La cocinera

Coia Valls

Fragmento

Cocinera.html

PRIMERA PARTE

Hablaremos de cómo al viaje se llevó un secreto y lo devolvió, después, casi intacto.

GONÇALO M. TAVARES

Cada vez me parezco más a un cangrejo:

con los ojos fuera del cuerpo

voy soñando de costado,

vacilando entre dos almas:

la de agua y la de tierra.

CUROZERO MUANDO

La ciudad de Cartagena de Indias, en América, era una de las mejor fortificadas en el último tercio del siglo XVIII. En 1714 los ingleses ya se habían estrellado contra sus defensas naturales, los kilómetros de murallas y los fuertes que la guardaban.

A aquel enclave fundamental para el comercio del Imperio español con las colonias americanas llegó, en 1771, proveniente del Virreinato del Perú, un grupo de personas que querían continuar su camino hacia la Península.

Entre ellas estaba Constança Clavé, una huérfana de dieciséis años que viajaba para reunirse con sus abuelos en Barcelona, y el funcionario real Joaquín de Acevedo, reclamado por el rey Carlos III para recabar información sobre los asuntos de la colonia.

Dada la importancia del funcionario, el mismo gobernador de Cartagena los alojó en su palacio mientras esperaban la puesta a punto de La Imposible, la nave de la Real Compañía de Comercio de Barcelona que los llevaría a su destino.

1

Cartagena de Indias, verano de 1771

Constança Clavé no perdía de vista el pequeño baúl que la había acompañado desde Lima. Dentro de aquella caja de madera cerrada con llave viajaba su tesoro, un legado que, estaba segura, le permitiría convertir en realidad sus sueños.

El gobernador acogió a los viajeros en su palacio de Cartagena de Indias, aquella ciudad colonial que controlaba con mano firme. Durante dos días habían disfrutado de comida fresca y de la privacidad de unas habitaciones espaciosas y vacías que el pueblo solo vislumbraba de lejos, sin olvidar los colchones de plumas, las tacitas de porcelana en que tomaba el chocolate, los senderos de alfombras de colores donde los pies parecían pisar las mismas nubes. ¡Nunca les había parecido más cerca el paraíso, después de vivir tantas penurias!

Habrían prolongado la estancia, complacidos por las atenciones del gobernador, pero el destino los conducía a encarar la última parte del trayecto, la que los llevaría definitivamente a casa. Al tercer día, con la esperanza de un cambio radical en sus vidas, recorrieron las calles estrechas que desembocaban en el puerto de la ciudad, donde les esperaba La Imposible. Mientras tanto, las campanas de la catedral saludaban el nuevo día.

Al llegar a la escollera descubrieron toda la luz que acompañaría la partida. El mar atrapado en la bahía interior de Cartagena parecía vivir en un profundo letargo, sometido a una docilidad que —lo sabían con seguridad— no formaba parte de su esencia. Un espejismo antes de adentrarse en las frías y bravas aguas del Atlántico.

Ante la escena que se mostraba a sus ojos, Constança Clavé se preguntó si aquella era una ciudad de personas o una ciudad de aves. Eran miles las que sobrevolaban la bahía; palomas, gaviotas, cotorras, ruiseñores y patos de diferentes pelajes, entre las que podía identificar, se lanzaban en picado cada vez que vislumbraban alguna sobra comestible. Las más atrevidas se posaban sobre los fardos que esperaban ser trasladados a las barcazas y, con sus picos agresivos, intentaban penetrar los envoltorios, quizás atraídas por el misterio de su contenido. La chica se dijo que, si de golpe se desencadenara un combate entre hombres y aves, los primeros tendrían muy complicada la victoria.

Nada en Constança delataba la angustia que se había instalado en su pecho aquel 25 de julio. No se lo podía permitir. Sabía perfectamente que del árbol caído todos hacen leña, sobre todo con ella, la intrusa que, a pesar de las ordenanzas, acompañaba a Joaquín de Acevedo, un enviado del rey. Este funcionario estaba lejanamente emparentado con Carlos III y volvía a la corte con su familia después de una estancia de tres años en Lima.

El señor De Acevedo dudaba desde los primeros instantes del papel que le había tocado en aquel asunto. La intervención del virrey a favor de Antoine Champel, su cocinero, no debería haber sido suficiente para aceptar la responsabilidad de cuidar de Constança Clavé. ¿Era oportuna su generosidad? ¿Se arrepentiría de ayudar a cumplir los deseos de quien tan solo había sido un rostro amable durante su estancia en la colonia española? Solo el respeto debido a su superior, por más que sobre el papel no estaba obligado a responder ante nadie que no fuera el mismo rey Carlos III, había obligado al funcionario a aceptar el encargo de acompañar a aquella chica arisca que tanto fastidiaba a su mujer.

Hasta el final de sus días, Antoine había cocinado para el virrey del Perú, el cual no se había visto con ánimos de negarle su última voluntad. De esta manera, el funcionario se había convertido en el protector de la joven Constança, una chica que, tras la muerte de su padre adoptivo, habría sido expulsada de palacio y la sociedad limeña la habría condenado a la prostitución o la pobreza. Los De Acevedo no tenían por costumbre faltar a su palabra, y aún menos contradecir el deseo de un virrey que aún recordaba con nostalgia las comidas afrancesadas del cocinero Champel.

Constança era muy consciente de la inquietud que despertaba en aquellas personas, pero se había mantenido firme, reclamando la dignidad de una posición que nadie parecía reconocerle.

Pero todo eso ya pertenecía al pasado. Mientras avanzaban por la escollera en dirección al barco, Constança pensaba en los últimos días vividos en el palacio del gobernador, un auténtico regalo para su cuerpo, castigado durante el viaje por mar de Lima a Buenaventura, y más aún por las privaciones del tramo final, la travesía por la selva entre Buenaventura y la ciudad donde les esperaba La Imposible.

Había dormido como un lirón y se había recreado horas y horas en la enorme bañera que había en su cuarto. El agua dulce con aroma de flores había sido un bálsamo inestimable. Al final del último baño, se había levantado hasta quedar reflejada en el espejo que ocupaba una pared. Los muslos generosos, la joven redondez de sus pechos y la suavidad de la piel perfumada embellecían con creces una figura que despertaría la envidia de cualquier dama.

Se cubrió para secarse mientras imaginaba, turbada y divertida a la vez, la sorpresa que causaría en el funcionario real una exhibición semejante protagonizada por su mujer, aquella estrecha y melindrosa Margarita de Acevedo, que había pretendido hacerle la vida imposible desde que habían zarpado de Lima. Pero no daría más vueltas al veneno que destilaba la noble señora. Constança la había soportado durante dos meses de travesía y, a pesar de su presencia, no renunciaría a un viaje que la llevaba a reunirse de nuevo con su familia.

En el puerto interior de Cartagena de Indias, la única nave de grandes dimensiones era la fragata La Imposible. Fondeada al final de la escollera, parecía una catedral acuática. Llegar a ella había sido u

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