El sueño de las Antillas

Carmen Santos

Fragmento

Capítulo 1

1

1858, tarde otoñal en un puerto de Asturias

Las olas invadían el puerto con la misma disciplina que los soldados cuando desfilaban en las fiestas de señalar por las calles madrileñas. La mole azul abrazaba la cintura del buque con la determinación de un amante henchido de lujuria. Valentina se ruborizó ante lo pecaminoso de sus pensamientos. Inspiró hondo para apagar el insensato fuego del rostro y posó la mirada en las facciones angulosas de su marido. A cierta distancia, Gervasio llevaba un buen rato departiendo con uno de los marineros que en breve les conducirían a través del océano al Nuevo Mundo. Gervasio, hombre locuaz y alegre, entablaba enseguida conversación con los extraños. Había charlado sin parar con los campesinos que les habían dado cobijo en sus establos cuando el dinero no les alcanzaba para pagar el alojamiento en una fonda, con los carreteros que les habían permitido viajar acurrucados entre la carga junto a su gastada maleta de cartón en la que apenas cabía una muda para cada uno, y con los tenderos a los que habían comprado las escasas provisiones que les daban fuerzas para proseguir su incesante búsqueda del mar. Y a todos preguntaba Gervasio si sabían de dónde partían los navíos hacia la tierra con la que soñaba desde antes de que él y Valentina se conocieran, siendo casi unos niños, en el palacio de los marqueses de Tormes, a los que ambos servían. La tierra de promisión donde crecía el azúcar cristalino con el que los amos endulzaban el café, donde el invierno jamás asomaba su cruda faz y donde un hombre cabal podía enriquecerse en pocos años para regresar a España hecho un caballero de los que cubrían su cabeza con sombrero y balanceaban un elegante bastón al caminar.

Valentina suspiró. Se sentó sobre el murete de mampostería que separaba el muelle de las callejas que serpenteaban hasta el pueblo. Había emprendido el viaje con la ilusión que Gervasio llevaba transmitiéndole año tras año, pero el cansancio había sembrado brotes de duda en su corazón. Añoraba la seguridad de su vida anterior, en la que había abundado el trabajo, pero nunca les faltó a los sirvientes un buen plato de comida ni una cama donde reponer fuerzas para el día siguiente. La marquesa, una dama severa y de profundas convicciones religiosas, se jactaba de poseer la servidumbre más refinada de todo Madrid. Cuando Valentina entró a servir en su palacio siendo tan sólo una niña aldeana de toscas maneras, el ama había pulido sus modales, le había enseñado a hablar con corrección e incluso había permitido que la criadita nueva asistiera durante unos meses a las clases que mademoiselle Renée, la institutriz, impartía a su hija pequeña. Allí Valentina aprendió a leer, a escribir y a hacer cuentas sencillas hasta que supo multiplicar y dividir con cierta soltura. Entonces, la marquesa la arrancó del soleado paraíso que había sido para ella el cuarto de estudio y la puso en manos del ama de llaves, que la adiestró para convertirla en la doncella particular de la marquesa. A partir de esa fecha aciaga, los días de Valentina se consumieron siempre iguales: atendiendo los innumerables caprichos de su señora. Peinaba a la dama por las mañanas, le ceñía el corsé para sujetar sus abundantes carnes, le ayudaba a ponerse enaguas y crinolina y, como colofón, le asistía en el trance de embutirse en sus recargados vestidos de tafetán de seda. A lo largo del día, se preocupaba de tener preparadas las sales para estimular a su ama cuando sus delicados nervios le causaban los accesos de debilidad que todos temían en el palacio. Por la noche, la marquesa se sentaba en bata ante el tocador y correspondía a Valentina pasarle una y otra vez el cepillo por el cabello crespo hasta que refulgía como la seda de China y podía ser recogido en una trenza del grosor de una culebra bien alimentada. Así transcurrió la laboriosa vida de Valentina al servicio de la marquesa hasta que Gervasio irrumpió en ella con la fuerza de un vendaval.

Sentada sobre el murete del puerto, Valentina esbozó una leve sonrisa y alzó la vista para contemplar a su marido. El cansancio de tantas semanas de viaje también había hecho mella en él, aunque seguía siendo igual de guapo que cuando lo vio por primera vez en la cocina del palacio. Aquella tarde, el nuevo mozo de cuadra estaba dando palique a Pepa, la cocinera, oronda y entrada en años, que miraba embelesada a ese zagal, brutote pero muy apuesto, que los marqueses se habían traído de su finca en Aranjuez para que atendiera las cuadras de la ciudad. Y al verlo Valentina sintió en su corazón el aleteo de mil mariposas de colores y supo que su vida ya no iba a transcurrir más por los polvorientos caminos de la monotonía.

Cuando el anciano cochero de los marqueses murió fulminado por una apoplejía mientras subía al pescante del landó para conducir a sus amos de paseo vespertino, la marquesa decidió que bajo ningún concepto volvería a poner su vida en manos de un vejestorio que podía caer muerto en cualquier instante. ¿Y si el viejo Juan hubiera sufrido el ataque mientras los llevaba por las abigarradas calles de Madrid?, expuso al marqués, que apenas la escuchó porque le eran del todo indiferentes las minucias de los asuntos domésticos y las aburridas letanías de su esposa. ¿Quién habría dominado entonces a los caballos para evitar la catástrofe?, remató la infatigable dama. Y en un impulso decidió que el mozo de cuadra sería un excelente cochero, pues tenía buena mano con los equinos y su juventud le hacía inmune a sufrir ataques como el que había matado al achacoso Juan. Naturalmente, se empeñó en refinar el brusco modo de hablar del muchacho y en que éste aprendiera a leer y escribir, ya que sus delicados oídos nunca soportaron la jerga ininteligible de la plebe. Pero, pese a su tesón, sólo consiguió domar en parte a aquel espíritu rebelde que soñaba con dejar de servir a ricos caprichosos y emigrar a ultramar para hacer fortuna.

Valentina recordó cómo se le alborotaba el corazón cada vez que veía al nuevo cochero en la cocina; no llegó a enterarse hasta mucho tiempo después de que el joven la acechaba allí con la complicidad de la cocinera y el ama de llaves, volcadas las dos en impulsar un idilio que ellas ya no iban a poder vivir en sus cuerpos maduros y castigados por años de servidumbre. Empleando la paciencia que tan buen resultado le había dado siempre con los caballos, Gervasio logró arrancar a Valentina algún beso furtivo en la oscuridad de la cuadra, mientras en el palacio dormían a pierna suelta tanto los amos como sus sirvientes. Y en compañía de los adormilados equinos le propuso Gervasio que se convirtiera en su esposa y compartiera con él el sueño que acariciaba cada noche en su desangelado camastro de criado. El sueño de una isla donde jamás se apagaba el verano; donde crecían frutos dulces como la miel y el azúcar brotaba de la misma tierra; donde la gente se divertía bailando hasta el amanecer y un hombre trabajador podía labrarse un futuro sin importar cuán bajo fuera su origen. Así se lo oyó contar Gervasio de niño a un caballero elegante cuyo carruaje ayudó a sacar del fa

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