El último cazador (Saga Prehistórica 3)

Antonio Pérez Henares

Fragmento

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Créditos

1.ª edición: marzo, 2017

© Antonio Pérez Henares, 2008

© Ediciones B, S. A., 2017

para el sello B de Bolsillo

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-656-9

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Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

PRIMERA PARTE. EL LOBATO

1. El silencio del cazador

2. La Cueva del Oso

3. La memoria de Nublares

4. La leyenda de Ojo Largo

5. El reclamo de la hembra

6. La fiesta de la cosecha

7. La huida

8. La tumba de nieve

SEGUNDA PARTE. EL RASTREADOR

1. Los Merodeadores

2. El Poblado Negro

3. Sumisión y tributo

4. El padre protector

5. Derrota en el Río del Oro

6. El santuario de la Corza Blanca

7. En la tierra de la higuera, el almendro y el olivo

8. El retorno

9. Los Cazadores de Caballos

10. Valle

TERCERA PARTE. LOBO OSCURO

1. La guerra

2. El azor caza con el sol a la espalda

Epílogo. Hacia el sol poniente

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Dedicatoria

A Juan Luis Arsuaga, el amigo que me enseñó

que los sabios no deben olvidar soñar y que, sin serlo,

bien podía soñar yo también el tiempo de las hogueras

cuando la Tierra era madre y no esclava.

Porque:

Estamos hechos de la misma sustancia que los sueños.

SHAKESPEARE

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PRIMERA PARTE. EL LOBATO

PRIMERA PARTE

EL LOBATO

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1. El silencio del cazador

1

El silencio del cazador

Del cazador nace el silencio. Lo hace brotar a medida que camina unos pasos por delante de los suyos, que intentan no levantar al ruido. Pero despiertan al silencio y la ausencia de todas las voces del bosque lo delata. Un silencio angustiado y repentino lo envuelve y lo señala. Es el silencio quien lo acusa y deja un rastro de miedo tras él, mientras se aleja.

El bosque habla y canta. Pero cuando el cazador pasa, el bosque calla, y una mancha, un vacío de sonidos, lo envuelve y luego se estira largo tiempo a su espalda, sobresaltando a sus moradores, haciéndoles aguzar los ojos, extenderse inquisitivas sus narices y girar inquietas sus orejas.

Alrededor de los animales que comen hierba, ronda siempre el revuelo de los pájaros y el bullicio de la vida. El cazador viene en el silencio de la sangre y de la muerte.

Esa es la maldición del cazador, de todos los cazadores, de los que caminan erguidos y matan desde lejos y de los que caminan sobre acolchadas patas y hieren a garra y colmillo.

Y ante los silencios que ellos despiertan, también ha de estar atento el hombre, más alerta que ante ningún sonido. Porque son, como lo es él para los animales que acecha, el último aviso de la muerte que llega.

Con el sol aún alto, había buscado las crestas de roca que dominan las laderas sobre el valle y el río hasta encontrar un saliente pétreo desde el que poder atalayar con el aire de cara. Su vista recorrió, una y otra vez, lenta, precisa, infatigable en su búsqueda de algún movimiento, todo el espacio a su alcance: los pasos mínimos en los recodos de las rocas, las pequeñas praderillas, los bordes de los bosquetes, las veredillas entre las jaras, los verdes manchones de gayuba rastrera, y hasta quiso penetrar en la profundidad oscura bajo los árboles, donde no llega el ojo pero el instinto presiente.

Durante mucho tiempo no hubo nada. Bajaba el sol, se enternecía la luz haciéndose más trémula, y luego hubo un zorro que se deslizó furtivo entre dos jarales. Casi al instante, en un canchal de piedras sueltas, vio moverse con repentina sinuosidad una pequeña comadreja que acabó por llegar casi a olisquear sus pies antes de seguir su ronda. Hubo pájaros cercanos, un lejano grito de un gavilán en los sotos del río, y un cierto tono en el habla de los mirlos le indicó que atardecía.

Pero no fueron los ojos quienes le advirtieron que la caza comenzaba. Por la costera se oyó un entrechocar de piedras sueltas y se concretó el paso de la piara, algunas hembras con rayones y unos cuanto

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