El lirio de fuego

Vic Echegoyen

Fragmento

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Contenido

Epílogo: LEÓN BOUTHILLIER

Prefacio: EL TERCIADO, EL ERMITAÑO Y EL JOROBADO

Primer intermedio: LEÓN BOUTHILLIER

Capítulo I: ISABEL DE PLESSIS

Segundo intermedio: LEÓN BOUTHILLIER

Capítulo II: ISABEL DE PLESSIS

Tercer intermedio: LEÓN BOUTHILLIER

Capítulo III: LUIS PIDOUX

Cuarto intermedio: LEÓN BOUTHILLIER

Capítulo IV: LISA PIDOUX

Quinto intermedio: LEÓN BOUTHILLIER

Capítulo V: ANNE DE FERTÉ

Sexto intermedio: LEÓN BOUTHILLIER

Capítulo VI: LA VOIVRA

Séptimo intermedio: LEÓN BOUTHILLIER

Capítulo VII: MARUJA SANGRABOLSAS

Octavo intermedio:LEÓN BOUTHILLIER

Capítulo VIII: LADY LILY CARLISLE

Noveno intermedio: LEÓN BOUTHILLIER

Nota de la autora

Bibliografía

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EPÍLOGO

LEÓN BOUTHILLIER

París, 1632

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48483.jpgurasteis que había muerto, monseñor! Nos habéis mentido...

Tras la puerta cerrada del gabinete del cardenal-duque de Richelieu, primer ministro de Francia, su sobrina favorita, Magdalena de Combalet, estaba a punto de romper a llorar, a juzgar por sus gritos cada vez más incoherentes. Los dos centinelas apostados a ambos lados de la puerta maciza se esforzaban por mantener la vista al frente y la cara vacía de expresión. Cavois, el oficial de guardia esa noche en el Louvre, cuidaba de que sus inferiores fueran ciegos y mudos, especialmente delante de la sobrina del ministro, a sabiendas de que bastaba una palabra de la viuda al oído de su tío para relegar al guardia de turno a vigilar los establos. Sobre todo cuando la viuda irrumpía en su gabinete como lo había hecho hacía cinco minutos, sin esperar a que Cavois la anunciara, apartándolo como si fuera una telaraña en su camino.

Desde el campanario vecino de San Germán, el son límpido de la Vieja María quebró el silencio de la ciudad. Las tres de la madrugada: por el trajín de amanuenses y mensajeros ojerosos que pululaban por los pasillos, calculé que monseñor llevaba cerca de una hora despierto y trabajando. Pero a esa hora su antecámara, de día abarrotada de cortesanos y pedigüeños, se encontraba casi desierta salvo por un servidor, más traspuesto que alerta y maldiciendo por lo intempestivo de la llamada, y un hombre que dormitaba sobre un banco junto a la puerta, a juzgar por el cabeceo de su sombrero a punto de caérsele al suelo. Aparte de nosotros, nadie más podía escuchar las voces que subían de tono. Me acerqué unos pasos, dudando entre llamar resueltamente o aguardar por prudencia a que amainara la borrasca, cuando sentí un tirón de la manga.

El durmiente que me agarraba con porfía levantó la cara, y me tragué la lindeza que iba a espetarle. Aquel individuo era mi padre, Claudio Bouthillier, por más señas superintendente de Finanzas, consejero de la Marina y media docena de cargos más, ninguno de los cuales revelaba su verdadera función: desfacedor de entuertos delicados y agente de la máxima confianza del cardenal-duque; si monseñor se hubiera permitido tener amigos íntimos, habría añadido que mi padre lo era. Como su hijo único, yo aspiraba a heredar su posición y para ello seguía sus pasos desde hacía años, aprendiendo de su ejemplo un oficio que ningún manual enseñaba. Así que, cuando mi padre se llevó el índice a los labios, me dejé caer sentado a su lado y acerqué mi oreja a su boca.

Pasaron unos instantes sin que dijera nada. Me acerqué más; siguió sin hablar. Extrañado, me volví hacia él, y lo que vi hizo que espabilara del todo. Mi padre abría y cerraba la boca, incapaz de articular palabra, tan cariacontecido que me habría reído, si no me hubiera chocado tanto. Aquel hombre tan elocuente estaba mudo: mudo de consternación y temor.

—Dejadme a mí —murmuré entre dientes—. ¿Estáis en apuros? ¿Lo estoy yo? ¿Tiene que ver con el rey? ¿O su hermano? ¿Los protestantes? ¿Los ingleses? ¿Los españoles?

A cada pregunta mi padre denegó con la cabeza, lanzando ojeadas hacia la puerta y apretando los labios; su silencio empezaba a impacientarme. Se me agotaban las ideas y seguía sin arrancarle ni una pista, cuando advertí que las pisadas de la viuda se habían detenido cerca de la puerta. Contuve la respiración al mismo tiempo que mi padre; pero ella no debió de oírme, pues reanudó su taconeo sobre el suelo de mármol. La imaginé paseándose ante la mesa abarrotada de papeles, gesticulando, ronca de impaciencia.

El ministro trataba de tranquilizarla con un torrente de palabras sin sentido, y su voz era dulce, persuasiva, como si consolara a un niño incapaz de razonar.

—Callaos, Magdalena, no sabéis lo que decís. —Luego, con esa inflexión suya que pocos podían resistir, conciliadora y suplicante, murmuró—: Fue hace mucho tiempo; erais una niña y no os acordáis.

—¿No? Recuerdo que desapareció una noche: decían que se ahogó. Pero no recuerdo que la encontraran nunca, ni que la enterráramos en la capilla. Sabíais que era mentira. Por eso prohibisteis a la familia hablar de ella. No podíamos ni mencionar su nombre, como si nunca hubiera existido. Más vale muerta que sin honra: ¿es eso? Pero no está muerta, sino viviendo entre los españoles, ¡qué vergüenza para todos! Y ella no os ha olvidado.

Desde la antecámara, oí la respiración trabajosa del ministro mientras trataba de atajar sus reproches, pero ella ahogó con su llanto el susurro apremiante de su tío.

—Sabíais quién era, lo averiguasteis muy pronto, y sabíais que era un peligro para todos nosotros. Entonces habríais podido alejarla, todavía estabais a tiempo... Pero os dio igual. Todo París sabrá lo que es esa mujer y vuestra relación...

—¡Medid vuestras palabras!

—... sabrán lo que ha hecho. ¿Y si se entera el rey?

Todos temíamos las lágrimas de la Combalet casi tanto como los ataques de furia de su tío. Ante el ministro, nadie salvo la viuda osaba quejarse ni mostrar debilidad, so pena de ser expulsados de su presencia. Pero de ella toleraba sus lamentos y su envidia histérica por las demás mujeres con un afecto resignado, que se volvía apenas condescendiente si se trataba de Pontcourlay, La Meilleraye o cualquiera de sus demás parientes. Su paciencia con la viuda era infinita y se lo perdonaba todo, como si entre ella y él existieran vínculos invisibles aún más fuertes que la sangre. Aun así, la Combalet no siempre se dejaba calmar por él, y esta vez creí oír una amenaza velada entre sus quejas. Me pregunté quién podía se

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