De cómo un rey perdió Francia (Los Reyes Malditos 7)

Maurice Druon

Fragmento

Creditos

Título original: Quand un roi perd la France

Traducción: Mª Guadalupe Orozco Bravo

1.ª edición: junio, 2014

© 2014 Maurice Druon

© Ediciones B, S. A., 2014

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal: B 5.783-2014

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-750-9

Maquetación ebook: Caurina.com

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Cita

 

 

 

 

 

Nuestra guerra más prolongada, la guerra de los Cien Años, no ha sido más que una disputa judicial, intercalada con episodios de armas.

Paul Claudel

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

Cita

 

Agradecimientos

Introducción

PRIMERA PARTE: LAS DESGRACIAS VIENEN DE LEJOS

1. EL CARDENAL DE PÉRIGORD PIENSA…

2. EL CARDENAL DE PÉRIGORD HABLA

3. LA MUERTE LLAMA A TODAS LAS PUERTAS

4. EL CARDENAL Y LAS ESTRELLAS

5. LOS COMIENZOS DE ESTE REY LLAMADO EL BUENO

6. LOS COMIENZOS DE ESTE REY A QUIEN LLAMAN EL MALO

7. LAS NOTICIAS DE PARÍS

8. EL TRATADO DE MANTES

9. EL MALO DE AVIÑÓN

10. EL MAL AÑO

11. SE DIVIDE EL REINO

SEGUNDA PARTE: EL BANQUETE DE RUÁN

1. DISPENSAS Y BENEFICIOS

2. LA CÓLERA DEL REY

3. A RUÁN

4. EL BANQUETE

5. EL ARRESTO

6. LOS PREPARATIVOS

7. EL CAMPO DEL PERDÓN

TERCERA PARTE: LA PRIMAVERA PERDIDA

1. EL PERRO Y EL ZORRITO

2. LA NACIÓN INGLESA

3. EL PAPA Y EL MUNDO

CUARTA PARTE: EL VERANO DE LOS DESASTRES

1. LA INCURSIÓN NORMANDA

2. EL SITIO DE BRETEUIL

3. EL HOMENAJE DE FEBO

4. EL CAMPAMENTO DE CHARTRES

5. EL PRÍNCIPE DE AQUITANIA

6. LAS ACTIVIDADES DEL CARDENAL

7. LA MANO DE DIOS

8. EL CONTINGENTE DEL REY

9. LA CENA DEL PRÍNCIPE

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Agradecimientos

Quiero agradecer vehementemente a Jacques Suffel la ayuda que me ha brindado en el proceso de documentación de esta obra. Asimismo, quiero dejar constancia de mi reconocimiento a la dirección de la Biblioteca Nacional y a la dirección de los Archivos de Francia.

M. D.

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Introducción

Las tragedias de la historia revelan a los grandes hombres, pero los mediocres son quienes provocan las tragedias.

A principios del siglo xiv Francia es el más poderoso, el más poblado, el más activo y rico de los reinos cristianos; el país cuyas intervenciones son temidas, cuyos arbitrajes merecen respeto y cuya protección es deseada por todos. Por tanto, cabe pensar que se inicia en Europa un siglo francés.

Entonces, ¿por qué, cuarenta años después, esa misma Francia sufre una estrepitosa derrota en los campos de batalla, vencida por una nación cinco veces inferior en número? ¿Por qué su nobleza se divide en facciones, su burguesía se rebela, su pueblo sucumbe bajo el exceso de impuestos, sus provincias se separan unas de otras, las bandas de asaltantes se entregan al saqueo y al delito, se menosprecia la autoridad, se devalúa la moneda, se paraliza el comercio y, por doquier, prevalecen la miseria y la inseguridad? ¿A qué responde esta derrota? ¿Quién ha desviado el curso del destino?

La mediocridad. La mediocridad de unos cuantos reyes, su fatua vanidad, la superficialidad con que atienden los asuntos, su incapacidad para rodearse de hombres capaces, su pereza, su presunción y su ineptitud para concebir grandes planes o, por lo menos, para ejecutar los que algunos proponen.

En política es imposible acometer empresas grandes y duraderas sin hombres que, merced a su genio, su carácter y su voluntad, inspiran, agrupan y encauzan las energías de un pueblo.

Todo se derrumba cuando los ineptos se suceden en la cúspide del Estado. La unidad se desintegra cuando se derrumba la grandeza.

Francia es una idea histórica, una idea nacida de la voluntad que, a partir del año 1000, se encarna en una familia reinante y se transmite tan obstinadamente de padres a hijos que la primogenitura de la rama principal se convierte rápidamente en legitimidad suficiente.

Por supuesto, la casualidad también representó un papel, como si el destino hubiera querido favorecer, gracias a una dinastía vigorosa, a esta reciente nación. Desde la elección del primer Capeto hasta la muerte de Felipe el Hermoso hubo once reyes en apenas tres siglos y cuarto, y cada uno dejó un heredero varón.

Naturalmente, no todos estos soberanos fueron auténticos linces. Pero siempre, a un incapaz o un monarca marcado por la mala suerte, le sucedió inmediatamente, como por la gracia del cielo, un rey de envergadura; en otros casos, un ministro talentoso gobernaba en nombre de un príncipe carente de las cualidades necesarias.

La joven Francia corre el riesgo de perecer a causa de Felipe I, hombre de mezquinos vicios y gran incompetencia. Lo sigue el adiposo Luis VI el Infatigable, que al acceder al trono encuentra un poder amenazado a cinco leguas de París, y al morir lo deja restaurado o restablecido hasta los Pirineos. El inseguro e inconsecuente Luis VII compromete al reino en las desastrosas aventuras de ultramar, pero el abad Suger mantiene en nombre del monarca la cohesión y la actividad del país.

Después, la suerte de Francia es tener, desde fines del siglo xii hasta comienzos del siglo xiv, tres soberanos geniales o excepcionales, cuya permanencia en el trono es prolongada —cuarenta y tres años, cuarenta y un años, veintinueve años de reinado respectivamente— de modo que el plan principal de cada uno llega a ser irreversible. Tres hombres de carácter y virtudes muy distintos, pero los tres muy superiores al común de los reyes.

Felipe Augusto, forjador de la historia, comienza, alrededor y más allá de las posesiones reales, a sellar efectivamente la unidad de la patria. San Luis, iluminado por la piedad, comienza a consolidar, alrededor de la justicia real, la unidad del derecho. Felipe el Hermoso, gobernante superior, comienza a imponer, alrededor de la administración real, la unidad del Estado. Ninguno de ellos se preocupa demasiado de complacer a nadie, y más bien quieren actuar y ser eficaces. Cada uno debió beber el amargo brebaje de la impopularidad. Pero después de muertos se lamentó su desaparición más de lo que en vida se los había zaherido, burlado u odiado. Y lo que ellos desearon comenzó a ser una realidad.

Una patria, una justicia, un Estado: los fundamentos definitivos de una nación. Con estos tres artesanos supremos de la idea francesa, Francia había superado el período de las posibilidades. Consciente de sí misma, se afirmaba en el mundo occidental como una realidad indiscutible que rápidamente adquiría preeminencia.

Veintidós millones de habitantes, fronteras bien vigiladas, un Ejército que podía movilizarse rápidamente, señores feudales obligados a obedecer, direcciones administrativas controladas con bastante precisión, caminos seguros, un comercio activo; ¿acaso otro país cristiano de entonces puede compararse a Francia? ¿Y cuál de ellos no la envidia? Sin duda, el pueblo se queja de que la mano que lo gobierna es demasiado dura; gemirá mucho más cuando se vea entregado a manos demasiado blandas o demasiado frívolas.

Después de la muerte de Felipe el Hermoso, de pronto, todo comienza a resquebrajarse. Se ha agotado la buena y prolongada suerte que presidió la sucesión del trono.

Los tres hijos del Rey de Hierro desfilan por el trono sin dejar descendencia masculina. Ya hemos relatado en otro libro los dramas que vivió entonces la corte francesa, en relación con una corona librada una y otra vez al juego de las ambiciones.

Cuatro reyes descendieron a la tumba en un lapso de catorce años; ¡había motivo para imaginar cosas terribles! Francia no estaba acostumbrada a correr a Reims con tanta frecuencia. Parecía como si un rayo hubiese abatido el tronco del árbol capetino. Y que la corona se deslizara hacia la rama Valois, la rama inquieta y agitadora, no tranquilizaba a nadie. Príncipes ostentosos, irreflexivos, presuntuosos en extremo, dados a los gestos y desprovistos de profundidad, los Valois imaginan que les basta sonreír para conseguir que el reino se sienta feliz. Sus antecesores confundían su persona con Francia. Éstos confunden Francia con la idea que se forjan de sí mismos. Después de la maldición de las muertes rápidas, la maldición de la mediocridad. El primer Valois, Felipe VI, conocido como «el rey encontrado» —es decir el advenedizo— en el lapso de diez años no fue capaz de consolidar su poder, porque precisamente al cabo de este período su primo Eduardo III de Inglaterra decidió reabrir la querella dinástica; se declaró legítimo rey de Francia, con autoridad para apoyar en Flandes, en Bretaña, en Saintonge y en Aquitania a todos los que, trátese de ciudades o de señores, tienen quejas contra el nuevo reino. Frente a un monarca más eficaz, el inglés sin duda hubiera continuado vacilando.

Felipe de Valois tampoco supo rechazar los peligros; en la Esclusa los ingleses destruyeron su flota por culpa de un almirante a quien sin duda eligieron teniendo en cuenta su desconocimiento de las cosas del mar. El mismísimo rey erraba por los campos, la tarde de Crécy, porque permitió que su caballería cargase pasando sobre su propia infantería.

Cuando Felipe el Hermoso aprobaba impuestos que después provocaban quejas, lo hacía para cubrir los gastos de la defensa de Francia. Cuando Felipe de Valois exige impuestos aún más gravosos, lo hace para pagar el precio de sus derrotas.

Durante los cinco años de su reinado, modificó ciento sesenta veces la ley de la moneda; el dinero perdió las tres cuartas partes de su valor. Los artículos, inútilmente gravados, alcanzaban precios desorbitados. Una inflación sin precedentes provocaba el descontento en las ciudades.

Cuando la desgracia se abate sobre un país, todo se entremezcla, y las calamidades naturales se suman a los errores de los hombres.

La peste, la gran peste, llegó del corazón de Asia y golpeó Francia con más dureza que a otras regiones europeas. Las calles de las ciudades eran como mataderos y los suburbios carnicerías. Sucumbió aquí un cuarto de la población, allá un tercio. Desaparecieron aldeas enteras, y de ellas sólo restaron, entre los eriales, las casas feudales abiertas al viento.

Felipe de Valois tenía un hijo y, por desgracia, la peste no se lo llevó.

Francia aún tenía que caer más en la ruina y la angustia; será obra de Juan II, llamado por error Juan el Bueno.

Este linaje de mediocres estuvo a un paso de destruir, en la Edad Media, un sistema que confiaba a la naturaleza la tarea de producir en el seno de una misma familia a quien ejercería el poder soberano. Pero ¿acaso los pueblos se ven beneficiados más a menudo por la lotería de las urnas que por la de los cromosomas? Las multitudes, las asambleas e incluso los cuerpos colegiados restringidos no se equivocan menos que la naturaleza. La providencia es poco generosa con la grandeza.

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Primera parte

Las desgracias vienen de lejos

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1

El cardenal de Périgord piensa...

Yo habría debido ser Papa. Pienso a menudo que tres veces tuve entre mis manos la tiara; ¡tres veces! Con Benedicto XII, con Clemente VI y con nuestro actual pontífice, en definitiva fui yo quien decidió cuál sería la cabeza que merecía recibir la tiara. Mi amigo Petrarca me llama hacedor de Papas... No tan buen hacedor, porque jamás pude hacerla descansar sobre la mía. En fin, es la voluntad de Dios... ¡Ah! ¡Qué cosa tan extraña es un cónclave! Creo que de todos los cardenales que aún viven soy el único que ha visto tres. Y quizá vea un cuarto, si nuestro Inocencio VI está tan enfermo como él dice...

¿Qué son estos techos, a lo lejos? Sí, ya reconozco el lugar, es la abadía de Chancelade, en el valle de Beauronne... Sí, la primera vez yo era muy joven. Treinta y tres años, la edad de Cristo, y en Aviñón se murmuraba, apenas se supo que Juan XXII... Señor, conservad su alma en vuestra santa luz; fue mi bienhechor... si levantara la cabeza. Pero los cardenales no estaban dispuestos a elegir al más joven de sus hermanos, y reconozco sin vacilar que era una actitud razonable. En este cargo se requiere la experiencia que yo adquirí después. Eso sí, ya sabía bastante, por lo menos, para no alimentar inútiles ilusiones... Me las arreglé para que, por distintos caminos, muchos cuchichearan a los italianos que, jamás, jamás los cardenales franceses votarían por Jacobo Fournier, y así conseguí que volcaran sobre él sus votos, y que se le eligiese por unanimidad. «¡Habéis elegido a un asno!» Es el agradecimiento que nos arrojó a la cara apenas se proclamó su nombre. Conocía sus propios defectos. No, no era un asno; pero tampoco un león. Un buen principal de una orden, que se las había arreglado bastante bien para conseguir que le obedecieran, a la cabeza de los cartujos. Pero para dirigir a toda la cristiandad era demasiado minucioso, demasiado prudente e inquisidor. En definitiva, sus reformas hicieron más mal que bien. Claro que con él uno estaba absolutamente seguro de que la Santa Sede no regresaría a Roma. En ese punto era un muro, una roca... y era lo esencial.

La segunda vez, durante el cónclave de 1342... ¡ah! La segunda vez habría tenido excelentes posibilidades si... si Felipe de Valois no hubiese pretendido que se eligiera a su canciller, el arzobispo de Ruan. Nosotros, los Périgord, siempre obedecimos a la corona de Francia. Y además, ¿cómo hubiera podido mantenerme a la cabeza del partido francés si hubiese querido oponerme al rey? Por otra parte, Pedro Roger ha sido un gran Papa, sin duda el mejor de todos los pontífices a quienes he servido. Es suficiente ver en qué se convirtió Aviñón con él, el palacio que ordenó construir y el notable reflujo de gentes de letras, sabios y artistas... Además, consiguió comprar Aviñón. Yo me ocupé de esa negociación con la reina de Nápoles; bien puedo decir que es mi obra. Ochenta mil florines no era nada, una limosna. La reina Juana tenía menos necesidad de dinero que de indulgencias en vista de sus sucesivos matrimonios, por no hablar de sus amantes.

Seguramente pusieron arneses nuevos a mis caballos de tiro. La litera es dura. Siempre ocurre así al partir, siempre es así... Después, el vicario de Dios dejó de ser una especie de inquilino, sentado con el borde de las nalgas sobre un trono inseguro. ¡Y la corte que tuvimos, que era ejemplo del mundo! Todos los reyes acudían en tropel. Para ser Papa, no basta con ser sacerdote; también es necesario que uno sepa ser príncipe. Clemente VI fue un gran político; siempre estaba dispuesto a escuchar mis consejos. ¡Ah! La liga naval que unía a los latinos de Oriente, al rey de Chipre, a los venecianos y a los hospitalarios... Limpiamos el archipiélago griego de los berberiscos que lo infestaban, y pensábamos hacer aún más. Y entonces sobrevino esa absurda guerra entre los reyes francés e inglés, esa guerra que me pregunto si acabará jamás, y que nos impidió continuar nuestro proyecto, y atraer nuevamente la Iglesia de Oriente al seno de la romana. Y más tarde, la peste... Y Clemente murió...

La tercera vez, en el cónclave celebrado hace cuatro años, el obstáculo fue mi nacimiento. Parece que yo era demasiado gran señor, y acabábamos de tener a uno. A mí, Helio de Talleyrand, a quien llaman el cardenal de Périgord, ¿acaso elegirme no era un insulto para los pobres? Hay momentos en que acomete a la Iglesia un súbito furor de humildad y pequeñez. Lo cual jamás sirve de nada. Despojémonos de nuestros ornamentos, ocultemos nuestras casullas, vendamos nuestros cálices de oro y ofrezcamos el Cuerpo de Cristo en una escudilla de pocos centavos; vistámonos como patanes y, si es posible, muy sucios, de modo que ya nadie nos respete, y menos que nadie los patanes... ¡Caramba! Si nos parecemos a ellos, ¿por qué habrían de honrarnos? Además, así acabaremos en una situación tal que ni siquiera nosotros mismos nos respetaremos... Estos encarnizados defensores de la humildad, cuando se les formula dicha objeción, nos ponen por delante el Evangelio, como si ellos fueran los únicos en conocerlo, e insisten en la cuna, entre el buey y el asno, e insisten en la mesa del carpintero... Seamos parecidos a Nuestro Señor Jesús... Pero, mis pequeños y vanidosos clérigos, ¿dónde está ahora Nuestro Señor? ¿No está a la diestra del Padre, confundido con él en su omnipotencia? ¿No es Cristo majestuoso, fulminando en la luz de los astros y la música celestial? ¿No es el rey del mundo, rodeado por legiones de serafines y bienaventurados? Entonces, ¿qué os autoriza a determinar cuál de estas imágenes es la mejor para ofrecer a los fieles a través de vuestra persona? ¿La de su breve existencia terrestre o la de su triunfante eternidad?

Vaya, si pasara por una diócesis y viese que el obispo se inclina un tanto a rebajar a Dios porque tiende a las nuevas ideas, eso es lo que yo predicaría... Caminar sosteniendo diez kilos de oro tejido, además de la mitra y la cruz, no es una tarea cotidiana que me parezca grata, sobre todo cuando lo hago desde hace más de treinta años. Pero es necesario.

No se atrae a las almas con vinagre. Cuando un vagabundo dice a otros vagabundos «hermanos míos», el efecto no es muy considerable. Pero si lo dice un rey es distinto. Dad a la gente un poco de respeto por sí misma, ésa es la primera condición de la caridad, ignorada por nuestros amantes de la fraternidad y por otras cabezas huecas. Precisamente porque la gente es pobre, sufre, se siente pecadora y miserable, es necesario ofrecerle una razón para creer en el más allá. Sí, con incienso, dorados y música. La Iglesia debe ofrecer a los fieles una visión del reino celeste, una visión completa y acabada, comenzando por el Papa y sus cardenales, que reflejan un poco la imagen del Supremo Creador...

En el fondo, no está mal que hable conmigo mismo; así encuentro argumentos para mis próximos sermones, pero prefiero hallarlos acompañado... Espero que Brunet no haya olvidado mis grajeas. Ah, no, aquí están. Por lo demás, él jamás olvida...

No soy un gran teólogo, como los que proliferan ahora por doquier, pero sé mantener ordenada y limpia la casa del buen Dios en la Tierra, y me niego a reducir mi tren de vida y a vivir en un sitio peor. El propio Papa, que sabe muy bien lo que me debe, no ha intentado contradecirme. Si lo complace practicar la humildad sobre su trono, es asunto suyo. Pero yo, que soy su nuncio, deseo preservar la gloria de su sacerdocio.

Sé que algunos murmuran a propósito de mi gran litera púrpura con pomos y clavos dorados, en la que ahora viajo, y mis caballos enjaezados de púrpura, las doscientas lanzas de mi escolta, mis tres leones de Périgord bordados sobre mi estandarte y la librea de mis sargentos. Pero precisamente por todo esto, cuando entro en una ciudad, la gente acude a prosternarse y quiere besar mi capa, y obligo a los reyes a arrodillarse... Para mayor gloria vuestra, Señor, para mayor gloria vuestra.

Claro que estas cosas no merecían el favor de mis colegas durante el último cónclave, y me lo dieron a entender claramente. Querían un hombre común, un simple, un humilde, un desposeído. Tuve que esforzarme para evitar que eligieran a Juan Birel, ciertamente un santo varón, un hombre santo, pero que no tenía ni pizca de capacidad para gobernar, y que habría sido un segundo Pedro de Morone. Desplegué elocuencia suficiente para demostrar a mis hermanos del cónclave cuán peligroso era, en el estado en que se encontraba Europa, cometer el error de elegir a otro Celestino V. ¡Ah, le di un buen repaso a ese Birel! Lo elogié tanto, demostrando cómo sus admirables virtudes lo incapacitaban para gobernar la Iglesia, que lo dejé completamente aplastado. Y logré que eligiesen a Esteban Aubert, que nació en un hogar bastante pobre, por el lado de Pompadour, y cuya carrera era tan oscura que consiguió que todo el mundo lo apoyase.

Aseguran que el Espíritu Santo nos ilumina para permitirnos que elijamos al mejor. De hecho, a menudo votamos para evitar al peor.

Nuestro Santo Padre me decepciona. Gime y vacila, decide y rectifica. Ah, yo habría gobernado de otro modo la Iglesia. Y además, su idea de enviar conmigo al cardenal Capocci, como si se necesitaran dos legados, como si yo no tuviese sagacidad suficiente para arreglar solo las cosas. ¿El resultado? Disputamos desde el comienzo, porque yo le demuestro su estupidez. Capocci se hace el ofendido; me deja el campo libre, y mientras corro desde Breteuil a Montbazon, de Montbazon a Poitiers, de Poitiers a Burdeos, de Burdeos a Périgueux, él, desde París, no hace otra cosa que escribir a todos para dificultar mis negociaciones. Sí, espero no volver a encontrarlo en Metz, en el palacio del emperador...

Périgueux, mi Périgord... Dios mío, ¿será la última vez que los vea?

Mi madre estaba segura de que yo sería Papa. Me lo dio a entender más de una vez, por eso me obligó a tomar la tonsura cuando tenía seis años, y consiguió de Clemente V, que le dispensaba una intensa y sincera amistad, que me inscribiesen inmediatamente como novicio papal, en estado de recibir beneficios. ¿Qué edad tenía cuando me llevó ante el pontífice? «Señora Brunissande, que vuestro hijo, a quien bendecimos especialmente, pueda alcanzar, en el estado que habéis elegido para él, las virtudes que cabe esperar de su linaje, y que se eleve rápidamente hacia los más altos cargos de Nuestra Santa Iglesia.» No, no tendría yo más de siete años. Me nombró canónigo de Saint-Front; mi primera sotana. Hace casi cincuenta años... Mi madre me veía Papa. ¿Era ambición maternal, o en verdad era una visión profética como la tienen a veces las mujeres? ¡Ah! Creo que nunca seré Papa.

Y sin embargo... sin embargo, en el momento de mi nacimiento Júpiter estaba en conjunción con el Sol, en una hermosa culminación, signo de dominio y de reinado en la paz. Ninguno de los restantes cardenales aparece marcado por tan hermosos augurios. Mi configuración es bastante más promisoria que la de Inocencio el día de la elección. Pero veamos... un reino en la paz, un reino en paz; pero ahora estamos en guerra, en tiempos difíciles y tormentosos. Mis astros son demasiado bellos para los tiempos que vivimos: los de Inocencio, que hablan de dificultades, de errores, de derrotas, convenían más a este sombrío período. Dios armoniza a los hombres con los momentos del mundo, y convoca a los Papas que convienen a sus designios, y a éste le encomienda la grandeza de la gloria, y al otro la sombra y la caída...

Si no hubiese entrado en la Iglesia, como quiso mi madre, habría sido conde de Périgord, pues mi hermano mayor murió sin dejar herederos, precisamente el año de mi primer cónclave; de modo que, como no había quien la ciñera, la cadena pasó a mi hermano menor, Roger-Bernard... Ni Papa ni conde. Y bien, es necesario aceptar el lugar en que nos puso la Providencia, y tratar de hacerlo lo mejor posible. Seguramente pertenezco a esa clase de hombres que representan un papel importante en su siglo, y a quienes se olvida apenas mueren. La memoria de los pueblos es perezosa; conserva únicamente el nombre de los reyes... Vuestra voluntad, Señor, vuestra voluntad...

En fin, de nada sirve volver a pensar en estas cosas, las mismas que he meditado cien veces... Pero me conmueve ver de nuevo el Périgueux de mi infancia, y mi querido Saint-Front, y volver a alejarme. Más vale contemplar este paisaje, que quizá vea por última vez. Gracias, Señor, porque me concediste esta alegría...

Pero ¿por qué vamos tan rápido? Acabamos de dejar atrás Château-l’Evêque; hasta Bourdeilles quedan sólo dos horas. El primer día de viaje conviene hacer etapas cortas. Los adioses, las últimas súplicas, las últimas bendiciones que vienen a pedirnos, el equipaje que olvidamos. Uno jamás parte a la hora fijada. Pero esta vez será realmente una etapa corta...

¡Brunet! ¡Eh, Brunet, amigo mío! Adelántate y ordena que aminoren la marcha. ¿Quién nos mete tanta prisa? ¿Quizá Cunhac o La Rue? No hay por qué sacudirme así. Y después dile a mi señor Archambaud, mi sobrino, que descienda de su montura y que lo invito a compartir mi litera. Bien, hazlo de una vez...

Para venir de Aviñón, solía viajar con mi sobrino Roberto de Durazzo; era un compañero muy agradable. Tenía muchos rasgos de mi hermana Agnes, y de nuestra madre. ¡Y pensar que se hizo matar en Poitiers por esos patanes de ingleses, entrando en batalla con el rey de Francia! ¡Oh! No lo desapruebo, aunque fingí que lo hacía. ¿Quién diría que el rey Juan se las ingeniaría para que lo castigasen de tal modo? ¡Reúne treinta mil hombres contra seis mil, y por la noche se encuentra prisionero! ¡Ah, qué príncipe absurdo, qué estúpido! ¡Y pensar que si hubiera aceptado el acuerdo que yo le traía en bandeja de plata habría podido ganarlo todo sin librar batalla!

Archambaud me parece menos ágil y brillante que Roberto. No ha conocido Italia, una experiencia importante para la juventud. En fin, él será conde de Périgord, si Dios quiere. Viajando conmigo este joven aprenderá mucho. Y, en realidad, lo tiene que aprender todo de mí... Después de rezar mis oraciones, no me agrada estar solo.

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2

El cardenal de Périgord habla

No es que me desagrade cabalgar, Archambaud, ni que la edad me lo impida. Creedme, aún puedo hacer mis buenas quince leguas a caballo, y conozco a hombres mucho más jóvenes que yo que quedarían rezagados. Por otra parte, como bien veis, siempre me sigue un corcel completamente enjaezado, no sea que yo desee o necesite montarlo. Pero por experiencia sé muy bien que una jornada entera cabalgando abre el apetito y lleva a comer y a beber más que a conservar la cabeza con la claridad que necesito tener cuando voy a un lugar para inspeccionar, dirigir o negociar desde el momento mismo de mi llegada.

Muchos reyes, y en primer lugar el de Francia, podrían dirigir mejor sus Estados si se fatigasen menos manejando las riendas y obligasen el cerebro a trabajar más; también si no se obstinasen con la idea de tratar los principales asuntos sentados a la mesa, al final de una etapa del viaje o de regreso de la caza. Observad que uno no viaja con menor rapidez en litera, como lo hago yo, si dispone de un buen tiro de caballos, y de la prudencia necesaria para cambiarlos con frecuencia... Archambaud, ¿queréis una grajea? En ese cofrecito que está cerca de vuestra mano... Pues bien, pasadme una...

¿Sabéis cuántos días me llevó viajar de Aviñón a Breteuil, en Normandía, para reunirme con el rey Juan, que estaba organizando allí un absurdo sitio? ¿Qué os parece? No, sobrino mío; menos que eso. Partimos el veintiuno de junio, día del solsticio, y no muy temprano por cierto. Pues sabéis, o mejor dicho no sabéis, cómo se organiza la partida de un nuncio, o de dos, ya que entonces éramos dos... Es sana costumbre que, después de la misa, el colegio entero de cardenales escolte a los viajeros hasta una legua de la ciudad; siempre hay mucha gente que se reúne para seguir a la comitiva o para contemplar el paso desde los bordes del camino. Y es necesario ir al paso de una procesión, para conferir dignidad al cortejo. Después se hace un alto, y los cardenales se alinean por orden de importancia, y el nuncio da a cada uno el beso de la paz. Esta ceremonia avanza bastante en la mañana... así, partimos el veintiuno de junio y llegamos a Breteuil el nueve de julio. Dieciocho días. Incola Capocci, mi compañero de viaje, estaba enfermo. Debo aclarar que sacudí un poco a ese flojo. Jamás había viajado con tal prisa. Pero una semana después el Santo Padre tenía en sus manos, llevada por mis correos, el relato de mi primera conversación con el rey.

Pero ahora no necesitamos darnos tanta prisa. Ante todo, en esta época del año los días son breves, si bien aprovechamos los beneficios de una estación benigna... No recordaba que noviembre pudiese ser tan agradable en Périgord, y en verdad hoy fue un día muy amable. ¡Qué luminosidad! Pero a medida que avancemos hacia el norte del reino corremos el riesgo de soportar un clima menos grato. He calculado las etapas con cierta holgura, de modo que estemos en Metz para Nochebuena, si Dios lo quiere. No, no tengo tanta prisa como el último verano, porque pese a todos mis esfuerzos se desencadenó esta guerra, y el rey Juan fue tomado prisionero.

¿Cómo pudo sobrevenir semejante infortunio? ¡Oh! Sobrino mío, no sois el único que se asombra. Europa entera experimenta sorpresa, y todos estos meses discute acerca de las causas y las razones... Las d

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