Allí donde se construyen los sueños

Éric Marchal

Fragmento

cap-2

Prólogo

En algún lugar de Almería,

domingo, 26 de mayo de 1918

El coche ocre y amarillo, un modelo con carrocería tipo limousine, desgarraba el silencio del valle del río Guadix con su zumbido de moscardón. La polvareda que levantaba a su paso se disipaba en el aire antes de posarse perezosamente en el camino, que ofrecía su desnudez a los raros viajeros que se aventuraban a recorrerlo. El vehículo se detuvo ante un río ancho; el vado, en lugar de atravesar directamente el lecho fluvial, bajaba por el centro a lo largo de aproximadamente un kilómetro. El chófer se apeó y dio varios pasos por el encachado para evaluar la situación. El agua le llegaba por la mitad de la caña de las botas.

—Cruzaremos sin problema —dijo a su pasajera, que se había quedado en el coche.

Ella no pareció prestarle atención y continuó leyendo, protegida del sol por la capota de lona cuyos bordes hacía aletear el viento. El hombre repitió el comentario, esperó respuesta, en vano, y se acercó a ella.

—Querida condesa…

—Pierre —lo interrumpió ella—, cuando lleguemos ya no será necesario que se dirija a mí de esa manera. Seré la señorita Delhorme.

El chófer apoyó los codos en la puerta del vehículo.

—Entonces ¿ya no estamos casados, madame de la Chesnaye? Ahora es usted una solterona, cómico, ¿no cree?

Metió la cabeza por la ventanilla y la besó bruscamente.

—Y de eso también habrá que olvidarse.

—Pues entonces me pregunto por qué habré venido con usted, querida.

—Porque nada le resulta más excitante que pasear su conquista en su último bólido. Porque hacerlo en España le parecía exótico y porque lo consuela de no haber podido participar en el París-Pekín.

—¿Y si yo le respondo que nos permite olvidarnos un poco de la guerra?

—Nunca hasta ahora le había preocupado, amigo mío.

—¡Demonios! Los alemanes están en Reims y amenazan París con sus cañones.

—Entonces se aprovecha de mí para huir —respondió ella acariciándole la mejilla con la mano enguantada para dulcificar su afirmación.

Él se encogió de hombros y fue a ponerse delante de la calandra.

—En cualquier caso, sigo sin entender por qué ha querido que vengamos aquí —dijo accionando la manivela.

—Vengo a hacer las paces conmigo misma —respondió ella entre dientes para que no la oyese.

El De Dion-Bouton DH emitió su bufido ronco, pegó una sacudida tremenda y se puso en marcha. Sin darse la vuelta, el conductor se disculpó con un ademán. Ella abrió su cuaderno y acarició el papel milimetrado que había entre dos de sus hojas, en el que un trazado parecía representar la montaña que tenían delante.

El sistema de propulsión atravesó el largo vado con facilidad, seguido atentamente por la mirada de un campesino que había detenido un instante su labor de arar la tierra y que observó, divertido, el coche avanzando por el río como un navío imposible. El vehículo alcanzó la otra orilla y atacó los contrafuertes de la sierra de Huétor. La fuerte pendiente no alteró la gallardía de la máquina, que rugía a cada golpe de acelerador. La pista estaba surcada por acequias anchas y profundas que costaba gran esfuerzo cruzar. En dos ocasiones el conductor se vio obligado a cegarlas con ayuda de una piocha para facilitar el paso de las ruedas, lo cual no hizo sino acrecentar su ira contra la red española de carreteras y provocó las burlas de su pasajera. El último collado, de tierra roja y calva, basculaba sobre la ancha llanura de la Vega, al fondo de la cual apareció una ciudad bañada de luz.

—Hagamos un alto aquí —le indicó ella señalando una terraza natural en la que daba sombra un rodal de olmos, los únicos en medio de un paraje sembrado de chumberas.

Él extendió un mantel grande, sobre el que depositó una comida fría (pollo, galantina, ensalada, pan), así como una botella de vino francés.

—Va descalza como los gitanos que vimos antes, señorita Delhorme —observó él al verla bajar del coche sin los zapatos.

Ella no respondió y se arrellanó con la espalda apoyada en uno de los árboles, para admirar las vistas mientras encendía un cigarrillo de un paquete de Murad que había comprado en Guadix. Él estaba habituado a sus excentricidades y ya solo se disgustaba por principio. ¿No era precisamente eso lo que le había granjeado su reputación entre la flor y nata parisina? Era la mujer más libre que conocía. Libre e imprevisible.

Picoteó de la miga de un trozo de pan mientras él hacía los honores a todos los platos, y rechazó un vaso de vino.

—Sabe muy bien que lo único que me gusta es el champán —le dijo sin que sonase a reproche.

—Que no quede por eso —respondió el conde abriendo una maletita de mimbre de la que sacó una botella y dos copas—. ¡Champán!

Ella se lo agradeció besándolo de un modo que a él le pareció demasiado distraído. Brindaron y bebieron en silencio. Luego, mientras él guardaba los restos de comida, ella volvió a sentarse donde antes, como apresada por el paisaje que desplegaba sus encantos ante la mirada de los dos.

—Se me había olvidado… —dijo ella dejando la frase sin terminar.

—¿Qué ha olvidado? —preguntó él, que estaba dejando la maleta de mimbre en el asiento delantero—. Por usted estoy dispuesto a volver a París a buscarlo —fanfarroneó.

Y se dio cuenta de que realmente sería capaz de hacerlo, de que ella ejercía sobre él, como sobre el resto de los hombres, un extraño influjo al que nadie podía resistirse, mezcla de belleza física y de seducción intelectual, de fragilidad y de dominación, de abandono y de misterio. Unos se habían arruinado, otros habían muerto por causa de aquel influjo. Él se había casado con ella quince años antes. Por amor al riesgo y por vanidad.

—Se me había olvidado lo hermosa que era, cuánto la echaba de menos —dijo ella señalando un punto concreto en lo alto de la ciudad.

Él se acercó a ella y oteó el lugar.

—Así que allí está… ¿Vivió mucho tiempo en ella?

—Todavía hay muchas cosas que no sabe de mí, querido conde.

—Pero si estoy deseando saberlas —respondió él, tratando de cogerla por el talle.

Ella se soltó como una gata.

—Es hora de bajar. ¿Quiere saber? No solo viví aquí. Nací aquí.

El De Dion-Bouton cruzó la ciudad por los barrios del norte y se detuvo delante de la calle de los Reyes Católicos, número 26. El hotel Internacional era un edificio flamante, como lo era todo el barrio aledaño a la catedral, que la condesa no reconoció. Se paseó por la amplia calle, la cruzó varias veces para contemplar las fachadas, y acabó entrando en una tienda a comprar fruta y comprobar que no había olvidado nada del idioma ni del acento local. Mientras tanto, el conde había hecho subir el equipaje a su habitación y había conducido el coche hasta un garaje cercano, un sencillo patio con la barrera bajada día y noche, por lo que había pagado veinte pesetas que había negociado duramente.

Regresó al hotel, contrariado no tanto por la suma en sí, sino por el mal trato recibido en la transacción. El conserje de la rece

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