La hija olvidada

Armando Lucas Correa

Fragmento

Capítulo 1

1

—¿Es la señora Duval? ¿Elise Duval? —La voz repitió su nombre mientras ella permanecía en silencio—. Estuvimos en Cuba hace poco. Mi hija y yo queremos entregarle en persona unas cartas en alemán que le pertenecen.

Elise siempre había sido capaz de presentir el futuro. Pero hoy no. Hoy, ella nunca hubiera podido predecirlo.

Por un instante pensó que era víctima de un error. Era francesa, y había estado viviendo en Nueva York durante casi setenta años, desde que un tío materno la había adoptado al final de la guerra. Ahora, sus únicos familiares vivos eran su hija, Adèle, y su nieto, Étienne. Ellos eran su universo, y de pronto todo lo que venía antes quedó envuelto en tinieblas.

—Señora Duval —reiteró la mujer, insistiendo con delicadeza. El terror la invadió. Elise buscó apoyo, sintiendo que estaba por desvanecerse.

—Puede venir a verme hoy por la tarde —se limitó a contestar, sin antes comprobar si tenía algún compromiso, si debería consultar a su hija. Escuchó el nombre de la mujer, Ida Rosen, y el de la niña, Anna, pero su memoria era una nebulosa cerrada al pasado. Solo estaba segura de no estar dispuesta, en ese momento, a verificar las credenciales de aquella señora y de su hija. No tuvo que darles la dirección, ya la tenían. No la habían llamado por error. Lo sabía.

Elise pasó las horas siguientes intentando descifrar cada palabra de la breve conversación. Rosen, repetía mientras rebuscaba entre las sombras de aquellos que atravesaron con ella el Atlántico después de la guerra.

Habían transcurrido solo unas horas y ya la llamada comenzaba a disolverse en su memoria, tan limitada, tan selectiva. «No hay tiempo para recordar», acostumbraba a decirle a su marido, luego a su hija, ahora a su nieto.

Se sintió un poco culpable al haber accedido sin objeciones a ser visitada por una desconocida. Podía haber indagado quién había escrito las cartas, por qué habían ido a parar a Cuba, qué hacían la señora Rosen y su hija allí. En cambio, se limitó a callar.

Cuando oyó el timbre de la puerta, comenzó a sentir que el corazón estaba por abandonarle el cuerpo. Solo necesitaba cerrar los ojos, respirar profundo y contar sus latidos —uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis— para lograr sosegarse; esa era la única memoria clara que conservaba de su niñez. No sabía cuánto tiempo había pasado en su recámara, ataviada con un traje azul marino, esperando.

Sintió como si al escuchar la campanilla sus sentidos se hubieran agudizado. Incluso podía percibir la respiración de las dos desconocidas al otro lado de la puerta esperando por ella, una vieja viuda, sorda y decrépita. Pero ¿por qué? Colocó la mano en el picaporte y se detuvo, con la esperanza de que aquel acercamiento no fuera más que una ilusión, algo que había soñado, uno de los tantos delirios que llegan con los años. Cerró los ojos una vez más y trató de vislumbrarlo: no tenía futuro, por eso no podía predecirlo.

Comprendió que el encuentro no se trataba del mañana, sino que había sido cuidadosamente diseñado por un pasado que retornaba, y que no sería posible evadir. Una sombra que la acompañaba fielmente desde el día en que desembarcó en el puerto de Nueva York, cuando la mano de un tío, que se convirtió en padre, la rescató del abandono. Pero no del olvido.

Abrió la puerta con determinación y una ráfaga de luz la aturdió. El ruido del elevador, un vecino que bajaba las escaleras, el ladrido de un perro y la sirena de una ambulancia la aislaron por un segundo. La sonrisa de la mujer la trajo de regreso.

Con un ademán las invitó a pasar. Todavía en silencio, evitó hacer el más mínimo gesto que delatara su terror. La niña, Anna, que parecía tener unos doce años, se le acercó y la abrazó por la cintura. Elise no supo cómo responder. Quizás debió haber dejado caer sus manos sobre los hombros de la pequeña, o acariciarle el pelo, como solía hacer cuando su hija tenía esa edad.

—Tienes los ojos azules —aventuró.

Un saludo absurdo. Debía haber dicho que tenía ojos hermosos, pensó. Omitió lo que realmente hubiera querido decir: que los tenía del mismo azul, rasgados y caídos como los de ella, y que su perfil... No, mejor no pensar en el perfil, se dijo, aterrada, porque se vio a sí misma en el rostro de aquella desconocida.

Con esfuerzo, Elise las condujo hasta la sala. Justo antes de invitarlas a sentarse, Anna le extendió una pequeña caja de ébano con tonos desvaídos.

Elise abrió la caja cuidadosamente. Al sostener entre los dedos la primera carta doblada en varios pliegues, escrita en tinta desteñida en la hoja de un libro de botánica, sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¿Esto me pertenece? —dijo en voz baja, aferrándose a un crucifijo que le colgaba en el pecho—. Tus ojos... —repitió mirando a Anna con una angustia infinita.

Elise intentó incorporarse, pero sintió que su corazón se detenía. Había perdido todo dominio sobre sí, sobre la vida que había cuidadosamente construido. Pudo observar su rostro a la distancia, como un testigo más en aquella habitación.

Poco a poco, las palmas de las manos comenzaron a humedecérsele. La caja cayó y se esparcieron las cartas por la alfombra. La fotografía de una familia con dos pequeñas niñas con la mirada asustada, quedó sepultada entre hojas amarillentas manchadas de tinta. Se vio a sí misma desde lejos cerrando los ojos, y una punzada en el pecho la hizo perder el balance. Al desplomarse sobre la alfombra desgastada, supo que era el preludio del fin: el último acto del olvido.

Silencio, muros de silencio alrededor de ella. Intentó recordar cuántas veces podía detenerse un corazón y comenzar de nuevo a palpitar. Uno... Silencio. Dos... Otra pausa, aún más larga. Tres... El vacío. El silencio entre un latido y otro la separó del mundo. Quiso escuchar uno más. Cuatro... Y otro. Aspiró con todas sus fuerzas. Cinco... Necesitaba solo uno más y estaría a salvo. Silencio. ¡Seis!

—¡Elise! —El grito la hizo reaccionar—. ¡Elise!

Aquel nombre, aquel nombre: Elise. No era ella. Ella no era nadie, no existía, nunca había existido. Había vivido una vida que no le pertenecía, había formado una familia a la que había engañado, hablaba un idioma que no era el suyo. Había vivido todos esos años huyendo de quién realmente era. ¿Para evitar qué? Era una superviviente, y eso no era un error, ni un equívoco.

En el instante en que los paramédicos la colocaron en la camilla, ya había olvidado a la mujer y a la pequeña de ojos azules, las cartas escritas en un idioma extraño, la fotografía.

Pero en ese espacio del olvido, un recuerdo emergió. Era ella, como una niña pequeña, caminando a tientas por un bosque tupido, rodeada de enormes árboles que le impedían distinguir el cielo. Cómo orientarse, si no divisaba las estrellas. Sangre. Tenía sangre en la mejilla, e

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