La casa de la caridad

Ulrike Schweikert

Fragmento

Prólogo

Prólogo

El ardiente sol de agosto de 1831 abrasaba Berlín sin piedad. Se reflejaba en el caudal marrón de lento vaivén del canal del Spree, cuyo hedor se extendía como una nube envolviendo las barcazas amarradas y se abría paso entre las casas de la orilla. Johannes Christian Mater estaba en la borda de su gabarra y entornaba los párpados. Un poco más adelante, una mujer se acercó al canal y, de golpe, vació en el agua el apestoso contenido de una bacinilla. Levantó la mano para saludar, antes de volver a desaparecer por la pequeña puerta de la casa, en la que malvivía con a saber cuántos hijos, familiares y forasteros.

Hans se quejaba y se limpiaba el sudor de la frente con la manga sucia. Había llegado de Nienburg an der Saale con el flete hacía ya una semana y había descargado quinientos quintales de sal en el dique para barcos en construcción, aunque el siguiente flete todavía no estaba listo. Ahora la gabarra M92 por fin estaba cargada con madera de pino, pero seguía sin poder zarpar. Por la mañana, un marinero borracho había sacado de los goznes una de las compuertas de esclusa con su gabarra. ¡Eso podía llevar horas! A Hans no le quedó más remedio que buscarse un sitio en la orilla cerca del puente Jungfern y esperar.

El día acabó. Su madre salió del camarote y vertió el agua sucia de la palangana en el canal.

—Tengo sed —dijo Hans—. Me voy a la Zum Nussbaum esa.

Es cierto que su madre torció el gesto al oír el nombre de la taberna, pero asintió y se abstuvo de aconsejarle que no bebiese demasiado. De todas formas, ese día ya no iban a desatracar.

Hans se metió un monedero pequeño en el bolsillo y se puso en camino. En la calle estuvo a punto de chocar con una mujer, que visiblemente tenía prisa. Hans saltó a un lado.

—Perdón —masculló.

A la mujer se le resbaló el pesado bolso de la mano, que cayó en la calzada, cubierta de suciedad. Hans se agachó y recogió el bolso de cuero, alargado y raído. Solo entonces reconoció a la mujer.

—Buenas noches, Martha. —Le tendió el bolso—. Déjame adivinar: pronto tendremos otra boca hambrienta que cebar.

La partera asintió.

—Y que lo digas. ¿Pero tú no querías poner rumbo a Nienburg desde hace tiempo?

Hans sonrió sin ganas.

—La esclusa está rota. No puedo salir.

Martha lo compadeció con unas palabras, aunque estaba claro que ya tenía la cabeza en otro lado. Levantó la mano para despedirse y se encaminó hacia una de las casas, que se apoyaba en su vecina como un borracho.

No había ningún lugar en Berlín en el que las casas estuviesen tan juntas y tantas personas malviviesen amontonadas en habitaciones diminutas como allí, en el canal del Spree. Toda la basura se tiraba al canal, pues los pozos negros estaban a rebosar desde hacía tiempo. Enjambres de moscas revoloteaban en círculo en el aire vibrante.

Hans continuó caminando. En una taberna cercana se tomó una cerveza, que debió de saciar un poco su ardiente sed hasta que llegó a su verdadero destino. Le sonaron las tripas.

—Gottfried, ponme un aguardiente de hierbas —le gritó al tabernero, y se dejó caer en un taburete.

De un vaso pasó a cinco, pero las tripas no daban tregua. En un rincón estaba sentado uno de los clientes habituales de la destilería, con una botella de matarratas barato.

—Tralarí, tralará, aguardiente para el cólera —cantaba alto.

—¡Ya está bien! —se quejó el tabernero—. Para ya de una vez, me estás espantando a los clientes.

—Ya no tendrás clientes cuando el cólera se los haya llevado a todos —balbució el borracho.

Hans y Gottfried intercambiaron miradas.

—No soporto oír otra vez eso —murmuró el tabernero—. Solo saben hablar del cólera, y los periódicos también están todo el día con lo mismo. ¡Dios mío, la cagalera no despacha tan rápido a un hombre hecho y derecho!

Hans negó con la cabeza.

—Se ve que el cólera que viene del este es otra historia. He leído que en la India novecientos hombres de una guarnición la han palmao en cuestión de días.

El tabernero también había oído algo, pero se negó a mostrarse pesimista.

—Berlín es seguro —afirmó—. Tenemos al director Rust, que contiene el cólera en la frontera con Prusia.

Hans se rio. Los aguardientes borboteaban calientes en su barriga.

—¿Quieres decir que el cólera pide educadamente un visado en la frontera?

Gottfried se echó a reír.

—No, hombre, no, pero la frontera con el este está cerrada desde hace semanas. El ejército no deja que pase ni un alma y hay que estar veinte días en cuarentena antes de entrar en Prusia. Todas las cartas se rocían con cloro, no nos llegan ni cereales ni fruta, y mucho menos pieles de Rusia.

—Y a pesar de todo, he oído que se ha declarao el cólera en Danzig —se atrevió a contradecirlo Hans.

Gottfried se limitó a refunfuñar y regresó a su sitio tras la barra para servir a dos tipos que acababan de llegar.

Hans se levantó. La cabeza le daba vueltas y tuvo que apoyarse unos instantes. Luego fue tambaleándose hasta la puerta.

—Hasta la vista, Gottfried. ¡No bajes la guardia! —le gritó al tabernero para despedirse antes de salir a la calle.

El aire, maloliente y bochornoso, amenazaba con revolverle el estómago. Hans respiró hondo, se estiró y continuó, aunque sus tripas se retorcían con tanta furia que parecía que tuviese cien serpientes bailando dentro. Hans se apretó el abdomen con las manos. Casi había alcanzado el puente Jungfern cuando desfalleció. Cayó de rodillas. En varias sacudidas brotaron de él aguardiente, cerveza, patatas y cuanto había tomado ese día. Parecía que salía todo a la vez por todas las cavidades corporales. Temblando, de cuclillas ante el puente, sus sentidos amenazaban con desvanecerse. Entonces, como a través de la niebla, una voz penetró en su consciencia.

—Hans, por el amor de Dios, ¿qué te pasa?

Levantó la vista nublada. Todavía convulsionando, miró a la partera.

—El aguardiente no ha ayudao.

—Has bebido demasiado. Eso es lo que te pasa —afirmó Martha, aunque el propio Hans notaba escepticismo en su voz.

La resuelta mujer cogió al marinero por el brazo y lo condujo hasta el amarre de su gabarra. La madre de Hans salió a su encuentro y ayudó a llevar a su hijo hasta el camarote.

—¿Qué hacemos? —preguntó la señora Mater, preocupada—. Nunca había visto algo así.

Martha sacudió la cabeza, desconcertada.

—Yo tampoco. Creo que es mejor ir a buscar a un médico. ¡Vuelvo volando! —prometió, y subió a cubierta por los estrechos escalones.

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