El libro de los anhelos

Sue Monk Kidd

Fragmento

I

Soy Ana. Fui la esposa de Jesús, hijo de José de Nazaret. Yo a él lo llamaba Amado, y él, entre risas, me llamaba Truenecillo. Decía que dentro de mí se oía un estruendo cuando estaba dormida, un sonido como el de un trueno que llegara desde muy lejos, pasado el valle de Nahal Zipori o incluso desde mucho más allá del Jordán. No dudo de que él oyese algo. Durante toda mi vida, en mis entrañas habitó la llama de un anhelo que surgía en forma de nocturnos para gemir y entonar su canto durante toda la noche. De entre las bondades de mi esposo, la que más adoraba yo era que inclinase su corazón sobre el mío en nuestro fino camastro de paja y se quedara escuchando. Lo que él oía era mi vida, que imploraba nacer.

II

Mi testamento comienza en el decimocuarto año de mi vida, la noche en que mi tía me condujo a la azotea de la gran casa de mi padre, en Séforis, cargada con un objeto abultado que llevaba envuelto en un paño.

La seguí escaleras arriba, sin quitar ojo a aquel fardo misterioso que acarreaba atado en la espalda como si fuera un recién nacido, incapaz de imaginarme qué era lo que ocultaba. Con los labios cerrados, mi tía tarareaba una canción hebrea sobre la escalera de Jacob, y lo hacía bastante alto, tanto que me preocupaba que el sonido irrumpiese por las rendijas abiertas de las ventanas de la casa y despertara a mi madre, que nos había prohibido subir juntas a la azotea por temor a que Yalta me llenara la cabeza de descaro y atrevimiento.

Al contrario que mi madre, al contrario que cualquier mujer que yo conociese, mi tía había recibido una educación. Su mente era como un inmenso territorio asilvestrado que lograra extenderse más allá de sus propias fronteras. No había lugar que no allanase. Había llegado a nosotros desde Alejandría cuatro meses antes por motivos de los que nadie tenía intención de hablar. Yo ni siquiera sabía que mi padre tuviese una hermana hasta el día en que apareció vestida con una túnica lisa y sin teñir, su pequeño físico bien erguido de orgullo y el fuego en la mirada. Mi padre no la abrazó, ni tampoco lo hizo mi madre. Le asignaron la alcoba de una criada que daba al patio superior e hicieron caso omiso de todos mis interrogatorios. También Yalta esquivó mis preguntas. «Tu padre me ha hecho jurar que no voy a hablar de mi pasado. Prefiere que pienses que he caído del cielo como una cagada de pájaro.»

Mi madre decía que Yalta tenía una boca muy insolente. Por una vez, estábamos de acuerdo. Los labios de mi tía eran un manantial de palabras emocionantes e impredecibles. Eso era lo que más adoraba en ella.

Esa noche no era la primera vez que nos escabullíamos a la azotea al caer la oscuridad para escapar de los oídos indiscretos. Acurrucadas bajo las estrellas, mi tía me había hablado ya de las muchachas judías de Alejandría que escribían en unas tablillas de madera con múltiples planchas de cera, artefactos que apenas alcanzaba a imaginar. Me había contado las historias de las mujeres judías que estaban allí al frente de algunas sinagogas, que estudiaban con los filósofos, escribían poesía y tenían casas en propiedad. Reinas egipcias. Faraonas. Grandes diosas.

Si la escalera de Jacob llegaba hasta los cielos, también la nuestra.

Yalta no había vivido más de cuatro décadas y media, pero ya empezaba a tener las manos nudosas y deformes. Se le plegaba la piel en las mejillas, y el ojo derecho le languidecía como si estuviese mustio. A pesar de eso, subía los peldaños con agilidad, una elegante araña trepadora. Observé cómo se aupaba al tejado desde el último escalón, con el fardo balanceándose en la espalda de un lado al otro.

Nos acomodamos sobre unas esteras de paja, la una frente a la otra. Era el primer día del mes de tisrí, pero no habían llegado aún las lluvias frescas del otoño. La luna se posaba sobre las montañas como una fogata. El cielo estaba negro, despejado, repleto de pavesas incandescentes, y la ciudad sumida en el olor a pita y a humo de los fuegos de las cocinas. Yo ardía de curiosidad por saber qué ocultaba mi tía en aquel fardo, pero ella se limitaba a mirar en la distancia sin decir nada, así que me obligué a esperar.

El descaro y el atrevimiento de mi propia cosecha aguardaban escondidos dentro de un baúl de cedro tallado en un rincón de mi alcoba: rollos de papiro, pergaminos y retales de seda, todos ellos con mis escritos. Había cálamos hechos con juncos, una cuchilla para cortarlos y afilarlos, una tablilla de ciprés para escribir, frascos de tinta, una paleta de marfil y unos cuantos pigmentos valiosísimos que mi padre había traído de palacio. Aquellos pigmentos ya han desaparecido casi por completo, pero resplandecían aquel día en que abrí la tapa del baúl para Yalta.

Mi tía y yo nos quedamos allí pasmadas ante semejante maravilla, sin decir nada ninguna de las dos.

Yalta metió la mano en el baúl y sacó los pergaminos y los rollos. Poco antes de su llegada, yo había empezado a escribir los relatos de las matriarcas de las Escrituras. Al escuchar a los rabíes, una podría pensar que las únicas figuras merecedoras de mención en toda la historia eran Abrahán, Isaac, Jacob y José... David, Saúl, Salomón... Moisés, Moisés y Moisés. Cuando por fin fui capaz de leer yo sola las Escrituras, descubrí (¡fíjate tú!) que había mujeres.

Que te ignoren, que te olviden, esta era la peor tristeza de todas. Hice el juramento de poner por escrito sus logros y alabar su prosperidad, por pequeño que fuese todo aquello. Sería una cronista de relatos perdidos. Ese era exactamente el tipo de atrevimiento que mi madre despreciaba.

El día en que abrí el baúl para Yalta, había terminado los relatos de Eva, Sara, Rebeca, Raquel, Lía, Zilpa, Bilá y Ester, pero aún quedaba mucho por escribir: Judit, Dina, Tamar, María, Débora, Rut, Ana, Betsabé, Jezabel.

En tensión, prácticamente sin respirar, veía a mi tía enfrascada en el fruto de mis esfuerzos.

—Es lo que yo pensaba —me dijo con el rostro encendido—. Dios te ha bendecido con un grandísimo don.

Qué palabras aquellas.

Hasta ese momento, yo me consideraba simplemente rara: una alteración de la naturaleza. Una desviación. Una maldición. Hacía mucho tiempo que sabía leer y escribir, y poseía la inusual capacidad para componer historias con las palabras, para descifrar lenguas y textos, para captar significados ocultos, para tener en la cabeza unas ideas enfrentadas sin que supusiera el menor conflicto.

Mi padre, Matías, que era el escriba mayor y consejero de nuestro tetrarca, Herodes Antipas, decía que mis talentos eran más propios de los profetas y los mesías, de hombres que abrían las aguas de los mares, que erigían templos y conversaban con Dios desde la cumbre de una montaña, o, para el caso, de cualquier hombre circuncidado de Galilea. No me permitió leer la Torá hasta que aprendí hebreo por mi cuenta y después de mucho rogar y tratar de engatusarlo. Desde los ocho años de eda

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