1
—¡Sed bienvenido, don Álvaro! ¡Me alegro de volver a saludaros! Aunque habéis llegado algo pronto, mi hijo todavía no ha regresado de su salida a caballo. ¿Permitís que os aligere la espera con un vaso de vino? Así podréis informarme mientras tanto de los progresos de Endres en el manejo de la espada.
El maestro Linhard, un hombre con el cabello ligeramente gris, que cubría su voluminosa figura con una holgada túnica de liviano brocado, recibía en la entrada de su casa al maestro de armas de su hijo. El día anterior había llegado a Colonia, procedente de Kiev, tras un largo viaje de negocios, y su alegría al ver al castellano parecía sincera.
Aenlin, que escuchaba la conversación escondida tras una pila de pieles, suspiró aliviada cuando don Álvaro, un hombre alto y atlético, de mirada penetrante, abundante cabello negro y un bigote enorme, contestó al saludo de su padre y aceptó la invitación. Ya hacía un buen rato que había terminado su paseo con el caballo de Endres y que había desensillado y dado de comer al animal. Sin embargo, su hermano gemelo no había acudido, tal como habían acordado, al cobertizo de detrás de las caballerizas, el lugar que utilizaban para compartir sus secretos. Aenlin tendría que salir al jardín, averiguar dónde estaba Endres y apremiarlo para que se cambiara enseguida el jubón y las calzas. Si bien la palabra «enseguida» tenía en el léxico de Endres una importancia más bien secundaria. Era un joven lento y sosegado que no solía precipitar las cosas.
La muchacha se asomó con extremo cuidado por detrás del montón de pieles. Por mucha prisa que tuviera no quería abandonar su escondite antes de que los dos hombres entraran en la vivienda. Don Álvaro había sobrevivido a incontables batallas y combates singulares gracias al hecho, sin duda, de que nunca perdía de vista lo que lo rodeaba, y también su padre estaba atento a cuanto ocurría en su casa. Si uno de ellos la descubría, la pondrían en un brete con sus preguntas. A fin de cuentas no había ninguna razón para que Endres se escondiera de su padre y de su maestro de armas.
Aenlin suspiró. No siempre era fácil jugar a ese juego con que ella y su hermano llevaban años mofándose de los adultos. Aunque, por otra parte, era tan emocionante que no pensaba abandonarlo si no era estrictamente necesario, y Endres no quería en absoluto renunciar a la libertad que le ofrecía. Así que Aenlin mantuvo la cautela.
Cruzó el patio interior de la casa comercial con unos pocos y rápidos pasos, y se coló por una puertecilla que daba al huerto que su madre Gudrun tenía detrás del área de la cocina. No era grande, y en él cultivaba sobre todo plantas útiles: hierbas medicinales, especias y verduras. En ordenadas hileras, las plantas se inclinaban hacia el sol estival. Allí la mala hierba no tenía la menor oportunidad de proliferar, pues el huerto se hallaba primorosamente cuidado. Sin embargo, al fondo, cerca del muro de separación, crecían unas zarzas de moras que para la señora de la casa eran como una espina que llevaba clavada desde hacía años. La madre de Aenlin odiaba las plantas silvestres y le habría gustado deshacerse de ellas, pero cada otoño daban frutos en abundancia que valía la pena cosechar y que complacían especialmente a sus hijos. Así pues, había cedido a los vehementes ruegos de Aenlin y Endres, y no había tocado las zarzas, sin sospechar que ambos no se preocupaban tanto por las moras como por el umbrío hueco que se abría cuando uno se escurría entre esos arbustos que alcanzaban la altura de un hombre.
En el pasado, antes de que su padre mandara construir la casa, seguramente allí se había alzado un edificio más viejo, o tal vez un muro. El suelo estaba cubierto de escombros alrededor de los cuales habían crecido las zarzas. Desde fuera, la maleza semejaba un espeso seto, pero cuando se conocía el acceso enseguida se llegaba al refugio secreto de los gemelos. Era allí donde se escondían cuando habían hecho algo indebido. Y Endres se sentía seguro detrás de las zarzas cuando Aenlin había ocupado, como era frecuente, su puesto en una cabalgada o durante los ejercicios con el maestro de armas. También en ese momento estaba cómodamente sentado sobre una piedra, con un libro abierto cuya lectura le había hecho perder la noción del tiempo, algo bastante frecuente en él.
Liber Evangeliorum. Aenlin reconoció la versión rimada de los Evangelios de Otfrid von Weissenburg. En cualquier caso no era un libro que su padre fuera a echar en falta cuando, entre viaje y viaje, tuviera tiempo de enfrascarse en la lectura de uno de los volúmenes de su enorme biblioteca.
—¿Qué estás haciendo, Endres? —preguntó enojada a su hermano—. Don Álvaro ya ha llegado, hace rato que deberías estar en la sala.
Endres levantó la cabeza y Aenlin lo miró a los ojos. Como siempre, al contemplar a su hermano tuvo la sensación de estar ante un espejo. La joven poseía un valioso espejo de cristal que reflejaba su imagen de forma terroríficamente exacta, no de modo impreciso y borroso como los espejos de cobre corrientes. Pero no había nada que pudiera semejarse a la visión del rostro de su hermano, ningún espejo alcanzaba a reproducir con tanta fidelidad los ojos de ambos, color verde claro, y sus pestañas doradas. Los gemelos eran de piel clara, pero se bronceaban con sorprendente rapidez y, puesto que los dos pasaban mucho tiempo al aire libre, su tez ofrecía un atractivo contraste con sus rubios cabellos, finos pero abundantes. Cuando Aenlin no los trenzaba, sino que los desenredaba con el suave cepillo que su padre le había traído junto con el espejo de Venecia, flotaban como una nube alrededor de su rostro. Endres solía alisárselo con un tosco peine y agua, y lo dejaba crecer más de lo que era habitual entre los hijos de los burgueses. Cuando se lo cortaba, rodeaba su rostro como la aureola de un santo.
Aenlin encontraba que el papel de santo le iba como anillo al dedo a su hermano, que en ese momento parecía no ser de este mundo. Ingenuo y sorprendido, el muchacho levantó la vista del libro para mirarla.
—Pensaba que irías tú en mi lugar con don Álvaro —se disculpó—. Como te gusta tanto... manejar la espada.
Solo con pensar en esa arma ya sentía asco. Odiaba el manejo de la espada y se alegraba de no ser hijo de un caballero. Pero el hijo de un mercader tampoco podía evitar aprender las nociones básicas del arte de la guerra. Como comerciante debería viajar mucho y eran muy pocos los caminos totalmente seguros. La mayoría de los mercaderes solían contratar caballeros andantes para proteger sus mercancías, pero de todas formas habían de ser capaces de defenderse por sí mismos.
La muchacha volvió a suspirar. Por supuesto, Endres tenía razón: a diferencia de él, a ella le encantaba que don Álvaro la instruyera en el manejo de las armas. Como también le gustaba montar y ocuparse de los caballos. En especial esto último era para ella un gran motivo de felicidad. Amaba los caballos, y por ello, ya de niña, nunca se separaba de Hans el Jamelgo, el caballerizo del maestro Linhard. Le daba igual si se trataba de caballos pesados o de mulos que se enganchaban al carro, o de los más nobles caballos de silla. Para Aenlin no había nada más hermoso que cepillar su brillante pelaje, acariciar su suave nariz y sentir en la piel el aire que exhalaban sus ollares. Cuando nadie la veía, hundía el rostro en su crin para inspirar ese olor tan especial que diferenciaba los caballos de todos los demás animales.
Y así era como había empezado ese juego que Endres y Aenlin llevaban muchos años practicando. Cuando su padre había regalado un caballito a su hijo de seis años y había indicado a Hans que le enseñara a montar, Aenlin se había puesto a llorar y chillar. No podía ni quería admitir que a Endres le regalaran un poni mientras se esperaba que ella se alegrara de haber recibido el delicado y ricamente adornado huso que su padre le había llevado en su equipaje. Había escuchado incrédula las palabras de sus progenitores, que no se habían dejado impresionar por su comportamiento. «Eres una niña, Aenlin. Aprenderás a llevar una casa, a cocinar y hacer pan, a bordar, tejer y coser. Un día encontrarás a un buen hombre y lo honrarás. Tu hermano se hará cargo de la dirección de la casa comercial. Él tiene que prepararse para esta labor y corresponde a su preparación aprender a cabalgar y a combatir.»
—¡Pero yo soy la mayor! —protestó Aenlin. Según su madre, había llegado al mundo un cuarto de hora antes que Endres—. Debería ser yo quien heredase la casa comercial. Como... como en el caso de Esaú y Jacob...
Gudrun había contado a sus hijos la historia bíblica de los dos hermanos. Pero los padres simplemente se habían reído cuando la muchacha había protestado aludiendo a ese relato.
—Esaú y Jacob eran varones —había señalado Linhard sonriendo—. Y la historia nos muestra que la primogenitura no se negocia. Así que date por satisfecha con el puesto al que Dios te ha destinado, Aenlin.
Pero la niña se había retirado sollozando al hueco tras la zarzamora, donde poco después Endres se había reunido con ella.
—Por mí, puedes quedarte tú con la... la primogenitura —le había susurrado para consolarla—. Y con el caballo. Para mí no son tan importantes...
De hecho, desde muy temprana edad, Endres ya había mostrado mucho más interés por los estudios que por el negocio de su padre. Así como Aenlin era la sombra de Hans el Jamelgo, el chico no se apartaba del joven capellán que, varias veces a la semana, enseñaba a leer y escribir a los gemelos. Había hecho miles de preguntas al sacerdote. Los misterios de la fe le habían fascinado tanto como el poder de la palabra escrita. Ya entonces le habría gustado ingresar en un monasterio, primero para aprender, pero después para consagrar su vida totalmente a Dios. Sin embargo, el único hijo varón del exitoso mercader del Lejano Oriente, Linhard de Colonia, no podía ni plantearse hacer algo así. El comerciante permitía que sus hijos estudiaran en casa y vigilaba que el religioso no ejerciera demasiada influencia sobre su blandengue heredero. Con todas las cosas que este debía aprender a fin de prepararse para su futura vida, jamás habría disfrutado de tiempo suficiente para leer sus libros y abismarse en sus sueños.
Hasta que los gemelos por fin inventaron su juego: Aenlin había aceptado de buen grado la proposición de compartir el caballo y, de hecho, nadie se percató del cambio cuando la niña se vistió con las calzas y botas de su hermano, se cubrió con su abrigo y fue al establo a montar. Entretanto, Endres se refugió en el hueco de la zarzamora y se sumergió en antiguos escritos. Con el transcurso del tiempo, los gemelos se fueron volviendo más y más atrevidos. Aenlin también sustituía gustosa a su hermano en los combates con armas con don Álvaro.
Pero ese día...
—¡Endres, hoy no puede ser! Padre está bebiendo un vaso de vino con don Álvaro. Querrá ver la clase. Y yo no puedo... —Aenlin se dispuso a desprenderse de su jubón y sus calzas. Endres llevaba una camisa larga sobre los suyos, muy parecida a las sobrevestes que las mujeres solían llevar encima de las túnicas. Aenlin podía ponérsela rápidamente.
—¡Eres mucho mejor que yo! —exclamó Endres. Era obvio que le desagradaba tener que mostrar sus habilidades delante de su progenitor—. Padre estaría...
—Es imposible. ¡Se daría cuenta! —repitió Aenlin resuelta.
Endres arrugó la frente.
—¡Pero si ni siquiera don Álvaro sospecha!
Aenlin hizo una mueca.
—Si quieres saber mi opinión, don Álvaro ya barrunta algo. Lo que pasa es que nunca me ha mirado el tiempo suficiente para percatarse de cuánto nos parecemos y, además, el que una chica pueda blandir una espada simplemente queda más allá de lo que es capaz de imaginar. Pero padre nos conoce. No nos diferenciará por nuestra forma de pelear, sino por nuestros gestos, la expresión de nuestra cara, por el hecho de que no nos enfurecemos a la misma velocidad... Podría engañarlo montando a caballo, Endres. Pero no cuando esté frente a don Álvaro con la espada. Y ahora, espabila, cámbiate de ropa, ya ha llegado el momento. ¡Esfuérzate un poco! No sujetes la espada como... como si acabaras de sacarla del fuego del herrero...
El joven acabó obedeciendo y Aenlin, aliviada, se dirigió a sus aposentos para convertirse de nuevo, lo más rápida y discretamente posible, en una muchacha. Las habitaciones se hallaban en el primer piso, como todas las salas y dormitorios de la familia; el despacho y las habitaciones de servicio estaban situadas en la planta baja. Aenlin entró en el edificio de entramado de madera por una empinada escalera, y por fortuna no se cruzó con nadie. A esa hora, su madre o bien estaba ocupada en la cocina o bien en el despacho, donde supervisaba la contabilidad de la casa comercial de su marido. Como muchas esposas de mercaderes, era muy culta y pensaba transmitir sus conocimientos a su hija, de modo que la muchacha no tenía que ocultarse para aprender a calcular y a llevar una contabilidad. Se daba por hecho que Aenlin participase en las clases en que Endres aprendía los idiomas más importantes de los socios de su padre. A los trece años, los gemelos ya hablaban aceptablemente el italiano y el castellano, así como un poco de árabe.
Linhard lo veía complacido y solía bromear con Aenlin planteándole que quizás un día se casaría con alguien procedente de Castilla o del Véneto. «¡O incluso de Oriente! Allí no necesitarías ni dote, al contrario. ¡Algún jeque habría que me daría todo un rebaño de camellos por ti!»
Tal como se esperaba de ella, Aenlin reía, aunque la mera idea de encontrar en breve un marido le quitaba el sueño. Cuando estuviera casada —ya fuera con el heredero de un colonés o de una casa comercial veneciana— debería dar por concluido su trato con los caballos. Como esposa de un burgués, ni siquiera se le permitiría tener un caballo en el que cabalgar por placer, a diferencia de las mujeres nobles de los castillos. Estaría atada a la casa y no tendría otra cosa que hacer que vigilar a la servidumbre y educar a los hijos.
También le dolía imaginarse separada de Endres. Amaba a su hermano, era como una parte de sí misma. Y sentía que él necesitaba su protección. ¿Cómo iba a sobrevivir en el rudo mundo de los comerciantes y caballeros? Ya ahora estaba preocupada por él. ¿Superaría la clase de lucha con espada bajo la severa mirada de su padre?
Le urgía llegar lo antes posible al edificio anexo donde se desarrollaba la clase, aunque fuera para brindar apoyo moral a Endres. Así pues, abrió el arcón delicadamente tallado en el que guardaba su indumentaria. Los aposentos de la familia estaban provistos de un lujoso mobiliario. Dados sus éxitos como mercader del Lejano Oriente, su padre era rico, un burgués respetado de la ciudad de Colonia. Y, como tal, se tomaba la libertad de equipar su casa de forma tan elegante y confortable como los castillos de la nobleza. Era como las residencias de la mayoría de los habitantes de los burgos, pero más moderna y más fácil de calentar. Los suelos, de madera, estaban cubiertos por alfombras; en la habitación de Aenlin había un reclinatorio y dos butacas tapizadas delante de la chimenea. Las ventanas revestidas de pergamino dejaban entrar la luz del día, y por la noche las lámparas de aceite procedentes de Oriente y las gruesas velas de los magníficos candelabros alumbraban lo suficiente para permitir incluso que Aenlin leyera. El maestro Linhard mimaba a su hija.
Se puso la túnica y la sobreveste, ambas de un lino exquisito y de un verde claro que casaba con el color de sus ojos, con el escote rematado con un sutil bordado de hilo de oro. La sobreveste procedía de Francia, donde recibía el nombre de surcot, y su padre la había traído de París; los vestidos holgados estaban de moda. Aenlin pudo cambiarse deprisa y sin ayuda. Solo le faltaba peinarse, tarea en la que no era muy hábil. Se cepilló los rizos con impaciencia y se trenzó torpemente el cabello. Esperaba que su padre, y sobre todo don Álvaro, no se fijaran demasiado en ella.
Y así fue: ambos solo tenían ojos para Endres, quien estaba frente a su maestro de armas en la sala. No obstante, el maestro Linhard saludó alegre a su hija, contento al parecer de que se reuniera con él. Si le sorprendía el gran interés que Aenlin mostraba por la lucha a espada, no lo dejaba traslucir.
Endres suspiró aliviado cuando vio a su hermana junto a los hombres, aunque eso no obraba ningún efecto en su actuación. Como era habitual, sostenía el arma con poco convencimiento y prefería retirarse en lugar de resistir un ataque. Su maestro de armas estaba al borde de la desesperación.
—Endres, por favor... —Don Álvaro daba la clase en su lengua materna—. ¿Qué estás haciendo? ¡La semana pasada te desempeñabas mucho mejor! Adelante, Endres, venga, ¡sé que puedes! ¿Por qué vuelves a coger hoy la espada como una niña?
Aenlin estuvo a punto de soltar una carcajada ante ese comentario que, naturalmente, no tenía nada de cómico. Si el rendimiento de su hermano y el de ella en la clase eran tan distintos, a la larga el caballero acabaría sospechando. La muchacha observaba impotente cómo los ataques del castellano cada vez eran más agresivos para sacar de una vez de su reserva al muchacho, pero este no se enfurecía.
De ahí que su padre se sintiera decepcionado y disgustado.
—En serio, Endres... ¡tienes que luchar! —animaba a su hijo—. No estamos haciendo esto por diversión. Si retrocedes ante los ataques de don Álvaro, no pasa nada, ni si detienes sus golpes con tan poca determinación. Pero un día, eso te lo garantizo, estarás frente a un bandido de carne y hueso. Un hombre sin escrúpulos ni honor. ¡Entonces deberás ser capaz de reaccionar! Inténtalo otra vez, hijo, ¡y ahora con más ímpetu!
En el rostro de Endres se reflejaba ahora el terror ante el bandido imaginario. Aenlin volvió a sentir pena por él. Su hermano era un hijo obediente, no se rebelaría contra su destino, sino que se convertiría en un comerciante tan bueno como le fuera posible. Pero no estaba hecho para luchar ni para negociar, odiaba correr riesgos. En Endres se escondía un erudito, no un hombre de acción. Ella, en cambio...
Cerró el puño, tensó los músculos, todo su ser ansiaba arrancarle a su hermano la espada de madera que servía para entrenar, y plantarle cara a don Álvaro.
Su padre debió de percibirlo.
—O tal vez deba dejar a mi hija la casa comercial como herencia —bromeó amenazador cuando vio el semblante furioso de Aenlin—. Vos no lo sabéis, don Álvaro, pero mi hija está reclamando su primogenitura. Y bien es cierto que ya podría llevar la contabilidad. Me temo que incluso sería capaz de enganchar ella misma los caballos para salir de viaje.
Linhard rio, pero Aenlin se puso en guardia. A su padre no le había pasado por alto lo atraída que se sentía por las caballerizas, y se había fijado en que también seguía con aplicación las enseñanzas de su madre sobre cómo llevar las cuentas del negocio y mantener una casa. El comerciante consentía en silencio que ayudase a Hans el Jamelgo a preparar medicamentos para los caballos y que los sujetara cuando el hombre restituía una herradura perdida o les colocaba un vendaje. No obstante, todo eso disgustaba a su madre, y la joven siempre temía que esta convenciera a su marido para que se lo prohibiera.
—Pronto la casaré con un diligente mercader que también le permita trabajar un poco —prosiguió el maestro Linhard en tono benévolo—, igual que Gudrun me ayuda a mí en el despacho. Ella no está hecha para llevar una vida de princesa, dedicada exclusivamente a la holganza.
Como mínimo esto lo había comprendido. Con un asomo de humor negro, Aenlin volvió a pensar en pedir a su padre que la casara con un anciano sin hijos; se esforzaría sinceramente por regalarle un heredero cuyo legado ella se encargaría de administrar hasta que el pequeño alcanzara la edad adulta. Se sentía capaz de dirigir un negocio como el de su padre, aunque eso solo sería posible como viuda. En Colonia no había mujeres solteras que se ocuparan de su propia manutención, al menos no en los círculos en los que se movían el maestro Linhard y su familia.
Endres perseveraba en reunir fuerzas para detener los golpes de don Álvaro. Los paraba con lentitud y torpeza, pero como mínimo no se retiraba. Y entonces algo distrajo la atención de luchadores y espectadores. Se oyeron voces procedentes del patio exterior. Los gritos y el sonido de los golpes de los cascos cada vez eran más fuertes y alguien abrió el gran portalón para dejar entrar unos carros pesados.
—¡Debe de ser la carga de Kiev! —El padre de Aenlin se dio media vuelta, inquieto. Había llegado la noche anterior solo con una pequeña escolta. Se había adelantado a sus hombres impaciente por regresar por fin a su hogar, así como por poner a buen resguardo entre las murallas de la ciudad de Colonia la gran adquisición de ese viaje, una reliquia de valor incalculable. Ahora, por lo visto, también habían llegado de la lejana Rusia los tres pesados carros cargados con pieles.
—Tengo que salir, don Álvaro —se disculpó—. O... no, ¿sabéis?, venid conmigo. Hay algo que quiero mostraros. Y también a ti, Endres, sobre todo a ti. Es un regalo, hijo. Y me gustaría mucho saber vuestra opinión, don Álvaro...
Aenlin reventaba de curiosidad, mientras que Endres no parecía estar tan a la expectativa. Los regalitos de su padre pocas veces le satisfacían, en realidad únicamente se alegraba cuando el comerciante había adquirido algún libro raro o rollos manuscritos para su biblioteca. Sin embargo, el maestro Linhard no los llevaba expresamente como regalos para sus hijos, y, desde luego, no para su hijo varón. Y dado que estaba pidiendo a don Álvaro su parecer, probablemente se tratara de un arma.
—¿Una espada de los rusos? —preguntó también el castellano—. Forjan unos peculiares sables de hoja curva...
Linhard negó con la cabeza y rio.
—No, no —respondió—. Vos mismo ya sabéis que mi hijo no es un gran luchador. Sería absurdo exigirle ahora que combatiera con una cimitarra. Basta con un arma sencilla para que pueda defenderse. Pero pronto le llegará la hora de emprender su primer viaje comercial. Y para ello necesita un buen caballo.
2
—¿Un caballo de Rusia? —Sorprendido, el castellano siguió a Linhard al patio, donde ya reinaba un intenso ajetreo. Unos mozos desenganchaban los caballos mientras otros empezaban a descargar los carros. Gudrun y un par de criadas recibían con una bebida a los conductores y a sus escoltas, los caballeros andantes—. ¿No suelen adquirirse los caballos en tierra de moros? ¿Y en mi país, donde, como ya sabéis, se crían hermosos corceles?
Linhard se encogió de hombros.
—Es cierto que los sementales de guerra se adquieren en Castilla —admitió—, así como mulos de primera clase. Por ejemplo, este tiro —señaló dos fuertes mulos, a los que un mozo estaba secando el sudor antes de llevarlos al establo— procede de tierras hispanas. Y se dice que los caballos de los moros son veloces y audaces. Por lo visto, ya su profeta Mohamed batallaba con ellos. Sin embargo, un comerciante no es un guerrero. Necesita un caballo tenaz: rápido cuando ha de serlo, pero sobre todo resistente y de fácil tenencia. Y en Rusia hay una raza sin parangón. Caballos tan poco exigentes como obedientes animales de tiro, pero tan fogosos como los del desierto. Al menos eso es lo que me han asegurado los comerciantes eslavos. Y sabe Dios que aunque eso no se corresponda enteramente con la realidad, el caballo que he traído para Endres es tan extraordinario... que sencillamente fui incapaz de ignorarlo.
Y dicho esto, condujo al caballero así como a su impaciente hija y su resignado hijo hasta el último carro de la caravana, al que estaba atada su nueva adquisición. Buscando aplauso, observó que los tres se habían quedado sin respiración.
—¡Un caballo de oro! —musitó don Álvaro—. ¡Madre de Dios! Es... es increíble...
Tampoco Aenlin daba crédito. La yegua sin duda todavía joven, que observaba desamparada y temerosa el trajín del patio, parecía realmente esculpida en oro, pues su pelaje tenía un brillo metálico. La muchacha no sabía si calificarla de alazán o de dun... más bien este último, pues el pelo de la cola y de las crines era oscuro. Era un animal realmente alto, aunque de cuello esbelto y miembros delicados, largos y bien contorneados. Todavía no lo habían montado demasiado, por su musculatura se diría que no lo habían trabajado regularmente.
Don Álvaro también se percató de ello.
—¿Cuántos años tiene? ¿Dos? —preguntó.
—Me han dicho que tres —respondió el padre de Aenlin—. Y ya la han montado. Por suerte no con frecuencia, lo que me han asegurado que es bueno, pues estos animales son muy afectos a los seres humanos. Se acostumbran a un jinete y le son siempre fieles... ¡Así que tienes un deber muy especial, Endres! Habrás de domar esta yegua.
Linhard se volvió hacia su hijo, que contemplaba al ejemplar con tanta admiración como desconfianza. Nunca había montado un animal tan joven y fogoso. A él le gustaban los caballos tranquilos, sobre cuyo lomo podía abstraerse en sus pensamientos. Ese, en cambio, parecía exigir toda la atención.
—¡En fin, puede que ya esté domada! —intervino Hans, el caballerizo. También él se había enterado de la nueva adquisición de su patrón y estaba tan impresionado ante la yegua dorada como el resto—. Aunque parece muy asustada. Este alboroto y tantos hombres y caballos es un poco demasiado para ella. ¿No es en tierras eslavas donde hay más... más estepas? ¿Extensas superficies? Creo que esta preciosidad necesita un poco de paz. Voy a llevarla al establo. —Cogió decidido la cuerda con que el caballo estaba atado al carro y la desanudó—. ¿Cómo se llama, maestro Linhard? ¿Tiene nombre? —preguntó, bonachón.
El padre de Aenlin reflexionó unos segundos.
—Se llama Meletay —contestó—, un nombre extraño. No sé qué significa, pero fue así como me la presentaron.
Hans asintió, sumiso.
—Bien, entonces, vámonos, Millie... o como sea que vayan a llamarte aquí...
El caballerizo se dispuso a alejar el caballo del carro, pero la yegua no reaccionaba, estaba como petrificada. Le daba miedo ese hombre rechoncho que agarraba el ronzal. No quería seguirlo de ninguna de las maneras.
Aenlin apenas si lograba controlarse para no intervenir. Creía sentir el miedo de Meletay, los veloces latidos de su corazón, sus músculos tensos... No había nada que deseara más que calmar a ese caballo hablándole, acariciar su brillante cuello...
Meletay... El nombre enseguida quedó grabado en su mente. Extraño pero suave a un mismo tiempo, como hecho para ese caballo mágico que seguía apostado detrás del carro con el pánico reflejado en los ojos.
Hans murmuró un par de palabras sosegadoras, pero la joven yegua no parecía escucharlo. Lo atravesaba con la mirada de sus enormes ojos negros, y cuando él por fin tiró del ronzal, el animal levantó la cabeza y retrocedió para alejarse de él. Hans perdió la paciencia, acortó la cuerda y le exigió con energía que obedeciera. Eso hizo que Meletay se soliviantara de una vez por todas. Se rebeló al fuerte tirón de Hans levantándose de manos, echó a correr en cuanto volvió a tocar tierra con las cuatro patas, y arrastró al caballerizo un par de yardas hasta qué él también logró ponerse de pie, afianzarse y por fin pudo detenerla.
El padre de Aenlin enseguida había protegido a la muchacha, no fuera que el caballo se soltase e hiciera daño a su hija. Endres se había escondido detrás de unas balas de tela. Solo don Álvaro conservó la calma. Se dispuso a acudir en ayuda de Hans, pero este ya volvía a tener la situación bajo control.
—¡Ya te enseñaré yo a tirarme de esta manera! —amenazó el caballerizo sin llegar a pegar al aterrado animal que sujetaba con la cuerda. La yegua de largas patas y capa dorada estaba ahora quieta, pero todo su cuerpo temblaba.
Aenlin no pudo dominarse más. Abandonó su refugio y se acercó al hombre y al animal.
—¡Nada de gritos! ¡Tiene mucho miedo! —Fue acercándose cautelosamente a Hans y al caballo. Meletay volvió a estremecerse cuando vio a la joven con su larga y ondulante vestimenta. Y una vez más Aenlin maldijo su suerte: ¿por qué tenía que cubrirse con todos esos ropajes si las túnicas de los hombres y las calzas eran mucho más prácticas?—. No te asustes —susurró a la yegua—. No voy a hacerte daño. ¿Lo ves? ¿Quién podría lastimar a una criatura tan bonita como tú?
Levantó la mano despacio, para acariciar el sedoso pelaje. La yegua la dejó hacer temblorosa. La muchacha posó la mano plana sobre el cuello de Meletay y empezó a canturrear la canción de los caballos. Ya hacía tiempo que había inventado esa melodía lenta y sosegadora que, por razones inexplicables, obraba un efecto calmante en los animales. Incluso Hans se había dado cuenta. Aenlin lo había sorprendido en una ocasión susurrándosela a un semental protestón. Pero entonada por ella su efecto era mucho mayor. Tenía una voz alta y diáfana, daba con la nota exacta fácilmente y le encantaba cantarla.
En ese aspecto también luchaba contra su destino. Si hubiera pertenecido a la nobleza, habría aprendido a tocar un instrumento y habría cultivado su talento musical. Sin embargo, no se habría considerado aceptable que la mujer de un mercader quisiera entretener a sus invitados tañendo un laúd. La señora Gudrun incluso regañaba a su hija en cuanto esta alzaba la voz fuera de la iglesia. Solo a Endres le complacía que su hermana cantara y le recordaba constantemente la única posibilidad de sacar provecho de su voz: «Si quieres cantar, tienes que meterte en un convento. Las monjas cantan mucho y hay conventos famosos por sus coros. Hay uno en Italia que te aceptaría sin dote cuando la abadesa te oyera cantar».
Pero Aenlin no quería cantar para Dios y el aislamiento conventual tampoco la atraía. Prefería cantar para los caballos.
Tal como esperaba, la canción tranquilizó también a la yegua de Kiev. El animal levantó las orejas, que antes había ladeado de miedo, y bajó por fin la cabeza.
—¡Venga, vamos! —le pidió Aenlin con suavidad y, así fue, el caballo la siguió al establo. Hans le abrió la puerta e hizo un gesto de reconocimiento a la joven con la cabeza. Ella iba a sonreírle, pero entonces descubrió a Endres, quien entretanto había salido de detrás de las balas de tela pero seguía pegado a la pared de la casa. En su rostro se reflejaba el terror. No parecía nada contento con su selecto regalo. La joven le acercó la yegua.
—¡Llévala al establo! —pidió a su hermano—. Es a ti a quien ha de obedecer. ¡Oh, Endres, cuánto me gustaría estar en tu lugar! ¡Tener un caballo así! Es maravilloso...
—La capa de Meletay es del color de tu vestido —observó Endres, señalando el hilo dorado con el que estaba bordado el escote de la sobreveste de Aenlin—. Y le gustas tú. Eres tú quien debería quedarse con ella.
Aenlin suspiró.
—Eso lo decide padre —murmuró—. Pero ven, ¡llévala al establo! —No se dio cuenta de que estaba hablando a su hermano con las mismas palabras animosas con que acababa de dirigirse a la yegua. Pero su efecto no fue ni mucho menos el mismo.
—Es un caballo salvaje... —musitó Endres, y se acercó al animal como si fuera hacia unas brasas en las que en cualquier momento pudiera reavivarse el fuego.
La yegua dorada percibió su miedo y retrocedió nerviosa. Aun así, Aenlin tendió a su hermano el ronzal. Él lo agarró con dedos temblorosos y lo soltó enseguida cuando el caballo se asustó al ver un gato que, curioso, saltó desde detrás de una bala.
—¡Endres! —Aenlin y Hans expresaron del mismo modo su disgusto—. ¡No puedes dejarla suelta como si nada!
Por fortuna, la yegua no se había percatado de que había quedado en libertad. Volvía a estar como petrificada, con la cabeza erguida, mirando la rueda del carro tras la que se había escondido el gato mientras resollaba asustada.
—¡Ven! —Aenlin se colocó entre el caballo y el carro, y llamó a la yegua con voz melosa—. Ven conmigo. Ese minino no va a hacerte nada. Nadie va a hacerte nada, y yo aún menos. Ven conmigo, bonita, dorada, te cantaré una canción.
Volvió a canturrear y, en efecto, Meletay se puso en movimiento hacia ella. Aenlin le colocó la mano sobre la frente y el animal resopló aliviado.
—Ahí está, te quiere a ti —señaló Endres.
Aenlin condujo la yegua al establo. No sabía a ciencia cierta si el caballo la aceptaba, pero ella, y esto lo sentía en lo más hondo de su corazón, se había rendido al animal. La yegua la había enamorado; quería montarla, protegerla, conquistar con ella el mundo. Ojalá hubiera alguna posibilidad de hacerlo...
Pero se llevó una sorpresa cuando salió del establo. Don Álvaro, el caballero español, se inclinó ante ella.
—¡Mis respetos, señorita! He oído hablar de personas que ejercen como vos esta influencia sobre los caballos. Los hechizáis, os ganáis su confianza. La yegua os seguiría hasta el fin del mundo. Si fuerais un hombre, señorita..., ¡qué lejos llegaríais!
Aenlin se ruborizó y esperó que no sacara más conclusiones de sus cualidades, bastante poco habituales en una chica. Luego le dio las gracias intimidada. Ahora tenía que irse. Ya había puesto en suficientes dificultades a su hermano, seguro que su padre le echaría en cara que ella hubiese actuado con mucho más arrojo que él.
Tras dirigir una mirada abatida al trajín que todavía reinaba en el patio y que le habría gustado seguir presenciando, Aenlin se retiró a sus aposentos. ¡Cuánto lamentaba ser mujer!
3
Endres se había sentido superado por muchas de las tareas que le había impuesto su padre, pero ninguna podía compararse con la que debía realizar con la yegua Meletay. Y eso que el caballo ruso no tenía que domarse. Aenlin lamentaba la infeliz elección que había hecho su padre de esa palabra. De hecho, Meletay se comportaba la mar de bien una vez repuesta de los agobios y sustos del viaje, y cuando se acostumbró un poco al día a día de las caballerizas del maestro Linhard. La yegua permitía dócilmente que le pusieran la cabezada, que la sacaran del establo y que la ataran, pero a Aenlin le recordaba un cable en tensión. Tenía mucho miedo y estaba siempre lista para darse a la fuga. El menor percance la sobresaltaba y sobre todo los primeros días siempre tiraba de la cuerda, incluso llegó a romper una cabezada.
Meletay habría necesitado a alguien que se encargara de ella dándole seguridad, que le hablase de forma serena, que la introdujese con suavidad pero con determinación en todo el mundo desconocido con que se enfrentaba en su nuevo hogar. Endres era totalmente incapaz de hacerlo. Si bien la sacaba del establo cuando su padre o Hans se lo pedían, siempre temía que la yegua se soltase y que lo atropellase, así que tenía tanto miedo como ella. Cuando le hablaba le temblaba la voz, cuando la guiaba cogía el ronzal por el extremo y lo soltaba en cuanto Meletay se asustaba. La cepillaba con tanto cuidado que hacía cosquillas al sensible animal y este se estremecía, retrocedía y causaba de nuevo el pánico en el muchacho.
Si había que trabajar en el establo cambiaba los papeles con Aenlin siempre que era posible. Ambos sabían el riesgo que corrían con ello: la relación de la chica con Meletay era tan diferente de la forma pusilánime con que se comportaba su hermano, que el caballerizo acabaría sospechando. Y más por cuanto conocía a Aenlin mucho mejor que don Álvaro. Le sería fácil sacar las conclusiones correctas.
Aenlin no dejaba de recordárselo a su hermano y procuraba animarlo a tratar con más determinación a la yegua. Aun así le resultaba imposible dejarlo a solas más a menudo con el caballo y obligarlo de ese modo a conocerlo mejor. Al contrario, mientras que hasta el momento solo había experimentado un vago sentimiento de envidia pero nunca una auténtica inquina hacia su hermano, ahora la invadían los celos cuando Meletay era complaciente con un mozo o con el caballerizo. Aenlin habría preferido tener a la yegua de Kiev para sí sola y corría más riesgos de que la descubrieran al deslizarse siempre que podía en el establo, incluso con ropa de mujer, para dar de comer y acariciar a Meletay. Cantaba para la yegua mientras Endres la cepillaba y ensillaba.
La serena melodía también parecía tranquilizar a su hermano. Este ya no sostenía el ronzal con tanta torpeza ni colocaba con tanto temor la silla sobre el lomo del sensible animal. En realidad ya debería haberlo montado con precaución, pero Endres no lograba intimar tanto con él.
—¿Cómo quieres montarlo si hasta te da miedo ponerle bien la silla? —preguntó enfadada Aenlin cuando dos semanas después de la llegada del caballo su hermano todavía era incapaz de ceñirle la cincha.
El chico se mordió el labio.
—¡Yo no quiero montarlo! —respondió angustiado. Hasta el momento se había limitado a guiar al animal a su alrededor con una larga cuerda. Hans opinaba que era una buena medida para acostumbrar a la joven yegua a la silla—. Sigue asustándose de cualquier pequeñez. Y quién sabe si realmente ya la han montado. Me tirará.
Aenlin lo dudaba. Meletay ya debía de estar acostumbrada a la silla, y abría la boca dócilmente para que le pusieran el filete. Tampoco solía a dar botes. La joven no creía que fuera a intentar desprenderse de un jinete a base de cabriolas. Más bien se escaparía. Cuando Meletay tenía miedo de algo, o bien se ponía tensa y se quedaba inmóvil, o bien salía huyendo.
—¡Pero tienes que montarlo! —volvió a decirle a su hermano, aunque se le partía el corazón—. Ya has oído que padre planea enviarte con la siguiente caravana hacia el sur. Con la reliquia... para esa princesa.
Un día antes, el padre de los gemelos había revelado sus planes al hijo. La meta del siguiente viaje sería Zamora, una ciudad en el reino de León, en la península Ibérica. Linhard tenía la intención de enviar allí a Endres con algunos caballeros, y don Álvaro se había mostrado dispuesto a acompañar a la caravana. Llevarían telas de Flandes y pieles eslavas, pero lo más importante era que la reliquia que el mercader había adquirido en Kiev llegara a manos de la princesa Urraca. Esta, como su hermana Elvira, era heredera del rey Fernando de León, fallecido pocos años antes, y reinaba en la ciudad comercial situada en la frontera con Al Ándalus. Por el momento no se había visto involucrada en las guerras de sucesión que se libraban en Castilla, Galicia y León tras la muerte de Fernando como consecuencia de las disputas de sus hermanos Alfonso y Sancho por la herencia. Para seguir conservando la protección divina, Urraca coleccionaba reliquias, preferiblemente de mujeres mártires que se habían negado a someterse a sus adversarios varones.
La princesa iba a pagar una elevada suma por el jirón de piel de santa Bárbara, que supuestamente se encontraba en el recipiente bellamente trabajado que Linhard había adquirido en Kiev. La entrega de ese tesoro también iba a abrir las puertas del reino al joven comerciante Endres. No cabía duda de que Urraca recibiría personalmente al muchacho, quien tendría la oportunidad de lucir sus conocimientos lingüísticos. Linhard encontraba que ese viaje era ideal para empezar una exitosa carrera como mercader. Por otra parte, el camino hacia Zamora tenía fama de ser seguro. El rey Alfonso VI, hermano de Urraca, ofrecía a los comerciantes un salvoconducto para transitar por sus dominios.
—No quiero ni pensar en eso... —Endres suspiró—. ¡Son más de trescientas leguas! Viajaremos durante semanas... y quién sabe si esa gente es tan amistosa. Los reyes al menos siguen con sus peleas. Nadie sabe qué ejército mandará en un par de semanas.
A Aenlin eso no le daba tanto miedo.
—Más vale que te preocupes por los bandidos —señaló—. A los ejércitos probablemente sea más fácil evitarlos... o pagarles para que lo dejen a uno libre... Y te acompañará don Álvaro, no te pasará nada. Pero padre insistirá en que montes tu caballo. ¡Tienes que subirte a la silla, no tienes más remedio!
Endres siguió mordisqueándose el labio inferior.
—Hazlo tú —le pidió—. Al menos la primera vez. Para que... bueno, cuando yo vea que no hace nada...
—¿Así que si me tira a mí no será tan grave? —dijo burlona Aenlin de su hermano, aunque se sentía halagada. Consideraba que era su deber regañar a Endres, pero ardía en deseos de ser la primera en subirse a la grupa de Meletay—. Está bien —accedió al ver que el terror volvía a extenderse por el semblante del muchacho, que también parecía atemorizado ante su hermana—. Lo haré. Pero solo una vez. Luego tienes que montar tú.
—¿Cuándo? —preguntó Endres inquieto.
Aenlin movió la cabeza con determinación.
—Mañana mismo. Padre estará en el mercado de telas, y Hans tiene que quedarse en casa porque llega un cargamento de grano. Así que me acompañará un criado. Se lo pediré a Fritz. Aunque no tiene miedo de montar es por lo demás un cabeza hueca. No creo que sospeche nada.
El caballerizo se lamentó un poco cuando «Endres» propuso al día siguiente salir con la yegua. Habría preferido acompañar él mismo a su timorato alumno de equitación durante su primer paseo con el nuevo caballo, pero al final se alegró tanto de esa inesperada audacia del chico que no puso ninguna objeción de peso. Tal como era de esperar, ordenó a Fritz, el mozo de cuadras, que ensillara un caballo más viejo y obediente y que acompañara al joven jinete.
—Tal vez deberíais llevarla primero con el ronzal por la ciudad, joven señor —reflexionó Hans cuando Aenlin llevó a la yegua, que hacía escarceos, al patio—. Hay mucho ajetreo por las calles. Si se os escapara allí...
Aenlin se preguntó si Hans desconfiaba de la yegua o si sospechaba que, en caso de duda, Endres saltaría del caballo en lugar de intentar sosegarlo y controlarlo.
Negó con la cabeza.
—¡Qué va, Hans, pie a tierra no podré detenerla si realmente sale corriendo. En cambio puedo intervenir mucho mejor desde la silla. Además, no se separará de Liese. Los caballos se pegan unos a otros cuando el entorno los atemoriza. Y a Liese ya la conoce.
En efecto, Hans había colocado desde el principio a la vieja yegua junto a la asustadiza recién llegada. Las dos se entendían muy bien, seguro que Liese le daría confianza a Meletay. Aun así, el caballerizo parecía escéptico y también le extrañaba que Endres se hubiera vuelto tan intrépido de repente. Mientras sujetaba la yegua, musitó unas palabras tranquilizadoras.
Aenlin se colocó con prudencia y agilidad sobre la silla de la yegua. Acarició suavemente el cuello del caballo antes de coger las riendas como si tuviera entre sus manos la más pura seda. Montar ese caballo tan alto, tener su cuello dorado y erguido delante... era embriagador.
—Meletay... —Aenlin susurró el nombre de la yegua. Habría deseado poder cantarle...
Meletay dirigió sus finas orejas hacia atrás. No parecía nerviosa, conocía a su amazona.
—¿Nos vamos? —preguntó Fritz, un muchacho bajo y delgado con el rostro afilado de un ratón. Era evidente que no entendía por qué el caballerizo y su joven señor armaban tanto barullo por el nuevo caballo.
Aenlin asintió. Hans soltó las riendas de Meletay y se dispuso a abrir la puerta a la amazona. Liese, una yegua castaña y de altura media, avanzó indiferente hacia la calle delante de la casa del comerciante, donde reinaba el habitual gentío. El negocio del maestro Linhard se hallaba en el centro, entre la plaza de la catedral y la muralla de la ciudad, y la calle de delante era lo suficientemente ancha para que también los carros pesados tuvieran espacio. De hecho, llevaba directamente desde una de las puertas de la ciudad a la catedral y por ello era muy transitada. Circulaban carros ligeros y pesados tirados por caballos y mulos. Hombres y mujeres empujaban carretillas cargadas de frutas y verduras, evidentemente camino del mercado. Dos caballeros intentaban abrirse camino lo más rápidamente posible a lomos de unos sementales de guerra que hacían escarceos impacientes.
Meletay miraba desconcertada ese caos. Al principio se quedó quieta, preocupada aparentemente por tener que abandonar el patio, que para entonces ya le resultaba familiar. Cuando Aenlin le dio con suavidad las ayudas para que se pusiera en movimiento, se decidió a seguir a Liese. Tensa como un cable, dio unos pasos torpes y cortos. Aenlin, que notaba su excitación, se esforzaba para mantener la calma. Estaba relajada en la silla, intentando no cargar el lomo de la yegua y no sentarse pesadamente, pero mantenía un leve contacto con las riendas para dar seguridad a Meletay. No dejaba de tranquilizarla hablando con ella y susurrándole la canción. Montaba muy concentrada, intentando percibir cualquier inquietud o miedo del caballo para poder sosegarlo antes de que pudiera asustarse y salir huyendo ante cualquier cosa.
No se enteró del ajetreo que la rodeaba ni tampoco de las miradas de pasmo y las exclamaciones de admiración que la visión de Meletay provocaba entre los transeúntes. Incluso los caballeros detuvieron sus monturas para quedarse mirando fascinados a ese animal dorado.
—Lástima que sea tan flaco —comentó uno de ellos—. Y que sea yegua. Si fuera un fuerte semental... ¡sería digno de un rey!
La muchacha les sonrió tímidamente y agradeció que pasaran de largo. Empezó a relajarse un poco. Delante tenían la puerta de la ciudad y pronto llegarían al camino de sirga junto al Rin. Ahí tendrían más espacio e incluso podría tal vez poner la yegua al trote.
Meletay se inquietó e hizo escarceos cuando pasaron por la puerta de la ciudad y los guardias armados y en uniforme se acercaron a ella, sin duda más por curiosidad hacia ese hermoso ejemplar que con la intención de controlar a Aenlin. Su padre, el maestro Linhard, era bien conocido, así como su hijo y sus criados, por supuesto.
La yegua se asustó un poco cuando uno de los soldados fue a acariciarla, pero Aenlin no tiró de las riendas. Se sintió orgullosa de ella cuando por fin atravesaron la puerta y el animal colocó los cascos sobre el suelo sin pavimentar. Ante ellas se extendía el Rin. La yegua miraba desconcertada el ancho río en cuyas leves olas se refractaba el sol. La joven la habría puesto en ese mismo momento al trote para que se desfogara a través del movimiento, pero todavía estaban muy cerca de la ciudad y había mucha gente circulando. Meletay miró aprensiva la caña de un pescador y se echó a un lado cuando vio a un grupo de buscadores de oro sacudiendo sus sartenes en aguas poco profundas. El estupor de estos no fue menor cuando descubrieron al caballo dorado.
—A fe mía que nosotros nos deslomamos por un par de platillos —exclamó una mujer— y otros tienen tanto oro que fraguan con él sus caballos.
Fritz dirigió a Liese río abajo y Meletay la siguió obediente hasta que un barquero con un pesado caballo de sangre fría que tiraba de una gabarra cargada de troncos se les acercó de frente. ¡Demasiado para la joven yegua! Se asustó, dio media vuelta con la rapidez de un rayo y huyó por un camino de hierba que desembocaba en un paso junto al río. Galopaba con unos trancos enormes y Aenlin necesitó de un par de segundos para recuperar el asiento y controlar al animal. Meletay era muy sensible, era evidente que sus anteriores jinetes no la habían domado utilizando la fuerza.
En cuanto Aenlin levantó las riendas y se apoyó más en la silla, la yegua dorada redujo la velocidad. Pero entonces el gusanillo picó a la amazona. El camino transcurría entre prados y campos, posiblemente llegara a alguna granja. En cualquier caso, apenas se circulaba por él y además ascendía ligeramente. Eran las condiciones óptimas para que Meletay se desfogara. Aenlin se inclinó un poco hacia delante, presionó con las piernas y soltó las riendas.
—¡Venga, bonita! —susurró—. ¡Enséñame cuánto corres!
Meletay no se hizo rogar. Sus saltos cada vez se iban alargando más, se estiraba y al final corrió más deprisa de lo que Aenlin habría podido imaginar. Ir sobre ese caballo tan ligero le provocaba una sensación increíble. Era como si la yegua no tocara el suelo y Aenlin pensó que podían levantar el vuelo, sintió que se unía a la hierba, el sol y las nubes, que iban a tomar por asalto el cielo. Meletay no se cansaba, le transmitía la impresión de ser capaz de correr eternamente.
Un par de granjas la devolvieron a la realidad. Se acordó de repente de Fritz y Liese, a los que había dejado junto al Rin. ¡Esperaba que el criado no se preocupase y no volviera a casa en busca de ayuda! En ese caso su padre la amonestaría seriamente. Aunque a lo mejor se alegraba de que por fin Endres se hubiera atrevido a hacer algo. Pero ¿qué diría Hans a la mañana siguiente cuando su hermano no se atreviera a salir del patio con la yegua?
Fuera como fuese, Aenlin debía regresar. Hizo dar media vuelta a Meletay, que obedeció las ayudas, y la puso a trote, con lo cual casi cayó en éxtasis por segunda vez. El trote de la yegua era largo y suave, cómodo para seguirlo sentada, regular... —El caballo de Kiev no solo era hermoso, era también una revelación como montura. Aenlin le dio unas palmaditas en el cuello y le susurró unas palabras de elogio. La idea de tener que separarse de Meletay le desgarraba el corazón, pero, antes de dar más vueltas al tema, distinguió a Fritz y Liese por el camino de hierba. Al joven criado no le había preocupado que Aenlin dejara correr a la yegua, se había limitado a seguirla con parsimonia.
—Aquí estáis —la saludó tranquilamente—. Pues sí que corre vuestro caballo. Liese no lo atrapaba. Pero ahora tenemos que regresar, joven señor. Hans dice que solo podemos estar fuera hasta mediodía.
Parecía que eso también era del interés de Fritz. Al mediodía había un tentempié en la cocina y el escuálido mozo no quería perdérselo. Así que puso en movimiento a Liese. Después de la larga galopada, Meletay estaba totalmente relajada y llevó a Aenlin a los muros de la ciudad con paso largo y ligero.
—¿Qué, ha sido obediente? —preguntó Hans cuando los jinetes cruzaron la puerta de la casa del comerciante. Meletay ya no hacía escarceos, sino que se movía distendida.
—¡Ha estado fantástica! —dijo Aenlin con entusiasmo—. ¡Pura y simplemente fantástica!
4
—¡Ha sido horrible! ¡Pura y simplemente horrible!
Endres parecía exhausto cuando al día siguiente por fin llegó a casa tras su primera cabalgada con Meletay. Se encontró con Aenlin en el huerto, donde ella estaba recogiendo hierbas. Al ver la cara de su hermano, la muchacha pensó que era mejor dejar el cesto y retirarse al hueco de la zarzamora. Endres estaba temblando, a punto de echarse a llorar. Ni sus padres ni don Álvaro, que pronto llegaría para dar la clase de lucha con espada, debían verlo en ese estado.
—¡Yo no puedo montar ese caballo, Aenlin, no puedo! —explotó en cuanto los dos llegaron a su escondite—. ¡Está endemoniado! Se niega a quedarse quieto ni un segundo, incluso hacía escarceos mientras lo montaba. Y luego el camino que baja al Rin... Se asustaba de cada carreta que pasaba, casi atropella a un mendigo. La puerta de la ciudad... Se levantó de manos cuando uno de los guardias se acercó demasiado y ha huido como un rayo entre la gente que quería entrar y salir, y a lo largo del río... Yo... yo he acabado saltando.
—¿Qué? —preguntó horrorizada Aenlin. Si Meletay había corrido tanto como el día anterior, su hermano podría haberse matado.
—He saltado cuando de golpe se ha quedado quieto porque nos venía de frente un carro tirado por burros. Nunca ha visto un burro... o vete a saber qué lo ha empujado a hacerlo... La cuestión es que ha clavado las patas en el suelo, casi he salido disparado por encima de su cabeza y a punto he estado de caerme, pero me he podido sostener y...
Endres siguió hablando sin respirar, mientras Aenlin apenas si alcanzaba dar crédito a que el caballo del que hablaba fuera el mismo que le había regalado la cabalgada de su vida.
—¿Te has caído? —preguntó, lanzando una mirada experta al sucio traje de montar.
Endres asintió.
—Sí, pero nada grave. Aunque en un estúpido charco. Pero me da igual, yo...
—¿Y Meletay? —Aenlin también se preocupaba por la yegua.
—Ha regresado con Liese, Fritz la ha cogido. Y luego, claro, he tenido que volver a montarla. No me quedaba más remedio... —En el rostro de Endres el horror dejó paso a la resignación.
Aenlin estaba contenta de que su hermano gemelo no hubiera insistido en cambiar de caballo con el criado. No quería ni imaginar los toscos puños de Fritz cogiendo las riendas del sensible animal.
—Seguro que estaba más tranquila a la vuelta —dijo apaciguadora.
Endres se encogió de hombros.
—No sé. Ya no sé nada. Solo que de algún modo la he traído de vuelta. Y que no quiero volver a montar ese animal nunca más. ¡Nunca! Pase lo que pase... Y ahora, encima, tengo que ir con don Álvaro. Yo...
La muchacha suspiró.
—Ya iré yo por ti —señaló—. Con lo tembloroso que estás no podrás ni manejar la espada. Solo tengo que ver cómo consigo llegar corriendo a tu habitación para coger ropa limpia. Mientras tanto, tú te quedas aquí y te tranquilizas. Y, por supuesto, luego tendrás que volver a montar a Meletay. ¡Es tu caballo!
Aenlin llevó rápidamente el cesto con las hierbas a la cocina y se sintió aliviada al no encontrarse con su madre. De lo contrario, posiblemente le habría pedido que hiciera otras labores. Se precipitó a la zona de la casa destinada a la vivienda, corrió al dormitorio de Endres, que estaba amueblado de forma más sobria que el suyo, y cogió unas calzas y un jubón limpios. El jubón de piel le iba un poco justo. No podría seguir ignorando por mucho más tiempo que sus pechos estaban creciendo. A la larga ya no podría vendárselos.
Estaba a punto de compartir la desesperación de Endres. ¿Hasta dónde iba a llegar todo esto?
Salió a toda prisa de la habitación y en primer lugar entretuvo a don Álvaro con el relato de su cabalgada con la yegua rusa. Describió emocionada los largos trancos de Meletay al galope, su trote suave y su resistencia.
—Y eso que todavía no está entrenada —dijo la joven—. Cuando se haya desarrollado del todo y tenga la musculatura trabajada...
—En cualquier caso, me alegra de que por fin disfrutéis con ella, señor Endres —observó el caballero—. Y no cabe duda de que trabajará la musculatura. Hasta llegar a Zamora hay un largo trecho que recorrer.
En los días siguientes, Endres intentó evitar tan a menudo como le fue posible salir a pasear con Meletay. Aenlin tenía sentimientos contradictorios. Por una parte nunca había disfrutado tanto como con las largas galopadas con la yegua rusa, con la cual cada vez se sentía más compenetrada. Por otra parte, su hermano no tenía más remedio que aprender a entenderse con su caballo. Ya se había fijado la fecha de partida hacia León. La caravana del comerciante estaría de viaje varias semanas y ya era junio. Si se retrasaba demasiado la salida, era posible que en los Pirineos lloviera e incluso nevara. Aunque haría mejor tiempo en Hispania, Zamora se hallaba en el norte. Según don Álvaro, esa zona no era ni mucho menos tan mimada por el sol como el Levante, y menos aún que Al Ándalus. Así que debían partir a principios de julio, y Endres no estaba en absoluto preparado para tan larga cabalgada. Al contrario, cuanto más se acercaba la fecha de partida, más inquieto, pálido y nervioso estaba. De hecho hasta había perdido peso, lo que intranquilizaba a Aenlin. Si Endres adelgazaba, si su piel perdía color y sus ojos brillo, su juego dejaría de funcionar.
Si bien el juego ya había dejado en realidad de existir. Para Endres, traspasar a su hermana sus deberes se había convertido en un acto de desesperación, y Aenlin cada día tenía más miedo de que los descubrieran.
Una tarde —Endres se había atrevido por fin a volver a montar a Meletay y se había caído enseguida, cuando la yegua se asustó ante la lona ondeante de un carro—, su hermano apareció en sus aposentos.
—Aenlin, lo he estado pensando —dijo después de sentarse en una de las pequeñas butacas que había delante de la chimenea—. Este asunto de León, del viaje... con este caballo... no conseguiré hacerlo.
La muchacha puso los ojos en blanco.
—Endres, lo hemos discutido miles de veces —replicó—. Sé que no te ves capaz, pero ahí no puedo ayudarte. No puedes eludir ese viaje. Si no quieres montar a Meletay... si tanto miedo te da, pídele a padre que te compre otro caballo. —Solo de pensarlo, a Aenlin se le desgarraba el corazón, pues en tal caso seguramente trocarían Meletay por el nuevo ejemplar. Pero era la única solución que quedaba. Y, de todos modos, ella debía separarse de la yegua—. Claro que padre se sentirá decepcionado, pero un buen comerciante no tiene por qué ser un buen jinete. Acuérdate del maestro Roland, monta un palafrén... —El maestro Roland, un mercader tan exitoso como Linhard, estaba realmente gordo y no era hombre dispuesto a sufrir incomodidades, por esta razón tenía un castrado pequeño y fuerte de paso especialmente suave. Le daba igual que solo las damas y los religiosos montaran palafrenes—. O piensa en el maestro Abraham y su mula...
Al comerciante judío probablemente no le aterraban los corceles fogosos. Pero en muchos lugares, a los judíos les estaba prohibido tener caballos en propiedad, así que se contentó desde un principio con una dócil y muy noble mula.
Sin embargo, Endres movió la cabeza negativamente.
—Tampoco quiero ser mercader. No quiero la yegua ni quiero ir a León. —Inspiró hondo antes de pronunciar sus auténticos deseos—. Tienes que ocupar mi puesto. Te pones mi ropa y coges el caballo: contigo es manso como un corderito...
—¿Y tú? —preguntó Aenlin, desconcertada. Nunca hubiera pensado que a su hermano se le ocurriera una idea tan audaz. De hecho, ella misma nunca había osado entregarse a tan atrevidos sueños—. ¿Qué harás tú?
—Ingresar en un convento —respondió él con determinación—. No te diré en cuál para que no puedas revelárselo a padre por mucho que te presione. En algún momento te escribiré, por supuesto, cuando haya profesado los votos monásticos y cuando esté seguro de que nadie puede salir en mi búsqueda.
—Pero no puedes plantarte allí y decir que quieres ser monje —objetó Aenlin. Era lo primero que se le había pasado por la cabeza. No acertaba a pensar tan deprisa en todos los puntos débiles de ese plan—. Sobre todo si quieres estudiar y tal vez ordenarte sacerdote o lo que sea que te propongas. Si tienen que formarte, los conventos esperan una dote, has de llevarles dinero o algo de valor. A no ser que estés pensando en una existencia de hermano lego. Entonces también podrías servir como peón en cualquier otro lugar.
Endres negó con la cabeza.
—Llevaré la reliquia —contestó con voz firme—. La piel de santa Bárbara. Un tesoro para cualquier iglesia conventual.
Aenlin se lo quedó mirando.
—¿Vas a robar la reliquia? ¿Te has vuelto loco? Incluso dejando de lado lo reprobable que sería comprar con una reliquia robada el ingreso en un monasterio, se darían cuenta de su desaparición. Tiene que hacer el viaje con la caravana. Padre te la confiará a ti o a don Álvaro. Se dará cuenta de que no está.
—La cambiaré —respondió Endres, desesperado —. La he estado observando con atención. Se parece a un diminuto trozo de cuero, Aenlin. Y está guardada en un relicario bien cerrado que seguro que nadie abrirá. Ni en León ni en el convento. Si llevamos este en lugar del otro en el viaje...
Sacó del bolsillo un recipiente primorosamente trabajado, idéntico al pequeño relicario donde se conservaba el jirón de piel de la santa. Dentro descansaba un trozo de piel o de cuero que, según Endres, era tan difícil de asignar a una persona o a un animal como el verdadero.
—Es cierto que parece auténtico —tuvo que admitir Aenlin—. Pero no deja de ser un fraude... Y, además, tendrás que falsificar el certificado. ¿No es eso herejía? —Miró preocupada el supuesto relicario.
El chico se encogió de hombros.
—Aenlin, santa Bárbara murió hace más de setecientos años. El certificado de esta reliquia no tiene más de cuatro años. ¿Quién nos dice que no es también una falsificación? Ya has oído a padre...
Como la mayoría de los mercaderes, el maestro Linhard dudaba por principio de la autenticidad de las reliquias que le ofrecían, y aún más si procedían de países paganos. Los moros de Al Ándalus, en especial, se divertían endosando a sus socios cristianos unos huesos escogidos al azar como si pertenecieran a santos, y ganaban dinero con ello. La Iglesia lo sabía y condenaba en principio el comercio de reliquias. No obstante, el negocio era tan lucrativo que la mayoría de los mercaderes encontraban los medios y los caminos para eludir tal prohibición.
—En cualquier caso, a mí me da igual —añadió obstinado Endres—. Sé que cometo un grave pecado y te prometo que algún día lo confesaré. Si entonces el abad del convento ya no quiere la reliquia, me iré a otro convento. Alguno habrá que me acepte. Estoy desesperado, Aenlin. No quiero suceder a padre. No he nacido para ser comerciante, ni tampoco para ser caballero, viajero o guerrero. Quiero ponerme al servicio de Dios, y creo que Dios ha hecho llegar esa reliquia a manos de padre para ayudarme a seguir mi vocación. El anhelo de ingresar en un convento es más fuerte que todo lo demás.
Aenlin abrazó a su hermano. Si algo entendía bien era esa ansia de llevar otra vida, y era consciente de que no conseguiría detener a Endres. Y de repente comprendió las insospechadas oportunidades que se abrían también ante ella.
—¿Y yo? —preguntó—. ¿Tengo que viajar con los hombres en tu lugar?
Endres asintió.
—No hasta muy lejos —dijo él, apaciguador—. En ningún caso tienes que cruzar las montañas y llegar a Francia, ni aún menos a León... Dame simplemente uno o dos días de ventaja y luego le confiesas a don Álvaro quién eres. Estoy seguro de que te enviará de inmediato a casa. Claro que padre se pondrá furioso, pero tú no correrás ningún peligro.
Aenlin hizo un gesto de rechazo.
—¡Yo no quiero volver! —exclamó con determinación—. Si realmente hago esto por ti, voy a disfrutarlo. Quiero a Meletay y quiero ver algo de mundo. Al menos me gustaría intentarlo. Si se descubre el engaño, mala suerte. Entonces veremos qué hace don Álvaro conmigo. A lo mejor deja que continúe el viaje con él aunque sea una chica. Una vez estemos en las montañas no podrá enviarme de vuelta. Así que, ¡o todo o nada! «Endres» cabalgará con los hombres y «Aenlin» ingresará en un convento porque le urge educar su bella voz. Dejará una carta a sus padres en la que se disculpará repetidamente, pero su vocación es más fuerte que todo lo demás. ¿Estás de acuerdo?
Endres se mordió el labio.
—Pero... ¿y los peligros del viaje, Aenlin? Me moriré de miedo por ti. Y... algún día volverás. Tendrás que volver. Y entonces se descubrirá el engaño.
Ella se encogió de hombros.
—Lo que tenga que pasar, ya lo veremos cuando pase. Ahora tú emprendes tu camino y yo el mío. —Cogió la mano de su hermano—. Si tanto temes por mí, entonces tienes que salir tú de viaje —le aclaró—. ¡Y si no es así, cerremos el acuerdo!
Endres se frotó la frente, pero al final estrechó lentamente la mano de su hermana.
—Dios se apiade de nosotros —dijo en voz baja.
5
Endres se mantuvo fiel a su decisión. A partir de esa noche no volvió a montar a Meletay ni tampoco acudió a las clases de combate con armas de don Álvaro. Aenlin asumió todas las obligaciones de su hermano e hizo los preparativos para el viaje, pese a los temores que abrigaba. El plan del muchacho no era ni mucho menos tan infalible como él creía. Sin duda había conventos de monjas que buscaban voces extraordinarias para sus coros, y para ello renunciaban en casos excepcionales a las dotes de novicias con talento, pero esos lugares no estaban en Colonia, ni tampoco en Maguncia, Tréveris u otras demarcaciones a las que se pudiera llegar con relativa facilidad desde Colonia. Para alcanzar uno de esos conventos, había que abrirse camino hasta Venecia o Florencia, algo totalmente imposible para una muchacha que viajase sin escolta. Si «Aenlin» no accedía a ninguno de los conventos más cercanos —algo que su padre comprobaría a los pocos días—, los padres darían por sentado que el descabellado plan de su hija de escapar a su destino había desembocado en una catástrofe. La muchacha ya se avergonzaba del dolor que causarían su hermano y ella a sus progenitores. Linhard y Gudrun no se lo merecían. Si bien Aenlin luchaba contra su condición de mujer, amaba a sus padres y les estaba agradecida por esa cierta libertad de la que había disfrutado en su hogar.
Aun así no consiguió alterar sus planes. La aventura y sobre todo Meletay, a la que cada día se sentía más profundamente unida, la atraían demasiado. No quería renunciar a la yegua a ningún precio, y si realmente volvía a casa al cabo de pocos días y adoptaba de nuevo su función de muchacha, como Endres había previsto originalmente, era impensable que pudiese conservarla. El comerciante la vendería enseguida para que no indujera a su hija a cometer más tonterías y, después, casaría a Aenlin a toda prisa. Los gemelos celebraron su decimocuarto cumpleaños poco antes de la marcha a León, y la joven ya sangraba cada mes desde hacía medio año. Era una mujer, tal como había declarado su madre con orgullo. Podía dar hijos a un hombre.
Naturalmente, el período y los cambios físicos relacionados con él eran un fastidio para el viaje. Aenlin reunió trozos de tela con que empapar la sangre en las braccae. Debía ser sumamente cuidadosa, pues la ropa interior a la que se ceñían las calzas de su traje de montar era de lino sin teñir. Una mancha de sangre enseguida llamaría la atención. Aenlin también pensó en llevarse vendas de lino para envolverse los pechos cuando siguieran creciendo. El viaje sería largo, por lo que no había que descartar que su silueta fuera adquiriendo curvas femeninas. Sería difícil que en un grupo estrictamente masculino nadie se percatara de ello. Aenlin todavía ignoraba qué excusas pondría cuando ella y sus compañeros de viaje descansaran junto a ríos o lagos que invitaran a baños colectivos.
Finalmente llegó el gran día. El maestro Linhard y su esposa Gudrun despidieron a su «hijo», así como a los criados y al maestro Hildebrand, un escribano de edad avanzada que dirigía la expedición a la corte. El mercader entregó ceremoniosamente a Aenlin, que ya estaba sentada a lomos del caballo, la bolsa de piel acolchada que contenía la preciada reliquia y volvió a indicar a don Álvaro que no solo cuidara de su pupilo, sino también de la valiosa mercancía. Tres viajantes contratados acompañarían la pequeña caravana.
—¡Me honrarás, Endres, no cabe duda! —sentenció el maestro Linhard, mirando afectuosamente a su supuesto hijo—. Ahora todavía eres un muchacho, pero cuando regreses serás un hombre respetado por el gremio. Un digno sucesor de esta casa.
—Tú... tú todavía estarás al frente de ella durante muchos años —musitó Aenlin—. No necesitas tan pronto un sucesor.
Su padre alzó los brazos.
—Eso esperamos, hijo mío, pero ignoramos cuáles son las intenciones de Dios omnipotente. Naturalmente, espero vivir una larga vida y ver crecer a mis nietos..., pero la voluntad divina puede cambiar en cualquier momento. Si Él así lo desea, puede llamarme a su lado mañana mismo. Permite entonces que te abrace una vez más, Endres. Tal vez sea la última...
Aenlin se entregó intimidada al abrazo de su padre, luchando una vez más con su mala conciencia.
—Pero ¿dónde se ha metido Aenlin? —preguntó la madre—. Creí que vendría a despedirse de ti. De hecho, hasta contaba con que corrieran las lágrimas. Es la primera vez que os separáis.
La joven se mordió el labio.
—Por eso mismo, madre —respondió—. Ambos... ambos estamos inconsolables. Esta mañana no podíamos desprendernos de nuestro mutuo abrazo... Pero yo... yo debo presidir esta comitiva. Y no... no quería que los criados y caballeros me vieran llorar.
Linhard sonrió.
—¡Es muy loable por tu parte, hijo mío! —exclamó—. Y qué razonable ha sido tu hermana al respetar esta decisión.
Aenlin asintió.
—Entonces... entonces decidle, por favor —dijo con la voz quebrada—, que... que mis últimos pensamientos antes de partir fueron para ella.
Llena de preocupación y tristeza pensaba realmente en Endres, que sin duda estaba en el escondite de la zarzamora derramando amargas lágrimas. Sus padres ya no volverían a verlo. En cuanto fuera posible saldría furtivamente del huerto y emprendería a su vez el camino. Aenlin solo podía desear que Dios y la suerte lo acompañasen y que sus anhelos se hicieran realidad.
Condujo a Meletay por la ciudad hacia la puerta oeste en dirección a Aquisgrán. Ahí era donde se reunía la comitiva del maestro Linhard con los dos comerciantes de Colonia que también partían hacia tierras hispanas. El maestro Ruprecht dirigía su caravana a Aragón, mientras que el maestro Helwig tenía su meta en Castilla. Seguirían el mismo trayecto a través de tierras belgas y francesas y por las montañas, así que era lógico que todos se reunieran en una misma caravana. Emprendían el viaje cinco carros cubiertos cargados de mercaderías y protegidos por dieciséis caballeros totalmente armados, estos últimos a caballo, por supuesto. También el maestro Ruprecht y el maestro Helwig preferían ir cabalgando y dejaban que sus criados condujeran los carros. Los dos montaban unos ejemplares robustos y tranquilos y contemplaban sonrientes a la briosa Meletay.
—Vuestro caballo es extraordinario, joven señor Endres —observó el maestro Ruprecht—. Yo, de estar en el lugar de vuestro padre, no lo habría elegido tan llamativo. Corremos el peligro de que los salteadores nos acechen para apropiarse de vuestra yegua.
Aenlin se encogió de hombros.
—Ya sabrán cómo evitarlo los caballeros —contestó—. Y de lo contrario... ¡puedo defenderme yo mismo! —Señaló la espada que llevaba con orgullo colgada del cinto. Una auténtica espada, no una de ejercicios. En las últimas semanas antes del viaje, don Álvaro le había permitido desenvainar una reluciente arma de acero.
—Ese caballo debe de ser veloz como el viento —añadió el maestro Helwig—. ¿No os ha derribado más de una vez, maestro Endres?
Los comerciantes rieron bonachones y Aenlin se mordió el labio. Al parecer habían corrido los rumores acerca de los diversos percances de su hermano. Dudó en si hacer algún comentario a esa observación, pero no quería que pensaran que era un cobarde. Así que sonrió.
—Entonces ambos éramos jóvenes, maestro Helwig —dijo cordialmente—. Ahora es obediente como un corderillo.
El trayecto iba de Aquisgrán a Lieja; ambas, grandes ciudades mercantiles y con prestigio en las que los hombres y sus caravanas encontraron hospitalidad en las casas comerciales de mercaderes amigos. Entretanto acamparían en bosques fr