Las brujas de San Petersburgo

Imogen Edwards-Jones

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

10 de febrero de 1911

Znamenka, Peterhof

Aporrearon la entrada a palacio con los puños. Las pesadas puertas de madera temblaban en las bisagras y unos gritos sanguinarios se elevaron hacia la noche.

—¡Abrid! ¡Policía! ¡Abrid en nombre del zar!

Militza se encontraba en el vestíbulo. Le oía jadeando de miedo desde detrás de la pesada cortina de seda. Miró hacia el otro lado. Sus ojos claros la observaban desde la oscuridad. El hombre más poderoso de Rusia por fin le pedía ayuda. Había llegado empapado de sudor, la ropa calada, los pies desnudos morados de frío. Había llegado recorriendo los bosques a toda velocidad, como un ciervo perseguido por una manada de lobos hambrientos, le había suplicado su protección, se la había implorado, prometiéndole lo que fuera, cualquier cosa... y ella apenas había podido contener su satisfacción.

Volvieron a aporrearla. El cristal de las ventanas de la parte delantera del palacio tintineaba. Parte del personal doméstico, unas sesenta almas, se había congregado ahora en la escalera. Algunos estaban asombrados; otros, con expresión dudosa; otros se daban las manos con fuerza en un gesto de terror. Todos tenían la mirada fija en las puertas. Era una época peligrosa; se respiraba cierto tufo a revolución en el ambiente y podía suceder cualquier cosa. El lacayo con librea color granate se dispuso a abrir la puerta.

—¡Espera! —ordenó Militza, que dio un paso adelante y alzó la mano. Se quitó una peineta de diamantes del cogote, dejó caer su larga melena oscura sobre los hombros y se abrió en parte el vestido de terciopelo rojo—. Ahora —dijo con un asentimiento.

El lacayo corrió el cerrojo de latón y abrió los portones. Una gélida ráfaga se apoderó del vestíbulo. Ante ella encontró un grupo colérico formado por una veintena aproximadamente de agentes de policía. Vestían túnicas azul marino y cascos de piel de cordero; fueron a por ella despidiendo un vaho blanco y con los ojos desorbitados al ver a su presa. El joven agente que estaba al mando se abalanzó sobre ella.

—¡Es más de medianoche! ¡Por el amor de Dios! —exclamó Militza, santiguándose—. ¿Qué hacéis despertando a los moradores de mi hogar a estas horas?

—¿Dónde está? —bramó el agente, inclinándose y echando un vistazo alrededor del vestíbulo.

—¡Cómo te atreves! —Militza se mantuvo firme.

—Lo siento. Alteza Imperial. —El joven retrocedió ligeramente, con las mejillas marcadas por el arrepentimiento, sujetando un trozo de papel—. Buscamos a Rasputín. Grigori Yefímovich Rasputín...

—¡El demonio! —gritó alguien.

El joven agente se dio la vuelta.

—¡Calla! —gruñó. Se volvió poco a poco y, limpiándose la boca en la manga del abrigo, sonrió—. Creemos que vino por aquí.

—Pues siento decepcionarte —repuso Militza, devolviéndole la sonrisa—, pero he estado aquí, sola, toda la tarde, y como puedes ver... —Bajó la mirada hacia la piel blanca, suave, que mostraba con toda la intención—. Estoy a punto de retirarme.

El joven desvió la mirada enseguida. La mujer había conseguido desconcertarlo, pero había sido un efecto momentáneo.

—Me gustaría tener permiso para registrar el palacio.

—¿Dudas de mi palabra? —Militza lo fulminó con la mirada.

—¡Bruja! —gritó alguien desde el fondo del grupo.

—No está aquí —dijo ella, haciendo caso omiso de la acusación. Se hizo a un lado y lo retó a cumplir con su palabra—. Os doy permiso para registrar el palacio del gran duque Pedro Nikoláyevich, primo del zar, si así lo deseáis, pero no encontraréis a ese cerdo.

La mera mención del nombre de su esposo los hizo detenerse. Al menos algunos títulos seguían infundiendo un atisbo de respeto, temor incluso, a pesar de lo volátil de la situación.

—No será necesario, Alteza Imperial. —Hizo una pausa y la miró de hito en hito. La expresión de Militza se mantenía impasible y su cuerpo totalmente inmóvil. Siempre se le había dado bien mentir. Los pies de los hombres presentes arañaban el suelo, sedientos de lucha, pero el agente no tenía agallas para hacer un registro—. Sabemos con certeza que Rasputín vino por aquí. —Militza seguía mirándolo con una media sonrisa en los labios—. Así pues... —El agente carraspeó—. Haremos guardia en la entrada de vuestra finca. Al fin y al cabo, tenemos el deber de protegeros.

—Protegedme, claro. —Ella asintió y percibió la juventud en el rostro del agente, cuyo bigote rubio a duras penas le cubría el labio superior—. Qué amable por tu parte. Enviaré un refrigerio caliente para tus hombres.

—No es necesario, Alteza Imperial. Mis hombres no pasarán frío.

Las puertas de madera se cerraron de golpe y Militza cerró los ojos poco a poco, aliviada, antes de volverse para indicar al servicio que se retirara. Rasputín esperó a que estuvieran todos fuera antes de descorrer la cortina. Salió de entre las sombras y caminó hacia ella con los brazos extendidos. Él la atrajo hacia sí y la rodeó con sus brazos. A Militza se le encogió el estómago.

—Gracias —le susurró él al oído. Su aliento cálido la hizo estremecerse—. Que el Señor te bendiga. —Le besó el dorso de las manos con los labios secos, su barba áspera le cosquilleó la piel y el olor acre de su pelo fétido le inundó las narinas. Él alzó la vista—: Saldré por la entrada del sótano y me dirigiré hacia el mar. No te molestaré más. —Volvió a rozar con sus labios ásperos el dorso de su mano—. Estoy en deuda eterna contigo.

Era ahora o nunca, pensó ella. Había acudido a ella por voluntad propia. Solo funcionaría si era dócil. Y ahí estaba. Era el momento.

—Quédate —repuso un poco demasiado rápido. Él se mostró desconcertado—. Estás frío —añadió. Él vaciló—. Y debes de estar hambriento, muerto de hambre. Tenemos pastelillos, Madeira. Todo lo que te gusta. Deja que te caliente y te dé algo de comer.

—Pero ¿y los soldados?

—Es posible que hayan cambiado muchas cosas, pero nadie dudaría de la palabra de una gran duquesa. —Sonrió con gesto alentador—. Pronto desaparecerán para ir a buscar vodka al pueblo.

Al cabo de media hora, un sirviente llevó una bandeja de pastelillos y de vino de Madeira al salón privado de Militza. Era una estancia íntima donde guardaba sus obras filosóficas y religiosas más preciadas; era poco habitual que recibiera invitados ahí. El fuego estaba bien alimentado y Rasputín yacía en el diván de terciopelo color melocotón con el respaldo de capitoné, su ropa húmeda despedía vapor y la pequeña maleta de cuero con sus posesiones se encontraba junto a él en el suelo.

Militza estaba ante sus pies nudosos, lavándoselos en un barreño de agua caliente y perfumada.

—Relájate —le dijo ella para calmarlo.

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