El hijo de la garza (Saga Prehistórica 2)

Antonio Pérez Henares

Fragmento

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Créditos

1.ª edición: junio, 2016

© Antonio Pérez Henares, 2011

© Ediciones B, S. A., 2016

para el sello B de Bolsillo

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-458-9

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Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

PRIMERA PARTE. LA SEMILLA

1. El corazón del viento

2. El acoso del brujo

3. El jefe de Nublares

4. El Arquero

SEGUNDA PARTE. EL VIAJE

5. El adiestramiento

6. Las tribus del Gran Río Hundido

7. El hombre de los hielos

8. El Gran Azul

9. Los últimos del Pueblo Antiguo

TERCERA PARTE. LA PROMESA

10. El collar de la Garza

11. El desafío del sol

Nota del autor

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Dedicatoria

A mis padres

Antonio y Agustina

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PRIMERA PARTE. LA SEMILLA

PRIMERA PARTE

LA SEMILLA

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1. El corazón del viento

1

El corazón del viento

El Hijo de la Garza no tuvo nunca otro nombre. Nadie lo nombró de otra manera, ni él, cuando fue tiempo, buscó que lo llamaran de otra forma. Fue el Hijo de la Garza, y así lo hizo saber en todos los lugares a los que llegó. Que fueron tantos que faltaron manos para contarlos, y tan lejanos que faltó memoria y leyendas para recordar que alguien hubiera llegado tan lejos.

Tuvo el paso ágil de su padre, Viento en la Hierba, de quien no solo heredó sus pies, sino que también anidaron en su corazón los mismos inquietos espíritus del aire. El Hijo de la Garza hizo de los horizontes sus senderos. Hacia ellos fue tan solo para caminar luego hacia otros más lejanos, hasta que hubo de parar cuando dos azules se juntaron. Solo su madre le llamó Junco, pero él no arraigó jamás en una ribera. No podía hacerlo. Era el hijo del Viento y de la Garza.

Había nacido en una cueva calcárea, de las que se abren en el Cañón del Río Dulce, y en las que una noche Ojo Largo creyó que dormía por el día la luna. Creció junto a las márgenes del río y pronto aprendió a atrapar truchas con nasas de juncos y mimbres, a capturar cangrejos con la mano en sus galerías subacuáticas y a recolectar caracoles entre la hierba mojada después de los algarazos primaverales y de las tormentas del verano.

El Cañón del Río Dulce, hundido en las entrañas calizas de la tierra, permitía un clima más benigno que las estepas a las que se abría al norte. Sus inviernos eran mucho menos extremos y heladores que los que soportaban las tribus vecinas que habitaban sobre los cortados del río Arcilloso o los terribles y continuos ventisqueros entre los que durante interminables lunas debían sobrevivir las tribus de los Claros, los que habitan en las grutas de las Montañas Azules, que presiden los picos siempre nevados del Ocejón y el Lobo, pasadas las aguas del río Bornova, hacia el poniente.

Los ríos de los Claros, el Jarama, el Sorbe, el Borbotón y el Manadero, permanecían largo tiempo cubiertos por el hielo, mientras que las heladas apenas afectaban a la corriente del Dulce.

En el cañón donde creció el Hijo de la Garza, la hierba, los arbustos, los árboles, las aves, los peces y los animales de la tierra con pelo y que maman y hasta las ranas y las culebras y, también, los humanos, pasaban menos tiempo envueltos en las blancas oscuridades de la estación fría y despertaban mucho antes a la luz cálida. La vida era más dulce allí, más tierno el verdor de las hojas y más suave el aire, por el que ascendían desde sus dormideros los grandes buitres que anidaban en las paredes verticales del cañón.

Allí creció el hijo de la sacerdotisa de la Diosa Madre y de aquel guerrero joven que estaba en las leyendas, y cuyo nombre, su valor y su carrera ante la muerte se contaban junto al fuego. No conoció a su padre, pero supo antes que ningún otro pronunciar su nombre: «Viento, Viento en la Hierba fue, y fue su paso veloz y su corazón ligero. Él salvó a todas las tribus del río Arcilloso de Hacha Negra, el jefe de todas las Grutas de los Claros.»

Supo también del poderoso amigo de su padre muerto, del soberbio y terrible jefe de Nublar

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