El maestro de esgrima

Arturo Pérez-Reverte

Fragmento

intro

El cristal de las panzudas copas de coñac reflejaba las bujías que ardían en los candelabros de plata. Entre dos bocanadas de humo, ocupado en encender un sólido veguero de Vuelta Abajo, el ministro estudió con disimulo a su interlocutor. No le cabía la menor duda de que aquel hombre era un canalla; pero lo había visto llegar ante la puerta de Lhardy en una impecable berlina tirada por dos soberbias yeguas inglesas, y los dedos finos y cuidados que retiraban la vitola del habano lucían un valioso solitario montado en oro. Todo eso, más su elegante desenvoltura y los precisos antecedentes que había ordenado reunir sobre él, lo situaban automáticamente en la categoría de canallas distinguidos. Y para el ministro, muy lejos de considerarse un radical en cuestiones éticas, no todos los canallas eran iguales; su grado de aceptación social estaba en relación directa con la distinción y fortuna de cada cual. Sobre todo si, a cuenta de aquella pequeña violencia moral, se obtenían importantes ventajas materiales.

—Necesito pruebas —dijo el ministro; pero sólo era una frase. En realidad, era evidente que estaba convencido de antemano: él pagaba la cena. Su interlocutor sonrió apenas, como quien escucha exactamente aquello que espera escuchar. Seguía sonriendo cuando se estiró los puños inmaculadamente blancos de la camisa, haciendo refulgir unos llamativos gemelos de diamantes, e introdujo una mano en el bolsillo interior de la levita.

—Pruebas, naturalmente —murmuró con suave ironía.

El sobre cerrado con lacre, sin sello alguno, quedó sobre el mantel de hilo, alineado con el borde de la mesa, cerca de las manos del ministro. Éste no lo tocó, como si temiera algún contagio, limitándose a mirar a su interlocutor.

—Le escucho —dijo. El otro se encogió de hombros haciendo un gesto vago en dirección al sobre; parecía que el contenido hubiera dejado de interesarle desde el momento en que abandonó sus manos.

—No sé —comentó, como si todo aquello careciese de importancia—. Nombres, direcciones... Una bonita relación, imagino. Bonita para usted. Algo con que entretener a sus agentes durante algún tiempo.

—¿Figuran todos los implicados?

—Digamos que están los que deben estar. Al fin y al cabo, creo conveniente administrar con prudencia mi capital.

Con las últimas palabras despuntó de nuevo la sonrisa. Esta vez venía cargada de insolencia, y el ministro se sintió irritado.

—Caballero, tengo la impresión de que usted parece tomarse este asunto con cierta ligereza. Su situación...

Dejó la frase en el aire, como una amenaza. El otro pareció sorprendido. Después hizo una mueca.

—No pretenderá —dijo tras reflexionar un instante— que venga a cobrar mis treinta monedas de plata como Judas, con apesadumbrada nocturnidad. Después de todo, ustedes no me dejan otra opción.

El ministro puso una mano encima del sobre.

—Podría negarse a colaborar —insinuó, con el habano entre los dientes—. Sería incluso heroico.

—Podría, en efecto —el caballero apuró la copa de coñac y se puso en pie, cogiendo bastón y chistera de una silla próxima—. Pero los héroes suelen morir. O arruinarse. Y, en mi caso, ocurre que tengo demasiado que perder, como usted sabe mejor que nadie. A mis años, y en mi profesión, la prudencia, es algo más funcional que una virtud; es un instinto. Así que he resuelto absolverme a mí mismo.

No hubo apretón de manos ni fórmula de despedida. Tan sólo pasos en la escalera y el ruido, abajo, de un carruaje al ponerse en marcha bajo la lluvia. Cuando el ministro se quedó solo, rompió el lacre del sobre y se colocó unos anteojos, acercándose a la luz de un candelabro. Un par de veces se detuvo para saborear el coñac mientras reflexionaba sobre el contenido de aquel documento, y al terminar la lectura permaneció un rato sentado, entre las volutas de humo de su cigarro. Después miró con melancolía el brasero que calentaba el pequeño reservado y se levantó perezosamente, acercándose a la ventana.

Tenía por delante varias horas de trabajo, y la perspectiva le hizo murmurar un comedido juramento. Las cumbres heladas del Guadarrama arrojaban sobre Madrid un frío aguacero aquella noche de diciembre del año 1866, reinando en España su católica majestad doña Isabel II.

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