Voces de libertad

Elena Peroni

Fragmento

Guadalupe Ruiz no pudo aportar ninguna luz salvadora como lo había hecho en el pasado para ahuyentar los nubarrones grises que parecían cernirse sobre la cabeza de su patrona.

El mar del olvido, Andrés Rivera

Nicolasa
Rionegro, Antioquia, 1767

Todos los esclavos revoloteaban preocupados por la casa buscando a doña Xaviera. Parecía que hasta las gallinas y los perros con su ir y venir también querían encontrarla metida entre el patio y los trapos donde cada noche se agazapaban los chandosos. El desorden era notorio, al igual que la mugre. Sus moradores nos habíamos habituado a ellos. A los visitantes, que eran pocos, esto les llamaba profundamente la atención.

La noche anterior, como todos los días, el ama se había sentado en su mecedora en un rincón junto al fuego de la especie de cocina que habían montado en la estancia. Agarraba con las manos huesudas y arrugadas su taza de porcelana despicada por el uso y los años para calentarse un poco. En pequeños sorbos se tomaba el chocolate negro que tanto le gustaba. Tenía la mirada perdida en un lugar desconocido de las múltiples sombras que jugaban en la pared, proyectadas por el velón que sagradamente encendía ante el bulto de la Virgen ya tiznada por el hollín. Estaba, ese día, especialmente callada y meditabunda.

Cuando me le acerqué para peinarle un poco las canas, ella me rechazó con brusquedad:

—Déjame en paz —ordenó.

Parecía que cuando le entraba la pensadera se le alborotaban las canas amarillentas que ya habían acaparado su cabeza. Luego esperó a que empezara a alejarme y con gran esfuerzo dejó su silla, y antes de la hora acostumbrada se encerró en el cuarto y ya nadie más supo de ella. Hasta que, al día siguiente, y ya habiendo tocado las siete en las campanas de la iglesia, nos preocupamos las negras porque no había salido. Matilde y yo entramos después de golpear la puerta y no escuchar respuesta alguna. Solo hasta abrir los postigos de la ventana vimos que no estaba en el jergón y con voz confundida y chillona Matilde divulgó la noticia por la casa. Yo, que tanto la conocía, sin decirle nada a nadie me puse la ruana y salí a buscarla. No le comenté a ninguno porque llamaría la atención en el pueblo que varios salieran haciendo bulla por los caminos a esa hora de la mañana, y no eran momentos para que el ama se hiciera notar, sobre todo sabiendo lo que estaba en juego, no solo para ella sino también, y principalmente, para todos sus esclavos.

Venteaba fuerte, seguro que se desataría un aguacero como venía ocurriendo en los últimos días. Miré con preocupación los nubarrones negros que se acercaban por el oriente. Esos son los que caen, pensé, acelerando el paso. Seguía mi instinto sin dudar. Me cercioré de que nadie me viera y enfilé hacia el Aventadero. Me detuve un par de veces a tomar aire y descansar, que yo tampoco era joven. Supuse que no estaría lejos después de una hora de paso rápido. El sol trataba de asomarse tímidamente. Solo por un momento me pregunté qué pasaría si me encontraba a doña Xaviera muerta en cualquiera de esos parajes. No, todavía no podía morirse. Ella sabía que el apego a la vida era su actual lucha y esa pelea la tenía que librar ella y solo ella. Aceleré el paso y un rato después, bajo una llovizna casi imperceptible, vi un bulto bajo un grupo de árboles junto al río. Al gritar el nombre de mi ama vi que algo se movía, entonces corrí hacia ella. La encontré ligeramente morada por el frío. A duras penas llevaba puesto un rebozo sobre sus ropajes y había andado hasta allí a pie limpio. Me preocupé por su expresión ida y esa mirada perdida y fija en el agua del río que en aquella curva formaba un remolino. Me senté en una piedra que estaba justo al frente de ella, para que nuestros ojos se pudieran encontrar y, como despertándola de un sueño, la llamé por su nombre.

Doña Xaviera fue volviendo en sí a medida que yo la frotaba para que entrara en calor. Luego, como si hubiera recuperado la cordura y con voz recia, habló:

—Nicolasa, no me mires como si estuviera loca. Ahora no lo estoy, aunque a ratos desvaríe. Quise salir a caminar descalza porque me gusta sentir el rocío bajo la planta de los pies. ¿Sabes? A veces me duelen mucho los pies. Es como si distinguiera cada una de las coyunturas y ellas me gritaran de forma ensordecedora que estoy vieja y cansada de vivir. Por eso las saco a pasear y piso el rocío. Tengo la creencia de que me alivia, o por lo menos silencia los dolores, aunque ponga a hablar a los vecinos y me señalen como una loca.

”Las manos también me duelen, como me duelen las arrugas de la cara, no por vanidad, que solo Dios sabe que nunca la tuve, sino porque de alguna forma las arrugas me recuerdan mis preocupaciones. Muchas se las debo al padre Jiménez, sí, al mismo, el cura de Marinilla, al que tu difunto Manuel le herrara las monturas. No son años estos para tanta preocupación y todo porque a Ignacio se le ocurrió meterlo de apoderado en nuestro testamento. Dame el brazo y me apoyo en ti. Regresemos a la casa, que a eso viniste”.

La ayudé a levantarse. Traía la ropa del día anterior. Posiblemente no se había ni puesto anoche el camisón, lo que de alguna manera la había protegido del frío al amanecer. Olía mal. Con frecuencia no alcanzaba a hacer sus necesidades en la bacinilla.

Tanto que se mofaba de ser propietaria de bacinillas de plata, para hacer sus necesidades en la ropa, pensé.

Acto seguido me quité la ruana y se la puse. Luego me desamarré las alpargatas y así, hincada, se las puse a doña Xaviera, que protestó como lo haría un niño, pero nada pudo hacer ante mi decisión y con firmeza le fui alzando cada pie para ponérselas mientras le decía:

—¡Que yo tengo toditico el pie en un callo, ama, y usted en cambio mire no más cómo se ampolló toda!

Fue largo el recorrido de regreso. Caminamos con lentitud. La anciana apoyada en mí, y yo haciendo grandes esfuerzos para sostenerla en ese camino empedrado e irregular. Guardé silencio mientras el ama continuó hablando:

—Hace frío hoy. Gracias por tus cuidados, negra. Cuando a este valle le da por ventear es como si se vinieran los soplidos del Arma con ganas de tumbarnos. Pero si no lo han hecho los doctores que vinieron los días pasados, enviados por el cura, menos me tumbará ese río, que es casi mío de tanto verlo, y quererlo, y tocarlo con los cascos de mis caballos y la tierra que me pertenece. ¿Se puede querer un río, verdad Nicolasa? Esta tierra me conoce y yo a ella. Al fin y al cabo, aquí nací. Solo mis dos hermanos mayores nacieron en la Villa de Medellín, los tres menores aquí abrimos los ojos, viendo este valle de San Nicolás y este río. Cuando recibí la parte que me correspondía como dote no era sino un pedazo, y con Ignacio fuimos adquiriendo más y más. Cincuenta y un años de matrimonio no son pocos para vivir con el mismo hombre —hizo una pausa, sus ojos se pusieron vidriosos. Se guardó las lágrimas y, como queriendo sacudir sus recuerdos, negó en silencio con la cabeza y, tras una paus

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