La avenida de las ilusiones

Xavi Barroso

Fragmento

Capítulo 1

1

Creo que es la primera vez que me quedo sin palabras. Si Joan estuviera aquí, pensaría que estoy actuando. Estoy sentada en nuestro despacho. La rabia que siento se dibuja de un color inédito. Detesto esta mesa de roble sobre la que escribo. Se la encargamos a aquel carpintero que malvivía por la calle de la Cera años atrás. Un auténtico artista. Quién sabe si habrá muerto en el Frente. Desearía lanzar por la ventana los muebles que visten esta casa. Nunca me han gustado los santuarios.

El silencio de las calles de Barcelona ensordece. La guerra dosifica los gritos de los ciudadanos. Quizá los almacenan en el interior de los pulmones, por lo que pueda venir. Hoy, los barceloneses deambulan a hurtadillas, respetando el dolor de los pobres infelices que les rodean. El general Kléber ha recuperado Belchite después de catorce días de ofensiva. Dicen que el pueblo ha quedado destruido y que han muerto más de tres mil personas. Espero que las lágrimas que la República ha derramado sean suficientes para recuperar Zaragoza y, luego, el resto del país.

Nada de eso me concierne ahora. Estoy divagando y soy consciente de ello. Soy actriz, le pongo cara y alma a las palabras, pero no las escribo. Tengo la sensación de que me va a estallar la cabeza. Necesito contar las verdades que jamás he revelado y los infortunios del pasado que ni siquiera Joan conoce. A veces siento que la memoria me falla y que ambos son solo desvaríos de cupletista.

Sigo dando rodeos a mis intenciones, lo sé. Enterré demasiados secretos en las paredes de mis entrañas y, sin que Joan lo supiera, de las suyas. El público puede robarte el tiempo, la estima, incluso la razón, pero jamás las entrañas, son lo único de lo que no pueden despojarte. A veces es más sencillo huir que decir te quiero. Echo tanto de menos a Joan que no me importa esta guerra, el Paralelo ni los aplausos. No sé si él tendrá la oportunidad de leer estas hojas, pero escribo para que al fin me entienda, para que seamos tan transparentes que podamos escondernos bajo el agua y así desaparecer, juntos, para siempre. Aunque, sobre todo, escribo para que mi historia no se extravíe como aquellos cuplés que un día dejaron de cantarse.

Creo que necesito ordenar los recuerdos para sincerarme.

Como a cualquier hijo de vecino, me enterrarán con un sinfín de dudas por resolver. De hecho, nunca sabré por qué mi padre nos eligió a María y a mí. Supongo que las dos éramos chicas y las edades encajaban más que las del resto de mis siete hermanos. El día que nos dio la noticia, mi espalda cargaba ya dieciséis inviernos. María me llevaba dos años de ventaja en este mundo y su sentido común lo evidenciaba. Ambas recogíamos patatas en un campo cercano a Cal Tribulet cuando mi padre se acercó y sus gruesas palabras interrumpieron nuestra tarea. Él se dirigía al mundo con voz contundente pero cargada de amabilidad. Las dos dejamos los cestos y alzamos la mirada. Allí estaba, plantado ante nosotras, con un sombrero en las manos y la novedad envuelta en la incertidumbre. Jamás olvidaré la mezcla de pena y alegría que su rostro apenas disimulaba. Sus ojos narraban una aventura, un cambio, una despedida. Nos enviaba a Barcelona para servir en casa de una familia adinerada.

Como la mayoría de los agricultores, mis padres alimentaron a su jauría de niños con voluntad pero sin excesos. Los últimos años no habían sido muy fructíferos en Solsona. Las plagas y la supresión del obispado empobrecieron a los vecinos a fuego lento y, por supuesto, a mi familia. Otro de los grandes misterios que no lograré resolver: ¿cómo nos consiguió aquel trabajo? Debería haberlo preguntado cuando tuve ocasión, sin embargo, aún no sabía que la vida es muy selecta con las segundas oportunidades.

Mi madre se mudó al cielo pocos días después de mi octavo cumpleaños. Se fue tal y como vivió, sin hacer mucho ruido pero marcando el corazón de su progenie. Los tres hermanos mayores tomaron las riendas del día a día y María y yo les ayudábamos en lo que estaba en nuestras manos. Con su muerte, apareció ese vacío que te aísla del mundo cuando una madre te abandona tan pronto. Sinceramente, la soledad no fue una buena compañera durante mi juventud.

Echaba tanto de menos la calma y el calor que me brindaban los abrazos de mi madre que los sustituí por una desafiante rebeldía. Mis desplantes alejaban a las chicas de mi edad, quizá por eso María se convirtió en mi única amiga. Su paciencia no tenía fin. En realidad, siempre me había entendido mejor con los chicos. Arnau, Carles, Bernat…, niños de campo que conocían perfectamente los entresijos de la tierra. Entonces era joven, no sabía nada del mundo moderno, los teatros, las ideas. Mi vida oscilaba entre las canciones que cantaba, mi terquedad y la paz de la naturaleza.

Habíamos oído millones de historias terroríficas sobre el bosque y también historias trepidantes sobre los bandoleros que se escondían en las montañas. Los imitábamos jugando, literalmente, a guerra de piedras contra otros grupos de niños. Las filas de nuestro ejército solían estar formadas por Arnau, un niño moreno y resabiado; Carles, su hermano pequeño y rubito, y yo. Sonrío mientras recuerdo una de nuestras grandes hazañas. Habíamos ideado una estrategia que consistía en capturar al enemigo entre el camino de los soldados y el muro de piedra que bordeaba las tierras de los Torrents. Era un plan perfecto, pero diferíamos en la metodología que debíamos seguir. Las distintas posibilidades se sometían a discusiones que demoraban nuestra victoria. Yo defendía con ímpetu mi estratagema y desconozco si insistía porque era la mejor opción o porque necesitaba llevar la razón.

Aquel día tuvimos más imprevistos de lo esperado. Los contrincantes nos tendieron una emboscada mientras transitábamos por nuestro profundo debate. Allí estábamos, atrapados entre cuatro árboles, listos para recibir pedradas. Reaccionamos con celeridad. Yo corrí hacia un lado, convirtiéndome en el cebo. Arnau y Carles se subieron a un pino aprovechando el desconcierto y atacaron sin piedad a nuestros adversarios. Ganamos. Mi recompensa consistió en varios halagos y tres pedradas que me regalaron tres heridas.

Superada la euforia del triunfo, apareció el dolor. No quería quejarme, no quería sentirlo. Supongo que Arnau dedujo que mis deseos no iban a la par con las circunstancias. Me ayudó a sentarme, se agachó y empezó a lamerme una herida, la más grande, situada en la pierna. ¿Mi primera reacción? Apartarme con brusquedad. Y él, con su calma característica, levantó la mirada y me observó durante unos instantes.

—Francisca, la sangre debería estar dentro del cuerpo. Si el tuyo no la quiere, deja que yo la tome.

Acto seguido, me cogió la pierna con delicadeza y siguió con la extraña cura. Consecuencias de la proeza: yo sentada en casa, recibiendo las atenciones médicas de María mientras mi padre blasfemaba y me juraba que no volvería a jugar con esos chicos, varios de mis hermanos observ

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