Ars Magica

Nerea Riesco

Fragmento

A modo de prologo

A modo de prólogo

Plaza de Santiago, Logroño, domingo, 7 de noviembre de 1610

Once personas condenadas a muerte acusadas de brujería eran conducidas al cadalso formando una fila cruel y vacilante que avanzaba entre la multitud excitada. Cinco de ellas: María de Echalecu, Estevanía de Petrisancena, Juanes de Odia, Juanes de Echegui y María de Zozaya, hacía tiempo que habían abandonado el mundo de los vivos, pero el Santo Oficio no permitió que la minucia de haber fallecido impidiera que sus efigies de tamaño natural, talladas en madera por un tal Cosme de Arellano, recibieran la purificación del fuego. A Cosme el encargo inquisitorial le pilló por sorpresa. En más de una ocasión había visto cómo los religiosos rechazaban sus tallas porque su realismo exaltado a la hora de representar el desgarro vital de la Dolorosa o los latigazos en el cuerpo del eccehomo hacían que incluso las beatas más imaginativas sufriesen vahídos y tuvieran malos sueños. Por eso, cuando Cosme aceptó el requerimiento del Santo Oficio de confeccionar las efigies de los condenados en el auto de fe, se sintió embargado por el nerviosismo. Al fin llegaba su ansiada oportunidad. Toda la ciudad y una multitud de forasteros llegados para la ocasión se deleitarían con su trabajo. Ni en sus más fabulosas ensoñaciones había conjeturado un auditorio tan nutrido y se entregó a la labor en cuerpo y alma. Acudió a las cárceles secretas para entrevistarse con el carcelero y con los compañeros de celda de los fallecidos. Quería saber cómo eran los ojos que sus modelos lucieron en vida, la calidad de sus cabellos, su complexión, su gesto a la hora de abandonar este valle de lágrimas… Cosme no deseaba que sus tallas fuesen meros tarugos de madera con forma humana. El alba le sorprendió varios días imprimiéndoles a las figuras el realismo trágico que él consideraba acorde con la ocasión. Esculpió gestos de contrición, cabezas despeinadas, ojos desorbitados que se perdían en el infinito y manos con dedos engarfiados alzándose al cielo en señal de súplica, hasta que logró un quinteto de espanto, comparable solamente con el de las ánimas en pena en un día de Todos los Santos. Cosme quedó entusiasmado con el escalofriante resultado de su trabajo pero, para su disgusto, no le quedó más remedio que disimularlo cubriendo con trapos las efigies durante el tiempo que permanecieron en su taller porque cuando su esposa se paseaba despistada a media luz y el espectáculo de las maderas retorcidas le salía al paso, el corazón se le encogía como una pasa, lanzaba un grito de pánico, se le caían los peroles de las manos y un fragor de cacharrería inundaba la casa erizando los pelos del gato. Pese a que eso demostraba que había realizado con satisfacción su encargo, Cosme se sintió un poco decepcionado cuando el tribunal le informó de que un pintor profesional sería el encargado de la policromía de las efigies intentando evitar así la frescura de su paleta de colores entre los que eran famosos sus bermellones sangrantes y sus índigos rabiosos. Al parecer, la idea del Santo Oficio era representar a los reos fallecidos con severidad pero sin llegar a rozar el escarnio. Cosme cobró por todo su trabajo un total de 142 reales.

La culpa de que se tuvieran que confeccionar efigies para representar a esos cinco condenados la tuvo una extraña epidemia de fiebres y dolores abdominales severos que, meses antes de celebrarse el auto de fe, se había posesionado de las cárceles secretas de la Santa Inquisición y había hecho mella entre los cautivos. La enfermedad les provocaba delirios, frenesí e incapacidad para los interrogatorios. De vez en cuando, la dolencia parecía darles una tregua, amanecían súbitamente lúcidos, con buen color en las mejillas y apetito, pero en cuanto los inquisidores se ponían ante ellos con la intención de aprovechar su repentina mejoría para interrogarlos, recaían, se amustiaban, volvían a mostrarse nuevamente extraños, desmemoriados y febriles dando al traste con todos los planes inquisitoriales para ese día. Aquello comenzó a despertar las sospechas de los componentes del tribunal.

La efigie que encabezaba la fila de los condenados el día del auto de fe era la de la viuda María de Echalecu, una lavandera de cuarenta años natural de Urdax. Antes de que su esposo falleciera, María fue cantarina y despistada. Cuando nadie podía verla, gustaba de arrancar tortillitas de cal de la pared para metérselas luego en la boca con ansia infantil hasta que se disolvían por completo sobre su lengua. También masticaba tierra y se mordía las uñas a escondidas. Siempre vivió en el mismo lugar, un caserío que pertenecía a su familia y que heredó por ser la primogénita, según la tradición ancestral de los navarros. Su vecina fue desde siempre su mejor amiga, casi una hermana. Pasaron juntas por los descubrimientos asombrosos de la infancia, por el tiempo de la primera demostración y sus consecuencias, afrontaron con conmoción de mártires la muerte de sus respectivos padres apoyándose la una en la otra y se regocijaron con los buenos momentos, compartiéndolos y saboreándolos con todos los sentidos porque los consideraban regalos del cielo. Las dos mujeres se amaron desde siempre, como sólo podían amarse el cielo y el sol, como los árboles y la tierra, y eso despertó las sospechas de los vecinos que eran poco dados a creer en las amistades incondicionales. Para acallar el qué dirán, las dos acabaron por aceptar un marido. Los hombres, que en un principio parecían llevarse bien, comenzaron poco a poco a mirarse con desconfianza y a sentirse amenazados por la amistad de las mujeres, hasta que les prohibieron cualquier tipo de contacto entre ellas. La valla que dividía las dos propiedades se convirtió en una barrera fronteriza que un día aparecía arrancada y otro apuntalada dos varas más allá. Los pleitos acabaron cuando murió el esposo de María y el marido de su amiga aprovechó para acusarla frente al Santo Oficio de hechizar a sus vacas para que produjesen leche agriada y de provocar el pedrisco que había logrado arruinar su cosecha de aquel año. La detuvieron una mañana temprano. Cuando María enfermó dentro de la cárcel secreta, los médicos inquisitoriales le diagnosticaron una dolencia provocada por la pérdida del ritmo del trabajo, del aire fresco de la mañana entrando y saliendo de sus pulmones y de su ración diaria de leche recién ordeñada. Todo ello había quebrantado su fuerte constitución. Pese a todo, no negaron que la dichosa enfermedad tenía algo de sobrenatural ya que, en sus últimos momentos, como por arte de magia y antes de que pudiera confesar su culpabilidad, la mujer perdió definitivamente la compostura, se levantó con muchos esfuerzos del catre y avanzó tambaleante hasta la columna de fulgor solar que descendía por el tragaluz, rasgando la oscuridad de la celda.

—Está ahí… es mayo tras la ventana. Mayo… está cerca… Mayo —dijo mirando hacia el techo con ojos vidriosos—. Ya voy, ya voy, ya voy… —murmuró.

No llegaron a comprender de qué hablaba porque ya casi terminaba el mes de agosto y achacaron esas fra

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