Nublares (Saga Prehistórica 1)

Antonio Pérez Henares

Fragmento

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1. El clan de la cueva

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El clan de la cueva

El sol le estaba naciendo enfrente. Y él se erguía sobre el cortado del roquedo dando cara al amanecer. Había presentido el alba en el empalidecimiento de las estrellas y confirmado la llegada de la claridad al ver contornearse las siluetas de los montes allá por donde moraban otros clanes de su tribu: el de Peñas Rodadas, de donde llegó un día su padre y, todavía más hacia naciente, el del Cañón del Río Dulce, donde vivía la Garza.

El astro se alzó al fin entre neblinas naranjas, hiriendo sin ira las pupilas, acariciando, con la extraña dulzura de esa luz primera, el ojo y la mejilla derecha del hombre que atalayaba el horizonte. Sabía que aún tardaría en divisar la lejana cordillera del norte, azul oscura en la distancia, pero ya veía a sus pies, desde la altura, la serpiente de chopos, aneas y carrizos que delataba el sinuoso transcurrir del río Arcilloso. Su río.

Ojo Largo escudriñó con detenimiento las orillas al acecho de cualquier movimiento que delatase a algún animal. Durante las últimas horas había sentido el furtivo acercamiento al cauce de algunos herbívoros y observado el temblor en la plata de la corriente cuando abrevaron. Y, entre dos luces, presintió al gran jabalí que hizo rechascar la vegetación ribereña a su paso. Lo sintió llegar. No lo oyó irse.

El hombre se adelantó unos pasos y dejó a su espalda el grueso talud de tierra coronado por rocas amontonadas que servía de protección al poblado. Tras aquella defensa y al amparo de su vigilancia dormía su clan, aunque la mayor seguridad para todos la proporcionaba el propio enclave. La rudimentaria muralla se acoplaba a los contornos de una reducida meseta que se despeñaba por sus costados, al este y al oeste, en profundos barrancos: dos cárcavas excavadas por las aguas torrenciales y abiertas como heridas en una tierra calcárea donde ya los rayos del sol le sacaban brillos a los cristales de alabastro. Más abrupta aún era la caída hacia el norte, primero en vertical y roca viva y luego por una pelada y empinadísima ladera apenas dulcificada por los tomillos y algunos matojos de hierba. Era hacia el sur donde, aunque también amparada por otro corte del terreno, era más necesaria la fortificación, y más altos y masivos habían sido los amontonamientos de rocas que coronaban las cuatro esquinas.

El joven guerrero se dirigió hacia un hacinamiento de leña que tenía al lado, cogió un buen brazado y lo arrojó a las mortecinas llamas del fuego que mantenía al resguardo del viento en una hoya rodeada de gruesas piedras ya ennegrecidas. Cuando las llamas revivieron y su ardor creció, Ojo Largo se abrió su grueso manto de pieles para sentir mejor su abrazo. Aquel fuego era su fuego. Era el fuego del clan de Nublares. El ojo luminoso que tantas veces había contemplado desde la lejanía, desde la ondulada estepa que se extendía más allá del río hasta el circo de las lejanas montañas. Cuántas veces en la noche, en el pequeño campamento de caza, había buscado a través de la tiniebla su resplandor y qué íntima alegría le había subido por el pecho al descubrirlo.

Ahora amanecía. Oyó algún ruido en el interior del poblado y giró descuidadamente la cabeza. Pero prestó más atención a un animal de blanco pelaje, con tan solo algunos manchones de color oscuro en orejas, cara y un costado, que había permanecido enroscado no lejos de la hoguera aprovechando una pequeña depresión del terreno para resguardarse, y que ahora se levantaba para ir junto a su amo. Era Nariz, su perro.

Ojo Largo era el único del clan de Nublares que poseía uno. Eran más frecuentes en los otros clanes, en especial en el de Peñas Rodadas, que también tenía algunos otros animales. Pero los del clan de Nublares se aferraban a la costumbre y no amansaban animales. Ellos los cazaban y se los comían. Se habían comido de hecho a todos los hermanos de Nariz cuando dieron al otro lado de la cárcava y al inicio de una expedición de caza con una lobera llena de cachorros. Ojo Largo, todavía un niño, se deslizó dentro y fue sacando a los lobeznos y alcanzándolos a los cazadores. Estos los iban matando uno a uno, estrellándolos con violencia contra el suelo rocoso. Con el último, que se había refugiado en lo más hondo del cubil, cogido del cuello salió el muchacho a la luz del día y miró sorprendido el extraño pelaje blanco con manchas del animal. Era un lobo muy raro. El niño observó al cachorrillo, que le devolvió una mirada cargada de miedo, y preguntó al jefe:

—Los he sacado a todos. ¿Este será para mí?

—Has cogido para todos. Ese lo puedes llevar al fuego de tu madre.

Pero Ojo Largo hizo entonces una de aquellas cosas que preludiaban comportamientos venideros y que aún llenaba de estupor a los de su clan, aunque hubieran visto extraños lobos de raros pelajes amansados por los del clan de las Peñas Rodadas.

—No lo mataré. Si el jefe me lo da, yo lo alimentaré con mi comida y luego él cazará para mí.

Se rieron. Seguro que el lobo se moriría o se escaparía al monte.

Pero aunque a punto estuvo de que sucediera cualquiera de ambas cosas, sobre todo la primera, el lobezno sobrevivió y no huyó. Ahora Nariz no perdía un paso de Ojo Largo, lo precedía en sus exploraciones y era el mejor compañero en la caza. Ahora otros habían intentado conseguir perros, pero se les murieron porque habían sido capturados muy pequeños y aún no masticaban carne o, uno que logró arrechar a base de caldos, desapareció el primer día que le soltaron la cuerda que lo ataba.

Ojo Largo está orgulloso de Nariz. Había conseguido incluso cierta preeminencia entre los jóvenes por su causa, y más después de que a algunos les había prometido cachorros, pues en su anterior visita al clan de Peñas Rodadas, Nariz se había apareado con una perra loba.

El amo de la hembra le había prometido dos cachorros cuando se destetaran y además le había resuelto el enigma del pelaje de su animal. Nariz seguramente no era hijo de dos lobos salvajes, sino que uno de sus padres debía de ser un animal huido de los hombres en la época de celo.

—Las hembras, cuando están altas, se escapan. Alguna ha vuelto incluso con sus cachorros después de parir por los montes. Los machos no suelen volver. Casi todos mueren combatiendo con sus rivales salvajes. Nariz debe de ser hijo de una cimarrona y un lobo.

Ojo Largo se agachó junto al animal, que vino con un trote leve y alegre hacia él, y le palmeó el costado. Los dos prestaron entonces más atención a los ruidos que venían del poblado.

—Ya ha despertado el sol, Nariz. Ahora despierta también el clan.

Era otra de las rarezas del joven guerrero. Hablaba mucho. La gente de Nublares hablaba poco, y él le hablaba hasta a su perro.

El recinto amurallado cobijaba en su interior seis fuegos, seis familias dirigidas por un cazador, que habitaban las cabañas del campamento estable. Cada uno de los habitáculos se había construido excavando profundamente en el suelo hasta más de la altura de un hombre. Las paredes se entablillaban con maderos, sobre los que

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