El grito de la tierra (Trilogía de la Nube Blanca 3)

Sarah Lark

Fragmento

Contenido

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Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

Imágenes

Formación

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Los paraísos perdidos

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La guerra

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Largos caminos

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La paz

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Epílogo y agradecimientos

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FORMACIÓN

Llanuras de Canterbury, Greymouth,

Christchurch, Cambridge

1907 - 1908 - 1909

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1

—¡Una carrera! ¡Ven, Jack, hasta el Anillo de los Guerreros de Piedra!

Sin esperar siquiera a que Jack contestara, Gloria colocó su poni alazán en posición de salida junto al caballo del joven. Cuando este asintió resignado, Gloria presionó ligeramente con las rodillas a la pequeña yegua y esta salió disparada.

Jack McKenzie, un muchacho de cabello rizado y cobrizo, y ojos serenos de un verde pardo, puso también al galope su caballo y siguió a la joven por el pastizal casi infinito de Kiward Station. Jack no tenía la menor posibilidad de alcanzar a Gloria con su fuerte aunque más lento cobwallach. Él mismo era demasiado alto como yóquey, pero accedía a competir para que la pequeña disfrutara. Gloria estaba muy orgullosa del poni procedente de Inglaterra, más veloz que un rayo, que parecía un purasangre en pequeño formato. Por lo que Jack alcanzaba a recordar, ese había sido el primer regalo de cumpleaños de los padres de Gloria que a ella la había hecho feliz de verdad. El contenido de los paquetes que de vez en cuando llegaban desde Europa para la niña no solía tener mucho éxito: un vestido de volantes con abanico y castañuelas de Sevilla, unos zapatitos dorados de Milán, un diminuto bolso de mano de piel de avestruz de París..., cosas todas ellas que en una granja de ovejas de Nueva Zelanda carecían de especial utilidad y que resultaban incluso demasiado estrafalarias para lucir durante las visitas esporádicas a Christchurch.

No obstante, los padres de Gloria ni se lo planteaban, más bien al contrario. Era probable que a William y Kura Martyn les pareciese divertido el hecho de sorprender a la poco mundana sociedad de las llanuras de Canterbury con un soplo del «Gran Mundo». Los dos eran muy poco dados a la contención y la timidez, y daban por supuesto que su hija se les parecía.

Mientras Jack corría por atajos y a una peligrosa velocidad para al menos no perder de vista a la pequeña, pensaba en la madre de Gloria. Kura-maro-tini, la hija de su hermanastro Paul Warden, era una belleza exótica, dotada de una voz extraordinaria. Debía su sentido musical a su madre, la cantante maorí Marama, más que a sus parientes blancos. Desde temprana edad, Kura había abrigado el deseo de conquistar el mundo operístico en Europa y había perseverado en educar la voz. Jack, que había crecido con ella en Kiward Station, todavía recordaba con horror los ejercicios de canto y el teclear, se diría que eterno, de Kura. Al principio había parecido que en la rústica Nueva Zelanda no había la menor posibilidad de que los sueños de la joven se cumplieran, hasta que por fin encontró en William Martyn, su esposo, al admirador que supo sacar partido de su talento. Ambos llevaban años de gira por Europa con una compañía de cantantes y bailarines maoríes. Kura era la estrella de un grupo que convertía la música maorí tradicional en caprichosas interpretaciones con instrumentos occidentales.

—¡Campeona! —Gloria detuvo con maestría su brioso poni en medio de la formación pétrea conocida como el Anillo de los Guerreros de Piedra—. ¡Y ahí detrás están también las ovejas!

El pequeño rebaño de ovejas madre era la auténtica razón de que Jack y Gloria hubiesen salido a cabalgar. Los animales se habían instalado por su propia cuenta en un pastizal de un terreno cercano al círculo de piedras que la tribu local de maoríes consideraba sagrado. Gwyneira McKenzie-Warden, que dirigía la granja, respetaba las creencias religiosas de los indígenas, aunque las tierras pertenecían a Kiward Station. Había pastos suficientes para las ovejas y las vacas, por lo que los animales no tenían que andar retozando por los lugares sagrados maoríes. De ahí que hubiese pedido a Jack durante la comida que saliera a buscar a las ovejas, lo que suscitó la enérgica protesta de Gloria.

—¡Eso ya puedo hacerlo yo, abuela! Nimue todavía tiene que aprender.

Desde que Gloria había adiestrado a su propio perro pastor, lo estimulaba para que realizara tareas cada vez más importantes en la granja, lo cual causaba una gran satisfacción en Gwyne

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