El ladrón de café

Tom Hillenbrand

Fragmento

cap-1

La moneda de plata de dos peniques giró sobre el mostrador, con un zumbido metálico, hasta que el dedo índice de Obediah Chalon puso fin a aquel baile. Acercó la moneda y escrutó a la moza.

—Buenos días, miss Jennings.

—Buenos días, mister Chalon —respondió la mujer que estaba tras el mostrador—. Hace mucho frío para una mañana de septiembre, ¿no le parece a vuestra merced?

—Diría que no más que la semana pasada, miss Jennings.

Ella se encogió de hombros.

—¿En qué puedo serviros?

Obediah le tendió la moneda.

—Una escudilla de café, por favor.

Miss Jennings tomó la moneda y frunció el ceño, pues era uno de esos viejos tuppences martillados. Tras voltear varias veces la pieza de plata, llegó a la conclusión de que el canto aún tenía filo y la guardó en la caja. Obediah recibió como vuelta una pieza de bronce que podía canjear en el propio café.

—¿No hay peniques? —preguntó, aunque sabía la respuesta. La calderilla escaseaba desde que la gente la fundía para vender la plata. Por eso últimamente solo daban como cambio esas malditas piezas de bronce.

Miss Jennings se disculpó con expresión de aburrimiento.

—Hace semanas que no veo un penique —explicó—. En este reino se prodigan menos que el buen tiempo.

Silbando la melodía de la conocida canción popular «El herrero», se dirigió hacia la chimenea y cogió una de las jarras negras de hierro que estaban junto al fuego. Al punto regresó con una escudilla poco honda y se la dio a Obediah.

—Gracias. Decidme, ¿hay correo para mí?

—Un momento, voy a mirarlo —respondió Jennings, y se dirigió hacia una estantería de madera oscura con numerosos compartimientos para cartas.

Obediah tomó el primer sorbo de café mientras ella buscaba la correspondencia. Regresó poco después y le entregó tres cartas y un paquetito. Obediah echó un vistazo al remite y se guardó el paquetito en el bolsillo de la casaca. Después dejó la escudilla en el mostrador y prosiguió con las cartas: la primera era de Pierre Bayle, de Rotterdam, y, a juzgar por el bulto, o contenía una misiva muy larga o el último número de Nouvelles de la République des Lettres; tal vez ambas cosas. La segunda era de un matemático de Ginebra, y la tercera venía de París. Las leería con calma más tarde.

—Os lo agradezco, miss Jennings. Por cierto, ¿sabéis si ya ha llegado el último número de la London Gazette?

—Está al fondo, en la última mesa delante de la estantería, mister Chalon.

Obediah cruzó el local. Apenas habían dado las nueve de la mañana y el Mansfield’s Coffee House estaba prácticamente vacío. En una mesa próxima a la chimenea había dos hombres vestidos de negro y sin peluca. Por su expresión amarga y sus voces quedas, Obediah dedujo que eran dos dissenters protestantes. Al otro extremo, bajo un cuadro que representaba la batalla naval de Kentish Knock, se sentaba un donoso joven. Vestía una casaca de terciopelo color isabelino y en las mangas y las medias llevaba más lazos que una dama de la corte de Versalles. Por lo demás, el Mansfield’s estaba desierto.

Dejó a un lado el bastón y el sombrero, se sentó en el banco y fue tomándose a sorbitos el café mientras hojeaba la gaceta londinense. En Southwark se había producido un importante incendio; además, había cierto revuelo por un libro que narraba las aventuras de una cortesana próxima al rey y que el propio Carlos II quería prohibir. Obediah bostezó. Nada de aquello le interesaba lo más mínimo. Sacó una pipa de cerámica cargada del bolsillo de la casaca, se levantó y fue hacia la chimenea. Allí, extrajo una tea de un pequeño cubo y la acercó a la lumbre. Poco después regresó a su sitio fumando con deleite. Se disponía a leer un panfleto en el que se exigía colgar a todos los dissenters y papistas, o al menos encarcelarlos de por vida, cuando se abrió la puerta. Entró un hombre que rondaría los cincuenta; rostro picado de viruelas y curtido por el viento marino, una gorra al estilo holandés, y barba y patillas níveas que no terminaban de entonar con la peluca castaño oscuro.

Obediah lo saludó con un asentimiento de cabeza.

—Buenos días, mister Phelps. ¿Traéis alguna novedad?

Jonathan Phelps era un comerciante de tejidos que contaba con buenos contactos en Leiden e incluso en Francia. Además, su hermano trabajaba para el secretario del almirantazgo. Así que siempre tenía información de primera mano sobre lo que estuviese aconteciendo tanto en Inglaterra como en el continente. El comerciante asintió, pero dijo que antes de contarle las novedades necesitaba un café. Al poco regresó con una escudilla y un plato lleno de galletas de jengibre y tomó asiento frente a Obediah.

—¿Qué queréis oír primero, las habladurías de café o las novedades sobre el continente?

—Las habladurías primero, si lo tenéis a bien. Es demasiado temprano para hablar de política.

—Y hace un frío de mil demonios, ¡por la cabeza de Crom­well! Debe de ser el septiembre más frío desde tiempos inmemoriales.

—Bueno, esta mañana no hace más frío que la semana pasada, mister Phelps.

—¿Y cómo podéis saberlo con tanta exactitud?

—Porque hago mediciones.

—¿Qué tipo de mediciones?

—¿Conocéis a Thomas Tompion, el relojero? Últimamente también fabrica termómetros que señalan la temperatura exacta. Esta mañana, por ejemplo, a las siete en punto, el mercurio llegaba a la novena marca. —Obediah sacó un cuadernillo y empezó a hojearlo—. Por lo tanto, según mis cálculos, hoy no hace más frío que hace una semana, el 14 de septiembre, cuando medí la temperatura a la misma hora y en el mismo lugar.

—Vos y vuestros locos experimentos… ¿Por qué lo hacéis? —preguntó Phelps entre galleta y galleta.

—Esa es una buena pregunta. Supongo que por un interés general por la filosofía de la naturaleza. Pero, en último término, lo hago para responder a vuestra pregunta.

—¿Acaso he hecho alguna?

—Al menos indirectamente, mister Phelps. Os habéis preguntado si este 21 de septiembre del año 1683 es un día especialmente frío. Y para poder dar una respuesta objetiva, habría que disponer de datos similares de años anteriores.

Phelps ladeó la cabeza.

—Entonces ¿vais a pasaros el resto de vuestra vida apuntando cada día si hace frío o calor?

—Y cada noche. También tomo nota de los fenómenos meteorológicos: lluvia, viento, niebla. Y no soy el único. ¿Conocéis a mister Hooke, el secretario de la Royal Society?

—He oído hablar de él. ¿No es ese caballero que ha causado tanto revuelo por diseccionar un delfín en pleno día en una mesa del café Grecian?

—Lo confundís con mister Halley, estimado amigo. A Hooke le interesan más los animales pequeños… y el detestable clima inglés. Por ello ha animado a los habitantes de todo el reino a registrar diariamente la temperatura y enviarle los resultados. A partir de estos datos quiere elaborar una especie de mapa del clima. Así, dentro de unos años se podrá responder incluso a la pregunta de si hace más frío o más calor. ¿No os parece fascinante?

—Para un estudioso como vos, tal vez, mister Chalon. A mí, en cambio

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