1
Los rayos del sol naciente bañaron las cimas del Tauro, los picos nevados se tiñeron de rosa y centellearon cual joyas en el valle sumido aún en la sombra. Luego el manto luciente comenzó a extenderse lentamente sobre las crestas y las laderas de la gran cadena montañosa despertando la vida adormecida de los bosques.
Las estrellas palidecieron.
El halcón fue el primero en planear en las alturas para saludar al sol, y sus agudos chillidos resonaron en las paredes de roca y en los barrancos, en los ásperos despeñaderos entre los que corría espumante el Korsotes, crecido tras fundirse las nieves.
Sapor I de Persia, el rey de reyes, de los persas y de los no persas, el señor de los cuatro rincones del mundo, volvió a la realidad al oír aquel chillido y alzó la mirada para escrutar el amplio vuelo del señor de las alturas; luego se acercó al purasangre árabe espléndidamente enjaezado que le traía el escudero. Un criado se arrodilló para que él pudiera apoyar el pie sobre su pierna flexionada para saltar sobre la silla. Otros dos criados le trajeron el arco y la cimitarra con su funda de oro y un abanderado se colocó a su lado empuñando el estandarte real: un largo pendón de seda roja con la imagen bordada en oro de Ahura Mazda.
Sus oficiales le aguardaban en el centro del campamento armados hasta los dientes, montados en sus caballos cubiertos con preciosas gualdrapas, con la frente protegida por chapas de acero. Ardavasd, el comandante supremo, le saludó con una profunda inclinación que inmediatamente imitaron los demás; luego, a una señal del rey, tocó los ijares del caballo con sus talones y se puso en marcha. Todos los demás oficiales se colocaron en abanico a derecha e izquierda de Sapor y comenzaron juntos a descender de la colina.
La luz había alcanzado ya la entrada del valle y comenzaba a iluminar las torres de Edesa, situadas en lo alto de la planicie semejante a una estepa batida por el viento del desierto.
Un gallo saludó al astro naciente con un reclamo largo y repetido.
En el patio de su casa, Marco Metelo Aquila, legado de la II Legión Augusta, estaba en pie desde hacía rato, vestido ya y con la armadura puesta.
Oriundo de Italia del sur, había endurecido huesos y músculos en el largo servicio que había prestado en todas las fronteras del imperio: la costumbre de gritar a sus comandantes en el campo de batalla había vuelto profunda y ronca su voz y brusco su modo de hablar. Los pómulos altos, la mandíbula recia y la nariz recta acreditaban su descendencia aristocrática, pero el corte sobrio, casi ordinario, de su cabello y su barba, que nunca conseguía domar la navaja, delataban la austeridad del soldado y su costumbre al esfuerzo. Por su apellido, pero también por el color ambarino de los ojos y por cierta expresión rapaz de la mirada ante la inminencia del combate, se le conocía en todos los destacamentos al sur del Tauro como el «comandante Águila».
En aquel momento estaba enganchando la espada corta en su cinturón; era un arma obsoleta, heredada de una estirpe antigua, que él se negaba a colgar de la pared y a cambiar por el arma de dotación. Es más, siempre llevaba otra colgada de la silla del caballo y solía decir que con dos de ellas podía igualar a las espadas más largas.
—El canto de un gallo en una ciudad sitiada es de buen augurio —dijo mientras un ayudante le prendía en los hombros la capa roja, insignia de su rango—. Si él ha sobrevivido al hambre, también nosotros lo haremos.
Se acercó al templete de los lares y depositó una ofrenda, pequeña pero tanto más preciosa en aquella época de gran penuria —un puñado de harina de farro en honor a sus antepasados—, y se dispuso a salir.
Le detuvo la voz de su esposa:
—Marco.
—Sí, Clelia. ¿Cómo es que te has levantado tan temprano?
—¿Te vas sin tan siquiera despedirte de mí?
—No quería despertarte. Anoche te quedaste despierta largo rato y has dormido mal.
—Estoy preocupada. ¿Es cierto que el emperador quiere ir al encuentro del persa?
Marco Metelo sonrió.
—Es increíble cómo las mujeres consiguen siempre enterarse de las noticias que nosotros tratamos de mantener en secreto.
—Ya. ¿Y entonces?
—Mucho me temo que sí.
—¿Irá?
—Es muy probable.
—Pero ¿por qué?
—Ha dicho que la paz bien vale arriesgar la vida.
—¿Y tú? ¿No harás nada por disuadirle?
—Hablaré si me pide mi parecer, y en ese caso procuraré hacerle cambiar de idea. Pero cuando haya tomado una decisión, mi puesto estará a su lado.
Clelia inclinó la cabeza.
—Tal vez lo único que quiera es ganar tiempo. Galieno está en Antioquía. En pocos días a marchas forzadas podría estar aquí con cuatro legiones y desbloquear la ciudad. —Le levantó la barbilla y vio que tenía los ojos húmedos de lágrimas—. Clelia, llorar al despedirse del marido es de mal augurio, ¿no lo sabes?
Clelia trató de secarse los ojos. En ese mismo instante se oyó el ruido de unos piececitos que bajaban precipitadamente la escalera y una voz que llamaba:
—¡Padre! ¡Padre!
—¡Tito! ¿Qué haces aquí? ¡Vuelve enseguida a la cama!
—Habías prometido que hoy me llevarías contigo a la palestra.
Marco Metelo se inclinó para mirar a los ojos al niño.
—Me ha llamado el emperador. Él es el padre de todos, hijo mío, y cuando nos llama hemos de acudir a su lado. Ahora vuelve a la cama y trata de dormir.
El pequeño puso de repente cara seria.
—Te irás con el emperador y me dejarás solo.
El rostro de Marco Metelo se ensombreció a su vez.
—Pero ¿qué dices? Volveré, puedes estar seguro. Te prometo que volveré antes de que se haga de noche. Y tú sabes que un romano siempre mantiene la palabra dada.
Besó a su mujer, que estaba llorando, y salió.
En la calle, a los lados de la puerta de entrada, le esperaban sus ayudantes de campo, los centuriones Elio Cuadrato y Sergio Balbo. El primero era italiano, de Priverno. El segundo hispano, de Cesaraugusta. Ambos tenían la cara marcada por el tiempo y por las muchas batallas libradas por todo el imperio; sus rasgos eran duros, las cejas pobladas y la barba hirsuta. Cuadrato llevaba el pelo muy corto, tenía entradas, era alto y de complexión maciza. Balbo era más bien bajo y de tez morena, pero sus ojos eran claros; su nariz chata acreditaba su pasión por el pugilato.
Metelo se puso el yelmo, se ató las tiras debajo de la barbilla, intercambió una mirada de complicidad con ellos y dijo:
—Vamos.
Recorrieron las calles aún desiertas y silenciosas de la ciudad a paso lento, cada uno absorto en sus pensamientos, cada uno con una pena en el corazón.
El canto del gallo resonó de nuevo y el sol inundó de luz la calle que recorrían haciendo resplandecer el empedrado de basalto y alargando sus sombras hasta los muros de las últimas casas a sus espaldas.
En un cruce de calles se encontraron de frente con otro grupo de oficiales que se dirigían, evidentemente, a la misma cita.
Marco reconoció a su colega.
—Salve, Lucio Domicio.
—Salve, Marco Metelo —le saludó el otro.
Prosiguieron juntos hasta el foro, que atravesaron en dirección al cuartel general. Desde allí podía verse el camino de ronda en la atalaya de las murallas. El cambio de guardia: pasos cadenciosos, el ruido metálico de las jabalinas contra los escudos. Saludos. Órdenes secas.
—El último cambio de guardia —dijo Marco Metelo.
—Por hoy —corrigió Lucio Domicio.
—Por hoy —confirmó Metelo.
Lucio Domicio era supersticioso.
Llegaron a la entrada del cuartel general. Les esperaba Casio Silva, comandante de la plaza, compañero de tienda y de armas durante años de Galieno, el hijo del emperador.
Un piquete de pretorianos presentó armas al paso de los tres legados y los introdujo en el interior. Los centuriones y el resto de oficiales de inferior graduación se quedaron fuera.
El emperador Licinio Valeriano les recibió en persona, listo y armado.
—Os comunico que he decidido ir al encuentro de Sapor. Desde anoche, un destacamento de los nuestros, una cincuentena de hombres, está en tierra de nadie en el margen derecho del Korsotes. Desde la otra parte del río, otros tantos jinetes persas vigilan y defienden el terreno en el que tendrá lugar la cita.
»No se trata de un encuentro improvisado: nuestros plenipotenciarios han preparado los asuntos que discutiremos de modo que todo sea más simple.
»Sapor parece dispuesto a discutir el final del sitio a Edesa, aunque la ciudad, por su posición de nexo de unión geográfico y comercial entre Anatolia y Siria, sea muy importante, a cambio de un acuerdo general que replantee las relaciones entre nuestros dos imperios y establezca una paz duradera. Nos pide que renunciemos a algún territorio en Adiabena y en Comagene, pero está abierto a otras soluciones. Está dispuesto a negociar. Las premisas me han parecido buenas y he decidido ir a su encuentro.
—La tuya es una sabia decisión, César —aprobó Casio Silva.
Lucio Domicio Aureliano había escuchado hasta ese momento con el semblante sombrío, apretando con la mano la empuñadura de la espada. Era un soldado formidable: en diversas campañas había dado muerte con sus manos a casi novecientos enemigos y tenía otras tantas manchas grabadas en el mango de su jabalina. Su rapidez en desenvainar la espada era tal, que sus hombres le llamaban Manus ad Ferrum, «Mano a la espada». Pidió la palabra.
—He oído decir que tu hijo Galieno se encuentra en Antioquía y que podría estar aquí con cuatro legiones en unos cinco días. ¿Por qué correr riesgos?
—Porque tenemos comida suficiente solo para dos —rebatió Silva.
—Podemos racionarla; un poco de hambre nunca ha matado a nadie.
—No se trata solo de los víveres —replicó el emperador—. No es cierto que Galieno esté a punto de llegar, ni que vaya a emplear en ello solo cinco días. Nuestros informadores dicen que hay unidades de caballería persa a lo largo de todo el camino de Antioquía con la misión de cortar nuestras comunicaciones y de impedir los aprovisionamientos. No. Debo ir al encuentro de Sapor. Aunque solo sea para descubrir sus intenciones. Si podemos sentar las bases de un acuerdo duradero, tanto mejor. Si consigo ganar tiempo y evitar un ataque mientras esperamos que llegue Galieno, será en cualquier caso un buen resultado. El hecho de que haya sido Sapor quien haya solicitado el encuentro me hace concebir ciertas esperanzas.
Se volvió hacia Metelo.
—¿Y tú no dices nada, Marco Metelo? ¿Cuál es tu parecer?
—Que no vayas, César.
Valeriano le miró más sorprendido que turbado.
—¿Por qué?
—Porque todo este asunto no me gusta. Huele a trampa a una milla de distancia.
—He tomado todas las precauciones; el encuentro se hará en un campamento neutral, en terreno descubierto. Cincuenta hombres de escolta por cada bando. No puede pasar nada. Iré; ya lo tengo decidido. Además, no quiero que Sapor crea que el emperador de los romanos tiene miedo.
Salió, seguido por los otros oficiales.
Metelo se acercó a su lado.
—Entonces iré contigo, César.
—No —respondió el emperador—. Es mejor que te quedes aquí. —Se le acercó hasta casi hablarle al oído—. Quiero estar seguro de que encontraré la puerta abierta cuando vuelva.
—Entonces deja aquí a Lucio Domicio: es el hombre más leal que conozco, tiene un gran ascendiente sobre las tropas y ya se ha encontrado en situaciones parecidas. Yo te seré de más utilidad allí fuera.
El emperador miró a Metelo y luego a Lucio Domicio, que se había quedado unos pasos atrás, y asintió.
—Está bien, entonces. Tú vendrás conmigo y Lucio Domicio se quedará en la ciudad. Quiera el cielo que esta sea la decisión acertada…
Casio Silva sonrió.
—Da igual quién vaya contigo, César, no cambia nada las cosas. Dentro de poco volveremos a reunirnos para la comida, a menos que Sapor quiera invitarnos a su lujosa tienda.
Un caballerizo trajo el caballo del emperador y Marco Metelo hizo que se llevaran el suyo. Como de costumbre, el ayudante había ya atado la segunda espada corta al pomo de la silla.
Lucio Domicio levantó la mirada hacia los glacis. Desde la torre de guardia, un soldado hizo ondear un paño rojo: una, dos, tres veces.
—Indican que está todo listo… —dijo.
Un paño blanco ondeó desde la atalaya de derecha a izquierda y luego de izquierda a derecha.
—… y que todo está tranquilo. Nada sospechoso.
—Muy bien —aprobó Valeriano—. Andando.
Clelia había conseguido meter de nuevo al niño en la cama y se dirigía hacia la azotea con la esperanza de poder ver qué sucedía extramuros; de repente, oyó un ruido.
Aguzó el oído, pero no oyó nada más. Quizá lo había imaginado. Empezó de nuevo a subir la escalera, pero volvió a oír el ruido, claro y distinto; parecía provenir del sótano.
Clelia cogió una vela de una repisa, la encendió con la llama de una lucerna y se dirigió hacia la planta baja. Estaba preocupada por la ausencia de su marido porque prácticamente estaba sola en casa. ¿Qué podía ser?
Trató de seguir el ruido; provenía sin duda del subterráneo. Abrió la puerta que daba al sótano y empezó a bajar la escalera manteniendo la vela en alto.
—¿Quién hay ahí? —preguntó en voz alta.
Respondió una especie de estertor.
—¿Quién hay ahí? —repitió.
Aguzó el oído y oyó unos pasos arrastrados que provenían de detrás de un postigo. Por lo que sabía, la puerta cerraba el desagüe de una vieja instalación termal que conducía hacia el exterior de la ciudad; desde que vivía en aquella casa nunca la había abierto. Pegó el oído a ella y oyó de nuevo ruidos, amplificados por el vacío. Descorrió el cerrojo y estiró con todas sus fuerzas para abrirla, agarrando con ambas manos la pestaña. La puerta chirrió, gimió y cedió de golpe. Clelia retrocedió con un grito de terror.
Delante de ella había un hombre medio desnudo y cubierto de sangre que la miró por un instante con una expresión de extravío; luego se desplomó en el suelo con un estertor agónico.
Clelia se dio cuenta enseguida de que aquel pobre desgraciado no representaba ningún peligro porque se estaba muriendo. Lo hizo rodar a un lado, puso su chal debajo de su cabeza y fue en busca de un vaso para darle un poco de agua.
El hombre bebió y comenzó a hablar.
—Hemos sido traicionados… Avisad…, avisad…
—¿Quién eres? —preguntó Clelia—. ¿Quién eres?
El hombre estaba en las últimas.
—Nos han sorprendido y atacado…, avisad al emperador de que no…, no vaya al… Es una emboscada…, es una…
Ladeó la cabeza, sin vida.
Clelia se estremeció; en un instante imaginó qué había sucedido y qué podría ocurrir si no trataba de parar la máquina mortífera que el enemigo había puesto en marcha.
Volvió a subir a toda prisa la escalera, cruzó el patio y salió al exterior, a la calle. La ciudad estaba aún desierta y Clelia echó a correr.
La guardia abrió la puerta que daba al exterior y el pequeño cortejo imperial se puso en marcha para dirigirse hacia el lugar de encuentro. El sol estaba ya por encima del horizonte y dibujaba claroscuros en el terreno árido y pedregoso que rodeaba la ciudad, diseminado de matojos de amaranto y de terebinto. El Korsotes discurría a su izquierda a lo largo de un trecho, luego doblaba a occidente interceptando la marcha.
La escolta que había pasado la noche defendiendo el vado les aguardaba a escasa distancia, en tierra de nadie, para acompañarles hasta el margen opuesto, donde iban a encontrarse con el rey de los persas, Sapor. Un centurión, que hizo una seña de saludo, y unos cincuenta jinetes se pusieron en marcha cuando el emperador y su séquito estuvieron a menos de cien pies del vado.
Metelo observó algo extraño y su rostro se ensombreció. Hizo una seña a Balbo.
—¿Qué pasa, comandante? —preguntó este en voz baja.
—Piernas blancas.
—¿Qué?
—Tú mismo puedes verlo. Estos hombres llevaban los bombachos hasta ayer mismo. Son persas, no romanos.
—Maldición, ¿y dónde están los nuestros?
—Probablemente asesinados. Avisa al emperador, yo voy a intentar mandar una señal a Lucio Domicio. Aún estamos a tiempo de salvarnos.
Balbo se acercó al emperador y le susurró algo al oído.
Metelo dirigió el escudo hacia el sol y comenzó a lanzar destellos intermitentes hacia las murallas.
Lucio Domicio, que observaba con ansiedad cómo se acercaba el grupo al vado, se sobresaltó al ver las señales.
—Pi-er-nas blan-cas —silabeó—. Piernas blancas —gritó acto seguido—. ¡Persas! ¡Es una traición! El emperador está a punto de caer en una emboscada. ¡Trompeta, toca a alarma! ¡Que salga la caballería! ¡Rápido, rápido! ¡Abrid la puerta!
Los legionarios de guardia abrieron la puerta y el trompeta llamó a reunión a la unidad montada que estaba acuartelada no muy lejos, cerca de la residencia del emperador.
Al cabo de pocos instantes un centenar de jinetes se presentaron delante de la puerta ya abierta de par en par y se prepararon otros tantos de refuerzo, pero Casio Silva, a la cabeza de una unidad de pretorianos, los interceptó.
—¿Quién ha ordenado la salida? ¿Estáis locos? ¡Quietos, quietos he dicho!
—La he ordenado yo —gritó Lucio Domicio desde la atalaya—. El emperador está en peligro. ¡Han tendido una emboscada, debemos sacarlos de allí enseguida!
—El responsable de la plaza fuerte soy yo —rebatió Silva—, y ordenar una salida ahora, en medio de una negociación, me parece una locura; significaría exponer a los nuestros a la reacción violenta de los persas, y por tanto a una muerte segura. No hay motivos para pensar que el emperador está en peligro. Está todo tranquilo. ¡Cerrad la puerta!
Lucio Domicio bajó precipitadamente.
—Pero ¿qué dices? ¡Esto es traición! ¡Tendrás que dar cuenta de una decisión semejante!
Silva hizo una seña a los pretorianos que tenía consigo.
—El legado Lucio Domicio Aureliano queda arrestado por insubordinación hasta nueva orden. ¡Cumplid la orden! Y vosotros —dijo vuelto hacia los soldados del cuerpo de guardia— cerrad esa puerta.
Los pretorianos rodearon a Lucio Domicio, que tuvo que entregar la espada, y se lo llevaron. Los soldados comenzaron a cerrar los pesados batientes de la puerta.
Clelia, mientras tanto, tras llegar jadeante a las inmediaciones del cuerpo de guardia, había asistido a la escena y sentía que se le paraba el corazón. ¡Su marido estaba allí fuera, ignorante de todo, y dentro parecía que se tramaba una conjura!
Miró en torno angustiada, vio a un caballerizo que traía un caballo cogido de la brida y no lo dudó un instante. Desgarró su vestido por debajo de las rodillas, arrojó al suelo al caballerizo de un empellón, montó de un salto sobre el caballo y lo espoleó para alcanzar a toda velocidad la salida.
El caballo se encabritó delante de la puerta que se cerraba, golpeó los batientes con los cascos delanteros y se abrió paso hacia el exterior. Clelia lo espoleó aún más y se lanzó al galope.
La escuadra imperial se encontraba ya cerca del vado y la falsa escolta estaba a punto de alcanzar la orilla del torrente. Nadie se había puesto aún en marcha, pero la decisión estaba ya tomada.
—Apenas hayamos pasado a la otra orilla del río —dijo Metelo—, daremos media vuelta y nos lanzaremos hacia la ciudad. La ventaja será suficiente para ponernos a salvo.
—Siempre que alguien abra esa puerta —dijo Balbo—. Si han recibido nuestro mensaje, no comprendo por qué no han acudido en nuestra ayuda.
Apenas había terminado de decir estas palabras cuando Cuadrato le interrumpió:
—Mirad, deben de haber comprendido; está llegando alguien de la ciudad. Pero ¡si es una mujer! —exclamó acto seguido.
Marco Metelo se volvió hacia las murallas y se quedó pasmado.
—¡Es Clelia! ¡Es mi mujer!
La falsa escolta entretanto comenzó a atravesar el vado.
El emperador hizo una seña a Metelo.
—¡Ve!
Y este se lanzó al galope. Vio que Clelia avanzaba a gran velocidad diciendo algo a gritos. Ahora se encontraba casi a medio camino entre él y las murallas de Edesa y seguía avanzando, pero de improviso algo voló de las murallas hacia lo alto, en amplia parábola: ¡flechas!
Unos silbidos rasgaron el aire. Una, dos flechas se hincaron en el terreno, la tercera dio en el blanco y Clelia se desplomó en el suelo.
Metelo se precipitó hacia ella, se apeó del caballo y la cogió en sus brazos mientras aún respiraba. La flecha le había traspasado la espalda y le asomaba por el pecho, sus ropas estaban totalmente empapadas de sangre.
Metelo la estrechó contra sí llorando de rabia y de dolor, besando sus labios ya exangües, su frente, su pelo.
—Es una trampa —murmuró Clelia—. La escolta ha sido asesinada… Silva es…, es… Por favor, ponte a salvo, ve en busca de nuestro hijo. Está solo…
—Iré a buscarlo. Te lo prometo.
Clelia ladeó la cabeza y se desplomó, exánime. Marco Metelo sintió que moría con ella en aquel momento.
Alzó la mirada hacia la puerta de Edesa tozudamente cerrada, hacia las murallas, y distinguió en ellas una capa roja: seguramente era la de Silva. Se volvió hacia el vado y vio que el combate había empezado, ¡el emperador estaba cercado!
Al verlo, Metelo se recobró, recuperó la sangre fría y la determinación. Echó un puñado de polvo sobre el cuerpo de su esposa, a modo de simbólica sepultura, se tragó las lágrimas, saltó sobre el caballo y lo espoleó en una loca carrera hacia la orilla del Korsotes.
Irrumpió entre las filas de los guerreros persas de la falsa escolta blandiendo dos espadas, una en cada mano, y mandó a dos de ellos dentro del río, a derecha e izquierda; luego atacó a los demás con espantosa violencia. Golpeaba en todas direcciones; desgarraba, traspasaba, mutilaba, partía huesos y cráneos, abriéndose paso hacia Valeriano.
Llegaban guerreros persas de todas partes y Metelo supo que no le quedaban más que unos instantes para dejar el camino expedito para la huida del emperador. Pero cuando se dio la vuelta vio que Valeriano era derribado del caballo y caía en el agua en medio de enemigos. Exclamó: «¡Salvad al emperador!» y se arrojó hacia delante como un ariete.
Saltó del caballo y se lanzó contra los enemigos llamando a los suyos:
—¡Balbo, Cuadrato, a mí!
Los dos centuriones le flanquearon como mastines, se irguieron como torres a su lado y abatían con los escudos a todo aquel que se acercaba, traspasando con las espadas a aquellos que tenían delante, arrollando, pisoteando e inmovilizando con el canto inferior de los escudos a los que habían caído al suelo. Valeriano se defendía con una energía increíble para su edad, pero tenía que enfrentarse a la tumultuosa corriente del río y al mismo tiempo parar los golpes de los enemigos. Perdió el equilibrio; estaba a punto de morir a manos de un persa que levantaba en aquel momento la jabalina. Pero Metelo, en ese mismo instante, cayó encima de él por detrás y le cortó ambos brazos con dos golpes sucesivos y fulminantes; luego lo empujó dentro de la corriente como si de un tronco se tratara y se colocó al lado del emperador. Protegido por Balbo y Cuadrato, le ayudó a subir a su caballo, golpeó al animal en el lomo con la parte plana de la espada y el purasangre se lanzó a la carrera hacia la ciudad.
Valeriano cabalgaba a gran velocidad, consciente de que sus hombres se estaban sacrificando para salvarle la vida; estaba decidido a hacer salir de Edesa a todas las fuerzas disponibles para que acudieran en su auxilio y para hacer pagar al persa su doblez. Pero de pronto vio que un destacamento de enemigos avanzaba por la torrentera que tenía a su derecha y por la que discurría el río y se dirigía hacia occidente cortándole el paso hacia la ciudad.
Volvió grupas esperando poder alcanzar una de sus avanzadillas del camino de Nisibi, pero una línea de infantes se plantó de golpe delante de él como si hubiera surgido del terreno para cortarle el paso.
Valeriano no aminoró la marcha; al contrario, espoleó a su caballo y dio un formidable salto con el que superó la línea de infantes. Convencido de estar ya a salvo, pensaba en cómo vengaría la sangre de sus bravos combatientes, pero sus pensamientos se interrumpieron de repente al ver a una multitud de jinetes e infantes que asomaba por el perfil de las colinas de enfrente. Era Sapor en persona, en medio de un agitar de pendones de púrpura; iba a la cabeza del ejército persa, que se desplegaba en un frente enorme que cerraba todos los pasos y todos los caminos.
El emperador de los romanos se dio cuenta de que no tenía escapatoria y volvió grupas hacia el vado para morir empuñando la espada junto con sus hombres; quería poner fin a una vida intachable con una muerte digna. Sin embargo, cuando estaba a punto de arrojarse a la refriega que se recrudecía aún más en el vado, sonaron las trompetas y todos los soldados persas se retiraron dejando a los romanos en el centro de un amplio círculo de hombres armados.
Jadeantes, extenuados, cubiertos de sangre por las numerosas heridas, los soldados del pequeño destacamento se prepararon para recibir al emperador que no había logrado ponerse a salvo.
Marco Metelo Aquila salió del río y formó a sus hombres a lo largo de la orilla para afrontar su destino.
2
Sapor tocó con los talones los ijares del caballo y avanzó al paso hacia el pequeño grupo de romanos.
Valeriano hizo una seña de que permanecieran quietos y fue a su encuentro él solo, a pie. El persa vestía unos bombachos de seda finamente recamados, medio transparentes; lucía unos largos bigotes con las guías hacia arriba e iba tocado con una mitra de formas elaboradas y adornada con unas altísimas plumas de avestruz; ceñida a su costado llevaba una espada en una funda de oro recubierta de gemas. El romano estaba cubierto de fango y de polvo, tenía la coraza desarticulada, la túnica desgarrada, profundos cortes en los brazos y la sangre corría por sus piernas.
Sapor hizo un gesto y dos de los miembros de su guardia personal se precipitaron sobre el emperador de los romanos y le echaron al suelo obligándole a arrodillarse frente a él.
Metelo se lanzó hacia delante gritando:
—¡Dejadle, bellacos! ¡Lucha conmigo, bárbaro, si tienes valor! ¡Baja del caballo! ¡Te arrancaré esas plumas y te las haré tragar, bastardo, hijo de perra!
Pero una red cayó sobre su cabeza y lo inmovilizó como a un león en una trampa. Los otros fueron rodeados y desarmados.
Sapor apenas se dignó mirarle; hizo una seña a sus hombres y se alejó pasando entre las filas de los soldados en dirección al campamento del que había salido antes del alba.
A través de las mallas de la red en la que estaba aprisionado, Marco Metelo vio una extraña figura: un hombre o quizá un muchacho, a juzgar por su complexión, vestido con unas ropas de corte nunca visto, con el rostro embozado con una tela amarilla que dejaba al descubierto solo los ojos, dos negrísimos ojos rasgados. Intercambiaron una mirada intensa y fugaz antes de que el misterioso personaje desapareciera entre el séquito de Sapor.
Se los llevaron hacia un caserío medio en ruinas y los encadenaron, de brazos y piernas, uno por uno, empezando por Valeriano. Al ver a su emperador rodeado de cadenas Metelo no pudo contener las lágrimas. Luego los ataron por parejas; el primero de ellos, el centurión Balbo, iba atado a la silla del último de los jinetes que le escoltarían hacia su destino. Eran diez, aparte del emperador: el comandante Metelo, los dos centuriones Elio Cuadrato y Sergio Balbo, un optio llamado Antonino Salustio, y siete legionarios: Luciano, Severo, Rufo, Septimio, Publio, Emilio y Marciano.
Caminaron durante todo el día sin comer ni beber y bajo un sol que los asaeteaba con sus rayos; no se les permitió hacer un alto hasta después de la puesta del sol. Recibieron pan y dátiles y un poco de agua. Al caer la noche se tumbaron entre las piedras para descansar, sin siquiera un harapo con el que protegerse del punzante frío.
El emperador no había pronunciado ni una palabra desde que se había visto obligado a arrodillarse ante su enemigo; estaba aparte, acuclillado, con la espalda apoyada en una roca.
Marco Metelo estaba roto por la pérdida de su mujer, que no conseguía aceptar aún, y trastornado por haberse separado de su hijo, al que tenía pocas esperanzas de volver a ver. Nunca en la vida se había encontrado en un estado de ánimo tan próximo a la desesperación; sin embargo, al ver a Valeriano, un hombre que había consagrado toda su vida al servicio del Estado y del pueblo, que había luchado, a pesar de su avanzada edad, con un valor increíble y que había sufrido una insoportable humillación por parte del enemigo, olvidó sus pesares y sintió compasión por la situación del emperador.
Se le acercó para consolarlo.
—No tienes nada que reprocharte, César; has afrontado un riesgo mortal con el fin de lograr la paz. La fortuna nos ha dado la espalda. Le habría podido pasar a cualquiera.
Valeriano volvió lentamente la cabeza hacia él y levantó los brazos encadenados y las muñecas llagadas.
—¿De veras crees que esto ha sido obra de una fortuna adversa?
Metelo no respondió.
—¿Crees que nos han visto desde las murallas de Edesa?
—Creo que nos han visto, César.
—¿Y te has preguntado por qué nadie ha acudido en nuestro auxilio? ¿Por qué no se ha lanzado a la caballería para que nos socorriera?
—Es algo que no me explico —respondió Metelo—. Pero estoy convencido de que debe de haber sido una elección forzada, inevitable.
—En cambio yo creo que alguien ha decidido deliberadamente abandonarnos a nuestra suerte y que ese alguien estaba seguro de que nunca tendría que dar cuentas de esta decisión —dijo Valeriano con expresión sombría.
—Quizá vayas demasiado lejos con tus suposiciones, César —replicó Metelo—. Cuando se pierde el contacto se pierde también la capacidad de seguir los acontecimientos. Puede haber ocurrido algo así. Es posible que desde lo alto de las torres de guardia fuera evidente la imposibilidad de prestarnos ayuda. Tal vez alguien prefirió no mandar al matadero a unas tropas exhaustas y desnutridas en un intento sin esperanzas. Pero estoy convencido de que dentro de unos días los nuestros reaparecerán, vendrán a liberarnos, ya lo verás. Conozco a Lucio Domicio; es un hombre que no le teme a nada ni a nadie. Si no ha salido, por motivos que desconocemos, será únicamente porque la salida se ha pospuesto. Podría reaparecer de un momento a otro, créeme. Podría estar detrás de esas rocas de ahí, ¿las ves?
Valeriano clavó los ojos en él con una mirada llena de preocupación. Su rostro, cansado por el esfuerzo y las privaciones, era una máscara pétrea.
—No hay nadie detrás de esas rocas, comandante Metelo. Nadie. Y no vendrá nadie a buscarnos. Por eso te pedí que te quedaras.
Metelo, herido por aquellas palabras, inclinó la cabeza.
—Pero ¿por qué lo dices?
—Porque el mando de la plaza estaba en manos de Casio Silva.
—Sé lo que tratas de… No quería mencionarle porque sé que es amigo personal de tu hijo Galieno, pero mi mujer Clelia, antes de morir, mencionó su nombre.
Tenía los ojos brillantes mientras pronunciaba el nombre de su esposa. La herida era reciente, el dolor era aún demasiado fuerte para poder dominarlo.
—Tu mujer —suspiró Valeriano— se ha sacrificado para salvarnos. En vano. Si los dioses me escuchasen y nos concedieran volver, te juro que le dedicaría un monumento, como el de las antiguas heroínas de nuestra historia, que perpetuase su memoria y fama. Por desgracia nuestra condición actual es la de esclavos. Y tal parece que seguirá siendo. Silva nos ha abandonado a nuestra suerte, o incluso haya obrado peor… En estos momentos no consigo ahuyentar de mí la sospecha de que mi propio hijo, Galieno, haya podido tramar con los persas ese desgraciado encuentro, esa infamia.
Metelo no supo qué decir. ¿Qué responder a un hombre que hasta hacía pocas horas era el señor de medio mundo y ahora se encontraba completamente a merced de un enemigo traicionero y despiadado, a un hombre cargado de cadenas, atormentado por el frío y las heridas, pero sobre todo por la duda de la traición más dolorosa, la de su propio hijo?
Fue Valeriano quien rompió de nuevo el silencio, como si se sintiera culpable de haber frustrado el intento de aquel generoso soldado que quería aliviar su pena y su humillación.
—¿Debes de echarla mucho de menos, no?
—Tanto, que habría preferido morir antes que quedarme sin ella —respondió Metelo—. Nos enamoramos cuando todavía éramos unos muchachos y huimos juntos para evitar los matrimonios que nuestras respectivas familias habían decidido para cada uno de nosotros.
—Comprendo —respondió el emperador—, y sé que no hay nada que pueda recompensarte de una pérdida semejante. Pero debemos ser fuertes y afrontar nuestro destino como los soldados de Roma que somos. No demos a nuestros verdugos la satisfacción de vernos hundidos, el gusto de sabernos humillados.
Metelo asintió cansinamente.
—Hay algo que me tortura, que no me deja tranquilo.
—¿De qué se trata? —preguntó Valeriano.
—De mi hijo Tito. ¿Qué será de él? ¿Quién le protegerá? Mucho me temo que Lucio Domicio no tiene ningún poder dentro de las murallas de Edesa, pues de lo contrario habría venido en nuestra ayuda. Y mi mujer ya no está. Me siento impotente para proteger a la persona que más quiero en el mundo. Le había dado mi palabra de que estaría de vuelta antes de la noche. Y yo nunca he faltado a la palabra dada, nunca en mi vida.
—Esa promesa era sobre todo una esperanza, amigo —respondió el emperador—, y ver cumplidas nuestras esperanzas solo depende de nosotros en una mínima parte. Pero tómatelo como un voto. Los votos de los hombres justos llegan hasta el trono de los dioses. ¿Ves a ese soldado? —dijo señalando a un joven legionario de pelo rizado—. Acaba de hacer la señal de la cruz. También él hace votos, reza a su dios cristiano para que nos salve a todos y nos devuelva a nuestros hogares. Dicen que es un dios poderoso, más poderoso que nuestro Júpiter, que ya está desilusionado y demasiado cansado para seguir viendo desde lo alto de su trono las tonterías de los humanos.
Metelo observó al soldado: se llamaba Emilio y era de su legión, un valiente muchacho natural de Mesina, diestro con la espada, gran corredor, excelente nadador. En la desgracia era mejor tener cerca a hombres valientes que a remolones. Se acercó a él.
—¿Cómo va, soldado?
—Bien, comandante, dadas las circunstancias.
—Así me gusta. Siempre hay que pensar que habría podido ser peor. Estamos vivos, todos juntos, con nuestro emperador. Nosotros somos el centro del mundo mientras César esté vivo y con nosotros, recuérdalo.
Septimio se incorporó sobre los codos.
—Los nuestros vendrán a liberarnos, ¿verdad, comandante?
—Así lo espero, pero no podemos estar seguros. Estamos en territorio enemigo y nuestras mejores unidades se hallan en Edesa, sitiadas. ¿De dónde eres? —le preguntó al ver que era muy rubio y que tenía los ojos azules.
—De Condate, en la Galia.
—A los que son como tú deberíamos mandarlos al frente norte. Padecéis demasiado a causa del calor y las quemaduras.
—Me he acostumbrado ya, pero… sí, espero volver a mi tierra cuando haya terminado todo esto.
—Tengo puestas mis esperanzas en Lucio Domicio Aureliano; sé que hará todo lo posible para intentar liberarnos a nosotros y al emperador.
—Manus ad Ferrum —dijo Marciano, un legionario de la Séptima de caballería—. Ese sí que es un hombre. Nunca he visto a un combatiente como él. No se olvidará de nosotros, descuida. Él no se olvida nunca de sus hombres. Le he visto más de una vez arriesgar el pellejo para poner a salvo a un herido, o incluso para trasladar a un caído.
Ni Balbo ni Cuadrato, los dos comandantes, abrieron la boca. Eran hombres de cierta edad que las habían pasado moradas y habían aprendido a no hacerse ilusiones. Permanecían aparte con la cabeza apoyada en una piedra y parecían dormir, pero Metelo sabía que estaban despiertos y que no se les escapaba nada de cuanto se estaba diciendo.
—Permaneced juntos —dijo finalmente a sus hombres—. Uno pegado al otro, así os daréis calor. Esta noche hará mucho frío y seguro que estos bastardos no nos darán mantas.
—Habría preferido pegarme a alguna muchacha bonita, una de esas putillas de Antioquía con las tetas duras, en vez de a un centurión, pero no se puede tener todo en la vida —tuvo el valor de bromear Marciano.
—Te quejas por nada —dijo con una sonrisa Metelo—. De todos modos, es mejor bromear que dejarse vencer por el desaliento. A partir de ahora solo podemos contar con nosotros mismos. Hemos de sobrevivir, soldados; al precio que sea tenemos que sobrevivir. Nuestro único objetivo por el momento es este. Ninguno de nosotros quedará a su suerte; cada uno contará con la ayuda de todos los demás. Unidos podremos conseguirlo, creedme. Pero quiero que sepáis una cosa: formamos parte de una guardia imperial y nunca más que ahora debemos tener fe en nuestro compromiso y en nuestro juramento de fidelidad a César. A nadie se le permitirá irse si él no puede venir con nosotros. ¿Está claro? Toda tentativa aislada se castigará como una deserción y yo mismo me encargaré de pronunciar y de ejecutar la sentencia.
Y mostró la cadena tensándola entre sus muñecas.
Luego se acurrucó cerca de un tronco seco de tamarisco, se cubrió las piernas y los brazos con arena y trató de descansar un poco. Pero a cada movimiento que hacían los hombres o él mismo se oía un ruido de cadenas que redoblaba la agitación de su ánimo, ya porque le impedía conciliar el sueño, ya porque le recordaba su condición de prisionero y de esclavo; por más que tratase de recurrir a las fuerzas de su ánimo, la expresión de Clelia moribunda y el rostro del hijo que no volvería a ver le llenaban el corazón de amargura.
Rogó a sus antepasados que le mandasen una señal de su benevolencia y rogó a Júpiter Óptimo Máximo para que socorriera al emperador, su representante en la tierra y su sumo sacerdote; sin embargo, únicamente le respondió el largo reclamo de los chacales que merodeaban por la estepa en busca de carroña.
Al final, el esfuerzo se impuso al dolor y a la angustia y cedió al sueño.
Les despertó a patadas uno de los vigilantes; un criado les repartió un puñado de dátiles y se reanudó la marcha.
Iban hacia el este siguiendo la vertiente meridional de la cadena del Tauro. Se dirigían por tanto hacia el interior del Imperio persa a través de las regiones más accidentadas e inhóspitas. Primero se daba agua a los caballos y a los camellos y luego, si alcanzaba, a los prisioneros. Marchaban sin descanso y todo aquel que se retrasaba era azotado de inmediato por los vigilantes. Era evidente que su supervivencia no interesaba a nadie y que sus vidas no tenían el menor valor, ni siquiera como esclavos o forzados.
Al segundo día de marcha se unió a la columna otro grupo de prisioneros que venía probablemente del sur: tenían la piel oscura y el pelo rizado y vestían con un simple taparrabos de basto lino. En el centro de la caravana iban los camellos con las provisiones y los odres de agua, a los lados marchaban los prisioneros y por el exterior cabalgaban los vigilantes. Seguía un destacamento de un centenar de guerreros; entre ellos, Metelo descubrió a distancia al misterioso personaje de ojos rasgados que había visto el primer día. Parecía un hombre libre, ya que se movía a voluntad a lo largo de la columna, pero notó que los soldados persas, aunque disimuladamente, no le quitaban el ojo de encima.
Al tercer día, los vigilantes les soltaron los grilletes de los pies, lo cual supuso un gran alivio, tanto porque andar requería menos esfuerzo como por las llagas que se les habían hecho en los tobillos y que atraían nubes de moscas y de tábanos.
—Es una buena señal —dijo Metelo a sus compañeros—. Significa que servimos para algo. Quizá nos hagan trabajar en algún lugar y por tanto tienen interés en mantenernos con vida.
—Mirad —dijo en determinado momento Septimio—, nuestras armaduras.
Y señaló el único carro que avanzaba, tirado por mulos, con la columna.
—Son buenas hojas y buenas corazas —comentó Emilio—. ¿Por qué iban a tirarlas?
—Para ellos son simples trofeos. Está también la del emperador —observó Cuadrato.
—Si pudiéramos echarles mano —dijo Luciano, que era medio romano y medio griego, de Nicomedia—, aún podríamos darles un escarmiento a estos bastardos.
—Ahorra fuerzas —le hizo callar Balbo— para cuando lleguemos a destino. No creo que nos espere nada bueno, suponiendo que lleguemos vivos.
El emperador, a pesar de las molestias que tenía que soportar, mantenía una actitud de gran dignidad: la espalda erguida, la mirada firme, la frente alta. Sus blancos cabellos contrastaban con la piel bronceada por el sol y su impresionante orgullo infundía cierto respeto incluso a los miembros de la guardia que los escoltaban y que casi con toda seguridad conocían su identidad. Hablaba poco; normalmente permanecía absorto y encerrado en sí mismo, en una especie de austera soledad interior.
Aunque llevara muchas horas sin comer o beber, no por ello se lanzaba sobre la comida o el agua, sino que esperaba a que se las ofrecieran, cosa que sus hombres no dejaban nunca de hacer, tratando de honrarle de todas las formas posibles y de aliviarle las penalidades e incomodidades de aquella marcha inhumana.
Si los guardias le golpeaban con el látigo o con el asta de la lanza, soportaba estoicamente el dolor sin dejar escapar un lamento ni dar tampoco señales de haber acusado el golpe. Parecía no tener ya otro objetivo que salvar la dignidad y el honor, mucho más que la vida.
Caminaron durante más de un mes; atravesaron el Tigris sobre puentes de barcas, y finalmente comenzaron a perfilarse delante de ellos los contornos de las colinas de la Mesopotamia oriental y seguidamente las crestas de una gran cadena montañosa.
—Nos llevan a Persia —dijo Metelo.
—¿Cómo lo sabes, comandante? —preguntó Cuadrato.
—Esos son los montes de Elam —precisó Metelo— y delimitan la planicie de Persia que se extiende a lo largo de mil quinientas millas hasta los confines de Bactriana.
—Pero, entonces, tú has estado ya por estos pagos.
—No, en absoluto, pero he estudiado las expediciones de Craso en Mesopotamia, de Marco Antonio en Armenia y sobre todo la de Alejandro.
Valeriano volvió la cabeza.
—Nos llevan al corazón de su imperio, desde donde difícilmente podremos escapar.
—Es cierto —repuso Metelo—, pero estoy seguro de que tu hijo Galieno ha entablado negociaciones para el rescate. En cuestión de poco tiempo tendremos que recorrer este camino de vuelta…, al menos tú, César.
Valeriano le miró fijamente durante un instante con una intensidad grave y doliente y dijo:
—Sabes que no es cierto. Y en cualquier caso nunca aceptaría regresar solo.
Durante quince días treparon por senderos de montaña a través de las gargantas y las torrenteras de los montes Zagros, a través de lugares impracticables y pedregales medio desérticos habitados por nómadas salvajes que miraban de lejos cómo desfilaba lentamente el cortejo entre las pisadas de los cascos de los caballos y el tintineo de las cadenas de los esclavos.
A medida que ascendían, el aire se volvía más fresco y limpio y a sus espaldas Mesopotamia era una extensión amarillenta velada por vapores lechosos. La vegetación cambiaba casi a cada curva del sendero: las palmeras eran cada vez más pequeñas y ralas, hasta ceder el terreno a los ojaranzos, los tamariscos y las retamas, y poco a poco a pinos y cedros majestuosos. El agua corría burbujeando entre los barrancos rocosos, entre negros basaltos y blancas calizas, y su gorgotear ilusionaba y atormentaba más aún a los viajeros, que estaban sedientos y deslumbrados por un sol de justicia que abrasaba la piel, los ojos y la mente.
Luego apareció la meseta; interminable, deslumbrante, árida e inhóspita, azotada por un viento constante que hacía que se agrietaran los labios, sangrara la nariz y enrojecieran los ojos. Los lugares de parada eran aquí obligados, marcados por los escasos oasis que verdeaban al fondo de las lagunas en las que se acumulaba un poco de humedad. Crecían en ellas palmeras enanas, algarrobos y plantas espinosas de todo tipo. Las hierbas estaban muy secas y duras y exhalaban un aroma intenso cuando las pezuñas de los caballos y de los mulos las pisoteaban.
Al atardecer, cuando los guardias daban orden de parar en los oasis, había algunos momentos de alivio para los prisioneros, casi de placer. El sol descendía en el horizonte como una inmensa bola de fuego incendiando el cielo y revistiendo de oro las copas de los tamariscos y de las acacias; el viento aflojaba o se convertía en una brisa tibia; el aire se llenaba de los olores de plantas exóticas de aroma intenso; el agua de las fuentes, agitada por rachas de viento, se encrespaba cual mantos de púrpura y el aullido prolongado de los chacales que saludaban la llegada de la luna era un canto melancólico y sobrecogedor.
A esa hora del anochecer, todos recordaban lo que habían dejado a sus espaldas: los compañeros, las mujeres y los hijos, las novias a las que habían hecho una promesa, los ancianos padres que les esperarían en vano. Pero a medida que caía la noche y el cielo se poblaba de miles de estrellas, aquel breve momento de alivio se transformaba en una dolorosa sensación de impotencia.
Entonces trataban de reaccionar imaginando un futuro en el que indefectiblemente estaban la fuga y el retorno, o contaban las viejas historias que habían oído tantas veces a los viejos centuriones que parecían nacidos con la armadura puesta y con el yelmo en la cabeza.
—¿Habéis oído hablar alguna vez de la legión perdida? —preguntó una noche Publio, uno de la II Augusta que era natural de Spalatum [Split].
—Yo he oído hablar de ella —contestó Rufo, su compañero de armas pelirrojo, imbatible en el lanzamiento de la jabalina, tanto en la batalla como en las competiciones atléticas—, pero siempre he pensado que se trataba de una fábula. Cuando una unidad entera es exterminada siempre se dice que ha desaparecido quién sabe dónde para no aterrorizar a las tropas.
—Pues esta vez te equivocas —intervino Elio Cuadrato—. La legión perdida existe de veras, o mejor dicho existió, pero qué final tuvo nadie lo sabe.
—¿Es eso cierto, comandante? —preguntó Emilio a Marco Metelo como si quisiera tener una garantía de que una historia tan fantástica pudiera ser real.
—Parece que sí —respondió Metelo—. Se dice que, cuando el triunviro Craso fue encarcelado en Carre por el ejército de los partos de Surena, una de sus legiones consiguió abrirse paso de noche y escapar a la aniquilación, como les sucedió en cambio a las otras. Parece que lograron ponerse a salvo, con el águila y todo.
—¿Y luego qué pasó? —preguntó Antonino.
—Luego la legión desapareció, como si se la hubiera tragado la tierra. No se volvió a oír hablar de ella. Ninguno de sus hombres volvió nunca a la patria.
Se hizo un silencio y durante unos instantes no se oyó más que el leve soplo del viento que hacía susurrar las copas de los algarrobos.
—Y en tu opinión, ¿qué habrá sido de ellos? —inquirió Emilio.
Metelo se encogió de hombros.
—Puede haber sucedido cualquier cosa. Pueden haber terminado en alguna de las zonas desiertas que dicen que hay en el centro de Asia, inmensas regiones áridas recubiertas de sal que se extienden a lo largo de cientos y cientos de millas. En esos lugares se pierde la orientación a causa de la luz cegadora y del polvillo de sal que lo envuelve todo. Pueden haber terminado en el territorio de unas poblaciones salvajes y feroces y haber sido exterminados. O bien pueden haber sido acogidos y empleados para defender remotas fronteras de las que no han regresado jamás… Pero yo creo que la verdad no la sabremos nunca. Ahora dormid. Mañana la marcha será más dura y más difícil incluso.
A veces el emperador convocaba a sus oficiales: al legado Marco Metelo Aquila, a los dos centuriones Sergio Balbo y Elio Cuadrato y también al optio Salustio y presidía una especie de junta del Estado Mayor. Pero los asuntos del orden del día eran siempre los mismos: el dolor de los golpes, la sed y el hambre que padecían, el desaliento que se apoderaba de los hombres, los posibles intentos de fuga que había que desaconsejar porque acabarían con toda certeza con el apresamiento y un suplicio atroz.
Tuvieron una confirmación de ello una tarde de pleno verano cuando un prisionero nabateo, que se había unido a la caravana no hacía mucho, se dio a la fuga aprovechando una tormenta de arena y fue capturado de nuevo a los tres días.
Los guardias le desnudaron y le ataron a cuatro palos hincados en tierra; a continuación le cortaron los párpados y orinaron en sus indefensos ojos. Le abandonaron así a las hormigas y a los escorpiones.
Sus gritos de dolor se oyeron durante horas, hasta que el viento se los llevó.
Una vez Metelo tuvo la impresión de que el misterioso joven que había visto en Edesa intentaba una fuga, pero se trató solamente de un paseo a caballo. Ganó la cima de un promontorio, donde le alcanzaron al poco un par de jinetes de la escolta. Se quedaron allí los tres juntos, se habría dicho que disfrutaban de la puesta del sol; luego, regresaron a sus tiendas.
Alcanzaron la meta al cabo de tres meses ininterrumpidos de marcha; llegaron todos, no hubo bajas. Estaban muy delgados y extenuados por aquel esfuerzo sostenido, pero estaban vivos, lo cual parecía un milagro.
La meta era una mina de turquesas en el corazón de Persia, un infierno llamado Aus Daiwa. Allí vivirían mientras resistieran. Y allí morirían, uno tras otro, a menos que un milagro cambiase el curso de su destino.
3
Sapor levantó el sitio que había impuesto a Edesa, aparentemente satisfecho del gran resultado obtenido.
En toda la milenaria historia de Roma el único acontecimiento comparable a esa derrota había sido el apresamiento, por parte de los cartagineses, del cónsul Atilio Régulo durante la primera guerra púnica quinientos años atrás. Pero Régulo no era más que un magistrado, si bien de máximo rango, del ordenamiento político republicano; llevaba en el cargo un año y podía ser sustituido. Licinio Valeriano era el emperador, el padre de la nación, su humillación y su encarcelamiento eran una catástrofe de consecuencias inimaginables.
Galieno no entró en la ciudad hasta un mes después y fue recibido por Casio Silva con todos los honores, aun cuando las circunstancias hacían impensable cualquier celebración él pasó revista a las tropas en formación revestido de púrpura y con la cabeza ceñida con la diadema. Su expresión de funcionario de provincias, con el labio superior leporino replegado sobre el inferior, contrastaba con su atuendo y con el aparato marcial que lo rodeaba. Subió al podio y pronunció su primer discurso oficial.
—¡Soldados! —dijo—. Lo que ha sucedido es para mí motivo de gran consternación y de profundo dolor. El encarcelamiento de mi padre es la consecuencia de la traición y de la doblez de nuestro enemigo. No hay nada que achacar a nuestra responsabilidad o a la de vuestros comandantes. Sé que muchos compañeros vuestros han sido asesinados a traición; sé que otros, entre ellos el legado Marco Metelo Aquila, han caído en combate o han sido hechos prisioneros junto con mi padre. Su suerte nos llena de pesar no menos que la desgracia de César, por cuya salvación elevamos nuestros votos a los dioses y nos disponemos a hacer todo lo posible. Sé que la mujer del legado, la noble Clelia, murió por una flecha persa mientras trataba de reunirse con su marido.
—¡Flechas romanas! —gritó una voz.
Galieno continuó impertérrito:
—… ejemplo de heroísmo digno de la mejor tradición de las mujeres romanas. Su hijo pronto pasará a la custodia de la casa imperial, será educado y criado a costa del Estado. Ordenaré de inmediato el inicio de las negociaciones para el rescate de mi padre. Ninguna suma se considerará demasiado elevada por su liberación…
No había terminado de hablar cuando resonó una voz en el amplio patio del cuerpo de guardia:
—¡No es con el oro sino con el hierro como se recupera el honor de Roma, Galieno!
Se hizo el silencio. Esa frase que había llegado de quién sabe dónde y que todos conocían desde su infancia, aprendida en los bancos de la escuela, había causado una honda impresión en los presentes. Galieno miró muy afectado a Casio Silva, que a su vez miró a su alrededor sin saber de dónde procedía la voz.
Entonces resonó otro grito de entre las tropas formadas:
—¡Liberad a Lucio Domicio Aureliano!
A aquella voz se unieron otras y luego otras más, hasta que la invocación se convirtió en un único grito cadencioso e imperioso al que era imposible negar una respuesta. Galieno dijo algo a Silva y este le respondió hablándole al oído. Aquel que en esos momentos se presentaba como el nuevo César levantó entonces el brazo para reclamar silencio y los gritos se fueron apagando poco a poco.
—El legado Lucio Domicio Aureliano ha estado temporalmente suspendido de sus funciones para e