La abadesa de Bingen

María Elisa Cortina

Fragmento

Introduccion

Introducción

Introducción

Durante la vida de Hildegarda cuatro emperadores gobernaron el Sacro Imperio Romano Germánico, once papas lideraron la Iglesia católica y existieron cuatro antipapas. Esto último refleja que a pesar de que la Iglesia y el Imperio tenían un cimiento común que era la fe cristiana, ambas instituciones estuvieron duramente enfrentadas. La creciente influencia del papado, dentro y fuera de los límites de la Iglesia, desencadenó violentas luchas con los príncipes germanos, quienes a su vez llevaban varios siglos confiscando posesiones de la Iglesia y manejando asuntos eclesiásticos como la elección de obispos, abades e incluso papas. Como consecuencia de ello, la disciplina y la moral del clero se tornaron relajadas, la vida en el interior de los monasterios, licenciosa y el pueblo quedó abandonado a su suerte. Surgió entonces un fuerte deseo de renovación espiritual, apareciendo nuevas órdenes monásticas, entre ellas la rama cisterciense benedictina a la cual perteneció Hildegarda. Como la sociedad del siglo XII era agraria, los monjes cistercienses construyeron sus monasterios en el campo, transformándose en el centro de vida de toda la población de la comarca. En este mundo brilló Hildegarda.

En esta sociedad donde primaba el sentimiento religioso, la muerte no constituía una prueba terrible, pues nadie dudaba de la existencia del más allá. Más que a la muerte las personas temían al juicio divino, al castigo del otro mundo y a los tormentos del infierno. Importaba asegurarse la gracia del Cielo y esa función era representada por la Iglesia. Por otro lado, el saber estaba en manos del clero, especialmente del regular, ellos eran prácticamente los únicos que sabían leer y escribir. Los monasterios se transformaron en verdaderos guardianes de la sabiduría y de las obras clásicas, y lo hicieron a través de la escritura y de la copia de grandes manuscritos. Escribir un manuscrito era una larguísima proeza, un duro trabajo que recaía sobre los monjes amanuenses. Si a esta dificultad se añade que las comunicaciones se realizaban a través del lento intercambio epistolar, pues la mayor velocidad que se alcanzaba era la del galopar de los caballos o la de las barcazas que surcaban las aguas, se podría decir que el acceso a la cultura era privilegio de unos pocos. Sin embargo, el siglo XII fue culturalmente vigoroso. Además de ser el siglo de la escolástica, en él fue cuando comenzaron a aparecer las primeras escuelas monacales y episcopales, que junto con las primeras universidades europeas dieron un gran impulso a las ciencias sagradas: la teología y el derecho canónico. El arte románico estaba en su esplendor y aparecieron los primeros indicios del gótico. Fue un siglo de trovadores y juglares, de poesía y música. Desde este mundo de la cultura brilló también Hildegarda.

A pesar del uso de un revolucionario arado con rejas de hierro, el rendimiento de la tierra era débil. Las gentes de aquellos años estaban mal nutridas y muchas veces les resultaba difícil conseguir el pan de cada día. Los historiadores mencionan tres grandes hambrunas: 1124-1125, 1139 y 1145. La mayoría de las personas vivía en lo que sería para nosotros una pobreza extrema, casi todo era de madera y muy poco de hierro. La miseria, sobre todo en torno a las nacientes ciudades, golpeaba con dureza a una parte de la población. Sin embargo, no existía la soledad del miserable de hoy, pues la sociedad medieval era fraterna y solidaria; la fraternidad aseguraba la supervivencia. Los males y las calamidades eran considerados pruebas de Dios, por lo tanto la caridad religiosa debía aliviarlos en cuerpo y alma, así los canónigos daban pan y asistencia a los pobres. Esto trajo consigo el desarrollo de instituciones hospitalarias y caritativas, especialmente en los monasterios. En este mundo de caridad también brilló Hildegarda.

Las enfermedades generaban un temor inmenso y las epidemias, que duraban semanas o meses, se acompañaban de numerosas muertes. Aunque en el siglo XII no se llegó a una catástrofe sanitaria de las dimensiones de la del siglo XIV, enfermedades como el fuego de san Antonio, la viruela o la lepra eran muy temidas. A cualquier afección cutánea le daban el nombre de lepra, considerada una enfermedad propia de la perversión sexual. Se miraba al leproso como un pecador, cuya corrupción le brotaba por la piel. La medicina, poco desarrollada hasta principios del siglo XX, estaba gobernada por humos, sangrías, hierbas, supersticiones e incluso por reliquias de santos, pues lo sobrenatural era un buen recurso ante la impotencia frente a un mal desconocido. Apasionada por el conocimiento científico, Hildegarda se dedicó a buscar la causa de las enfermedades (más allá de la tradición que las consideraba un castigo divino) y a dar con sus posibles tratamientos. Así es como también brilló en el mundo de las ciencias.

La sociedad del siglo XII era jerarquizada, las personas estaban insertas en el grupo familiar, en la aldea y en el señorío. Se podría decir que estaban siempre cerca, dormían en un mismo lecho y en el interior de las casas no había paredes, solo colgaduras. Los hombres nunca salían solos, se creía que los que lo hacían eran locos o criminales y si lo hacían ellas, eran prostitutas o hechiceras. La mujer era considerada un ser inferior, necesariamente sometida a los hombres, pues la sociedad medieval era masculina. Los bosques, por los que se circulaba con dificultad y peligro, constituían un elemento indispensable en la vida de los campesinos y de los señores de la época. Existía una gran diversidad de dialectos locales, pero la gente se entendía. La nobleza, que vivía en castillos, se vinculaba por alianzas matrimoniales, pero, por temor a diluir las pertenencias se casaba solo al hijo mayor, así que muchos jóvenes nobles y solteros se dedicaban al pillaje o a correr aventuras. Como toda sociedad, la medieval vivía, se divertía y moría, a veces con gran brutalidad. Los caballeros marchaban a la guerra, a las Cruzadas (el de Hildegarda fue el siglo de la Segunda y la Tercera) o se mataban entre ellos en los torneos, donde galopaban unos contra otros para apoderarse de los caballos y las armas del perdedor. Todo estaba permitido. Esos encuentros provocaban tantas víctimas que la Iglesia intentó prohibirlos, aunque en vano, pues representaban la descarga de una sociedad brutal. La Iglesia intentaba reponer la paz por todos los medios posibles, pero también participaba de la guerra. Sin duda, era una sociedad violenta, violencia quizá comparable a la que azota nuestras grandes metrópolis y a nuestro mundo desarrollado. La prostitución estaba muy bien organizada y las plazas de los mercados eran consideradas zonas de paz y de bullicio. Allí los juglares entretenían a los aldeanos, quienes iban a comprar y vender, a contemplar a los acróbatas y a escuchar a los narradores de cuentos, en fin, a disfrutar de la alegría de una vida llena de dificultades. En este mundo del siglo XII vivió y brilló Hildegarda, quien logró dejar una huella que ni siquiera el paso de mil años ha podido borrar.

Tripa <

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