Cuando Lisboa tembló

Domingos Freitas do Amaral

Fragmento

Capítulo 1

1

Condenada a morir en la hoguera el domingo, la hermana Margarida decidió ahorcarse el sábado por la mañana. Ya no soportaba ni una hora más el pavor que sentía por el fuego de la Inquisición; la visión de las llamas abrasándole los pies, las piernas, el cuerpo; el fantasma que le desgarraba la mente encharcándola de miedo, helándole el corazón.

Una noche, mientras Lisboa ardía a nuestro alrededor, me contó lo que ocurrió en su celda el día en que la tierra tembló. Había sido condenada hacía cuatro meses, los más largos y penosos de su vida, durante los cuales permaneció encerrada en una horrible y minúscula celda del Palacio de la Inquisición, cerca del Rossio, pero alejada de la alegría de la plaza lisboeta. Hasta el ventanuco de su aposento llegaban los ruidos de aquel vibrante lugar, lleno de animación y comercio. La vida seguía, pero a ella ya le habían asignado una fecha para morir inmolada.

Según me dijo, primero pensó que se trataba de un error absurdo. Aquella condena a muerte no tenía sentido, los motivos eran irrisorios y fútiles, ella era inocente —me lo juró— y nunca se le había pasado por la cabeza que sus tropelías pudiesen considerarse una afrenta mortal a un Dios al que, a pesar de todo, amaba. Semanas después esperaba un milagro, un súbito cambio procesal, el perdón real, algo que modificase su macabro destino. Sin embargo, los días y las noches fueron pesando en su alma y esta empezó a ceder. Era una joven de apenas veinte años y puedo confirmar que adoraba la vida. Y cuando comprendió que iba a ser quemada viva de verdad, su alma se ensombreció. Para más inri, las degradantes y dolorosas torturas a las que fue sometida habían minado su determinación y su fuerza de espíritu.

Estábamos tendidos uno al lado del otro cuando me reveló que el terror a las llamas le sobrevino en la infancia. Un domingo, sus padres la llevaron al Terreiro do Paço. Estaba feliz y encantada con aquel paseo, sonreía a los demás niños cuando se cruzaba con ellos por las calles de Lisboa, le intrigaban las chaises donde los nobles con sus chaquetas coloridas se hacían transportar, saltaba, divertida, sobre el suelo lleno de suciedad e inmundicias, observaba las correrías y los ladridos de los perros gruñones, escuchaba los pregones de los comerciantes altivos e insistentes y admiraba a los esclavos y las esclavas negras que balanceaban sus cuerpos a un ritmo que le provocaba risa, pero que parecía alarmar a la madre y entusiasmar al padre.

Sin embargo, al llegar a la plaza considerada el corazón del reino gobernado por don Juan V (el rey que me había abandonado en manos de los árabes, causando mi perdición), la chiquilla vio el entarimado, la leña y a los verdugos dando vueltas, y la invadió un profundo malestar.

—Papá, quiero irme —le rogó, inquieta.

Entretanto, el padre y la madre estaban contagiados por la excitación general que se había propagado entre la multitud presente. Alguien iba a morir en la hoguera dispuesta en el Terreiro do Paço, y la población quería presenciar el espectáculo. Se oían avezados comentarios: el tiempo que tardaría en quemarse del todo, si el condenado gritaría o no, cómo ardería el cuerpo de un hombre, y el de una mujer.

Y después percibió aquel horrible olor a carne humana quemada, escuchó gritos lacerantes y vio subir las llamaradas, obligada a presenciar aquel solitario infierno terrenal que, sin embargo, era capaz de entretener a tanta gente. Se sintió consternada al ver cómo algunas personas sonreían para ahuyentar el miedo, cómo otras escupían para librarse de la repugnancia instalada en el fondo de sus gargantas, cómo había gente que, sin saber nada de lo que había hecho el infeliz condenado, consideraba que si moría quemado era porque seguramente se lo merecía.

Ahora, el recuerdo de aquella tarde dominical había regresado para atormentarla. Definitivamente convencida de cuál sería su destino final, la hermana Margarida volvió a sentir la misma angustia, y eso la hundió. Se le nubló el cerebro y llegó a bordear la locura. En la adolescencia siempre había visto fantasmas, pero ninguno como aquel: un hombre vestido de negro junto a la puerta, una sombra oscura, inmaterial, pero que sin embargo casi podía tocar. Naufragó en su pequeña celda, que le pareció más oscura que al principio del cautiverio, como si las paredes estuviesen ya chamuscadas y llenas de hollín; también le pareció sentir el mismo hedor que había percibido cuando era niña en el Terreiro do Paço, un olor a carne a la parrilla que ahora se mezclaba con el sabor de la repugnante sopa que le servían en un cuenco, y con el de las deposiciones que hacía en un cubo.

Así fue como, hallándose en tal estado de desistimiento y postración, nació en su alma la idea de precipitar su fin. Si conseguía morir antes del día en que tenía que ser asesinada en la hoguera, escaparía a ese castigo tenebroso con un acto de voluntad, librándose de la muerte prevista con la muerte anticipada.

Me dio pena. Sentir pena de alguien que ha sufrido es un bonito sentimiento, pero no se debe poner de manifiesto, pues casi siempre se considera un insulto hacia la persona que nos lo provoca. De manera que después de escucharla, guardé silencio. Sabía lo que significaba ese deseo de muerte, lo había sentido muchas veces mientras fui prisionero de los árabes. Es profundamente destructivo y perturbador, pero al mismo tiempo es muy humano. Es querer acabar más deprisa solo porque no se vislumbra el futuro. Hoy, a pesar de estar preso de nuevo, no siento lo mismo. Puedo imaginarme un futuro solo porque me acuerdo de ella, de cuánto la he querido y de cuánto la quiero. Cuando los árabes me capturaron por primera vez, hace muchos años, también pensé varias veces en matarme. El amor intermitente que sentía por otra mujer no siempre bastaba para ahuyentar esas ideas. Cuando se está condenado a muerte es muy fácil pensar en el suicidio, es muy fácil enloquecer. Lo sé porque ya me volví loco. Es un sufrimiento terrible y hay muy pocos que regresen de esa tierra distante.

Así que la abracé con fuerza, emocionado. Me sonrió sin saber las razones de mi arrebatamiento, que yo me guardé de revelarle, y me dio un corto pero aun así delicioso beso en la boca antes de proseguir con su relato.

La hermana Margarida era práctica y sabía que no le resultaría fácil matarse. La celda era estrecha: cuatro paredes de piedra, un ventanuco en lo alto con unas rejas imposibles de mover, una estera de paja en el suelo donde dormía, un balde de madera para la orina y las heces. Nada con que poder cortarse las muñecas; nada con que poder envenenarse. Llegó a una conclusión: ahorcarse sería la única posibilidad. Se fijó en que en el techo había unas vigas, y en que sería posible pasar una cuerda por una de ellas. De modo que eso era lo que necesitaba y fue en su busca.

En el patio de la prisión, por la mañana, podía convivir con los otros reclusos. Eran cerca de treinta, más mujeres que homb

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