Título original: Les Poisons de la Couronne
Traducción: M.ª Guadalupe Orozco Bravo
1.ª edición: febrero, 2014
© 2014 by Maurice Druon, Librairie Plon et Editions Mondiales
© Ediciones B, S. A., 2014
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
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Depósito Legal: B 5.788-2014
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-755-4
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Quiero renovar mi más entusiasta agradecimiento a mis colaboradores Pierre de Lacretelle, Georges Kessel, Christiane Grémillon, Madeleine Marignac y Edmond Charles-Roux por la preciosa ayuda que me han brindado en la redacción de esta obra. Igualmente, deseo dar las gracias a los servicios de la Biblioteca Nacional y los Archivos Nacionales por su indispensable colaboración con nuestras investigaciones.
M. D.
La historia siempre es una ciencia conjetural.
Daniel-Rops
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Cita
Prólogo
PRIMERA PARTE: FRANCIA ESPERA UNA REINA
1. ADIÓS A NÁPOLES
2. LA TEMPESTAD
3. EL HOSPITAL
4. LOS SIGNOS DE LA DESGRACIA
5. EL REY TOMA LA ORIFLAMA
6. EL EJÉRCITO EMBARRADO
7. EL FILTRO
8. UNA BODA EN EL CAMPO
SEGUNDA PARTE: DESPUÉS DE FLANDES, EL ARTOIS
1. LOS ALIADOS
2. JUANA, CONDESA DE POITIERS
3. LA SEGUNDA PAREJA DEL REINO
4. LA AMISTAD DE UNA SIRVIENTA
5. EL TENEDOR Y EL RECLINATORIO
6. EL ARBITRAJE
TERCERA PARTE: EL TIEMPO DEL COMETA
1. EL NUEVO DUEÑO DE NEAUPHLE
2. LA RECEPCIÓN DE LA SEÑORA ELIABEL
3. LA CALLE DE LOS LOMBARDOS
4. BODA A MEDIANOCHE
5. EL COMETA
6. EL CARDENAL HECHIZA AL REY
7. "PONGO AL ARTOIS BAJO MI MANO"
8. EN AUSENCIA DEL REY
9. EL MONJE HA MUERTO
10. VINCENNES ESTABA DE DUELO
11. TOLOMEI RUEGA POR EL REY
12. ¿QUIÉN SERÁ REGENTE?
REPERTORIO BIOGRÁFICO
Árbol genealógico
Lista biográfica
Prólogo
Felipe el Hermoso había dejado Francia a la cabeza del mundo occidental. Mediante negociaciones, bodas y tratados, sin guerras ni conquistas, había expandido considerablemente el territorio al mismo tiempo que se dedicaba con empeño a centralizar y reforzar el Estado. Sin embargo, las instrucciones administrativas, financieras, militares y políticas de las que quiso dotar al reino, revolucionarias para la época, no estaban suficientemente arraigadas en las costumbres ni en la historia para perpetuarse sin la intervención personal de un monarca fuerte.
Seis meses después de la muerte del Rey de Hierro, la mayor parte de sus reformas estaban condenadas a la desaparición, y sus esfuerzos al olvido.
Su hijo menor y sucesor, Luis X el Obstinado, intrigante, mediocre, incompetente y, desde el primer día de su reinado, superado por su tarea, había descargado sin dudarlo las responsabilidades del poder sobre su tío Carlos de Valois, buen militar pero detestable gobernante, cuyas turbulentas ambiciones, dirigidas largo tiempo a la vana búsqueda de un trono, encontraron por fin en qué emplearse.
Los ministros burgueses, poderosos durante el reinado anterior, habían sido encarcelados, y el cuerpo del más notable de ellos, Enguerrando de Marigny, antiguo rector general del reino, se pudría en la horca del cadalso de Montfaucon.
Triunfaban los reaccionarios: las ligas de barones sembraban el desorden en las provincias y mantenían en jaque a la autoridad real. Los grandes señores, con Carlos de Valois a la cabeza, fabricaban moneda que hacían circular en su provecho personal. La administración, sin control de ningún tipo, se embolsaba dinero, y el Tesoro estaba vacío.
Una cosecha desastrosa seguida de un invierno excepcionalmente riguroso habían originado una hambruna. La mortalidad aumentaba.
Mientras tanto, una sola preocupación agitaba la mente de Luis X: reparar su honor conyugal y borrar, si era posible, el escándalo de la torre de Nesle.
El cónclave no conseguía elegir un Papa que dictara la anulación, así que el rey de Francia, para volver a casarse, había hecho estrangular a su esposa, Margarita de Borgoña, en la prisión de Château-Gaillard.
De ese modo podía unirse libremente en matrimonio con la hermosa princesa de Anjou-Sicilia que Carlos de Valois le había escogido y con quien se disponía a compartir las venturas de un largo reinado*.
* Sobre el fin del reinado de Felipe el Hermoso y los inicios del de Luis X, véanse los dos primeros volúmenes de LOS REYES MALDITOS: El Rey de Hierro y La reina estrangulada (publicados por esta misma Editorial).
PRIMERA PARTE
FRANCIA ESPERA UNA REINA
1
Adiós a Nápoles
En pie, completamente vestida de blanco, ante una de las ventanas del enorme Castel-Nuovo, desde el que se dominaban el puerto y la bahía de Nápoles, la anciana reina madre, María de Hungría, dirigía la mirada a un navío a punto de hacerse a la mar. Enjugándose con los resecos dedos las lágrimas que humedecían sus párpados sin pestañas, la reina murmuró: «Ahora ya puedo morir.»
Veía cumplida su misión. Hija de rey, esposa de rey, madre y abuela de reyes, había consolidado su descendencia en los tronos de la Europa meridional y central. Todos sus hijos supervivientes eran reyes o duques soberanos. Dos de sus hijas eran reinas. Su fecundidad había sido un instrumento de poder para los Anjou-Sicilia, rama del árbol de los Capetos que llevaba camino de hacerse tan gruesa como el tronco.
Aunque María de Hungría había perdido a seis de sus hijos, la consolaba el hecho de que uno de ellos, consagrado a la Iglesia, iba a ser canonizado. Sería madre de un santo.1 Como si los reinos de este mundo se le hubieran quedado pequeños a esta tentacular familia, la anciana reina había llevado su progenie hasta el reino de los cielos.
Septuagenaria ya, sólo aspiraba a asegurar el porvenir de una de sus nietas, la huérfana Clemencia. Al fin lo había logrado.
El gran navío que levaba anclas aquel 1 de junio de 1315, bajo un sol esplendoroso, representaba para la reina madre de Nápoles el triunfo de su política y la melancolía de los hechos consumados.
Porque para su estimada Clemencia, para aquella princesa de veintidós años sin ninguna dote territorial y rica únicamente por la reputación de su belleza y su virtud, acababa de lograr la más alta alianza, la boda más prestigiosa. Clemencia iba a ser reina de Francia. De esta manera, la más olvidada por la suerte de las princesas de Anjou recibía el reino más poderoso, e iba a reinar como señora feudal sobre toda su parentela. Era un ejemplo de las enseñanzas evangélicas.
Se decía que el joven rey de Francia, Luis X, no tenía un rostro muy agradable ni un carácter apacible. «¿Y qué? Mi esposo, que Dios le perdone, era cojo y no por eso me llevé mal con él —pensaba María de Hungría—. Además, no se es reina para ser feliz.»
También se comentaba con disimulo lo oportuno de la muerte de la reina Margarita en prisión, cuando el rey Luis tenía dificultades para obtener la anulación de su matrimonio. Pero ¿había que dar crédito a todas las maledicencias? María de Hungría era poco inclinada a sentir piedad por una mujer, sobre todo reina, que había traicionado los votos matrimoniales. No le sorprendía en absoluto que el castigo de Dios hubiera caído sobre la escandalosa Margarita. «Mi hermosa Clemencia impondrá de nuevo la virtud en la corte de París», se decía.
A manera de adiós hizo con la mano la señal de la cruz a través de la ventana; luego, con la corona sobre sus cabellos de plata, sacudida la barbilla por tics nerviosos y el paso rígido, aunque todavía decidido, fue a recluirse en la capilla para agradecer al cielo el haberla ayudado a cumplir su larga misión real y para ofrecer al Señor el intenso sufrimiento de las mujeres cuya vida finaliza.
Mientras tanto, el San Giovanni, un barco enorme con el casco blanco y oro y luciendo en las astas de su arboladura los gallardetes de Anjou, de Hungría y de Francia, comenzaba a maniobrar para alejarse del puerto. El capitán y la tripulación habían jurado sobre el Evangelio defender a sus pasajeros contra la tempestad, los piratas berberiscos y todos los peligros de la navegación. La figura de san Juan Bautista, protector del navío, relucía en la proa bajo los rayos de sol. En los castilletes almenados, a media altura de los mástiles, cien hombres de armas, vigías, arqueros y lanzadores de piedras ocupaban sus puestos para rechazar, en caso necesario, los ataques de los piratas. La cala rebosaba de víveres; ánforas de aceite y de vino se hundían en la arena de lastre, donde habían enterrado también centenares de huevos para mantenerlos frescos. Los grandes cofres revestidos de hierro, que contenían vestidos de seda, joyas, objetos de orfebrería y todos los regalos de boda de la princesa, estaban alineados contra las paredes del escandalar, un amplio espacio reservado entre el palo mayor y la popa, donde dormirían, sobre tapices de Oriente, los hidalgos y caballeros de escolta.
Los napolitanos se habían apiñado en los muelles para ver partir lo que les parecía el navío de la felicidad. Las mujeres levantaban en brazos a sus hijos. A esa muchedumbre ruidosa y entusiasta, como siempre ha sido el pueblo de Nápoles, se le oía gritar:
—Guarda com’è bella.
—Addio, Donna Clemenza! Siate felice!
—Che Dio la benedica la nostra principessa!
—Non vi dimenticate di noi!
Porque para los napolitanos, rodeaba a Clemencia una aureola de leyenda. Se acordaban de su padre, el apuesto Carlos Martel, amigo de los poetas y, en particular, del divino Dante; príncipe erudito, tan buen músico como valiente con las armas, que recorría la península seguido de doscientos hidalgos franceses, provenzales e italianos, vestidos, como él, de escarlata y verde oscuro, y cabalgando en corceles enjaezados de plata y oro. Lo llamaban «hijo de Venus», porque poseía «los cinco dones que invitan al amor, y que son salud, belleza, riqueza, ocio y juventud». La peste lo fulminó a los veinticuatro años y su mujer, una princesa de Habsburgo, murió al conocer la noticia, lo cual proporcionó un episodio trágico a la tradición popular.
Nápoles había encauzado su afecto hacia Clemencia, que cuanto mayor era, más se parecía a su padre. Aquella huérfana real era bendecida en los barrios pobres, donde acudía para dar limosnas. Los pintores de la escuela de Giotto se complacían reproduciendo en los frescos su rostro sereno, sus dorados cabellos y sus largas manos afiladas.
Sobre la plataforma almenada que servía de techo al castillo de popa, a unos diez metros sobre el agua, la prometida del rey de Francia dirigió una postrera mirada al paisaje de su infancia, al viejo Castel dell’Ovo donde había nacido, al Castel-Nuovo donde había crecido, a aquella muchedumbre bulliciosa que le tiraba besos, a toda aquella ciudad deslumbradora, polvorienta y sublime.
«Gracias, abuela —pensaba, con los ojos vueltos hacia la ventana de donde acababa de desaparecer la silueta de María de Hungría—. Sin duda, nunca os volveré a ver. Gracias por haber hecho tanto por mí. A los veintidós años cumplidos me desesperaba por no tener marido; creía que ya no lo encontraría y que habría de entrar en un convento. Teníais razón al aconsejarme paciencia. Ahora voy a ser reina de un gran reino regado por cuatro ríos y bañado por tres mares. Mi primo el rey de Inglaterra, mi tía de Mallorca, mi pariente de Bohemia, mi hermana la delfina de Vienne, e incluso mi tío Roberto, que reina aquí y de quien hasta hoy era súbdita, van a convertirse en mis vasallos por las tierras que poseen en Francia, o los lazos que los unen a esa Corona. Pero ¿no será eso una carga excesiva para mí?»
Sentía simultáneamente la exaltación de la alegría, la angustia de lo desconocido y la turbación que se experimenta ante los cambios irrevocables del destino.
—Vuestro pueblo demuestra que os quiere mucho, señora —dijo a su lado un hombre grueso—. Pero apuesto a que el pueblo de Francia no tardará en quereros otro tanto y a que, en cuanto os vea, os dispensará una acogida semejante a este adiós.
—¡Ah! Vos seréis siempre mi amigo, señor de Bouville —respondió Clemencia con efusión.
Necesitaba hacer partícipes de su felicidad a los que la rodeaban y agradecer sus homenajes.
El conde de Bouville, enviado de Luis X que había llevado las negociaciones, había vuelto a Nápoles hacía dos semanas para recogerla y acompañarla a Francia.
—Y vos también, señor Baglioni, sois mi buen amigo —agregó ella, volviéndose hacia el joven toscano que servía de secretario a Bouville y guardaba los escudos de la expedición, prestados por los bancos italianos.
El joven aceptó el cumplido con una reverencia.
Ciertamente todo el mundo era feliz aquella mañana. El grueso Hugo de Bouville, que sudaba un poco con el calor de junio echándose tras las orejas los mechones blancos y negros, se sentía a gusto y orgulloso de haber cumplido su misión y de llevar a su rey tan espléndida esposa.
Guccio Baglioni soñaba con la hermosa María de Cressay, su prometida secreta, para quien llevaba un cofre de sedas y adornos bordados. No estaba seguro de haber acertado al pedir a su tío la agencia de la banca de Neauphle-le-Vieux. ¿Debía contentarse con un puesto tan insignificante?
«¡Bah! No es más que el principio —se decía—. Pronto podré cambiar de situación y, mientras tanto, pasaré la mayor parte del tiempo en París.»
Seguro de la protección de su nueva soberana, no veía límites a su ascensión; imaginaba a María como dama de honor de la reina y se imaginaba a sí mismo con un cargo en la casa real... Con el puño sobre la daga y la barbilla levantada, miraba desplegarse Nápoles ante sus ojos bajo el sol.
Diez galeras escoltaron el navío hasta alta mar. Luego, los napolitanos vieron alejarse y disminuir aquella blanca fortaleza que avanzaba sobre las aguas.
NOTAS
1 Carlos, conde de Anjou y del Maine, hijo de Luis VIII y séptimo hermano del rey san Luis, se había casado en 1246 con la condesa Beatriz, que le aportó, según expresión de Dante, «la gran dote de Provenza». Considerado por la Santa Sede como adalid de la Iglesia en Italia, fue coronado rey de Sicilia en San Juan de Letrán en 1265. Tal es el origen de esta rama meridional de la familia de los Capetos, conocida por el nombre de Anjou-Sicilia, cuyo poder se extendió por el sur de Francia y el de Italia. El hijo de Carlos I de Anjou, Carlos II, llamado el Cojo, rey de Nápoles, Sicilia y Jerusalén, duque de Pouilles, príncipe de Salerno, de Capua y de Tarento, se casó con María de Hungría, hermana y heredera de Ladislao, rey de Hungría. De esta unión nacieron Carlos Martel, rey titular de Hungría, fallecido en 1295; san Luis de Anjou, obispo de Toulouse, fallecido en 1299; Roberto, rey de Nápoles; Felipe, príncipe de Tarento; Raimundo Berenguer, conde de Provenza, del Piamonte y de Andria; Juan, que tomó los hábitos; Pedro, conde de Eboli y de Gravina; María, esposa de Sancho de Aragón, rey de Mallorca; Beatriz, que se casó en primeras nupcias con Azón, marqués de Este, y luego, con Bertrán de Baux; Blanca, esposa de Jaime II de Aragón; Margarita, primera esposa de Carlos de Valois, muerta en 1299; Eleonora, esposa de Federico de Aragón. El primogénito, Carlos Martel, casado con Clemencia de Habsburgo, y para quien la reina aria había reclamado la herencia de Hungría, murió (catorce años antes que su padre) dejando un hijo, Carlos Roberto, que fue rey de Hungría, y dos hijas: Beatriz, que se casó con Juan II, delfín de Vienne, y Clemencia, reina de Francia, sobre la que trata este volumen. El segundo hijo de Carlos II, san Luis de Anjou, nacido en febrero de 1275, renunció a todos sus derechos de sucesión para entrar en la Iglesia. Fue nombrado obispo de Tolosa y murió en el castillo de Brignoles, en Provenza, el 19 de agosto de 1298, a la edad de veintitrés años. Fue canonizado el jueves posterior a la Pascua del año 1317 por el papa Juan XXII, ex cardenal Duèze y candidato de los Anjou al solio pontificio, que había sido elegido el verano anterior. El proceso de canonización estaba en curso el año que nos ocupa. El cuerpo de san Luis de Anjou fue exhumado en noviembre de 1319 y trasladado al convento de los franciscanos de Marsella, ciudad angevina.
A la muerte de Carlos II, en 1309, la corona de Nápoles no pasó a la primogénita, que estaba suficientemente provista con el trono de Hungría, sino a Roberto, tercer hijo de Carlos el Cojo. Roberto se encontraba en Marsella en noviembre de 1319 cuando trasladaron los restos de san Luis de Anjou al convento de franciscanos de dicha ciudad. Llevó a Nápoles la cabeza de su hermano, como recuerdo. Cuarenta años después, el papa Urbano V envió un brazo del santo a Montpellier. Por último, el rey Alfonso V de Aragón, cuando tomó Marsella en 1433, sacó lo que quedaba de la osamenta y mandó llevarlo a Valence.