La palabra de fuego

Frédéric Lenoir

Fragmento

1

La noche era del azul violáceo con que se engalanan las grandes hortensias en los jardines ingleses. Acá y allá se alargaban las manchas oscuras de los árboles diseminados por la ciudad. Al norte, detrás de las palmeras y los pinos piñoneros, se alzaba la masa negra de una montaña, muda y dormida como la ciudad que yacía a sus pies.

Ni un soplo en el aire caliente, yodado y perfumado de esencias mediterráneas. No cabía esperar frescor alguno de la noche.

Ni rastro de vida en las calles adoquinadas.

Ni un solo ruido nocturno. Ningún ronquido que escapara de la boca de un durmiente, ningún suspiro de unos labios besados.

Nada más que el vacío de una ciudad abandonada. Una ciudad fantasma sin arena, en pleno centro de Italia.

Los habitantes se habían marchado hacía tanto tiempo que sus viviendas ya no tenían tejado.

En un cruce del campo de ruinas, esculpida en una fuente, una cabeza de piedra vigilaba la nada: con su casco alado, Mercurio, mensajero de los dioses, divinidad de los muertos y de los viajeros, acechaba la menor presencia.

Quizá erraran por las callejas espectros nacidos del cataclismo, pero únicamente la huella humana era visible en los frescos y en los templos, donde dominaban las representaciones en bronce o en mosaico de dioses extintos. Las estatuas, antaño honradas, tenían la mirada congelada y la eterna postura de los cadáveres momificados.

Puntales y obras de restauración impedían la desaparición de las casas. La naturaleza y los hombres habían dispuesto la ciudad como un teatro al aire libre: el disco amarillo de la luna iluminaba las acanaladuras de las columnas corintias del Foro. Una parte del templo de Isis se hallaba protegida por un techo de plexiglás; en un gran panel estaban reproducidas las antiguas pinturas. El nombre de las calles estaba puesto en modernas placas blancas y cada casa sacada a la luz había sido bautizada con una denominación anecdótica. El yacimiento estaba dividido en una compleja cuadrícula de regiones, manzanas y números; ninguna villa, ninguna tienda, ninguna inscripción y ningún edificio escapaban a la curiosidad de los arqueólogos y a la fascinación de los millones de turistas que pisaban aquellos adoquines desde que la ciudad había sido descubierta hace más de doscientos sesenta años.

Dos siluetas se deslizaron por la calle, en la frontera entre las regiones V y VI de la ciudad.

—¿No hay vigilante? —susurró una voz masculina en un italiano con acento alemán.

—¡Esto es Nápoles, no Zurich! —respondió la mujer sonriendo—. ¡No van a pagarle a alguien para vigilar unas ruinas! Si alguna vez a un chiflado de la administración no se le ocurre nada mejor que hacer que pasearse por aquí de noche, yo sé lo que hay que darle para que nos deje tranquilos —añadió, poniendo la mano sobre el bolso.

—Está tan oscuro… ¿Qué es eso? —preguntó él, apuntando con la linterna unas inmensas superficies planas de las que emergían unos piquetes y vegetación movida por el viento.

—Eso son los campos que mi hermano ha arrendado —explicó la italiana—. Gracias a él tengo las llaves… Los turistas nunca se aventuran hasta aquí, pero no todo ha sido desenterrado. Guardan hectáreas enteras para «las generaciones futuras», como ellos dicen… Así que, en espera de las generaciones futuras, nosotros cultivamos la tierra que hay encima… ¡y qué tierra, madre mía! Más fértil, imposible. Una piedra que plantaras, y saldría una higuera. A veces pienso que todo esto crece sobre esqueletos y que las raíces son alimentadas por huesos humanos, pero en fin… Por lo menos a esos los dejan dormir. Que en paz descansen. Venga por aquí, no está lejos.

El doctor Ziegemacher, reputado cardiólogo de Zurich, siguió a Gina por los campos y los vestigios de piedra. Con el tiempo, la italiana le había perdido bastante miedo al sitio intentando considerarlo un simple lugar de trabajo. Desde luego, no tenía nada que ver con las habitaciones de hotel en las que ejercía habitualmente, era menos cómodo, pero más exótico y, sobre todo, más rentable. Se le había ocurrido la idea hacía dos años, para hacer frente a la competencia que venía de la Europa del Este. Si quería luchar contra esas sílfides jóvenes y rubias, la rolliza Gina, que había cumplido los treinta y seis, tenía que ofrecer algo nuevo a sus clientes, veraneantes de los alrededores. Lo nuevo lo había encontrado en unas ruinas de dos mil años como mínimo de antigüedad. Viendo los frescos explícitos y los bancos de piedra del famoso lupanar, ¿quién no había imaginado realizar allí algunas fantasías? Pues bien, esas fantasías, Gina se prestaba a practicarlas allí mismo, durante la noche, por un suplemento. De momento, ella era la única que ofrecía ese servicio; a las otras chicas les daba demasiado miedo deambular por Pompeya de noche. Al principio, Gina había tenido la impresión de ser espiada por un centinela invisible que vigilaba todos sus movimientos. Se decía que los fantasmas no existen, pero pensaba en todos aquellos hombres y mujeres, y sobre todo en los bebés asfixiados en los sótanos, quemados vivos en la calle, justo por donde ella caminaba, y aunque la erupción del Vesubio se había producido hacía casi dos milenios, era imposible que todo ese sufrimiento no hubiera dejado huellas todavía tangibles en la atmósfera y en los muros de la ciudad mártir. Por otro lado, ¿qué iban a buscar los dos millones anuales de turistas, si no eran las marcas mórbidas de la vida brutalmente interrumpida? ¿Irían desde todo el mundo si Pompeya hubiera sido víctima del éxodo rural, como muchos pueblos del sur de Italia, y no brutalmente borrada del mapa una mañana de verano?

Poco a poco, Gina se había acostumbrado a lo extraño del lugar. El miedo sobrecogía a algunos clientes en las inquietantes callejuelas, pero esa subida de adrenalina era propicia para sus actividades.

—¿No se ha encontrado nunca con nadie aquí? —preguntó el suizo, dirigiéndole una mirada ansiosa a través de los cristales de las gafas.

Como los demás, había sido seducido en el bar del hotel. Cuando Gina lo había abordado, estaba triste. En el momento en que le había propuesto su servicio especial, la frialdad teñida de desprecio que le había manifestado hasta entonces se había transformado en curiosidad y después en excitación. ¡Pompeya de noche! Nunca había estado, por supuesto. ¡Ir a Pompeya como visitante clandestino! ¡Ir con una prostituta a Pompeya, al lupanar antiguo! Físicamente, la chica no le gustaba, pero se había levantado para ir con ella.

—Sí, una vez me crucé con un energúmeno que organizaba misas negras, y otra, con un ladrón de esqueletos petrificados —contestó Gina, no sin malicia.

—Ah… —murmuró el médico, lívido y sudando.

En él se mezclaban el miedo y el entusiasmo, que contrastaban con la calma que acostumbraba a sentir cuando no estaban de por medio su mujer actual, sus dos ex y sus cuatro hijos.

—¡Cuidado con el colchón, no se le vaya a caer!

Gina había encargado que le hicieran uno

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