El rey de hierro (Los Reyes Malditos 1)

Maurice Druon

Fragmento

Creditos

Título original: Le roi de fer

Traducción: M.ª Guadalupe Orozco Bravo

1.ª edición: febrero, 2014

© 2014 by Maurice Druon, Librairie Plon et Editions Mondiales

© Ediciones B, S. A., 2014

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal: B 5.787-2014

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-754-7

Maquetación ebook: Caurina.com

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Cita

 

 

 

 

 

La historia es una historia que fue.

E. Y J. DE GONCOURT

Contenido

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Créditos

Cita

 

Prólogo

PRIMERA PARTE: LA MALDICIÓN

1. La reina sin amor

2. Los prisioneros del Temple

3. Las nueras del rey

4. Notre Dame era blanca

5. Margarita de Borgoña, reina de Navarra

6. El consejo del rey

7. La torre del amor

8. «Os emplazo ante el tribunal de Dios...»

9. Los salteadores

SEGUNDA PARTE: LAS PRINCESAS ADÚLTERAS

1. La banca Tolomei

2. El camino de Londres

3. Westminster

4. El crédito

5. El camino de Neauphle

6. El camino de Clermont

7. De tal padre, tal hija

8. Mahaut de Borgoña

9. La sangre de los reyes

10. El juicio

11. El suplicio

12. El mensajero del crepúsculo

TERCERA PARTE: LA MANO DE DIOS

1. La calle Bourdonnais

2. El tribunal de las sombras

3. Los documentos de un reinado

4. El verano del rey

5. El poder y el dinero

6. Tolomei gana

7. Los secretos de Guccio

8. La cita en Pont-Sainte-Maxence

9. Una gran sombra sobre el reino

LISTA BIOGRÁFICA

Árbol genealógico

Lista biográfica

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Prólogo

Al comenzar el siglo xiv, Felipe IV, rey de legendaria belleza, reinaba en Francia como amo absoluto. Había dominado el orgullo guerrero de los altos barones, sofocado la sublevación flamenca, a los ingleses en Aquitania e incluso al papado, al que había forzado a instalarse en Aviñón. Los Parlamentos obedecían sus órdenes y los concilios respondían a la paga que recibían.

El rey tenía tres hijos, de modo que su descendencia estaba asegurada. Su hija se había casado con el rey de Inglaterra.

Seis de sus vasallos eran reyes y la red de sus alianzas se extendía hasta Rusia. Ninguna riqueza escapaba de sus manos. Paso a paso, había gravado los bienes de la Iglesia, expoliado a los judíos y atacado a los banqueros lombardos.

Para hacer frente a las necesidades del Tesoro alteraba el valor de la moneda. Cada día el oro pesaba menos y valía más. Los impuestos eran agobiantes y la policía se multiplicaba. Las crisis económicas engendraban la ruina y el hambre que, a su vez, eran la causa de sangrientos motines. Las revueltas terminaban en el patíbulo. Ante la autoridad real, todo debía inclinarse, doblegarse o quebrarse.

Pero la idea de nación estaba arraigada en la mente de este príncipe sereno y cruel, para quien la razón de Estado se imponía a cualquier otra. Bajo su reinado Francia era grande, y los franceses desdichados.

Sólo un poder había osado oponérsele: la Orden de los Caballeros del Temple, la formidable organización militar, religiosa y financiera cuya gloria y riqueza provenía de sus orígenes en las cruzadas.

La independencia de los templarios inquietó a Felipe el Hermoso y sus inmensos bienes le hacían ser muy codicioso. Instigó contra ellos el proceso más burdo que recuerda la historia. Cerca de quince mil hombres estuvieron sujetos a juicio durante siete años, período en el que se perpetraron toda clase de infamias.

Nuestro relato comienza al final del séptimo año.

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Primera parte

La maldición

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1

La reina sin amor

Sobre un lecho de brasas incandescentes se consumía un leño entero en la chimenea. Por los vitrales verdosos se filtraba un día de marzo, avaro de luz.

Sentada en un lujoso trono de roble, cuyo respaldo coronaban los tres leones de Inglaterra, la reina Isabel, esposa de Eduardo II, miraba distraídamente la lumbre del hogar con la barbilla apoyada en la palma de la mano.

Tenía veintidós años. Sus cabellos dorados recogidos en largas trenzas formaban dos asas de ánfora a cada lado de su rostro.

La reina escuchaba a una de sus damas francesas, que le leía un poema del duque de Aquitania:

Del amor no puedo hablar,

ni siquiera lo conozco

porque no tengo el que quiero...

La voz cantarina de la dama de compañía se perdía en aquella sala demasiado grande para que una mujer pudiera vivir dichosa en ella.

Me ha pasado siempre igual,

de quien amo no gocé,

ni gozo, ni gozaré...

La reina sin amor suspiró.

—¡Qué palabras tan conmovedoras! —exclamó—. Parecen escritas para mí. ¡Ah! Terminaron los tiempos en que un gran señor como el duque Guillermo demostraba tanta destreza en la poesía como en la guerra. ¿Cuándo me dijisteis que vivió? ¿Hace doscientos años? Se diría que este poema fue escrito ayer...1

Y repitió para sí:

Del amor no puedo hablar,

ni siquiera lo conozco...

Permaneció un instante pensativa.

—¿Prosigo, señora? —preguntó la dama con el dedo en la página iluminada.

—No, amiga mía —respondió la reina—. Mi alma ya ha llorado bastante por hoy.

Se incorporó y cambió de tono:

—Mi primo Roberto de Artois me ha anunciado su visita. Cuidad de que sea conducido a mi presencia en cuanto llegue.

—¿Viene de Francia? Entonces estaréis contenta, señora.

—Espero estarlo... siempre que las noticias que me traiga sean buenas.

Entró otra dama presurosa con semblante de gran alegría. Su nombre de soltera era Juana de Joinville y se había casado con Roger Mortimer, uno de los primeros barones de Inglaterra.

—Señora, señora —exclamó—, ha hablado.

—¿De verdad? —preguntó la reina—. ¿Y qué ha dicho?

—Ha golpeado la mesa y ha dicho: «¡Quiero!»

Una expresión de orgullo iluminó el hermoso semblante de Isabel.

—Traédmelo aquí —dijo.

La señora Mortimer salió de la estancia corriendo y regresó poco después, con un niño de quince meses en los brazos, sonrosado, regordete, que depositó a los pies de la reina. Vestía un traje granate bordado en oro más pesado que él.

—De modo, hijo mío, que habéis dicho «quiero» —exclamó Isabel inclinándose para acariciarle la mejilla—. Me agrada que ésa haya sido vuestra primera palabra. Es palabra de rey.

El niño le sonreía y balanceaba la cabeza.

—¿Y por qué lo ha dicho? —preguntó la reina.

—Porque me resistía a darle un trozo de galleta —respondió la señora Mortimer.

Isabel esbozó una sonrisa que se apagó enseguida.

—Puesto que empieza a hablar —dijo—, pido que no se le anime a balbucear y a pronunciar tonterías, como por lo común se hace con los niños. Poco me importa que sepa decir «papá» y «mamá». Prefiero que conozca las palabras «rey» y «reina».

En su voz había una autoridad innata.

—Ya sabéis, amiga mía —continuó—, qué razones tengo para elegiros como aya del niño. Sois sobrina nieta del gran Joinville, quien estuvo en la cruzada con mi bisabuelo, san Luis. Sabréis enseñar a este niño que pertenece a Francia tanto como a Inglaterra.*

La señora Mortimer hizo una reverencia. En ese mismo momento se presentó la primera dama francesa anunciando al conde Roberto de Artois.

La reina se irguió en su trono y cruzó las manos blancas sobre el pecho en actitud idolátrica. El cuidado por mantener la majestuosidad de su porte no lograba avejentarla.

El andar de un cuerpo de noventa kilos hizo crujir el pavimento.

El hombre que entró medía casi dos metros de altura, tenía muslos semejantes a troncos de encina y manos como mazas. Sus botas rojas, de cordobán, estaban sucias de barro y mal cepilladas; el manto que pendía de sus hombros era lo suficientemente amplio para cubrir un lecho. Habría bastado una daga en su cintura para que tuviera el aspecto de ir a la guerra. En su presencia todo parecía débil, quebradizo y frágil. Era de barbilla redonda, nariz corta, quijada ancha y pecho fuerte. Sus pulmones necesitaban más aire que los de la mayoría de los hombres. Aquel gigante tenía veintisiete años, pero su edad desaparecía bajo los músculos; aparentaba treinta y cinco.

Se quitó los guantes mientras se acercaba a la reina, y dobló la rodilla con sorprendente agilidad.

Se incorporó antes de que lo invitaran a hacerlo.

—Y bien, primo mío —dijo Isabel—. ¿Tuvisteis buena travesía?

—Execrable, señora, horrorosa —respondió Roberto—. Una tempestad como para echar tripas y alma. Creí que llegaba mi última hora, hasta el punto de que decidí confesar mis pecados a Dios. Por fortuna, eran tantos, que al tiempo de decir la mitad ya llegábamos a puerto. Guardo suficientes para el regreso.

Estalló una carcajada que hizo retemblar las vidrieras.

—¡Vive Dios! —prosiguió—. Mi cuerpo está hecho para recorrer la tierra y no para cabalgar aguas saladas. Si no hubiera sido por el amor que os profeso, prima mía, y por las cosas urgentes que debo deciros...

—Permitid que concluya —le interrumpió Isabel, mostrando al niño—. Mi hijo ha empezado a hablar hoy.

Luego se dirigió a la señora Mortimer:

—Quiero que se habitúe a los nombres de sus deudores y que sepa lo antes posible que su abuelo, Felipe el Hermoso, reina sobre Francia. Comenzad a recitar delante de él el Padre Nuestro y el Ave María, así como la plegaria a san Luis. Ésas son cosas que deben adueñarse de su corazón antes de que su razón las comprenda.

No le desagradaba mostrar ante uno de sus parientes de Francia, descendiente a su vez de un hermano de san Luis, la manera como velaba por la educación de su hijo.

—Es una sabia lección la que daréis a ese jovencito —dijo Roberto de Artois.

—Nunca se aprende demasiado pronto a reinar —respondió Isabel.

El niño se divertía caminando con el paso cauteloso y titubeante de las criaturas.

—¡Y pensar que nosotros también hemos sido así! —dijo Artois.

—Viéndonos ahora, cuesta creerlo, primo mío —dijo la reina sonriendo.

Contemplando a Roberto de Artois, pensó por un instante en los sentimientos de la mujer pequeña y menuda que había engendrado aquella fortaleza humana, y miró a su hijo.

El niño avanzaba con sus minúsculas manos tendidas hacia el fuego, como si quisiera asir la llama. Roberto de Artois le cerró el paso adelantando su bota roja. Nada asustado, el pequeño príncipe aferró aquella pierna que sus brazos apenas lograban rodear y se sentó en ella a horcajadas. El gigante lo elevó por los aires tres o cuatro veces seguidas. El principito reía, encantado con el juego.

—¡Ah, señor Eduardo! —dijo Artois. Cuando seáis un poderoso príncipe, ¿osaré recordaros que os hice cabalgar en mi bota?

—Podréis hacerlo, primo mío —respondió Isabel—, podréis hacerlo siempre, si seguís comportándoos como nuestro leal amigo... Dejadnos solos ahora —añadió.

Las damas francesas salieron, llevándose al niño que, si el destino seguía su curso normal, sería algún día Eduardo III de Inglaterra.

—¡Y bien, señora! —le dijo—. Para completar las buenas lecciones que dais a vuestro hijo, podréis enseñarle que Margarita de Borgoña, reina de Navarra, futura reina de Francia y nieta de san Luis, está en camino de ser llamada por su pueblo Margarita la Ramera.

—¿De verdad? —dijo Isabel—. ¿Así que era cierto lo que suponíamos?

—Sí, prima mía. Y no solamente Margarita. Lo mismo digo de vuestras otras dos cuñadas.

—¿Juana y Blanca?

—De Blanca estoy seguro. En cuanto a Juana...

Roberto de Artois esbozó un ademán de incertidumbre con su enorme mano.

—Es más hábil que las otras —agregó—, pero tengo razones para juzgarla una consumada zorra...

Dio unos pasos y se plantó para decir sin más:

—¡Vuestros tres hermanos son unos cornudos, señora, cornudos como vulgares patanes!

La reina se había puesto en pie, y sus mejillas estaban levemente encendidas.

—Si lo que decís es verdad, no voy a tolerarlo —dijo—. No permitiré tal vergüenza, ni que mi familia sea el hazmerreír de la gente.

—Tampoco los barones de Francia lo tolerarán —respondió el conde de Artois.

—¿Tenéis nombres y pruebas?

Roberto inspiró profundamente.

—Cuando el verano pasado vinisteis a Francia con vuestro esposo, para las fiestas en las cuales tuve el honor de ser armado caballero, junto con vuestros hermanos..., os confié mis sospechas y me confesasteis las vuestras. Me pedisteis que vigilara y que os informara. Soy vuestro aliado; hice lo uno y vengo a cumplir con lo otro.

—Decid, ¿qué averiguasteis? —preguntó Isabel, impaciente.

—En primer lugar, que ciertas joyas desaparecen del cofre de vuestra dulce cuñada Margarita. Cuando una mujer se deshace de sus joyas en secreto es para comprar algún cómplice o para agasajar a algún galán. Su vileza resulta evidente, ¿no os parece?

—En efecto. Pero puede fingir que las ha dado como limosna a la Iglesia.

—No siempre. No, por ejemplo, si cierto broche ha sido cambiado a un mercader lombardo por un puñal de Damasco.

—¿Descubristeis de qué cintura pendía ese puñal?

—¡Ay, no! —respondió el conde de Artois—. Indagué, pero le perdí el rastro. Las pícaras son hábiles, os lo dije. Nunca en mis bosques de Conches he cazado ciervos tan diestros en borrar pistas y en tomar atajos.

Isabel se mostró decepcionada. Roberto de Artois, previniendo lo que iba a decir, extendió los brazos.

—Aguardad, aguardad —prosiguió—. Soy buen cazador, y raramente se me escapa una pieza. La honesta, la pura, la casta Margarita ha hecho que le arreglen como aposento la vieja torre del palacio de Nesle. Dice que la destina a lugar de retiro para sus oraciones; pero se dedica a rezar justamente las noches en que vuestro hermano Luis está ausente. Y la luz brilla en la torre hasta muy tarde. Su prima Blanca y, algunas veces, Juana, se reúnen con ella. ¡Astutas, las doncellas! Si interrogaran a una de las tres, se las arreglaría muy bien para decir: «¿Cómo? ¿De qué me acusáis? ¡Si no estaba sola!» Una mujer pecadora se defiende mal, pero tres rameras juntas forman una fortaleza. Y hay algo más: cuando Luis se ausenta, en esas noches en que la torre de Nesle está iluminada, hay movimiento en el ribazo, al pie de la torre, en un lugar habitualmente desierto a tales horas. Se ha visto salir a hombres que no llevaban precisamente hábitos de monje y que habrían salido por otra puerta de haber venido a cantar los oficios. La corte calla, pero el pueblo comienza a murmurar, porque antes hablan los sirvientes que sus amos...

Mientras hablaba, se agitaba, gesticulaba, caminaba, hacía vibrar el suelo y hendía el aire con aletazos de su capa.

El despliegue de su colosal fuerza era un medio de persuasión para Roberto de Artois. Trataba de convencer con los músculos al mismo tiempo que con las palabras sumergía al interlocutor en un torbellino, y la grosería de su lengua, tan acorde con su aspecto, parecía prueba de su ruda buena fe. Sin embargo, examinándolo con mayor atención, uno llegaba a preguntarse si todo aquel movimiento no era fanfarria de titiritero, juego de comediante. Un odio implacable, tenaz, brillaba en las pupilas del gigante. La joven reina se empeñaba en mantener su claridad de juicio.

—¿Hablasteis con mi padre? —dijo.

—Mi buena prima, conoces al rey Felipe mejor que yo. Cree tanto en la virtud de las mujeres que sería necesario mostrarle vuestras cuñadas acostadas con sus amantes para que me escuchara. Y no soy bien recibido en la corte desde que perdí mi proceso...

—Sé que cometieron una injusticia con vos, primo mío. Si de mí dependiera sería reparada.

Roberto de Artois se precipitó sobre la mano de la reina para posar en ella sus labios.

—Pero, debido justamente a ese proceso —agregó Isabel suavemente—, ¿no podría suponerse que actuáis ahora por venganza?

El gigante se incorporó de un salto.

—¡Claro que actúo por venganza, señora!

Decididamente, su franqueza desarmaba a cualquiera. Uno creía tenderle una celada y sorprenderlo en falta, y él abría su corazón ampliamente, como un ventanal.

—¡Me han robado la herencia de mi condado de Artois —exclamó— para entregársela a mi tía Mahaut de Borgoña! ¡Maldita perra piojosa! ¡Ojalá reviente! ¡Ojalá la lepra carcoma su boca y el pecho se le vuelva carroña! ¿Y por qué lo han hecho? ¡Porque con astucias, intrigas y forzando la mano de los consejeros de vuestro padre con libras contantes y sonantes, mi tía logró casar a las dos rameras de sus hijas y a la ramera de la prima con vuestros tres hermanos!

Se puso a imitar un imaginario discurso de su tía Mahaut, condesa de Borgoña y de Artois, al rey Felipe el Hermoso:

—«Amado señor, pariente y amigo, ¿qué os parece si casarais a mi querida Juana con vuestro hijo Luis? ¿No? ¿No os place? Preferís a Margarita. Bien. Entonces Juana será para Felipe y mi dulce Blanquita para el hermoso Carlos. ¡Qué dicha, que se amen todos! Luego si me concedéis el condado de Artois, propiedad de mi difunto padre, mi Franco Condado de Borgoña irá a parar a manos de una de esas avecillas, a las de Juana, si os parece. Así, vuestro hijo segundo se convierte en conde palatino de Borgoña y vos podéis empujarlo hacia la corona de Alemania. ¿Mi sobrino Roberto? ¡Dadle un hueso a ese perro! A ese patán le basta y le sobra con el castillo de Conches y el condado de Beaumont.» Y soplo malicias al oído de Nogaret, y cuento mil maravillas a Marigny... Y caso a una, y caso a dos y caso a tres... Y cuando está hecho, mis zorritas empiezan a maquinar, a enviar mensajes, a procurarse galanes y a ponerle hermosos cuernos a la corona de Francia... ¡Ah, señora!, si ellas fueran irreprochables, yo me contendría. Pero comportarse tan suciamente después de haberme perjudicado tanto... Esas niñas de Borgoña sabrán lo que les cuesta; me vengaré en ellas de lo que la madre me hizo.2

Isabel permanecía pensativa bajo aquel chaparrón de palabras. Roberto de Artois se aproximó a ella y, bajando la voz, le dijo:

—A vos os odian.

—Es verdad que, por mi parte, no las he querido desde un principio y sin que sepa por qué —respondió Isabel.

—Sin embargo, mi suerte no tiene nada de envidiable —dijo Isabel, suspirando—. Y su situación me parece más cómoda que la mía.

—Sois reina, señora. Lo sois en cuerpo y alma. Vuestras cuñadas, en cambio, podrán llevar la corona pero nunca serán reinas. Por eso os considerarán siempre su enemiga.

Isabel elevó hacia su primo sus bellos ojos azules, y el conde de Artois sintió que esta vez había dado en el blanco. Isabel estaba definitivamente de su parte.

—¿Tenéis los nombres de... en fin... de los hombres con quienes mis cuñadas...? —No se rendía al rudo lenguaje de su primo y se negaba a pronunciar ciertas palabras—. Sin ellos nada puedo hacer —prosiguió—. Obtenedlos y os juro que iré a París con cualquier pretexto y que pondré fin a ese desorden. ¿En qué puedo ayudaros? ¿Habéis prevenido a mi tío el conde de Valois?

De nuevo se mostraba decidida, precisa, autoritaria.

—Me guardé muy bien —respondió Roberto—. El señor de Valois es mi más fiel protector y mi mejor amigo, pero no sabe guardarse nada y proclamaría a los cuatro vientos lo que queremos ocultar. Daría la alarma demasiado pronto y cuando quisiéramos atrapar a la pícaras las hallaríamos puras como monjas.

—Entonces, ¿qué proponéis?

—Dos cosas —dijo el conde de Artois—. La primera, nombrar en la corte de Margarita una nueva dama enteramente de nuestra confianza, la cual nos tendría al corriente de todo. He pensado en la señora de Comminges, que acaba de enviudar y a la que se le deben toda clase de consideraciones. Para ello nos servirá vuestro tío, el conde de Valois. Hacedle llegar una carta expresándole vuestro deseo. Tiene una gran influencia sobre vuestro hermano Luis y hará que la señora de Comminges entre bien pronto en el palacio de Nesle. Así tendremos allí a una informadora y, como decimos la gente de guerra, vale más un espía dentro que un ejército fuera.

—Escribiré la carta y vos la llevaréis —dijo Isabel—. ¿Y luego?

—Habrá que aplacar, al mismo tiempo, la desconfianza de vuestras cuñadas con respecto a vos, y halagarlas con hermosos presentes —prosiguió Roberto de Artois—. Presentes que puedan servir del mismo modo a mujeres que a hombres y que le haréis llegar secretamente, sin dar cuenta de ello a vuestros padres, ni a los respectivos esposos, como un pequeño secreto de amistad entre vosotras. Margarita se deshace de sus joyas a favor de un galán desconocido; no sería, pues, extraño, que, tratándose de un regalo del cual no debe rendir cuentas, nos lo encontráramos prendido del cuerpo del mozo que buscamos. Suministremos ocasiones de imprudencia.

Isabel reflexionó durante algunos segundos; luego se acercó a la puerta y dio una palmadas.

Apareció la primera dama francesa.

—Amiga mía —dijo la reina—, traedme la escarcela de oro que el mercader Albizzi me ha ofrecido esta mañana.

Durante la corta espera, Roberto de Artois se desentendió por fin de sus preocupaciones e intrigas y se decidió a examinar la sala donde se hallaba, los frescos religiosos de los muros y el inmenso techo de madera en forma de casco de navío. Todo era nuevo, triste y frío. El mobiliario, escaso.

—No es muy alegre el lugar donde vivís, prima —dijo—. Más parece una catedral que un castillo.

—¡Quiera Dios que no se convierta en mi prisión! —respondió Isabel en voz baja—. ¡Cuánto añoro Francia y con cuánta frecuencia!

La dama francesa regresó, trayendo una bolsa de hilos de oro entretejidos, forrada de seda y con un cierre de tres piedras preciosas grandes como nueces.

—¡Qué maravilla! —exclamó Roberto—. Justamente lo que necesitamos. Un poco pesado como adorno para una dama, y demasiado delicado para mí; es exactamente el objeto que un jovenzuelo de la corte sueña con colgarse de la cintura para llamar la atención.

—Encargaréis al mercader Albizzi que haga dos escarcelas parecidas a ésta —dijo Isabel a su dama—, y que me las envíe enseguida.

Cuando la mujer hubo salido, Isabel, dirigiéndose a Roberto de Artois, agregó:

—De esa manera podréis llevároslas a Francia.

—Y nadie sabrá que habrán pasado por mis manos —dijo él.

Fuera resonaban gritos y risas. Roberto de Artois se aproximó a una de las ventanas.

En el patio, una cuadrilla de albañiles se disponía a izar una piedra clave de bóveda. Unos hombres tiraban de la cuerda de una polea mientras otros, subidos a un andamio, se aprestaban a aferr

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