Tres damas de Nueva España (Las aventuras del hombre de la Ensenada IV)

Manuel Lozano Leyva

Fragmento

Capítulo 1

1

El gallo negro, sangrante y ciego, se irguió con el pecho henchido y abrió el pico. Tras estar unos instantes inmóvil y sin exhalar sonido alguno, cayó muerto. El gallo carmelo, algo pinto, que yacía a su lado, sufrió convulsiones y, renqueante, inició unas inciertas camballadas tras las cuales se mantuvo enhiesto. Entonces se desató el griterío de la turba que atiborraba el reñidero.

Aquella arena de pelea, la principal de México, la llenaban varios cientos de personas de todas clases y castas. Mientras en el palenque redondo se afanaban los areneros y despejadores, el bullicio era ensordecedor tras la tablazón que la limitaba. El techo de tejamanil en forma cónica sostenido por enormes tornapuntas resguardaba los dos pisos de galerías y palcos. Éstos estaban ocupados por hombres y mujeres cuyos rasgos casi impedía distinguir el humo del tabaco. La calidad de los espectadores se podía discernir más bien por cómo llevaban cubierta la cabeza. Mantillas, tocas, velos y redecillas denotaban a las mujeres; sombreros, bicuernas, gorras y tricornios cubrían a los hombres; aquí y allá se podían ver bonetes y solideos de algunos eclesiásticos cuya presencia a nadie escandalizaba.

Poco a poco, el redondel se fue llenando de cuidadores y adiestradores que atendían a la nueva pareja de gallos que habrían de luchar. Los primeros trataban de mantenerlos cubiertos y tranquilos para acostumbrarlos a los extraños sonidos que percibían y los segundos serían quienes los excitarían al comenzar la pelea. El gritón era morisco y cuando saltó a la arena fue recibido con pitos y cuchufletas, pero se hizo escuchar. Anunciaba el peso de los gallos, el rancho de procedencia, sus motes y el modo de pelear que tenía cada uno. Pronto empezaron a hacerse notar los encomenderos a quienes se dirigía la gente a voz en grito comunicándoles las apuestas. El dinero comenzó a correr con fluidez pasando grandes y pequeñas cantidades de mano en mano sin que a nadie pareciera preocuparle un posible descuido. Los vendedores de dulces, agua y meriendas aumentaban la animación con silbidos y gritos.

En uno de los palcos más pequeños había cuatro hombres bien vestidos que, aunque parecían atentos a lo que se desarrollaba en el palenque, tenían expresiones algo ausentes.

Uno de ellos, menudo y de casaca lujosa, se acercó al más alto y le dijo discretamente:

—Después de esta pelea nos hemos de ir, don Paulino. Se hace tarde y no es cosa de hacer esperar a nadie.

El hombre alto, moreno y de pelo azabache ligeramente encanecido asintió con seriedad y el más joven de los cuatro cerró los ojos porque había comprendido que se acercaba el inquietante cónclave al que estaban abocados.

El comandante Dávila, después de holgar unas semanas en Acapulco una vez que la Audiencia y la Aduana remataron todos los asuntos concernientes a la carga del galeón que lo había traído desde Filipinas, decidió acompañar a su antiguo patrón, don Álvaro de Soler, hasta México. Aunque no deseaba incorporarse a la guarnición de la ciudad por estar considerando seriamente el retiro de la carrera militar, don José Dávila se presentó al general de dragones, don Ismael Salazar, de la fortaleza de San Jorge. Éste se mostró comprensivo después de estudiar admirativamente su hoja de servicios y lo convenció de que se mantuviera oficialmente en espera de destino por tiempo indefinido. Al comandante Dávila le satisfizo el acuerdo, porque su decisión de abandonar el ejército lo desasosegaba a menudo, haciéndola poco firme. Alquiló una bonita casa y contrató dos mucamas y un criado.

A mediados de la segunda semana de vivir plácidamente en México, empezó a aparecer por el cuartel. Al principio sólo utilizaba el picadero para ejercitar la equitación, siempre a media mañana, y convenció a don Álvaro para que lo acompañara, lo cual hizo tan encantado que pronto compraron dos hermosos caballos que les permitieron alojar en las caballerizas de la fortaleza. Ésas eran las únicas horas que compartían don Álvaro y él. Poco más tarde, cuando ya había alguna confianza entre el comandante sevillano y algunos oficiales, aquél empezó a frecuentar la sala de armas. Allí se entretenían practicando la esgrima de salón y cruzándose apuestas. La habilidad del comandante con la espada atrajo a más oficiales y la sala solía presentar buena animación a las horas vespertinas en que aquéllos estaban libres de servicio.

La sala era muy amplia y abovedada. En el suelo de madera estaban pintados tres grupos de pares de círculos tangentes, de diámetros muy desiguales y cruzados por líneas rectas oblicuas entre sí. En las paredes sólo se veían hachones prendidos de trecho en trecho e intercalados de panoplias de espadas, la mayoría viejas y en desuso. El único mobiliario de la diáfana sala eran varios escañiles junto a las paredes, donde descansaban los que no estuvieran participando en los lances.

Una tarde, en el fragor de zapatazos y entrechocar de aceros de tres parejas de contendientes, destacó una voz perentoria.

—¡General en sala! ¡Atención!

Se hizo el silencio casi instantáneamente, porque los luchadores se pusieron firmes, rindiendo sus armas apuntándolas al suelo, y los oficiales que estaban sentados, entre ellos el comandante Dávila, se incorporaron impelidos por el resorte de la disciplina profesional.

Pausado y sonriente, apareció por la puerta el general Salazar. Lo acompañaban otros dos oficiales y un joven que cargaba trabajosamente un hato a sus espaldas.

—Descansen, señores —dijo el general—; vengo a presentarles, y a recomendarles, a este joven: don Manuel Luis Torres —el aludido dejó caer al suelo su pesada carga y por el sonido que hizo todos adivinaron que eran espadas—. Es hijo de una prima mía y hace poco que ha llegado de España. Siente pasión por la esgrima y, lo que le honra, ha menospreciado la escuela del franchute ese de la Plaza Mayor a favor de la nuestra. O sea, que prefiere los militares a los nobles gachupines y ricos criollos. Les pido que sean amables con él aunque no necesariamente benevolentes. ¿Me entienden? —se escucharon algunas risas apagadas entre los oficiales—. ¿Desea usted, don Manuel Luis, comenzar ya las prácticas, o prefiere conocer antes a sus contendientes durante unos días para familiarizarse con ellos y nuestros estilos?

—No tengo inconveniente en comenzar en este preciso momento.

La voz del joven era desenvuelta y sus ademanes un tanto afectados.

—En tal caso, no se sientan embarazados por mi presencia. El general se dirigió a un escañil y se sentó con una mano apoyada en el asiento y la otra en la cintura. Con gesto complacido esperaba observar el comportamiento de los oficiales y lo que haría su protegido.

El joven era delgado y de mediana estatura. No tendría más de veinte años, pero se le veía resuelto mientras trajinaba con la funda de sus espadas. Los oficiales comenzaron a hablar entre sí, aunque no faltaban miradas y sonr

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