El reino imposible

Yeyo Balbás

Fragmento

Capítulo I

I

Era un amanecer frío. Dolía al respirar. Una nube de vaho atravesaba la barba cada vez que exhalaba y, entonces, el aire que se adentraba en los pulmones cortaba como cuchillas. El viento del norte llegaba impregnado en salitre de mar, el rocío de la mañana lo cubría todo. Resultaba imposible librarse de la humedad; se apoderaba del calzado y empapaba los gruesos calcetines de lana, entumeciendo los pies hasta volverlos insensibles. Resbalaba por la hierba alta, afilada, que brotaba junto a la playa de arena gris cubierta de algas arrastradas por la marea.

Fruela caminó hacia el círculo de estacas donde se habían congregado los habitantes de la aldea. Hombres y mujeres envueltos en mantos de lana apelmazada; ortiga, saúco y cebolla como únicos tintes, con los que intentaban, sin éxito, distinguirse del paisaje pardo que los engullía.

Sintiendo todas las miradas sobre él, Fruela se recogió el cabello pajizo en una coleta y tomó la armadura que le ofrecían. Ochocientas láminas de hierro, cosidas hasta formar una coraza sólida y flexible como las escamas de un reptil, no solo evitarían que las entrañas abandonasen su cuerpo, bastaba un arañazo para provocar la gangrena. Introdujo la cabeza entre las hombreras y se ajustó las correas del costado derecho, asegurándose de que se ciñeran al pecho sin dificultarle la respiración.

Hacía frío, por eso le temblaban las manos. No existía ningún otro motivo. Sujetó con fuerza la lanza y clavó el regatón en tierra para evitar que la punta oscilara en el aire.

—Aún estás a tiempo de echarte atrás.

En boca de cualquier otro habría sido un insulto, mas Teodolf solo le reprendía en privado y solo le elogiaba en público. Aquel sexagenario guerrero había servido a su familia durante más de dos décadas, hasta que su padre le nombró su tutor.

—Será difícil, no se trata de un simple bandido —añadió en voz baja.

Enfrentarse a alguien siempre supone una apuesta, en la que ambas partes demuestran hasta dónde están dispuestas a llegar. Llegado un punto sobran las palabras y, si te has equivocado al juzgar al contrario, tendrás que lamentarlo. Pero Fruela era joven y fuerte, procedía de la noble estirpe de los Baltos; poseía un buen caballo, una excelente espada y era hijo de un duque. Recién cumplidos los dieciséis años, se sentía inmortal.

—No seré yo quien ceda —le respondió en godo, la lengua de sus antepasados, ya casi olvidada. La atención del muchacho se desplazó hacia el otro lado del círculo de estacas, hasta toparse con la mirada del vascón, tan áspera, fría e hiriente como los brezos cubiertos de escarcha. Con veinte años a sus espaldas, parecía un palmo más alto, y su fornido pecho amenazaba con desgarrar la cota de malla.

El vascón se colocó el casco empenachado y habló a sus hombres en aquella áspera lengua. Una retahíla de sílabas resonó como los engranajes de las ruedas de un carro. Fruela respondió en latín:

—Empecemos de una vez. —Se ciñó el cinto con el scrama y el tahalí de la espada, después anudó el barboquejo del yelmo.

Acompañado por un rústico sacerdote, un anciano se acercó frotando unas manos ajadas como nudosas raíces de boj. La sonrisa nerviosa de su escuálido rostro trataba de quitarle hierro al asunto.

—Gracias de nuevo.

Era el rector de Flavióbriga, y el vascón que se hallaba al otro lado del círculo de estacas aseguraba haberle entregado dote por una de sus hijas. La boda no había tenido lugar y ahora reclamaba el dinero.

El motivo era obvio, si se examinaba el abultado vientre de la moza.

El anciano alegaba que el futuro esposo era el padre de la criatura; él aseguraba no tener nada que ver con el asunto. Divorcio fornicationis causa: confiscación de todos los bienes y la esclavitud como pena. O, al menos, la entrega de la culpable, para que el marido escogiera un castigo. Fruela no iba a permitir que aquel arrogante vascón se saliera con la suya. Recién llegado a la aldea, se había ofrecido a defender la causa de aquel viejo incapaz de empuñar un arma.

Hacía más de un siglo que la aristocracia franca enseñoreaba Vasconia, del mismo modo que los godos lo hacían en Cantabria. La nobleza local había jurado lealtad a los señores germanos y, de este modo, aquella tierra se había convertido en un enclave en continua disputa con sus viejos enemigos del norte. Aquel fallido enlace había pretendido consolidar la frontera, solo para lograr lo contrario.

No había pruebas, lo cual había ahorrado a la joven el tormento. En condiciones normales, habría bastado con el voto de la chica, a la que Dios castigaría en caso de mentir. Si juraba sobre las Escrituras que el vascón era el padre, el litigio se habría resuelto a su favor; en caso de no hacerlo, debería asumir la pena. También habría podido referir el juramento, obligar a quien la acusaba a que jurase a su vez: si él aceptaba, ganaría el juicio, si no, lo perdería. Así de simple. Pero ninguna de las dos partes depositaba fe en las palabras, y lo que dijeran los libros de leyes allí poco importaba. Nadie podía leerlos. De modo que decidieron resolverlo según las viejas costumbres. Una ordalía. Mediante aquel duelo, el Altísimo dictaminaría quién decía la verdad.

Una tensión en la mandíbula, allá donde raleaba la barba, evidenciaba la inquietud del muchacho. A su lado, Sniumeis relinchó inquieto. «Allá donde va un godo, le acompaña su caballo.» Había criado al suyo desde que se lo entregaron, siendo un potro, seis años atrás. Durante ese tiempo, lo había alimentado y cepillado a diario. Había revisado el estado de sus cascos y el cambio de herraduras; había hecho por aquella bestia más de lo que su padre había hecho por él, y más de lo que él mismo haría por su hijo.

Aferró las crines para subirse a la silla y una inmensa sensación de poder le asaltó al sentir la potencia del animal bajo las piernas. Sniumeis coceó en el aire; percibía la ansiedad de su dueño. Fruela podía engañarse a sí mismo, pero no a él. Si perdía el control de sus emociones, perdería el control del caballo y con ello el combate. Sujetó las riendas para atarle en corto, la bestia bajó el hocico y resopló con fuerza.

El cura se acercó para otorgarle la bendición. Teodolf hizo algo más útil y le entregó el escudo.

—No dejes que te descabalgue.

Los duelos judiciales a caballo eran una costumbre goda, desconocida por aquitanos, vascones y francos. Tal vez supusiera una ventaja.

El juez local se adentró en el círculo de estacas.

—Se ordena que se retiren los parientes de los litigantes. Los asistentes deberán guardar silencio en todo momento. Queda prohibido prestar auxilio a los contendientes; si por la ayuda prestada alguno de los dos vence, los infractores serán castigados con la muerte. En caso de que alguno de los campeones lleve consigo hierbas para hechizos, ha de deshacerse de ellas ahora.

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