Casanova. La sonata de los corazones rotos

Matteo Strukul

Fragmento

2. Regreso a Venecia

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Regreso a Venecia

El largo cabello de color carbón le caía sobre el rostro en mechones desordenados y brillantes. Los ojos, en parte ocultos tras un rizo rebelde, relampagueaban con un irreverente matiz aguamarina y revelaban una energía nada común. Una sonrisa blanca le cortaba la cara mientras permanecía cómodamente sentado frente a una mesita de madera.

Jugueteaba con un goto, una copa de cristal, sin decidirse a probar el malvasía de tonos claros que acababan de servirle.

Ubicada en el distrito de San Polo, en las proximidades de Rialto, la Cantina Do Mori no era ciertamente el mejor bacaro de Venecia: al contrario, gozaba de pésima fama, frecuentada como solía por matones y aventureros de la peor calaña. Sin embargo, resultaba ser la taberna más antigua de la ciudad y había un hecho en el que todos coincidían: allí se servían los mejores vinos de la Serenísima. El goto de’vin del Do Mori no conocía parangón.

Además, poseía otra característica que la hacía única: gozaba de dos oportunas entradas, una desde la calle Do Mori, la otra desde la calle Galeazza. Y puesto que Casanova era como era, la doble entrada, o mejor dicho, la doble salida, era de lo más útil que le podía pedir a un bacaro.

Un par de barriles de madera a modo de mesa, unas sillas de anea y un largo mostrador de roble completaban un establecimiento sencillo y sin pretensiones que reflejaba genuinamente el carácter del posadero, Marco Spinazzi: un hombretón de aspecto correoso y con una coleta alquitranada que parecía salido de la cocina de un barco pirata.

Sin embargo, aquella tarde los clientes del Do Mori tenían un tema de conversación muy distinto, más allá de las bondades del vino o la fortuna adversa que parecían haber precipitado a Venecia en el período más oscuro y complejo de su extraordinaria historia. Ya que —era un hecho— algunos de ellos conocían la fama del hombre de larga cabellera que hacía poco había entrado y que en ese momento se había decidido a acercarse el goto de’vin a los labios.

Y justo porque conocían su fama, eran también conscientes de que su regreso tan solo podía traer desgracias.

Algunos, disimuladamente, le dedicaban miradas de reojo.

Llevaba una magnífica levita marrón sobre un elegante chaleco y una camisa de encaje con mangas abullonadas. En los pies lucía unas botas de cuero reluciente. No usaba peluca y se había recogido la melena con un lazo negro de terciopelo.

Aventurero, seductor, espadachín y cabalista, aquel hombre se movía como pez en el agua entre desafíos y duelos, vicios y engaños. Su nombre era sinónimo de problemas, y cruzar una mirada de más con él podía resultar fatal.

Si los clientes de la taberna hubieran sabido lo que les aguardaba poco después, se hubieran volatilizado al instante.

Pero no fue así la cosa. Lo que ocurrió fue tan solo culpa del destino esquivo y de la única criatura que podría haber vencido, en cuanto a desventura, incluso a aquel campeón absoluto.

Tal criatura era una mujer. De gran belleza, por añadidura.

Cuando entró fue como si de repente se hubiera levantado una ráfaga de viento. Su hermosura era tan llamativa que resultaba incluso divertido ver cómo desafiaba a los que tenía alrededor. Portaba un vestido verde esmeralda que realzaba, por contraste, su espléndido cabello castaño, recogido en un peinado sofisticado, pero al mismo tiempo discreto, que subrayaba los destellos de color chocolate. Sus mórbidos labios rojos parecían fruncirse de modo natural en una sonrisa, y la mirada revelaba una despreocupada inteligencia que la hacía resultar de inmediato deseable.

El posadero levantó imperceptiblemente los ojos hacia el techo, presagiando un sinfín de quebrantos, que no tardaron en llegar.

Un hombre con una peluca blanca y mirada arrogante, que desde hacía un rato estaba conversando con un par de compadres, no tardó en romper el hechizo.

—Vaya, parece que no toda la clientela son hombres y muchachos, ¿no es así, Marco? —Y al decirlo dirigió un guiño de complicidad al propietario, que se cuidó mucho de responder.

Después, tranquilizado por aquel silencio, el hombre prosiguió:

—Señora mía, soy el caballero Andrea Zanon, y os ruego que me consideréis a partir de este mismo momento vuestro humilde servidor. Cualquier cosa que necesitéis, os lo ruego, no dudéis en pedírmelo.

La mujer lo atravesó con una mirada chispeante, como si ya esperara aquel tipo de bienvenida. Luego, en silencio, observó por un instante a los otros clientes de la taberna, haciendo relucir sus iris grises. Por fin contestó:

—Gentil caballero, me llamo Gretchen Fassnauer y estoy al servicio de la condesa Margarethe von Steinberg. Estoy buscando a alguien con quien mi señora quiere conversar.

Las palabras se mecieron en las notas lánguidas de una voz grave, revelando un óptimo italiano con marcado acento austríaco. Zanon tosió nerviosamente y avanzó hacia ella, sacando pecho.

—¡Pero bueno! ¡Qué magnífica noticia! —dijo—. Entonces si me permitís un consejo, sugeriría que busquemos juntos a esa persona. Venecia es un laberinto tal, que una mujer elegante, pero no familiarizada con la ciudad, se arriesgaría a perderse sin un guía.

A pesar de que el caballero lo intentaba todo para resultar amable y considerado, la voz le salió desagradable y untuosa. La mujer no pareció darse por enterada y se limitó a sonreír.

—Gracias —indicó con un tono no exento de malicia—, pero sé perfectamente dónde buscar.

Zanon fingió no haberlo oído y se acercó a ella con ademanes vulgares.

Los clientes del bacaro habían permanecido expectantes, deslumbrados por la aparición de Gretchen, un acontecimiento más estrafalario que otra cosa: jamás la Cantina Do Mori habría podido presentarse como el lugar adecuado para las gracias de una dama. Y, además, extranjera. Sin embargo, a pesar de lo que la etiqueta y la conveniencia aconsejaban, eso era precisamente lo que estaba sucediendo en aquel momento. Conscientes de la extravagancia, todos parecían contener el aliento para ver de qué modo iba a terminar todo, como si el caballero Zanon en su intento de grosera aproximación reflejara, en el fondo, el deseo general.

El único que no parecía impresionado con la escena era el gentilhombre de cabellera negra. Estaba acabando su malvasía, recreándose en el aroma y tomándose todo el tiempo, puesto que el vino significaba un gran placer para él. Se limitó a sonreír bajo su melena.

—Pues bien —la urgió Zanon—, decidnos quién es la persona merecedora de vuestras atenciones y de las de vuestra condesa.

Una vez más, en su voz se traslució un deje de mofa, mezclada con impaciencia mal disimulada, tras lo cual puso de manera

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