Festo está convencido de que todo es verdad. Y lo está porque es lo que se ha podido percibir en la ciudad en los últimos meses. Lo mismo le sucede al propio Narciso, a Serena, y a todos los demás. Tienen miedo.

Hace unas semanas, a Narciso le contó eso mismo otro maniqueo. Un tipo llamado Teofrasto, que pertenece a la mismísima cancillería imperial. Y fue Teofrasto quien avisó a sus compañeros. A todos. A los maniqueos y a quienes, sin serlo, se sienten próximos a la duda, a la necesidad de consultar textos prohibidos. A la disidencia. Dentro de las murallas de Roma, son al menos varias decenas, quizá un centenar, pero no está seguro. Los más optimistas dicen que son miles. No tienen registros, ni están tan organizados como sus perseguidores sospechan.

Narciso se ha dicho a sí mismo varias veces que quizá es lo primero que pretende León. Saber cuántos son. Para luego, claro, liquidarlos. Para entregarlos al poder imperial. Para someterlos a juicio por maleficium y llevarlos, literalmente, al fuego.

El obispo de Roma está decidido a fomentar las delaciones. Narciso dice que León, el emperador Valentiniano y los mandos en el Imperio y en las provincias temen que los maniqueos, o cualquier disidente que pueda ser catalogado con la misma etiqueta, tengan conocimientos de magia negra. Que la usen para urdir conjuras, para desear el mal. O, incluso, para ejecutarlo. Ya habían muerto bastantes de ellos en ese siglo y medio. Ahora, temen que la situación empeore.

Serena es viuda. Su marido, un acaudalado dueño de compañías navieras, murió de un ataque repentino. Fue hace ocho años. Ella heredó su fortuna, pero hace tiempo que el dinero no le interesa. Solamente la búsqueda de la Luz. Así que dejó que un liberto gestionara los negocios que había levantado su esposo.

Narciso, como Festo, nunca se ha casado. Y eso que se lo rifan algunas de las pocas solteras que quedan en las familias que, sin ser senatoriales —un rango que queda muy lejos de su posición— aún pintan algo en Roma. Él sí es maniqueo. Ha decidido no casarse. Como Serena. Que también lo es. Y que no piensa abandonar su condición de viuda.

Los tres levantan ostensiblemente las pequeñas jarras de barro que escoltaban en la mesa hasta entonces a una más grande repleta de vino. Narciso la había pedido mientras esperaban a Festo. El mesonero la había colocado, o más bien casi lanzado, mientras emitía un bufido y les cobraba de inmediato. Ninguno de los dos había bebido. Ahora que Festo ya ha llegado, deben hacerlo los tres.

Saben que es algo así como un salvoconducto. Si la clientela los ve beber, no sospechará de ellos. Porque se decía que los maniqueos no bebían vino. Y por eso Narciso, Serena, y otros como ellos, se sirven de esa idea. Que saben que no es cierta del todo. Algunos sí son totalmente abstemios y cumplen a rajatabla con la idea de rechazo absoluto al vino. Pero han conocido a otros que beben con frecuencia; no menos que cualquier cristiano. Ellos no beben. Solamente cuando necesitan disimular.

Festo, pese a no ser maniqueo, los imita. No quiere terminar sus días en el fuego. Tampoco lo desea Narciso. Ni Serena. Así que, cuando están en la cantina, beben vino, aunque mucho menos del que aparentan. Si los borrachos que los rodean supieran que en cada trago largo que parecen arrearse apenas entra algo de vino a sus gaznates, no saldrían de su asombro. Si es que puede quedarles algo de capacidad de asombro a las decenas de beodos que gritan chistes y burradas de todo tipo a su alrededor.

Para mayor perfección de la estratagema, Narciso ha logrado dominar la técnica del vaciado de jarra aprovechando los escasos instantes en los que ninguno de los ojos de la cantina se fija en ellos tres. O eso cree.

Festo conoció a Narciso y a Serena hace ahora seis años. Al inicio de «su vida». Siempre se movió en círculos de potentados. Tuvo la suerte de nacer en el lado afortunado. Los recién nacidos pueden caer del bueno o del malo. Él cayó del bueno. Pudo estudiar. Nunca trabajó mucho. No se le daba bien la actividad con las manos, aunque se regocijaba, no sin cierta vergüenza, de no necesitarlo. Su familia vivía de las rentas de las tierras y de los alquileres urbanos. Él terminó heredando esos últimos. Y hasta ahora. Vive de eso. De los alquileres. De las rentas. Todo parecía encaminado a que formara una familia con su prometida. Eso es: parecía.

Porque, claro, no fue así. Cuando aún vivía en su ciudad, se zambulló en el estudio de los astros y de las relaciones entre el Bien y el Mal. Había solamente dos iniciados. Procedían del sur. De las islas. Y, como tantos otros, habían buscado una ciudad pequeña en la que poder vivir sin despertar demasiadas sospechas. Eso iba por carácter. Había quien decidía meterse en Roma, o en Antioquía, en Alejandría, o en la «Roma» del Imperio en Oriente, Constantinopla. En las más grandes ciudades.

Y había quien prefería recluirse en otras de tamaño mediano. Como aquellos dos tipos. Trató poco con ellos. Pero debieron de ver algo en él, porque le empezaron a pasar fragmentos de libros astrales. Y también de apócrifos cristianos. Y de tradiciones sobre las enseñanzas de Manes. Un poco de todo. Y fueron ellos los que le dijeron que, para entrar en la Luz, tenía que irse a Roma. Y fue en la vieja capital donde conoció a Narciso y a Serena, y a tantos otros que, como él, buscaban la Verdad.

Narciso hace un gesto arrugando su frente; levanta ligeramente la cabeza señalando hacia un tipo calvo al fondo de la cantina. Serena y Festo le han entendido. De nuevo, hacen como que consumen más vino del que realmente beben.

Festo pudo dedicarse al estudio de la Verdad porque logró conservar parte de los ingresos de sus alquileres en su ciudad de origen y en sus villorrios. Eso, y no otra cosa, es lo que le ha permitido vivir sin problemas, primero allí y luego en Roma. Se ha podido dedicar al estudio de los libros de Virgilio o de Horacio, incluso de los Evangelios cristianos. Pero también de los libros prohibidos. Por ejemplo a los fragmentos maniqueos que circulan por ahí. Aunque en los últimos tiempos le han llamado la atención los que llaman «apócrifos». Los libros cristianos que los obispos no aceptan. Más bien, los condenan.

—¿Cuándo te vas? —pregunta Serena con su voz melosa pero, al tiempo, decidida.

—Dentro de dos días. Parto en un barco a Tarraco. Unas dos semanas de navegación, depende de cómo esté la mar, claro, porque aún estamos acabando el invierno. Y de allí a Asturica. Unas quinientas millas. Iré cambiando de monturas en las postas y en los mesones. Llevaré dinero suficiente.

—O sea, que hasta entrada ya la primavera no llegarás a esa ciudad. Te vas al final del mundo, Festo. Unos dos meses en total... —Narciso se mesa la barba mientras calcula las distancias y los tiempos aproximados.

—Sí... puede que algo menos —afirma Festo con aire dubitativo.

—¿Estás seguro de lo que vas a hacer? —le plantea Serena mientras clava su mirada en Festo.

—Si he de serte sincero... no. No mucho. Pero debo ir.

—Pero... ¿Quién querría matar a un hombre como él? Solamente nuestros perseguidores. No sé exactamente cómo estará la situación allí. Porque ni siquiera se encuentra en Emerita, sino en esa otra ciudad mucho más pequeña, en esa Asturica que has mencionado, ¿no es así? —inquiere Serena, que continúa mirando a Festo con una cierta amargura, en todo caso imperceptible para sus dos amigos.

—Decidió retirarse al rincón más lejano del Imperio, o algo parecido. Sí, eso es, está allí; es una pequeña ciudad al noroeste de Hispania. Sí, se llama Asturica.

—Ufff, ni idea. —Esta vez, Serena no puede disimular su contrariedad.

—Bueno... para la Administración imperial es un lugar bien conocido desde el mismísimo Augusto y sus primeros sucesores. —Narciso hace gala de sus conocimientos de los mecanismos del viejo Imperio, pero, como suele ser habitual en él, sin pedantería—. En su día sirvió para controlar los enormes flujos de oro de las minas de por allí. Ahora es una ciudad muy menor... pero tiene obispo. Es una de las sedes episcopales más antiguas de Hispania. De hecho, ese tipo estuvo por aquí, creo. Puede que incluso sea amigo del loco de León.

—Sí. Lo sé. Ya os conté que Eugenio me envió una carta en la que me informaba sobre su situación allá. Al parecer el obispo se llama Toribio y es amigo de este salvaje de León. Imagino que las sospechas de Eugenio irán por ahí, claro. —Festo hace una pausa y su rostro parece ensombrecerse—. Narciso, ten claro algo: León no es ningún loco. Sabe bien lo que hace. Nos odia, desde luego. Y nos persigue. Pero de loco me temo que no tiene nada...

—Desde luego, el mensaje de Eugenio es muy inquietante. —Serena parece querer olvidarse de su perseguidor, siquiera por un instante.

—Más que eso. Es alarmante. —Festo no puede sostener la mirada a su amiga—. Pero no logro comprender por qué me ha elegido a mí. Ignoro por completo qué habrá visto en mí para creer que le puedo ayudar.

—Bueno, no es difícil de contestar a eso. —Serena ensombrece aún más su gesto—. Eres sagaz, inteligente y de una agudeza escasamente frecuente. —Concluye la frase con una sonrisa que esconde la inquietud por el destino de su amigo.

Los tres se miran.

Narciso ha repetido el gesto, aunque de modo muy leve, señalando con suma discreción al calvo del fondo. Levantan las jarras. Esta vez el trago es verdadero. Deben apurar la jarra grande y vaciar su contenido en las pequeñas. El mesonero no ha de sospechar. No puede salir de semejante antro ni una sola delación. Hay que terminar el vino.

Solamente lo ingieren para eso. Para protegerse. Para salvarse.

Capítulo 3

3

En ese mismo instante, a algo más de mil millas de Roma, en Asturica, una ciudad del noroeste de Hispania...

Maura se lleva los dos brazos a la parte posterior de su cabeza. Introduce los dedos entre sus cabellos castaños, que ahora están revueltos con bucles anárquicos que acompasan las sacudidas de su cuerpo desnudo.

Se estremece y se agita mientras él la penetra desde abajo, tumbado en el lecho amplio de su cubículo. En pleno arrobamiento, él aprieta con fuerza sus senos, y ella se siente ir. Lo mismo le ocurre a su amante.

Le encanta follar con su amante. No solamente por el sexo. Siente una extraña sensación de poder cuando está con él. Es un hombre influyente, pero lo va a ser más. Está segura. Y eso la excita con una fogosidad que escapa a los límites que había conocido hasta hace un año.

Porque llevan casi doce meses viéndose. Nadie debe saberlo. Se torcerían las aspiraciones de él. Y los beneficios que ella podría obtener. Hace tiempo que ha decidido que la búsqueda de la Verdad no es incompatible con el deseo, con la ambición, con el poder. Ni con el sexo. Ha llegado a la conclusión de que sus compañeros haeretici son imbéciles si piensan que la ascesis les va a conducir a algún sitio. Ella está ya convencida de que hay caminos más cortos y más apetecibles para llegar muchísimo más lejos.

—¿Todo..., todo bien? —le pregunta él mientras ella se sitúa a su lado en la cama.

—Sí... muy bien... como siempre —contesta Maura en un tono muy bajo mientras le da un beso a su amante.

Se miran.

—Pronto tendré un gran poder, Maura.

—Lo sé. —Baja por un momento su cara y la acerca al pecho de él para darle un beso en el tórax velludo y luego emitir un susurro—: Así debe ser.

—Voy a eliminar a mis enemigos.

—No debes dejar ni uno solo.

—¿Ni uno solo... con vida? —Vuelve la cabeza a su izquierda con una leve sonrisa en su rostro.

—Ni uno solo con vida. —Maura contesta mientras se incorpora de nuevo sobre su amante.

—Ah, ¿sí? —susurra él, que siente de nuevo una erección en plenitud.

—Sí —contesta ella mientras comienza a follarle de nuevo. Le gusta esa sensación de dominio. De dominar al dominador.

A él le pone muy cachondo la maldad de Maura, que refuerza sus estrategias para librarse de los mediocres y de los traidores. Cree que ha llegado el momento de poner en práctica sus planes, de usar sus poderes, de movilizar a sus informadores, de purgar a sus enemigos.

—¿A todos? ¿A todos sin excepción? —plantea él en plena convulsión.

—¡Sin excepción! —responde ella agitando su cuerpo con sacudidas feroces.

Cuando contesta, Maura siente todo el derrame dentro, mira a su amante componiendo un rostro que él entiende como nadie más lo hubiera podido hacer.

Es el rostro de la maldad.

Capítulo 4

4

Se vuelve a meter la mano derecha en el bolsillo y palpa el documento. No lo extrae. Pasa sus dedos índice y pulgar por el pliegue del pequeño pergamino. Es una manera de conectar mentalmente con el autor del mensaje: Eugenio.

Hace seis años, fueron aquellos tipos de su ciudad quienes le facilitaron el nombre de Eugenio. Le dijeron que lo buscase en Roma. A él y a Narciso. Dio primero con este. No le resultó difícil, porque ya estaba avisado de su arribada. Fue en los primeros días de su llegada a la vieja capital del Imperio, la Roma Aeterna.

Después, en las siguientes semanas, conoció a Eugenio. Era uno de los miembros más activos del grupo de herejes y maniqueos en Roma. Como otros, no era un maniqueo convencido, sino que flirteaba con diversas tendencias de pensamiento religioso, en particular con el cristianismo. Como le sucedía al propio Festo.

No lo consideraba un amigo. Sentía respeto por él, como por todos los demás. Pero le parecía algo estirado y un poco engreído.

Siempre había desarrollado cierta prevención frente a ese tipo de caracteres. Desde que, en su infancia, experimentó las fanfarronadas de alguno de los niños con los que solía coincidir en las calles de su ciudad. Aquello le marcó profundamente. En cuanto detectaba síntomas de jactancia y de chulería, multiplicaba esa prevención suya.

No, Festo y Eugenio no eran amigos. Con el tiempo, se dio cuenta de que Eugenio no era ni un fanfarrón ni un chulo. Pero ya era tarde. Eugenio decidió irse a su Hispania natal, desde donde ahora le había escrito.

Precisamente por eso, por no ser amigos, le extrañó aún más recibir aquel aviso desesperado. Le intrigó el mensaje, pero sobre todo el hecho de ser él el receptor. Se había preguntado varias veces si era el único destinatario. ¿Habría escrito Eugenio más notas como esa? Y, en tal caso, ¿a quiénes se las habría enviado? Desde luego, a Narciso no. Creía en la sinceridad de este cuando le negó rotundamente haber recibido algún mensaje similar de Eugenio. Lo mismo sucedía con todos los demás a los que pudo sondear sobre el asunto. A nadie le había llegado semejante mensaje, salvo a él.

Todo eso le había abierto dudas, le había suscitado preguntas. Pero ni era capaz de resolver las primeras ni de contestar a las segundas. Entre todas ellas, había dos que machacaban constantemente su mente. «¿Quién querría matar a Eugenio?» «¿Por qué me pide a mí que vaya a verle?»

De algo sí estaba seguro. Eugenio, que no era su amigo, le había confiado a él su pavor extremo: «Me quieren matar».

Eugenio se había formado en las provincias de Oriente. Había logrado estudiar nada menos que en Antioquía y en Alejandría. Sin embargo, él mismo había nacido en Emerita, una ciudad de Hispania. Se lo había dicho muchas veces. ¡Como para olvidarlo! Emerita para aquí, Emerita para allá. Siempre le insistía, con unos conocimientos de historia que a Festo le parecían un tanto artificiosos, en que era la ciudad más importante de Hispania en esos días, porque el jefe de toda la Administración del conjunto de las provincias hispanas, el uicarius Hispaniarum, residía allí. Le había explicado que Emerita era la sede administrativa principal de su provincia, Lusitania, pero también de toda Hispania, desde hacía siglo y medio, más o menos.

Eugenio parecía muy orgulloso de aquella ciudad, aunque sus orígenes fueran bien distintos. Descendiente de comerciantes orientales, su familia, como otras, se había instalado en el extremo occidental del Imperio para hacer negocios. Por eso Eugenio nació allí. Aunque estudió en el otro confín del mundo romano, en las tierras orientales de sus ancestros, aprovechando las ramificaciones de la familia.

Fue en las grandes ciudades de las Pars Orientis, iniciándose en la filosofía con los maestros helénicos, donde comprendió que había muchos caminos para llegar a la Verdad, y no solamente uno. Y también fue allí donde comenzó a leer fragmentos de textos maniqueos, que le apasionaron por su aparente simplicidad, llena, por el contrario, de matices y de complejidad. El Bien, el Mal, la Luz... todo le seducía porque le enseñaba senderos hacia la Verdad.

Todo eso se lo había contado Eugenio a Festo. Y también el motivo de su viaje desde Oriente hasta Roma.

Porque, una vez formado en las grandes escuelas orientales, había decidido acudir a Roma. Intuía que, pese al hostigamiento imperial, necesitaba conocer a los maniqueos de allí para integrarse plenamente en la Luz. Quería comprender cómo era la versión latina de lo que había aprendido en griego. La misma que el Imperio no veía sino como una superstitio, una superstición, una secta que perseguir. No pasó a formar parte del grupo más puro, sino que se encontraba entre los que participaban de algunas enseñanzas de Manes, pero también de las de Cristo.

El ascenso de León al poder episcopal en Roma supuso lo que Eugenio ya sospechaba: un recrudecimiento sistemático de la persecución a los maniqueos. Y eso le afectaba de lleno, no tanto porque él lo fuera, que no lo era, sino porque «maniqueísmo» venía funcionando como una etiqueta de acusación que, en la práctica, identificaba a grupos muy diversos entre sí. Porque simplificaba los procesos de acusación y de enjuiciamiento incluso en tribunales imperiales. Él mismo, en sus dudas, era una expresión de esa variedad de creencias y de intereses por explorar caminos hacia la Verdad y la Luz.

Tras aguantar varios años, decidió regresar a Hispania. Para cuando Eugenio reveló esa decisión a los haeretici romanos, Festo ya se había percatado de que estaba errado en su juicio inicial sobre la fanfarronería del personaje.

Les contó que se iba a Hispania, pero no para ir a Emerita, sino para refugiarse en Asturica. Sabía que era un buen escondrijo frente a las artimañas del fanático de León. Era una pequeña ciudad, comunicada con Emerita por una buena vía, pero lejos, muy lejos de todo. Allí se uniría a los pocos maniqueos y otros disidentes que sabía que había en la ciudad. Y que, al parecer, estaban bien organizados. El otro puntal a favor de Asturica eran las clientelas que tenía allí, heredadas de los tentáculos de su familia, toda vez que desde Emerita habían desplegado negocios al noroeste hacía mucho tiempo. Apoyándose en esos pocos clientes que le tendrían ahora como su patronus, tendría el sustento más que asegurado.

Según sus informes, algunos de los herejes de Asturica eran propiamente maniqueos, mientras que otros eran cristianos seguidores de las antiguas enseñanzas de Prisciliano, ejecutado hacía poco más de medio siglo. Pero tenían en común ser vistos por el Imperio como enemigos de la ortodoxia, haeretici, herejes, adversarios de la fe católica imperial que había impuesto Teodosio hacía, también, más de medio siglo.

Por las comunidades de haeretici de Italia, sur de la Galia y la Tarraconensis circularon varios mensajes secretos de Eugenio que lograron alcanzar a los grupos organizados en el fin del mundo, en el noroeste de Hispania. Asturica era el sitio perfecto. Avisó de su llegada y la respuesta fue muy buena. Allí llevaría una vida de retiro y calma para afrontar la cercana vejez. No tenía hijos ni esposa. No dependía de nadie, ni nadie dependía de él, más allá de sus clientes que le tendrían como patronus. Sí, definitivamente: Asturica, tan próxima al fin del mundo, era el sitio. Lejos de los grandes peligros y de las amenazas de León de Roma.

Ahora, mientras refresca su memoria acordándose de esos detalles sobre Eugenio, Festo ya está dentro de Asturica. Hace un rato que ha entrado. Al poco de cruzar por una de las puertas de acceso, ha decidido sentarse bajo unos porches en una de las primeras calles a las que ha accedido.

Está cansado. Agotado, más bien. Acaricia de nuevo el documento, como buscando la razón de un viaje tan largo.

No imaginaba que una ciudad tan pequeña tuviera unas murallas tan potentes, con torreones con formas redondeadas que le han sorprendido por su perfección y sus dimensiones.

Ahora que está dentro de la ciudad, piensa un momento sobre lo que ha visto en la entrada, una vez pasado el instante de tensión. Porque se ha topado en la puerta con una pequeña guarnición de suevos. Era la primera vez que veía suevos. Iban pertrechados con mallas en sus torsos, pantalones con lienzos de cuero oscuro, espadas largas y unas mazas apoyadas en las murallas, al lado de sus cascos. Le ha sorprendido que no los llevasen puestos. Parecían bastante relajados: bromeaban entre ellos, aunque sin perder detalle de todo el entorno de la puerta. Cuando ha accedido él, apenas había movimiento alguno.

Menos sorpresa le ha causado la apariencia física de esos soldados. Cabellos largos, tres o cuatro de ellos con trenza lateral, cuerpos altos y ojos claros. La mayoría rubios, aunque dos o tres eran castaños, y uno, incluso, moreno. Eran como doce o catorce, no más. Muy pocos. Pero seguramente suficientes para controlar el acceso a una ciudad tan pequeña.

Supone para sus adentros que, de haber más puertas, habrá otras guarniciones similares. Y que a buen seguro deambularán patrullas por el interior de la ciuitas. Ninguno le ha preguntado nada. Se han limitado a echarle una mirada que a él le ha parecido impertinente, pero esperable. Se da por contento. No ha tenido ningún problema para entrar en la ciudad.

Los suevos habían entrado en Hispania hacía algo menos de cuarenta años, junto a vándalos y alanos. No fue tanto una invasión como un asunto de las entretelas del Imperio. Cosas de usurpadores, de generales que querían quitar del poder a quien entonces era el emperador en Occidente, Honorio, tío del actual augusto, Valentiniano, el tercero con ese nombre. Y hubo pactos extraños. Festo conocía bien la historia del Imperio. Que hubiera habido generales imperiales dispuestos a entregarse a esos grupos bárbaros le sacaba de quicio. Claro que, viendo la historia posterior del Imperio, y la que a él y a sus contemporáneos le está tocando vivir en este momento, se dice a sí mismo que todo le sorprende menos.

El Imperio apenas les había hecho frente en Hispania, así que esos bárbaros camparon a sus anchas. Hasta que Honorio hizo un pacto con los godos tras el asesinato de Ataúlfo en Barcinona y la eliminación de su sucesor, Sigerico. Dio carta blanca a los godos en Hispania para que, durante aproximadamente dos años, intentasen liquidar a suevos, vándalos y alanos.

Pero no lo consiguieron. Sí vencieron en parte, pero no en el conjunto. Los vándalos terminaron pasando a África, donde aún mantienen un poderoso reino que amenaza los abastecimientos de cereal a Italia y, sobre todo, a la mismísima Ro

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos